La filosofía
política trata de la justicia, la práctica política trata del poder. Ambos
objetivos pueden acompasarse o no, dependiendo de cuán estrechos sean los lazos
que unen la búsqueda de la justicia y la búsqueda del poder. Todos sabemos por
experiencia que son lazos frágiles que muchas veces se pervierten produciendo
variedades degradadas como son el academicismo en el lado de la teoría política
y la corrupción en el lado de la práctica. No pocas veces, estos lazos se adelgazan
aún más por lo complicado que es pensar y detectar la injusticia, algo que
exige un pensar situado diferente al ejercicio filosófico de reflexionar sobre
la justicia.
Desde el punto de
vista de las víctimas, no es sencillo tampoco dar el paso que media entre el
sufrimiento y la comprensión de estar sufriendo una injusticia. El sufrimiento puede clavarse en el cuerpo y
la mente como una enfermedad crónica sin que las personas y colectivos lleguen a
entenderlo como injusticia, algo que refuerza el hecho de que tanto en primera
como en tercera persona se tiende a calificar como desventura e incluso como
algo natural. Porque, de hecho, muchos sufrimientos son desventura y mala
suerte, e incluso procesos naturales. Simone Weil distinguía el estado de
desgracia, en que la víctima se considera a sí misma, y es considerada por otros,
víctima del destino, y el sufrimiento, en tanto que experiencia que adquiere un
sentido, bien porque se acepta la inevitabilidad y se incorpora al relato
propio, bien porque se elabora como experiencia de injusticia. En este segundo
caso el sufrimiento se convierte en insoportable y en demanda de justicia.
No es fácil dar
ese paso entre la vivencia simple y la experiencia compleja. Suelen ocurrir en el
intervalo estados emocionales como el rencor y el resentimiento, que muchas
posiciones políticas suelen confundir con pasiones políticas, porque tienden a
creer que la generalización de las emociones negativas es suficiente para “movilizar
a las masas” (en terrible expresión que tantas veces usó la izquierda, como si
la mera agregación de personas iracundas constituyese ya un sujeto histórico,
pueblo o clase). En estas breves líneas querría esbozar las dificultades teóricas
de este paso, que explican en buena medida las dificultades prácticas con las
que se encuentran todos los movimientos que luchan por la justicia.
Pensar desde la
justicia puede ser cegador, tal como nos enseña una filósofa como Judith Shklar,
quien en su libro Los rostros de la injusticia nos recomienda una vía
negativa de acercamiento al concepto de justicia: es mejor desarrollar un
sentido de la injusticia que teorizar de forma abstracta sobre la justicia. Pensar
la justicia como la distribución equitativa de un bien, tal como ha sido el
pensamiento mayoritario en la filosofía desde Aristóteles, nos vuelve ciegos. En
primer lugar porque no están claros los bienes que han de ser distribuidos, tal
como Michael Walzer reprochó a la filosofía liberal en Las esferas de la
justicia. Qué sea un bien y qué sea un mal es algo que en buena medida se
constituye en la historia en el trabajo de la cultura. Pero, en segundo y más
importante lugar, porque, como decía antes, la mayoría de las veces tendemos a
ver la desventura de otros como mala suerte y no como producto de la
injusticia. Incluidas las víctimas, que en primera persona sufren lo que
Miranda Fricker llama injusticia hermenéutica, que es una forma de
injusticia epistémica o injusticia en el conocimiento que impide sistémicamente
que la víctima pase del estado de desgracia a la comprensión de su daño como
una injusticia.
Por ello es tan
determinante el desarrollo de un sentido de la injusticia que no es sino
una forma avanzada de virtud intelectual que se manifiesta como una sensibilidad
especial para captar qué sufrimientos son desventuras y cuáles
injusticias. Judith Shklar se pregunta, como
ejemplo, “acaso debemos pensar que ser una mujer es una desgracia, una
desventura?” Así clamaba Medea en la obra de Eurípides ante el coro: “ser mujer
es la mayor desgracia en el universo” Simone de Beauvoir escribió El segundo
sexo precisamente como un ejercicio del sentido de la injusticia, y por
ello hemos aprendido tanto de su enseñanza.
Es muy raro
considerar el sentido de la injusticia como una virtud intelectual, y en
particular como una virtud epistémica. La filosofía y epistemología modernas
han sido mayoritariamente individualistas como método y políticamente
neutrales, como si la detección de la injusticia no fuese uno de los objetivos
más altos del conocimiento. De ahí que en epistemología política debamos
denunciar este punto ciego que se produce por una mirada demasiado sesgada
hacia la ciencia, que pierde de vista la niebla de la injusticia social.
El sentido de la
injusticia exige un componente cognitivo, otro moral y un tercero político. El
resultado produce un juicio complejo que podríamos resumir en “esto no tendría
que ocurrir así”. Cognitivamente, exige
un examen de la sociedad y de sus posibilidades, de las causas, consecuencias y
medios para la transformación del estado de desgracia. Moralmente, exige un
sentido del concernimiento: “esto me concierne a mí”. Políticamente, exige un
trabajo de transformación social para reparar y abolir ese estado de injusticia.
Que sea un
sentido tan complejo, que involucre todos los elementos esenciales de nuestra
humanidad, explica el olvido de la filosofía de esta virtud tan esencial en
nuestra educación. Como acabo de decir, se debe en parte al embrujo de la
actitud científica, que tiende a naturalizar demasiado rápido las situaciones.
Cuánta ceguera e insensibilidad habita, por ejemplo, en las facultades de economía
y derecho. Pero también en esa actitud elitista de pensar la justicia desde
arriba y pensar la moral como “valores”, en vez de aprender a detectar injusticias
y daños. Y, claro, en un desprecio de la política que, como Weber enseñó,
parece acompañar lo que llamaba la “ciencia como vocación”, en una actitud
modernista que se extendió a todas las formas de cultura. Me gustaría
repasar el catálogo de competencias que las agencias de calidad de la
enseñanza nos obligan a introducir en los diversos niveles y grados de educación.
Apostaría mucho a que raramente encontraremos algo así como “desarrollar el
sentido y la sensibilidad hacia las injusticias”. Luego nos quejamos. Corrijo: luego solo nos quejamos.
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