Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
sábado, 18 de julio de 2020
Biografía social de las cosas
La lana circulaba por ni niñez por sendas ajenas a los caminos del mercado. Digo la lana porque ese era el material comprado en la mercería para emprender a continuación largos relatos de transformación en prendas de abrigo que acompañaban las vidas mía y de mis hermanos. La economía de mi familia era solo parcialmente monetaria. Mis padres, maestros rurales en una aldea en la montaña de Gredos en los años cincuenta, intentaban criar a sus cinco hijos y pagar los costosos gastos médicos con imaginación y agotadores jornadas. Tras las horas de escuela, por las que recibían un escaso salario ("pasar más hambre que un maestro de escuela" se decía), comenzaba su segundo trabajo, impartir clases de permanencias pagadas con dificultad por las familias del pueblo, para complementar la formación a la que la escuela no llegaba y preparar a los niños que habrían de estudiar para la secundaria, o llevar sus estudios a distancia ("por libre", era el término). El trabajo comenzaba a las nueve de la mañana y acababa a las nueve de la noche, cuando los mayores (hablo de mis cuatro y cinco años) nos sentábamos después de cenar a devanar las madejas de lana que se convertirían en ovillos que, a su vez, mi madre convertiría en sus ratos libres en jerséis. Los jerséis eran objetos, artefactos, cuya vida se extendía por años y circulaba por nuestras vidas por complejos caminos. Cuando se quedaban pequeños, algo que podría suceder en meses, el jersey se rehacía deshaciendo el tejido, rehaciendo ovillos y tejiendo nuevas prendas. En el internado religioso en que pasé mi adolescencia, solía "estrenar" cada curso uno o dos jerséis de llamativos colores que había retejido mi madre con los restos de los que habían cubierto a mis hermanos más pequeños. En un mundo tan gris como el de aquellos oscuros y fríos pasillos, llevaba con orgullo (ahora recuerdo) un jersey con los colores de la bandera republicana francesa (mi madre no había caído en esa cuenta, pero los curas sí me lo hacían notar).
Pese a lo que creen los economistas de nuestros días, que sólo aprenden modelos matemáticos, es difícil saber cómo y cuándo una cosa se convierte en mercancía y cuál es la secreta historia subjetiva que lo impulsa. Esta es la lección de humildad que aprendemos en un libro que debería haber tenido un mejor destino que el que ha disfrutado. Me refiero al trabajo colectivo de varios antropólogos estadounidenses e ingleses, que se reunieron en la Universidad de Pensilvania en 1983 para descifrar el origen antropológico de la mercancía y cuyas discusiones fueron recogidas y editadas por Arjun Appadurai en 1986 con el título de La vida social de las cosas. Ha sido un libro muy citado en antropología y algo en estudios culturales, pero raramente leído por economistas, sociólogos y humanistas. Caiga la vergüenza sobre ellos. El segundo capítulo, escrito por el antropólogo de origen ruso Igor Kapytoff, "La biografía de las cosas", es sin la menor duda, el más sustancioso e iluminador.
El tema del trabajo de Kapytoff es el secreto de la mercancía: cuándo y qué se convierte en mercancía y cuándo y cómo deja de serlo. Kapytoff bebe en las fuentes de Simmel, de su Filosofía del dinero y sólo secundariamente de El Capital de Marx, quien, a pesar de su inmensa obra, tuvo problemas para entender el origen y la circulación de mercancías en las sociedades no capitalistas. ¿Qué es una mercancía desde el punto de vista antropológíco? Es algo que se intercambia por otro objeto o servicio con o sin la mediación de un equivalente como el dinero. Una mercancía es un acuerdo entre un deseo (o necesidad) y un sacrificio. Lo que se desea se obtiene a cambio del sacrificio de otra cosa que se posee. La medida del intercambio indica el valor relativo de lo intercambiado. Ese valor, el fruto del intercambio de deseo y sacrificio, es siempre un valor social y político. Es un indicador de un sistema de valores que estructura una sociedad y una cultural
Hay siempre un conflicto sistémico, explica nuestro autor, entre la cultura y el sistema de intercambio o mercantilización para definir qué es lo que en cada sociedad puede convertirse en mercancía. Por un lado, hay limitaciones tecnológicas al intercambio y a la mercantilización. Las sociedades no monetarias tienen dificultades obvias para intercambiar cosas, pero toda sociedad depende en cierta forma de su tecnología para la producción, intercambio y distribución de mercancías. Obtener cerezas en invierno, como ocurre cuando llegamos ahora a los supermercados, es fruto de la globalización, la tecnología de calor y frío y los transportes baratos, junto a toda la ingeniería financiera de nuestros días. El capitalismo es una forma económica que tiende a mercantilizar todo con un impulso irresistible. Pero la lógica de la mercantilización está presente de un modo u otro y con diversos niveles de energía en muchas sociedades aún no capitalistas. La mercantilización establece un orden de homogeneidad en el mundo: las cosas se ordenan de acuerdo a sistemas de equivalencia. Si toda cosa fuese original y no intercambiable la vida social sería imposible. Pero si todo fuese equivalente a otras cosas (la lógica de la fetichización de la mercancía que estudió Marx) la vida social también sería imposible.
