jueves, 27 de octubre de 2022

Tiempo, consumo y valor

 



La antropóloga Mary Douglas inició una nueva trayectoria al observar que no tenemos buenas explicaciones de por qué consumimos (El mundo de los bienes, 1979) y que las teorías y actitudes contemporáneas hacia el consumo son insuficientes. Dominan el concepto de consumo dos perspectivas, nos indica: en primer lugar el tratamiento más común es el económico, que es más bien un no-tratamiento. Los bienes, en las teorías económicas al uso, entran en la teoría de la demanda como algo puramente cuantitativo, representado por los precios y las elecciones del consumidor según su presupuesto. La teoría de la elección revelada nos dice que la demanda de los consumidores y los precios que están dispuestos a pagar representan sus deseos. Y ya está. 

Frente a la perspectiva económica, observa Douglas, está la moral, que considera siempre el consumo como algo sospechoso. Sus orígenes son religiosos: el ascetismo es predicado como la actitud de una vida orientada a la muerte y a la vida eterna. Vivir con lo justo es el modo más digno de sobrevivir en este valle de lágrimas en el que cualquier acumulación es indicativa de pecado. A menos que la riqueza sea para loor de la divinidad, de modo que la pobreza de los fieles no está reñida, sino todo lo contrario, con la riqueza de la comunidad. Esta teoría moral es secularizada en la economía política del siglo XVIII cuando los primeros teóricos de la riqueza de las naciones observan que el trabajo humano es la fuente de esta riqueza, y añaden que la recompensa por el trabajo debe ser la mínima y suficiente para la reproducción biológica de los trabajadores. Todo el beneficio debe acumularse en la nación y en sus emprendedores.  En el capitalismo avanzado (Keynes), se observó que esta condena del mundo del trabajo a la mera reproducción era antieconómica por cuanto producía crisis cíclicas de sobreabundancia de la oferta de bienes que no se traducían en mercancías. 

Así nació la sociedad de consumo, que aumentó los salarios lo suficiente para mantener un incremento permanente de la producción y del Producto Interior Bruto. La teoría crítica recuperó la actitud moral sobre el consumo sosteniendo que esta sociedad consumista conducía a la subordinación permanente de la clase obrera dedicada en adelante a desear más y más consumo en vez de hacer la revolución. Pero la actitud moral, sea religiosa, económico-política o crítica sigue manteniendo la visión puramente cuantitativa del consumo o, en el caso de la teoría crítica, una discutible  dicotomía entre consumo malo (el de la industria del consumo) y consumo bueno (el de los productos de la estética crítica).

Mary Douglas señala dos grandes teorías que pretenden responder a la pregunta de por qué consumimos. La primera es la teoría de las necesidades básicas, una teoría que establece una frontera entre lo que es fisiológicamente necesario y lo que es producto de la cultura y superfluo. La teoría de las necesidades conlleva una definición de pobreza, que sería el estado en el que no se cubren las necesidades básicas (alimento, energía, vivienda, etc.) Es una teoría tan bienintencionada como equivocada. La primera equivocación es que trata de establecer una línea de demarcación de la pobreza que de hecho es muy relativa cultural e históricamente. Lo necesario cambia histórica y socialmente y por ello los umbrales de pobreza. Desde el punto de vista normativo está también equivocada al intentar naturalizar el estado de pobreza, que es una situación que remite comparativamente a la desigualdad en el acceso a bienes y a la justicia distributiva.

La segunda teoría del consumo no cae en este error. Básicamente define el deseo de consumo como algo que nace de la envidia como emoción social. La economía neoclásica considera la envidia una perturbación de las condiciones ideales de mercado, en las que lo único que debería tener en cuenta un consumidor son sus propios deseos y su presupuesto. Pero es una condición flagrantemente falsa: los deseos y oportunidades de los otros activan de modo poderoso los nuestros. De hecho, historiadores del consumo como Frank Trentmann (The empire of things, 2016) consideran que la imitación ha sido el gran motor del consumo históricamente en todas las sociedades de las que conservamos registro. Por otra parte, la envidia como emoción no está muy lejos del sentido de la justicia y la indignación como emociones esencialmente políticas. Sin embargo, aunque esta teoría no cae en el error de naturalizar las necesidades, todo lo contrario, no permite explicar qué se consume, aunque muchas veces sea la envidia el combustible del deseo, algo que sin embargo no explica el contenido: hay bienes que se envidian y otros no, y esta distribución es la que hay que explicar. 

