La tristeza y la pena son emociones que no han recibido mucha atención por la filosofía o la historia cultural, a diferencia de su pariente próximo, la melancolía, que siempre ha tenido un aura de aristocracia intelectual. Han sido, eso sí, visitadas asiduamente por la literatura de autoayuda. Conocemos bien su fenomenología, sin embargo. Personalmente, porque son emociones tan ligadas a nuestra biografía que son una de las más potentes fuerzas constitutivas del carácter. Culturalmente, porque la poesía lírica, la novela y la música popular (en nuestro entorno cercano la copla y el flamenco) se han encargado de representar los más sutiles matices de su fenomenología y causas. Conocemos menos su carácter de emociones morales con un objetivo social y en muchas ocasiones político. En la modernidad han sido tratadas casi exclusivamente como emociones individuales, han sido reducidas al espacio interno de la experiencia aislada y, como tales, medicalizadas y normalizadas, contribuyendo así al olvido de su función social.
En las sociedades premodernas, la tristeza y la pena fueron, por el contrario, sentimientos que formaron parte de la vida común, que fueron ritualizados e incluso institucionalizados desde que las sociedades tuvieron conciencia de ser sociedades. Pensemos en La Ilíada: Simone Weil consideraba que era un documento sobre la violencia; era, decía, el poema de la fuerza. Y ciertamente lo es en gran medida. Es un tratado de las pasiones arrebatadas e impetuosas, de las acciones de guerra y combate. Pero, como les ocurre a las grandes películas bélicas, es también un tratado sobre el sufrimiento humano, un alegato contra la hibris y la arrogancia de los hombres. La Ilíada es un documento sagrado sobre cómo las culturas premodernas trataban la pérdida, el dolor y la pena ante la muerte y el duelo como partes constitutivas del orden social y de los lazos comunes.
Cada acto de soberbia y engreimiento va seguido en La Ilíada de muerte y sufrimiento. Comienza el poema con una peste que aflige al ejército aqueo, que ha sido enviada por Apolo a causa de que el loco Agamenón, el rey de los helenos, se niega a devolver a su esclava Crisa a su padre, quien ha venido a rescatarla con una nave llena de riquezas. El campamento se llena de piras funerarias y el ejército se sume en la tristeza y la desolación hasta que el consejo de los grandes obliga al rey a devolver a la hija. A cambio, arrebata a Aquiles a su otra esclava, la sacerdotisa Briseida, lo que desencadena la cólera del rey de los mirmidones, que es el tema central de la epopeya. De esta cólera nacen más muertes y más duelos. La Ilíada es, a partir de ese momento, un poema que alterna la violencia con el llanto. Lágrimas que suceden a la muerte del amigo, del esposo, del hijo. Lágrimas por la pérdida de Patroclo, el amado de Aquiles, y de Héctor, el príncipe hijo de Príamo y Hécuba y esposo de Andrómaca.
Los cantos finales de La Ilíada son expresiones de una comunidad de tristeza, de rituales de duelo y cantos fúnebres dedicados respectivamente a Patroclo y Héctor. Cuando el cadáver del héroe de los troyanos llega por fin a la ciudad, Homero nos cuenta cómo es ritualizado el dolor:
"podréis saciaros de llorar, cuando lo lleve a casa."
Así habló, y se separaron y dejaron paso al carromato.
Después de introducirlo en las ilustres moradas, luego lo
depositaron en perforados lechos y sentaron al lado a cantores
para que entonaran cantos fúnebres: éstos el lastimero canto
fúnebre entonaban, y las mujeres respondían con sus gemidos.
Entre éstas, Andrómaca, de blancos brazos, inició el llanto,
mientras sujetaba la cabeza del homicida Héctor en sus manos:
«¡Esposo! Te has ido joven de la vida y viuda
me dejas en el palacio. Todavía es muy pequeño el niño
que engendramos tú y yo,..."
El dolor está siempre ritualizado, cargado de género pues son las mujeres las que protagonizan la expresión de la pena a través de sus llantos rituales, acompañado de la música y el canto fúnebres y del discurso que recuerda a la comunidad la pena y el dolor que espera a los familiares. Príamo ya ha expresado su dolor humillándose ante Aquiles para pedirle el cadáver de su hijo, un ruego que hace nacer en el guerrero la compasión y la comunidad de la pena que une ahora a los enemigos en un llanto común:
El otro, pensando en su padre, deseaba llorar;
tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano.
Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres
y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra;
pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también a
Patroclo; sus sollozos llenaban la morada.
tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano.
Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres
y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra;
pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también a
Patroclo; sus sollozos llenaban la morada.
