domingo, 21 de noviembre de 2021

El mito de la caída

 




Génesis 3 es un relato de la anomalía que induce la conciencia en el orden primigenio. Adán, el que proviene del suelo, y Eva, la desobediente, adquieren con el conocimiento la perturbación de su rareza, el desvelamiento de su corporeidad y de su castigo a reproducirse con sufrimiento. Acaso en cierto modo la irrupción del humanismo con su denuncia de la barbarie y de la capacidad de resistirla tuvo una consecuencia similar, el descubrimiento de una condición irredenta, avergonzada de su cuerpo por más que hubiera orgullo en la constatación del saber/poder de la cultura para elevarse de la naturaleza, al tiempo que descubría ese mismo poder como castigo. El humanismo en su faceta cultural proyecta la resistencia a la barbarie a través de la educación, pero no tardará en enfrentarse a quienes desde el pesimismo sobre la naturaleza humana recuerdan su castigo (“maldito sea el suelo por tu causa/ sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida/ Te producirá espinas y abrojos/ y comerás la hierba del campo/ Comerás con el sudor de tu rostro/ hasta que vuelvas al suelo /pues de él fuiste tomado” Gn, 3, 17-19). 

Fueron los grandes pesimistas los que no olvidaron esta condición irredenta: Jonathan Swift, Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Heidegger, Wittgenstein. Esta tradición de la filosofía contemporánea hereda según Mulhall[1] el marco que establece el mito de la caída y con él una cierta modalidad de antihumanismo. Recuerda este autor uno de los aforismos más esclarecedores de Wittgenstein de la frontera que separó el humanismo de la concepción religiosa de la existencia: “Los hombres son religiosos no tanto en cuanto se creen muy imperfectos sino en cuanto se creen enfermos. Cualquier persona decente se considera sumamente imperfecta, pero el hombre religioso se considera miserable[2]. Wittgenstein acierta en esta distinción entre imperfección y enfermedad, o entre la descripción negativa de lo que los humanos han hecho y la descripción desolada de lo que los humanos son. Esta frontera, la que separa la idea de daño de la de pecado. Son dos maneras de entender la imperfección. Desde la primera mirada, cabe la posibilidad de cambio, emancipación, perfeccionamiento y, como propone el humanismo cultural, autorrealización a través de la cultura que, a su vez, es una realización de la creatividad humana. Desde la segunda, el humano está en una condición irredenta, en el sentido de que su posible salvación, si la hay, vendrá de fuera. Y no es posible no recordar la entrevista a Heidegger en Der Spiegel: “Solo un dios podrá salvarnos”.

El diagnóstico del estado caído y dañado irreparablemente de la humanidad recorre como un bajo continuo la filosofía contemporánea que reacciona negativamente al optimismo romántico. Schopenhauer adelanta lo que Heidegger diagnosticará como el estado del dasein de tedio, superficialidad, olvido:

Que la existencia humana ha de ser una especie de error se desprende suficientemente de observar que el hombre es una concreción de necesidades cuya satisfacción, difícil de lograr, no le garantiza más que un estado indoloro en el que queda entregado al aburrimiento, el cual demuestra entonces directamente que la existencia en sí misma carece de valor: pues no es sino la sensación de su vacuidad. En efecto, si la vida, en cuyo anhelo consiste nuestra esencia y existencia, tuviera en sí misma un valor positivo y un contenido real, no podría existir el aburrimiento sino que la mera existencia en sí misma tendría que llenarnos y satisfacernos. Pero nosotros no estamos contentos de nuestra existencia de otra forma que aspirando a algo, y entonces la lejanía y los obstáculos hacen creer que el fin es satisfactorio —ilusión esta que desaparece tras alcanzarlo—; o bien dedicándonos a una ocupación puramente intelectual en la que en realidad nos salimos de la vida para considerarla desde fuera, igual que espectadores en los palcos.[3]  

La existencia humana como error. Un siglo más tarde, otro glorioso pesimista, Samuel Beckett, en Final de partida escenifica con sus dañados personajes este error de sistema:

CLOV : Algo sigue su curso. (Pausa.)

 HAMM : ¡Clov!

 CLOV (irritado) : ¿Qué ocurre?

 HAMM : ¿No estamos a punto de… de… significar algo?

 CLOV : ¿Significar? ¡Significar, nosotros! (Risa breve.) ¡Esta sí que es buena!

