No es que el personaje sea especialmente simpático: sucio,
rijoso, alcohólico, machista, empeñado en sus últimos años en pasar a todos por
la izquierda, justificando el estalinismo, los atentados indiscriminados de
Septiembre Negro, … Simone de Bouvoir, quien mejor le conocía, también es su
mejor retratista. Quizás sus novelas no
sean nada del otro mundo, comparadas con la nueva literatura francesa del
momento. Pero El ser y la nada, Cahiers pour une morale y Crítica de la razón dialéctica son
tres libros sin los que es muy difícil entender algunos de los giros que ha ido
dando la filosofía cuando el estructuralismo y la posmodernidad (una era de no saber
qué hacer con el estructuralismo) han ido moderando su hegemonía cuando no
mostrando sus entretelas.
Aunque las dudas sobre este autor impidan a alguien leer
directamente a Sartre, no importa. Los años del existencialismo produjeron
muchas otras obras y fueron vividos por mucha otra gente. Las estanterías de
filosofía existencialista no están vacías. Por si se ha olvidado, habría que colocar
al lado de Sartre a Simone Weil, por supuesto a Camus, su amigo/enemigo,
a Merleau-Ponty, a Franz Fanon, y, pese a que ellas se hubieran sublevado con
esa elección de lugar, a Hannah Arendt y a Iris Murdoch. Aun así, más que una
buena biblioteca de filosofía, el existencialismo importa porque creó un clima
cultural propicio para una cierta tonalidad en múltiples obras en cine,
literatura, incluso en música y artes plásticas. Creó también un cierto vocabulario
que se trasladó a la vida cotidiana como hermenéutica para las vidas de mucha
gente en los tiempos sombríos de la reconstrucción del mundo tras la guerra
mundial.
Debido a lo poco sistemático de la obra conceptual, las
obras existencialistas atienden más a los análisis que a los instrumentos metodológicos
para hacerlos. A diferencia de la filosofía analítica y del estructuralismo, filosofías
empeñadas en dedicar el tiempo a afilar el cuchillo sin acabar nunca de extender
la mantequilla, el existencialismo es sobre todo un enorme archivo de relatos
sin piedad sobre las oscuras alcantarillas del alma. Pese a ello, me atrevo a
seleccionar tres rasgos que formaron parte de las herramientas con las que se
realizaron aquellas asombrosas películas, novelas, obras de teatro u, obras
plásticas de expresionismo abstracto. Herramientas que dieron lugar a aquel
vocabulario que llenó tantas conversaciones como opciones de vida. Son palabras
que no ocultan su aura religiosa. El existencialismo es sobre todo la atmósfera
moral de un mundo abandonado por los dioses, por lo que no hay que extrañarse
de que las palabras que otras veces se oían pronunciadas en los púlpitos ahora
se llenasen de un nuevo contenido ateo o de rebelión creyente contra la
religión realmente existente. Estas son las tres ideas que elegiría:
Mala fe: es el término sartriano para el autoengaño
como condición de existencia. Aunque el estructuralismo haya pasado a la
historia de la filosofía como el autor de la muerte del sujeto, fue el
existencialismo el que se atrevió a
mirar en la oscuridad de los espíritus. A diferencia del sujeto que matan los estructuralistas, una pobre construcción intelectual que llaman sujeto cartesiano, una
construcción intelectual que les sirve la mayoría de las veces para evitar cualquier
autoexamen, el sujeto de los existencialista tiene un cuerpo y un alma llenos de vida y con ella, de culpa y redención. Hannah Arendt no emplea el término “mala fe”, pero usa el concepto
para describir a Heidegger: “un zorro que siempre cae en las trampas que él
mismo ha puesto”. La mala fe es la doble
conciencia del sujeto colonizado que describe Fanon, la culpa de los personajes
de Bergman o la soledad infinita de los de Antonioni; la enfermedad que corrompe el lenguaje de las criaturas de Beckett; la peste que
infecta el alma en la novela de Camus. Es la condición de quien se sabe culpable
y se refugia en una descripción piadosa de sí mismo. Como su nombre indica, la
mala fe es el mejor término para entender por qué la actitud religiosa está ya
condenada.
Encarnación: otra palabra de origen religioso, la que
describe en la mitología paulina la condena del Hijo de Dios a un cuerpo humano. El existencialismo la rescata para darle una nueva vida en el cuerpo biológico
y el social. Sin Merleau-Ponty, sin su fenomenología de la encarnación, no se
entendería la revolución anticognitivista de la psicología y filosofía de la
mente contemporánea. Se piensa con el cuerpo, no con un procesador húmedo de neuronas,
sino con una totalidad que necesita estar actuando continuamente para percibir,
sentir o simplemente deliberar. También Deleuze hacía como que no leía al
existencialismo cuando promocionaba a Spinoza. En lo que respecta al cuerpo social, “encarnación” describe los
procesos de desclasamiento de curas, monjas y militantes políticos que tiraron
los hábitos (materiales e ideológicos) para vestirse los monos de las fábricas
y aprender las experiencias sobre las que hablaban los libros que habían leído.
“Encarnación” fue también lo que llevó a una generación de artistas y
escritores a echarse a la carretera o a las sustancias prohibidas para intentar
sentir algo más que la vida burguesa en la que se habían educado. La generación
existencialista americana, la generación Beat, encarnó en sus destrozados
cuerpos toda la ansiedad por otras formas de vida distintas al “american way of
life”.
Compromiso. Sartre, Camus y Weyl coinciden en el
mismo diagnóstico: no es posible esconderse de la responsabilidad de elegir. La
elección es la condena de la voluntad a la conciencia. Es saberse atado por el
camino que se ha tomado en aquella encrucijada. Margaret Gilbert, la teórica de
la acción conjunta, lo explicará décadas más tarde al desentrañar el misterio
de por qué las mínimas acciones que realizamos en común crean derechos y
deberes. Si has decidido pasear con una persona, no puedes dedicar tu tiempo a
mirar el móvil o atender al teléfono. Estaba en tu compromiso todo un complejo
de formas de estar con otro. “Compromiso” es lo que narra los comportamientos
reales de nuestras vidas más que las palabras que decimos. Es lo que expresan
nuestras acciones, el juez implacable que no espera a las postrimerías del Juicio
Final para determinar lo que somos. Es una palabra que formó parte del vocabulario
político de otros tiempos. No se entiende la crítica al laborismo del grupo de
educadores de Birmingham o de historiadores como E.P. Thompson sin esa forma de
mirar a la acción política. Pero es hoy día un término central rescatado en
muchas filosofías, por ejemplo en la filosofía del lenguaje neohegeliana de Brandom
o en la mentada teoría de la acción conjunta de Gilbert.
Por muchas razones que tendría que desarrollar, pero que
creo que están en la mente de muchos, la peste que nos habita nos ha devuelto
también, aunque no lo sepamos, a la atmósfera existencialista.
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