La
denuncia de nueve mujeres de que Plácido Domingo les habría acosado para
obtener favores sexuales a cambio de vagas promesas de apoyo profesional ha
hecho explícito una vez más la cuestión del punto de vista que puso en marcha
el movimiento #Metoo. Ruth Toledano lo explicaba en un artículo en eldiario.es tan
matizado como claro. Frente al shock que presuntamente habría sacudido el mundo
de la ópera, la periodista oponía la experiencia generalizada entre las
mujeres, que habrían sufrido diferentes formas de acoso y en diversos grados en
algún momento de sus vidas. El shock, afirmaba, no es más que un síntoma
cultural de la construcción de una nueva convivencia social que está en marcha de
la que la iniciativa #Metoo es una
parte. Lo que me interesa analizar en esta breve nota, tomando como ocasión el
artículo de Toledano, es el problema epistemológico del punto de vista y el
cómo este extraño término alude a estratos profundos de nuestra cultura y
composición social.
#Metoo
es una iniciativa que tiene un contenido epistemológico esencial, sobre el que
se sostiene el éxito viral que ha tenido a lo largo y ancho del mundo. Pertenece
a lo que José Medina ha llamado “epistemologías de la resistencia”. En este
caso, se trata de hacer explícitas y traer a la discusión en los foros públicos
experiencias que, por muchas causas, habían quedado ocluidas o naturalizadas en
la forma de “las cosas son así y siempre lo serán”. La iniciativa pedía a las
víctimas de acoso una suerte de compromiso narrativo bajo la forma “recuérdalo
y cuéntalo a otras”. El objetivo no era
señalar lo particular de los casos sino lo generalizado de la experiencia. En
otros muchos ámbitos en los que ha existido opresión, discriminación u olvido,
el “recuérdalo y cuéntalo a otros” se ha convertido en un instrumento básico de
la construcción de un movimiento.
Así, en
las sociedades en transición, que han sufrido años o décadas de horribles dictaduras,
guerras u opresiones múltiples se generalizaron en los años ochenta las
comisiones de la verdad cuyo objetivo era básicamente el mismo que la
iniciativa feminista: recuperar una experiencia, sacarla a la luz pública y
hacerla un componente esencial de la reclamación de justicia. Charles Tilly, un
sociólogo de la escuela relacional de Nueva York, que ha estudiado por décadas
los movimientos sociales insurreccionales o revolucionarios, escribe en su libro
Historias, identidad y cambio político que los relatos no son algo accesorio en
la formación de las identidades, sino, por el contrario, una fuerza necesaria
para producir explicaciones de lo que pasó, de lo que puede pasar o de lo que
tendría o no tendría que haber ocurrido. Sin ellos, no se genera lo que Lukàcs
llamaba la “conciencia de clase”. Esto
nos lleva al fondo de la discusión y a la cuestión de los puntos de vista.
En las
recientes controversias en los foros públicos de la prensa y redes que enfrentaban
a “políticas de clase” con “políticas de identidad” estaban de fondo algunos
supuestos filosóficos y epistemológicos que conviene también hacer explícitos y
que merecen ser discutidos. En un lado, en el de la “política de clase” se encuentra
muchas veces (no afirmo que siempre) el supuesto de que la clase (la clase
trabajadora, esencialmente) se define por una forma estructural de la sociedad,
la de las relaciones de producción, que genera una posición también estructural en la sociedad, que, a su vez, puede
admitir cambios y variantes, pero que esencialmente no cambia en la historia
mientras no cambie el modo de producción.
El problema que detectaba
Lukàcs en su día era si esta posición de clase era suficiente para producir a
la larga un cambio político revolucionario. Su tesis era que la posición social
permitía un punto de vista privilegiado, de tal forma que la clase
trabajadora estaría en una posición social oprimida pero, sin embargo, debido a
su posición estructural estaría en una posición epistémica superior a otras, es
más, exclusiva, para entender lo que ocurre y elaborar políticas de cambio.
Algunas autoras feministas volvieron a esta tesis lukacsiana a propósito del
punto de vista (standpoint) femenino. Así, la psicóloga y filósofa feminista
Carol Guilligan escribió en los años ochenta un famoso libro Una voz diferente,
donde postulaba una diferencia en la sensibilidad ética debida a la experiencia
femenina en la historia, que llevaría a lo ahora conocemos como “ética del cuidado”.