 HAMM : Me pregunto. (Pausa.) ¿Una inteligencia, que hubiera regresado a la tierra, no se sentiría tentada de formarse ideas a fuerza de observarnos? (Imitando la voz de la inteligencia.) ¡Ah, bueno, ya comprendo, sí, veo lo que hacen! (Clov se sobresalta, deja el catalejo y empieza a rascarse el bajo vientre con las manos. Voz normal.) E incluso sin ir tan lejos, nosotros mismos… (emocionado)… nosotros mismos… por momentos… (Vehemente.) ¡Y pensar que todo esto quizás hubiera servido de algo!

Estar a punto de significar algo, como si la agencia humana fuese tan solo un trabajo de Sísifo de intentar reiteradamente un sentido que está más allá de la situación. En el intermedio, el romántico antirromántico que fue Nietzsche pensó la cultura occidental como el hedor que despide un Dios muerto aún no enterrado, un miasma que produce la transvaloración de las fuerzas de la vida en una veneración del sufrimiento y el ascetismo, de la contención y la contabilidad de las culpas y las deudas. En Humano, demasiado humano, un texto en donde Nietzsche comienza a explorar lo que será su método genealógico[4], interpreta la condición de irredención como un olvido de las condiciones culturales que hicieron posible una cierta forma de frustración del deseo: “una determinada especie de falsa psicología, una determinada especie de fantasía en la interpretación de los motivos y vivencias son el presupuesto necesario para que uno se vuelva cristiano y sienta la necesidad de redención. Con la captación de este error de la razón y la fantasía, deja uno de ser cristiano”[5]. Nietzsche, como Marx, cree que se puede desvelar el carácter histórico de este error, el fetichismo del olvido de su origen cultural. Pero romper el conjuro, no es, como recuerda Germán Cano[6], una simple fantasmagoría, sino un error, algo que tiene cura. Este carácter intermedio hace de Nietzsche un autor en la zona de transición entre el humanismo que cree en una posibilidad de auto-transcendencia y el antihumanismo contemporáneo de Heidegger y sus discípulos, como Derrida y los neo-nietzscheanos franceses como Foucault.

Esta ambigüedad de Nietzsche se pone claramente de manifiesto en cómo Sartre, profundamente seguidor suyo, entiende que la condición caída, el nihilismo y la conciencia de absurdo no es antihumanista sino una forma de humanismo. En su influyente conferencia de 1945 “El existencialismo es un humanismo” opone un humanismo basado en la naturaleza a un humanismo basado en la condición, que no es sino la conciencia de los límites y la vulnerabilidad de la situación humana, donde la emancipación está en la aceptación de la imposibilidad de escapar al compromiso con la situación y la aspiración a una suerte de autenticidad:

[…] cuando en el plano de la autenticidad he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, más que querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos que querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esa voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, mientras que ella es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré deshonestos[7]

Heidegger responde irritado al reclutamiento que hace Sartre de su obra para el humanismo. La Carta sobre el humanismo, manifiesta un rechazo visceral y desprecio del humanismo basado en la vita activa que promueve Sartre. Para Heidegger, el humanismo es parte de la caída, una condición metafísica, una ilusión de auto-trascendencia basada en la capacidad de praxis. En ella opone el pensar al actuar

Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella, producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora bien, lo que ante todo «es» es el ser. El pensar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian. El pensar no se convierte en acción porque salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar sólo actúa en la medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también el más elevado, porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo obrar reside en el ser y se orienta a lo ente.[8]

No es inocente esta oposición. En apariencia, Heidegger parece continuar la gran tradición del humanismo cultural como trascendencia de una condición imperfecta, pero en la realidad, lo que ofrece es una suerte de posicionamiento puramente intelectual, un situarse en el lenguaje, lugar en el que ha encontrado la “casa del ser”. Poco distingue la actitud de Heidegger de la posición religiosa que encuentra fuera del ser humano la redención. Entre la providencia o los caminos de bosque del lenguaje hay poca diferencia. Derrida, sin embargo, se tomará muy en serio el antihumanismo que predica Heidegger y en Márgenes de la filosofía, la obra que le consagró como héroe de la posmodernidad, se proclama seguidor fiel del maestro y carga contra todos los apelativos del humanismo y la meditación que se había hecho en la postguerra de la realidad humana:

