domingo, 13 de diciembre de 2020

La densidad de la experiencia

 



Los conceptos de experiencia y agencia se han convertido en dos temas centrales de la filosofía del siglo XXI tras las sospechas e incluso desprecio que tuvieron décadas atrás por parte del estructuralismo, el constructivismo y el posmodernismo. Ambos comparten una complejidad que no hubiera sido notada sin los ataques de estas corrientes, algo que ha contribuido a que den lugar a teorías del sujeto y la identidad (otros dos conceptos en crisis) mucho más prudentes, contextuales y situadas corporal y socialmente que las versiones de hace un siglo, básicamente desposeídas de emociones, de integración de lo corporal y lo subjetivo y de relacionalidad social y cultural. En este breve apunte me voy a referir solamente al concepto de experiencia y sus complejidades motivado en gran medida por el libro de Linda Martín Alcoff Violación y resistencia- Como comprender las complejidades de la violación sexual. No hablaré del tema de Alcoff, la violación, algo para lo que carezco de autoridad, sino de cómo ella trata esta experiencia de daño y cómo usar sus análisis, junto a otros como los que ha realizado Carlos Thibaut para entender lo que he titulado como densidad de la experiencia.

La experiencia era un concepto central en la filosofía empirista y en las kantiana y hegeliana en tanto que base fundamental y fundamentante de la relación con el mundo y por ello de la constitución de la subjetividad. Las sospechas vinieron de múltiples frentes en el siglo pasado. Así, en la filosofía de la ciencia se argumentó sobre la “carga teórica” de la observación, para indicar que no hay observación o experiencia puras sin marcos teóricos en los que se interpreten los datos sensoriales; el giro lingüístico, que formó el núcleo básico de la forma anglosajona del posmodernismo, abogó también por la inutilidad de lo experiencial que no es expresado en un lenguaje público (como son todos los lenguajes); por último, el posestructuralismo, Foucault particularmente, y otras formas de constructivismo argumentaron sobre la construcción social del discurso, y por ello de la forma en que se expresa la experiencia. Todas estas críticas son básicamente correctas, pero llevaban a callejones sin salida cuando se trataban cuestiones de agencia, responsabilidad y normatividad. Fue sobre todo el feminismo filosófico el que notó lo peligroso de estas derivas que llevaban a dejar sin recursos argumentativos a quienes querían llevar al debate público y jurídico cuestiones como la violencia contra la mujer. Los estudios de raza llegaron a conclusiones muy parecidas al tratar de elaborar las contramemorias de quienes sufrieron esclavitud y marginación sistemáticas o padecen discriminación y violencia policial por razones de raza. Todas las críticas posmodernistas y posestructuralistas parecían llevar a un socavamiento de cualquier pretensión de estar hablando realmente de experiencia de algo cuando se hablaba de esas experiencias, regalando a los grupos dominantes y responsables el concluir que solo eran construcciones sociales, por más que fuesen producto de las conciencias colectivas producidas por los movimientos sociales respectivos.

Carlos Thiebaut ha tratado con una gran finura teórica la experiencia del daño refiriéndose a todas estas experiencias a las que hay que añadir la violencia política, el abuso infantil, la explotación económica y tantas otras formas de opresión que encontramos en la historia y en el presente. Tanto Thiebaut como Alcoff tratan el complicado problema de cómo dar cuenta de la experiencia, como constituirse en un testigo de lo ocurrido y no simplemente en una víctima pasiva y cómo pensar la subjetividad y la recomposición de quienes han sufrido estos daños. Ambos aceptan la necesidad de los nombres y las palabras para que las vivencias de puro sufrimiento se transformen en experiencia. Ambos también dan cuenta de la necesidad de incorporar a la sociedad y a la comunidad en estos relatos. Siguiendo un análisis que Josep Corbi realizó de la tortura y que bien puede aplicarse también a la violación, no pueden ser entendidos estos daños reduciéndolos a la relación víctima verdugo o víctima violador. Todas los relatos hablan también de la indefensión de la víctima al sentir que nadie la protege, que la sociedad que tendría que hacerlo no está y esta ausencia la convierte también en parte implicada en el daño. Esta presencia es mucho más notoria cuando las víctimas no son escuchadas o se siembra la duda y la sospecha sobre su testimonio, produciéndose lo que se ha llamado una “segunda violación” o segunda tortura cuando estos casos son tratados por los medios de comunicación o malatendidos por las autoridades que tienen que investigarlos. Así, la sospecha de “terrorista” que se aplica sistemáticamente a tantas víctimas de tortura o la de “provocación” a las de violación, o la banalización de los actos cometidos, como hizo la ley de Estados Unidos después del 11S o como tantas veces escuchamos en los discursos  de la prensa. La sociedad está allí, antes, durante y después de la violencia.