Atenas fue siempre muy consciente del papel comunitario y político del duelo. La Antígona de Sófocles, uno de los textos originario de lo político, refleja la centralidad de los ritos de duelo en la ciudad. Poco antes de Pericles, las reformas democráticas habían obligado a que los duelos se celebrasen exclusivamente en el espacio doméstico. Antes de ello, el funeral era una expresión del dominio de clase. La aristocracia llenaba las calles de la ciudad con procesiones de plañideras que unían la exhibición del poder con la tristeza de la pérdida. Desde entonces, el funeral público fue limitado a los muertos en la guerra por la defensa de la ciudad, como nos cuenta Tucídides en su relato del discurso funeral de Pericles por los caídos en la batalla. El dirigente de Atenas, después de glosar la superioridad de la democracia, después de explicar por qué la democracia recuerda a quienes la salvaron, consuela a padres, esposas e hijos con palabras que unen la sabiduría sobre el dolor con la consideración social y comunitaria del duelo:
“Por tanto no me compadezco por la suerte de los padres que estáis presentes, sólo me limitaré a consolarles. Ellos saben que entre las desventuras y peligros a que estuvieron sujetos durante su vida se han ganado una merecida felicidad alcanzando esta honrosa muerte como guerreros, al tiempo que vosotros recibís el dolor más honroso viendo coincidir la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé muy bien cuán difícil es persuadiros. Ante la felicidad de los demás, felicidad de la que vosotros no habéis gozado, llegaréis en muchos momentos a recordar la memoria de vuestros desaparecidos. Ahora bien, sufrimos menos cuando nos privamos de los bienes que no hemos aprovechado que de la pérdida de aquellos a los que estamos habituados. Es preciso por tanto sufrirlo pacientemente y consolaros con la esperanza de tener otros hijos, aquellos de vosotros que todavía estáis en edad. En vuestra familia los hijos que tengáis en adelante os harán olvidar a los que ya no existen; y la ciudad ganará una doble ventaja: su población no disminuirá y la seguridad estará garantizada, pues lo que entregan a sus hijos al peligro en bien de la república, como lo han hecho los que perdieron a los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen. En cuanto a los que no tenéis esta esperanza, recordad la suerte que habéis tenido gozando de una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será corto ¡que la gloria de los vuestros consuele vuestra pena!; sólo el amor de la gloria no envejece y en la vejez no es capaz de seducirnos el amor al dinero, como algunos pretenden, sino los honores que nos dispensan.
Y vosotros, hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo. No hay hombre que no elogie la virtud y esfuerzo de los que murieron. A vosotros, a pesar de vuestros méritos, os será muy difícil alcanzar su mismo nivel, y no digamos superarlo. Porque, entre los vivos, el afán de emulación provoca siempre la envidia, mientras que todos elogian y honran a los que mueren. También haré mención de las mujeres que han quedado viudas, expresando mi pensamiento en una breve exhortación: toda su gloria consiste en no mostrarse inferiores a su naturaleza y a que se hable de ellas lo menos posible entre la gente, tanto en bien como en mal."
Pericles sabe que la tristeza debe ser consolada y que debe hacerlo con esas palabras que hemos aprendido cada generación. El consuelo no disminuye la tristeza, lo sabemos, a veces la estimula, pero a cambio ofrece el lazo común para sostener a quien sufre la pérdida.
La tristeza y la pena nacieron como las emociones más animales de nuestro hilo como especie. Son la reacción inmediata a la separación del niño de su madre. Los primeros días del primer colegio podemos observar con lástima esta expresión de ilimitada tristeza de niños que no entienden lo que les está pasando. Jane Goodall observó que los chimpancés bebés que pierden a sus madres entran en un estado de pena que les conduce a la muerte aunque hayan sido adoptados por otra madre. La tristeza es la reacción animal a la fractura del lazo del apego, el más poderoso lazo que une a las generaciones. La tristeza y la pena serán siempre expresiones de pérdida.
La parte animal de la tristeza, sin embargo, en el origen de la sociedad, fue reutilizada y convertida, como ocurrió con otras emociones, en un lazo y vínculo comunitario, en la reacción personal a la pérdida de alguien significativo para la comunidad. Como ha explicado Juan Luis Arsuaga, la conciencia de la muerte es un rasgo cognitivo que aparece unido a la génesis de la especie humana. Es un indicativo de la capacidad de pensar en tiempos largos, más allá del tiempo personal, en la elaboración del tiempo común. Saber que nuestro tiempo en la vida es limitado, que se acaba pronto, fue lo que nos hizo humanos. Las primeras sociedades produjeron los instrumentos para sobrellevar y hacerse cargo de este conocimiento, quizás el primero de los frutos del árbol de la vida, del saber del bien y del mal. Por ello, la tristeza y la pena se convirtieron pronto en las emociones adecuadas a la pérdida, convertidas en duelo común, en comunidad de tristeza. No soportaríamos la inminencia de la muerte si no supiésemos que familiares y amigos nos llorarán, que habremos dejado al menos un hueco en sus corazones que nos sobrevive. Esa fue la función básica de la tristeza como emoción moral: llorar la pérdida es la forma en que los humanos celebramos la vida y los lazos que nos unen.
La Ilíada y Antígona, como cantos funerarios, son documentos de la sabiduría de especie, son profecías de lo que les ocurre a las sociedades que no saben llorar a sus muertos ni hacerse cargo de la pena por la pérdida de los suyos y de los otros. Los dos textos nos hablan de que la muerte y la pérdida une a los enemigos en lo más común que nos hace humanos: la tristeza y la pena.
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