Lo que así se había llamado [realidad-humana], de manera pretendidamente neutra e indeterminada, no era otra cosa que la unidad metafísica del hombre y de Dios, la relación del hombre con Dios, el proyecto de hacerse Dios como proyecto constituyente de la realidad humana. El ateísmo no cambia nada en esta estructura fundamental. El ejemplo de la tentativa sartreana verifica notablemente esta proposición de Heidegger según la que «todo humanismo sigue siendo metafísica», siendo la metafísica el otro nombre de la onto-teología[9]

La operación derridiana de acusar al humanismo de haberse situado en lugar de Dios, de haber creado una onto-teología es tan astuta como eficiente: le permite agregar todos los posibles adjetivos a humanismo (ateo, cristiano, marxista, liberal…) y acusar a todos de aquello que precisamente el humanismo habría venido a criticar, a saber, la redención humana fuera del ser humano. La fuerza del giro derridiano es que parece oponer lo fragmentario de condición humana, la imposibilidad de grandes unidades a lo que el humanismo representaba de demanda de autonomía de la humanidad para construir un mundo y autoconstruirse. Se abre así la forma más característica del antihumanismo contemporáneo que, dentro de las fronteras fluidas del mito de la caída, acusará repetidamente al humanismo de impotencia, de orgullo de especie y de ceguera a sus propios orígenes históricos. Althusser afirmará en “El concepto de “hombres” constituye […] un punto de fuga del enunciado [“En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas,…] hacia las regiones de la ideología filosófica o vulgar. La tarea de la epistemología es aquí detener la fuga del enunciado fijando el sentido del concepto”. Más dura es la afirmación tan nietzscheana de Foucault sobre la “muerte del hombre” y su alegato contra una concepción de la cultura y la historia como relato de lo humano

La historia continúa, es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispensará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el sujeto podrá un día ⎼bajo la forma de la conciencia histórica⎼ apropiarse nuevamente de todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que puede muy bien llamar su morada. Hacer del análisis histórico el discurso del contenido y hacer de la conciencia humana el sujeto de todo devenir y de toda práctica son las dos caras de un sistema de pensamiento. El tiempo se concibe en él en término de totalización y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que toma de conciencia[10]

Foucault presenta su obra como una continuación del método genealógico de Nietzsche contra las continuidades de la filosofía, antropología e historia que siguen creyendo en lo “humano” y en la escala humana. Una concepción realmente histórica, espera Foucault, mostrará como lo humano es un invento que se disolverá con el tiempo. No hay posibilidad de totalizaciones, afirma, uniéndose a Derrida en su crítica radical a una concepción de la historia que no sea fragmentaria y antidialéctica, pues recuérdese que la idea de totalización desde Lukács a Sartre era lo que definía la actitud dialéctica ante la cultura, la capacidad de correlacionar tiempos y estratos sociales en situaciones concretas.

 



[1] Stephen Mulhall (2005) Philosophical Myths of the Fall, Princeton: Princeton University Press.

[2] Wittgenstein, (1980) Aforismos sobre cultura y Valor, traducción Elsa C. Frost, Madrid, Austral (1995) p. 179, cit. en Mulhall o.c. p. 9.

[3] Arthur Schopenhauer (2013) Parerga y Paralipómena II, traducción de Pilar López de Santamaría, Madrid, Trotta p. 303

[4] Diego Sánchez Meca (2014) “El pensamiento de Nietzsche entre 1876 7 1882”, Introducción a Obras Completas. Volumen III: Obras de Madurez I, Madrid: Tecnos.

[5] Friedrich Nietzsche (2014) Humano, demasiado humano, en o.c. p. 135.   

[6] “Nietzsche va a entender la crítica de la religión como un proceso de «desintoxicación» donde la inversión energética en la ilusión requiere de otra energía psíquica para superar el «mono del desencanto»” Germán Cano (2020) Transición Nietzsche, Valencia: Pre-Textos, p. 27

[7] Jean-Paul Sartre (1996) El existencialismo es un humanismo, traducción de Victoria de la edición de Gallimard, Barcelona: Edhasa, 2009, p. 78.

[8]  Martin Heidegger (1946) Carta sobre el humanismo, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, en Hitos, Madrid: Alianza, 2000. p. 259

[9] Jaques Derrida (1994) Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín, Madrid: Cátedra, p.154

[10] Michel Foucault (1969) La arqueología del saber, traducción de Aurelio Garzón, México: Siglo XXI, p. 20


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