El análisis de Alcoff aporta una muy productiva cantidad de conceptos que iluminan la idea de que la conversión de la vivencia en experiencia necesita relato en el que aparecen voces diversas. De entre estos análisis, me parece muy relevante el que ella realiza de la profunda relación entre la experiencia de la violencia sexual y la subjetividad sexual. Por subjetividad sexual entiende el modo en que las personas constituyen su forma de vivir la sexualidad. Es una subjetividad cambiante que se desarrolla a lo largo de la vida en parte impulsada por las experiencias y en parte por la reflexión que la persona hace de ellas. El principal daño que produce la violación sexual, afirma Alcoff, es a la subjetividad sexual, una parte tan esencial de la subjetividad y de la persona. Las supervivientes sufrirán trastornos, falta de autoestima, desconfianza sistemática, y, en general formas de vida dañada a causa de estas experiencias. No se trata sin embargo, afirma Alcoff, de que el tratamiento que se haga de estas víctimas deba ser la restauración de alguna forma “natural” o normativamente sana de sexualidad. No hay tal cosa independientemente del contexto cultural y social. Se trata, por el contrario de qué modos las supervivientes, como las llama Alcoff, entre las que se incluye, desarrollan una subjetividad propia, definida, que cuide de sí y que les ayude a sortear nuevos peligros y a discriminarlos con antelación. Se trata, en definitiva, de convertir la experiencia en un nuevo modo de fortalecimiento de la subjetividad.

En estos procesos son esenciales los relatos de otras víctimas, los grupos de apoyo en que se tratan y elaboran estos relatos, lo que he llamado en otros textos “fraternidades epistémicas”, que no pueden ser sustituidas por la simple solidaridad social de terapeutas o de personas allegadas que tratan de ayudar. Hay un elemento de cooperación interna sin el que la experiencia estará muchas veces, o todas las veces, dirigida por la mirada y los discursos dominantes. Sobre todo, cuenta Alcoff, son necesarios para tratar los casos complejos, grises, que no son entendidos ni contemplados por los estereotipos que tenemos de la violencia sexual. Esta falta de comprensión la notamos muy bien en la legislación española, por ejemplo, en la justificación jurídica de casos como el infame de la Manada. Así, Alfcoff critica cómo muchas legislaciones bienintencionadas se centran en el consentimiento como frontera aparentemente clara de legitimidad de las relaciones. Pero el consentimiento no es suficiente, argumenta, pues hay muchos casos en donde el consentimiento se da precisamente para evitar la violencia o la violación física, o simplemente, como ocurre en el abuso infantil, generalmente por parte de personas cercanas, porque no se sabe cómo decir que no. Ni siquiera la presencia o ausencia de placer es indicativo suficiente, continúa Alcoff. Se necesitan exámenes complejos y experiencias compartidas para elaborar todos los daños que se producen a la subjetividad en casos que la mirada social no alcanza a discriminar.

Me referiré a otra forma de daño para no entrar en estas complejidades que Alcoff trata tan admirablemente y en las que yo me perdería. Pensemos en un contexto distinto,  en los daños en la subjetividad que se producen en la experiencia del trabajo asalariado bajo condiciones de explotación claras, y que Marx resumía con la idea de alienación como forma dañada de la subjetividad del trabajador. También aquí hay muchísimas complejidades que se ocultan por la burocratización del trabajo sindical y por la falta de comunicación en lo que se echa tan en falta desde el neoliberalismo: las asambleas y los círculos de discusión en donde se elabore la experiencia diaria del trabajo. Así, por ejemplo, las diferentes formas de acoso, vigilancia, en ocasiones mezcladas con violencia sexual, con desprecios e insultos, de desvaloración personal que produce síndromes como el burnout. Estas experiencias no llegan a elaborarse por déficits sociales de discurso, pero también por haber entrado en modelos de legislación y vida laboral que impiden o persiguen la comunicación de experiencias. En el entorno laboral que me es cercano, el de la enseñanza universitaria, todas las experiencias de trabajo precario que comienzan en el mismo momento en que se decide desarrollar una labor investigadora, se pierden por falta de relato y se transforman en simples formas de sufrimiento personal, de faltas de autoestima, de bárbaras competencias con los compañeros por un futuro y casi imposible puesto estable. También aquí se producen diversas formas de acoso e incluso de violencia sexual, a veces disfrazadas de consentimiento. La alienación es un término vacío si no lo situamos históricamente en las múltiples formas de daño que permite la legislación y el modo de organizar el trabajo, que en no pocas ocasiones, son mucho más invisibles en las nuevas formas de trabajo “inmaterial” que, equivocadamente creo, Antonio Negri y otros consideran como zonas de fractura del capitalismo cuando son a veces estructuralmente tan dañinos como el trabajo material y físico.

La experiencia es densa porque depende del lenguaje y, a su vez, el lenguaje constituido por discursos, se relaciona con las prácticas donde nacen estos discursos y, desgraciadamente, tantas veces, por la falta de espacios de elaboración de estos discursos en fraternidades epistémicas que cooperen en la formación y reconstitución de subjetividades dañadas. Lo es también porque involucra el cuerpo, las emociones, la capacidad reflexiva y de auto-poiesis y autoformación. Y lo es, sobre todo, porque las experiencias no son meros constructos lingüísticos sino formas de estar en la realidad y de sufrirla o disfrutarla, porque son experiencias de algo.


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