La respuesta de la antropóloga es que el consumo es un espejo de lo que cada persona y comunidad considera significativo y valioso. Es una teoría que añade al valor de uso y el valor de cambio el poder del valor simbólico. Hacer una mapa del consumo de una sociedad es hacer un mapa de lo que se consideran bienes en ella. La teoría de Douglas implica un añadido muy interesante a la teoría del valor de la economía política y en particular del marxismo. Marx considera que el origen del valor de los bienes está en el tiempo social necesario para su producción. El valor nace en la historia de la vida con el trabajo, pues es el modo en que los humanos construyen un entorno que, a su vez les construye como seres. En la sociedad capitalista, el trabajo social que tiene importancia, para Marx, es el referido a las relaciones de producción, que implican una división entre quienes poseen los medios de producción y quienes solamente poseen su fuerza de trabajo, los proletarios. El trabajo asalariado es así la fuente última de valor en el sistema capitalista. 

La teoría marxista ha sido muy discutida por los economistas posteriores, quienes afirman que los precios no se establecen simplemente por las horas de trabajo. Bien es cierto que Marx nunca defendió una teoría tan simple, por el contrario, su concepción radica en estratos mucho más profundos, en tanto que la idea de trabajo socialmente necesario tiene que ver con el hecho de que la vida humana discurre en el tiempo y tiene un tiempo limitado de existencia, y unas exigencias temporales de reproducción: a diferencia de una máquina, el obrero necesita horas de descanso y solamente solamente le es posible trabajar a lo largo de ciertas etapas de su vida (de la niñez a la senectud, en las formas más salvajes de capitalismo), pero incluso entonces la vida laboral está limitada. El conjunto de productos que hacen posible la vida humana y sobre los que se construye la economía son tiempo humano congelado, objetivado y, en el sistema capitalista, tiempo común explotado y apropiado privadamente. 

Una concepción muy simplista haría pensar que el tiempo que cuenta en relación con el valor es simplemente el tiempo de producción, aunque este sea un tiempo complejo nacido en el orden social.  Marx no podía considerar como generación de valor otros tiempos que no entran en la forma de trabajo asalariado del capitalismo. Desde una perspectiva más amplia antropológica, sin embargo, el orden de los tiempos humanos expresa y genera valor: el valor de cambio, claro, pero también el valor de uso y otras formas de valor simbólico, ritual, sobre los que se sostiene la sociedad humana. Silvia Federici y otras feministas, por ejemplo, han señalo la importancia radical en la acumulación primaria de las formas de trabajo de las mujeres, fuera del mercado y sin embargo esencial en la reproducción y estabilidad de lo común. La cuestión básica es que el valor no se agota en las formas de tiempo congelado que nacen del trabajo asalariado, sin en el propio orden del tiempo social, cambiante histórica y culturalmente. 

La perspectiva de Mary Douglas, y con ella la de todos quienes ahora se ocupan de la cultura material, contempla el consumo, lo que se consume y los tiempos de consumo, como representaciones de lo que la sociedad y los grupos que la componen consideran bienes y con ello valor. Hay muchas cosas que se convierten en mercancías, pero no todos los bienes son aceptables como mercancías en distintos marcos históricos: en muchas sociedades no se acepta la venta de seres humanos, o la venta de órganos o, aunque es algo controvertido, la venta de favores políticos o sexuales. Hay tiempos, objetos y partes de la vida humana que adquieren valor no sometido al imperio de la mercancía, por más que en El Manifiesto Marx y Engels sostuvieran con cierta razón que el desarrollo del capitalismo todo lo revuelve y no hay nada sagrado que no destruya. Cierto, pero también, en estas dinámicas nacen espacios y tiempos que salen del mercado o que se protegen. Los objetos y tiempos humanos tienen biografía, es decir, se ordenan narrativamente como secuencias improbables de conexiones sociales en donde solo en parte se subordinan a la lógica del mercado. 