Sandra Harding postulaba algo similar en el caso de las mujeres dedicadas a la
investigación científica, que tendrían una suerte de mirada más fina y
orientada a otros puntos que los producidos por el punto de vista masculino.
Esta definición de clase
(o género) como una posición estructural generada por fuerzas básicas del orden
social, que, a su vez, producen puntos de vista diferentes plantea varios problemas
en muchos niveles, pero uno de ellos es el epistemológico. Se trata de la idea
de si una posición social dota por sí misma de fuerza a una posición epistémica,
o si, por el contrario, tanto las posiciones sociales como las epistémicas son
producto de interacciones y cambios contingentes e históricos.
La idea del punto de
vista generó mucho escepticismo históricamente. Así, Lenin sostenía sin mayores
diplomacias que la clase obrera, dejada a su albur, lo más que llegaba a generar
era una conciencia sindical, y por ello necesitaba la asistencia de una
vanguardia que trajese una conciencia superior. Adorno y Horkheimer, más
radicales aún, sostuvieron que en las formas de capitalismo avanzado, la
conciencia de clase es uno de los motores fundamentales de la reproducción del
sistema: la clase trabajadora habría generado deseos de producción y reproducción
de los bienes y servicios que ofrece el capitalismo. Podríamos encontrar
correlatos similares en el caso del feminismo. Algunas feministas aceptan que
la naturalización del patriarcado reproduce su existencia no solamente por vía
de la opresión masculina sino también por la pasividad femenina.
“Desde mi punto de vista”
(disculpas por la redundancia) tanto la teoría del privilegio como la teoría de
la sumisión radical están equivocadas y lo están por su concepto esencialista y
sustancializador de las clases sociales e identidades oprimidas. A esta
concepción reificadora se han opuesto las tesis sociológicas relacionales,
comenzando por la más profunda, la de Pierre Bourdieu. Las clases no son entidades
sino relaciones cambiantes históricamente que generan posiciones de poder y
capital de varias dimensiones: económico, cultural, simbólico, … Las clases son
construidas en las relaciones y no son esencias inamovibles. Las relaciones son, por supuesto, relaciones
de poder, pero también y sobre todo son disposiciones a la acción, capacidades
de comprensión de las situaciones y, sobre todo, trayectorias históricas de diferenciación
E.P. Thompson, el gran
historiador cultural de la clase obrera, en su provocativo libro La formación
de la clase obrera inglesa, recogió un impresionante material heterogéneo de
expresiones, formas de vida, relatos, canciones, etc., con el que mostró su
tesis de cómo una clase era el producto social de una diferenciación histórica
en la posición tanto social como epistémica ante la sociedad. La clase obrera
no existiría, promovía Thompson sin una construcción generalizada del “nosotros”
frente al “ellos”. No sorprendentemente la iniciativa #Metoo adopta una
posición similar en la construcción de una trayectoria y relato de la
experiencia femenina.
La idea, en esta
concepción relacional de las clases e identidades, es que las posiciones
sociales y las posiciones epistémicas (experiencia, memoria, relatos, aspiraciones,
proyectos de vida) no son independientes. Se crean en la relación. Marx fue uno
de los primeros autores que desarrolló una concepción relacional de las clases,
a diferencia de muchas lecturas tardías estructuralistas y sustancializadoras.
Capital y trabajo, sostenía, se interdefinen; la clase trabajadora se crea en
la forma salario y no tiene otra existencia que bajo la mirada del capital.
Las relaciones son siempre
cambiantes e interactivas. Una de las grandes ventajas de la mirada relacional
es que disuelve el debate “políticas de clase/políticas de identidad”. En tanto
que las relaciones y relatos constituyen identidades, se explica muy algo que
todos podemos experimentar en la vida cotidiana: la pertenencia y la existencia
en formas diferentes de identidad que a veces se viven de forma tensa y a veces
de forma acompasada. La tarea política, desde esta concepción, es la de formar
relatos que hagan compatibles puntos de vista y posiciones sociales: “estar
abajo” o “estar arriba” son posicionamientos complejos que implican
movilizaciones de muchos tipos: prácticas, hábitos, transformaciones en los
relatos y antagonismos de muchos tipos.
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