Quizás sea el momento de hacerse una pregunta por la
pregunta por la técnica. Una pregunta que a lo largo de más de un siglo ha sido
el centro de gravedad del pensamiento tanto en sus versiones neoliberales como
neocríticas. En la variedad conservadora, se pregunta por la inevitable
adaptación social al no menos inevitable cambio tecnológico; en la variedad neocrítica,
se invierte la clásica fórmula marxista y se postula “los medios de producción
determinan las relaciones de producción” o, dicho en la versión más
popularizada, “la racionalidad de medios determina la racionalidad de fines”. Y frente a esta centralidad que han alcanzado
la pregunta por la técnica y su dos variantes de respuesta, la utopía
neoliberal y la inevitabilidad del apocalipsis, se alza la paradoja de que
apenas se piensa sobre las cosas y, sobre todo, con las cosas. La tesis
formalista de que la técnica es racionalidad de medios impide por su propia
imperiosidad pensar en los contenidos, en lo que se hace, se usa y se vive.
Habermas había postulado en su influyente Teoría de la acción
comunicativa una suerte de división social del trabajo: la producción le
corresponde al sistema social, la reproducción al mundo de la vida, suponiendo
con ella que la dicotomía entre sistema social y mundo de la vida, o si se
quiere entre hechos y lazos sociales y hechos y lazos comunitarios, es un marco
inevitable en el que no hallamos ninguna pista que nos permita descubrir las
mediaciones materiales entre la producción y la reproducción, entre la sociedad
y la vida cotidiana, entre las instituciones y las identidades. En este binario,
las cosas no cuentan, solo las interacciones lingüísticas; no hay mediaciones
materiales porque las técnicas son pura razón funcional y las cosas, cosas
inertes, instrumentos que están ahí como variables independientes. Habermas, ciertamente, sostiene una teoría compleja
y sofisticada en la que une la apropiación de estructuras funcionales de Piaget
con la teoría de la interacción simbólica de Mead: el significado nace de la
internalización de lo funcional o de la perspectiva del otro que se produce en
la interacción de gestos. En su posición pragmática la semiogénesis nace en los
actos comunicativos, no hay nada espontáneo ni simbólico fuera de la interacción
comunicativa que Habermas explica mediante la teoría de los actos de habla. La prioridad del lenguaje sobre la socialidad
que le enfrenta a Durkheim es también prioridad sobre la tecnicidad, sobre la
producción y uso de cosas. En eso se equivoca Habermas junto a buena parte de
la filosofía contemporánea que ha seguido anclada en el giro lingüístico.
Las técnicas consisten en hacer cosas con las cosas, en hacer
cuerpos y mundos. Partir de estas constataciones nos lleva a un punto de vista
sobre la cultura algo descentrado respecto al que se ha extendido desde que el
filósofo británico John L. Austin publicase en 1962 Cómo hacer cosas con
palabras, donde desarrolla la teoría de los realizativos o, como se ha
popularizado, los performativos, que son expresiones que cambian la realidad
dependiendo de la posición de autoridad o poder del hablante tales como “te
condeno” o “te perdono”. En convergencia con Habermas, el posestructuralismo
francés extendió la performatividad más allá de lo que Austin probablemente
hubiese aprobado y convirtió la performatividad en una teoría completa de la
cultura y la sociedad. La idea de hacer mundos con palabras, con textos,
conversaciones y gestos no es errónea pero a todas luces insuficiente. Forma
parte del contexto dominante del siglo pasado que resume la expresión “giro
lingüístico”. Incluso Foucault, para quien las prácticas constituyen el ámbito
de análisis sociocultural, privilegia el discurso sobre otros espacios de lo
real. El cambio de foco de las palabras a las cosas no solo tiene por finalidad
resaltar las condiciones materiales de posibilidad del poder, sino también las
de las funciones y, sobre todo los significados y sentidos pues, desde una
escala encarnada, corpórea, las cosas no son solo materia, energía y funciones,
también son posibilidades y sentidos.
Hay cosas desmesuradas como el universo, la energía o la
vida que solo son tratables en escalas cósmicas como las que usan los mapas de
la ciencia y hay otras muchas, entre las que discurre la historia de los
humanos, en las que el contraste dialéctico entre la escala de las cosas con la
escala humana y la escala del cuerpo se hacen visibles a un tiempo las
materialidades y los significados. Así, una obra de arte podemos entenderla
desde el punto de vista usual de la teoría estética o desde el complejo de lo
material y lo hermenéutico. Alfred Gell[1] enseñó
que el arte y la religión son modos de hacer cosas para que la gente haga cosas
como rezar, apasionarse o entristecerse. Las cosas que tejen el mundo cotidiano
son a veces muros y a veces puertas, ventanas o puentes, siempre
posibilitadores o imposibilitadores llenos de sentido igual que las palabras.
Permítaseme esta cita de Habermas, porque todo lo que el
afirma de los actos comunicativos puede extenderse a la acción técnica de
producción, circulación (sea en la forma de comercio o de compartición), uso o
consumo de objetos
En cuanto los actos comunicativos cobran la forma de habla gramatical, la estructura simbólica penetra todos los componentes de la interacción: lo mismo la aprehensión cognitivo-instrumental de la realidad que el mecanismo de control que armoniza el comportamiento de los distintos participantes en la interacción, así como también los actores con sus disposiciones comportamentales, quedan ligados con la comunicación lingüística y reestructurados simbólicamente. Simultáneamente, es este reasentamiento de los conocimientos, de las obligaciones y de los elementos sobre una base lingüística lo que posibilita que los propios medios comunicativos desempeñen nuevas funciones: además de la función de entendimiento, asumen ahora también las de coordinación de la acción y la de socialización de los actores. Bajo el aspecto del entendimiento, los actos comunicativos sirven a la transmisión del saber culturalmente acumulado: la tradición cultural se reproduce, como hemos señalado, a través del medio de la acción orientada al entendimiento. Bajo el aspecto de coordinación de la acción esos mismos actos comunicativos sirven a un cumplimiento de normas ajustado al contexto de cada caso: también la integración social se efectúa a través de este medio. Y, finalmente, bajo el aspecto de socialización, los actos comunicativos sirven a la instauración de controles internos del comportamiento, a la formación de estructuras de la personalidad: una de las ideas fundamentales de Mead es que los procesos de socialización se cumplen a través de las interacciones lingüísticamente mediadas[2]
Sin la menor intención de negar todo lo que afirma Habermas
respecto a la comunicación, puede afirmarse lo mismo respecto a la acción
material mediada por artefactos. Del mismo modo que las palabras mal
pronunciadas son ininteligibles y no significan, los objetos mal usados no
contribuyen ni a la socialización, ni a la coordinación de la acción ni al
entendimiento. Del mismo modo que la sintaxis se entrelaza con la pragmática,
así la sintaxis del entorno técnico se entrelaza con la acción humana en los
niveles funcionales, simbólicos y normativos. La cultura material es un
universo de sentido y significados no menos que lo es el lenguaje. Pensamos con las cosas no menos que con las
palabras.
[1] Alfred
Gell (1998) Arte y agencia. Una teoría antropológica, Buenos Aires: SB,
2016.
[2] Jurgen
Habermas (1981) Teoría de la acción comunicativa II: Crítica de la razón
funcionalista, traducción de Madrid: Taurus, 1987, pp. 93-94
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