Por otra parte, el consumo tiene en las formas de capitalismo avanzado carácter de producción, lo que hace muy lábil la frontera entre producción y consumo: en el capitalismo cognitivo la producción de contenidos por parte de los consumidores, así como la extracción de datos y. sobre todo el tiempo de atención, es una de las fuentes más importantes de creación de valor económico: las plataformas contienen mecanismos informacionales que convierten estos mínimos tiempos de creación, atención o uso de dispositivos en paquetes informacionales (perfiles) de un alto valor económico. Los "prosumidores" en que nos hemos convertido hacemos de nuestro tiempo de ocio un tiempo de producción no pactado en la forma de contrato sino directamente extraído de nuestra actividad a través de los ganchos emocionales que son las pantallas. 

El circuito de producción-consumo y el correspondiente de tiempo y valor son sistemas dinámicos y cambiantes, dependientes de las disponibilidades técnicas así como de las prácticas sociales, de modo que lo que se va configurando como necesidades, e incluso como necesidades básicas se transforma al compás de los cambios en el orden y distribución de bienes, tiempos y valores. 

Esta relatividad del valor, dependiente de los órdenes del tiempo no implica que no se puedan establecer líneas bajo las cuales se pueda hablar de pobreza, e incluso de pobreza absoluta, o que no podamos juzgar estos ordenamientos como injustos, estructuralmente injustos, todo lo contrario. Si atendemos a esta realidad absoluta de lo humano que es el ordenamiento de los tiempos (a través de las relaciones y cadenas de valor que nacen en la producción y el consumo), tales líneas se dibujan con  bastante nitidez en cada sociedad. El consumo representa, tal como hemos explicado, el mapa de lo que cada persona y comunidad considera que es parte de una vida digna y honesta: las decisiones de consumir o ahorrar (el ahorro no es sino consumo diferido) dependen de las posibilidades de establecer planes de vida. Quienes, por ejemplo, ordenan su vida realizando estudios y adquiriendo una formación más o menos amplia, están diseñando el tiempo de su vida a plazos largos, lo que solamente es posible si disponen de los medios para adquirir esos títulos que residen en el futuro. El grado de bienestar se mide así por las posibilidades de ordenar los tiempos propios o de la familia. Una capacidad que puede adoptar la forma de una deuda económica que se espera ser pagada con el tiempo. De esta forma podemos delimitar bastante bien lo que son los umbrales de pobreza y precariedad de las vidas: no es que no se consuma, no es que no se posean bienes como por ejemplo un móvil o un ordenador o gadgets similares de la sociedad de consumo, o que no se cambie el vestuario, sino que quienes están en estado de pobreza o precariedad no pueden organizar estratégicamente sus tiempos de vida. Viven al día, como afirma la expresión, viven en un presente continuo al albur de los bolos o ingresos que puedan recibir, en estado permanente de deuda. Los ejemplos más notorios en nuestras sociedades son las esclavas sexuales, quienes en manos de los grupos mafiosos, están obligadas violentamente a servir sus cuerpos de mercancía para, supuestamente, pagar una deuda que nunca llegarán a pagar. 

Es completamente correcto pensar el capitalismo como un sistema muy dinámico que expropia y explota los tiempos convirtiéndolos en mercancías y que por ello subvierte continuamente el espacio de los valores, pero es una equivocación pensar que esa explotación se realiza solamente en el tiempo de trabajo tal como se define bajo la forma de trabajo asalariado. Y, por otra parte, sería un error pensar que pueden definirse "necesidades" al margen de lo que cada sociedad concreta, cada grupo social en su continua dinámica de tensiones y conflictos, valora como tiempos fuera del sistema de la mercancía. 

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