La cultura es la encargada de definir históricamente qué es lo intercambiable y qué no. La cultura saca del mercado objetos y prácticas que se convierten en sagrados, o de un valor incalculable y no pueden ser intercambiados. Así, por ejemplo, la modernidad política y filosófica puede ser estudiada como un largo proceso por separar cosas y personas desde el punto de vista de su conversión en mercancía. La Guerra civil americana, por ejemplo, una guerra que posiblemente esté aún por terminar, es un acontecimiento en esta historia de la división de cosas y personas. Estaba en juego, en parte, qué era lo admisible en la mercantilización. Desde el lado de la Confederación, se aprobaba la mercantilización de personas, que dejaban de serlo para convertirse en cosas intercambiables por dinero, es decir, el sistema de esclavitud. Desde el lado federal esto no era admisible, aunque sí lo era la venta del tiempo de trabajo que habría de constituir pronto el sistema industrial del capitalismo americano. Hoy todavía seguimos discutiendo estos límites: la sangre humana es algo admisible como mercancía en Norteamérica, pero no en Europa. Tampoco los órganos para transplantes, un negocio que nos parece horrible. Pero seguimos discutiendo si es aceptable pagar por el embarazo de una mujer para obtener un hijo por otra pareja. El embarazo subrogado es motivo de arduas discusiones políticas. Lo mismo ocurre con el sexo: ¿pueden intercambiarse servicios sexuales por dinero? ¿Es aceptable vender nuestro tiempo de trabajo bajo la forma de contrato a una persona? ¿Debería, por el contrario, desaparecer del mundo la forma de trabajo asalariado?
La antropología de las cosas, su historia social es mucho más intrincada de lo que nos parece a la gente común, e infinitamente más compleja de lo que cabe en la cabeza de un economista. El inacabable conflicto entre cultura y mercado marca la historia de un modo muchas veces oculto para historiadores y sociólogos. ¿Pueden venderse los cargos o los servicios políticos? En una sociedad democrática esto nos repugna y lo calificamos como corrupción, pero una sociedad autoritaria se ordena sobre sistemas ocultos de intercambio de favores.
Las cosas, como los jerséis de mi niñez, a veces comienzan su vida en el mercado para después salir de él. Muchas mercancías están destinadas a desaparecer en el acto de consumo, como la comida o la ropa, pero pueden tener después otra larga vida. De los seis a los nueve años, tuve un abrigo, una sola prenda de invierno, que había sido en su origen el abrigo de mi padre y que cuando ya estuvo completamente desgastado en las mangas, se deshizo y rehízo para cubrir mi cuerpo. Lo llevaba con resignación y molestia, pues era un tejido demasiado pesado e incómodo para mi cuerpo, pero no había otra alternativa. Aquél abrigo, como el capote de Gogol, tuvo una larga biografía que entrelazaba la mía y la de mi padre. El otro día, en casa de mi hermana, reparé en la máquina Singer que siempre había sido el centro del cuarto de estar de mi niñez. La máquina Singer de coser merece mucho más estudio del que ha recibido (aunque no son pocos los trabajos que se le han dedicado). Fue, en el siglo XIX, uno de los primeros espacios de liberación femenina, cuando muchas mujeres pudieron acceder a compensaciones económicas distintas al salario del marido e incluso independizarse. En el caso de mi familia, como el de tantas otras de la España pobre, era el medio de producción y reproducción de ropa fuera del sistema del mercado. La máquina misma, un día fue mercancía pero ahora ya es otra cosa, un bien preciado e invaluable de la historia de mi familia.
La cultura tiene entre sus funciones otra forma de orden que el de la homogeneización que establece el mercado. Define el orden de lo sacro, de los derechos y de lo que no puede ser intercambiado bajo la forma mercancía sino bajo otras formas rituales como el amor y el cuidado, el prestigio o la fraternidad. Un eterno y oculto conflicto.
El libro La vida social de las cosas está traducido y es fácil encontrarlo en pdf en la red.
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