domingo, 29 de septiembre de 2013

cantos de experiencia


Es muy sorprendente lo que ocurre con los conceptos filosóficos a lo largo del tiempo. Estos conceptos suelen ser versiones técnicas y afinadas de los términos que usamos cotidianamente con sentidos diversos sin muchos escrúpulos teóricos y generalmente sin poner más condiciones que las que exige la situación conversacional. La relación entre la filosofía y la vida cotidiana casi nunca es apacible. Los filósofos más dogmáticos se creen con la obligación de corregir lo que consideran que es una maraña de ambigüedades, faltas de crítica y marasmo de contradicciones. Otros santifican la vida cotidiana y sostienen que los usos diarios marcan un territorio del que la filosofía no debe salir so pena de ser ininteligible. 
La versión intermedia es en la que realmente nos movemos la mayoría: conceptos filosóficos y vida cotidiana están en continua tensión, realimentación, crítica y enriquecimiento.

Uno de estos conceptos es “experiencia”.  Es un término que ha sufrido altibajos en la consideración filosófica dependiendo de las controversias que se han ido dando a lo largo de la historia. En la edad moderna “experiencia” se opuso a “autoridad”, me refiero a autoridad humana o divina. La persona autónoma es la que se forma ideas o creencias acudiendo a su propia experiencia y no a la supuesta autoridad de otros. En la medida en que la modernidad se puede caracterizar como una especie de rebelión contra la autoridad recibida, la experiencia fue el concepto fundamental moderno. En el romanticismo el concepto adquirió otro sentido, el de ser un conductor de las trayectorias de vida. Dejando a un lado el idealismo, la gran forma cultural del romanticismo es la novela de formación, el Bildungsroman, en la que un sujeto llega a descubrir cuál es su lugar en el mundo sobre la base de las experiencias pasadas. Las aventuras de Wilhem Meister de Goethe es una novela paradigmática que sitúa la experiencia en el centro de la vida como su guía fundamental.
En el novecientos, la filosofía más cercana a la ciencia volvió a reivindicar el concepto de experiencia, por ejemplo para dotar de significado a las palabras. Pero hete aquí que en aquella época que se llamó posmoderna toda esta historia se consideró absolutamente errónea, como si fuese producto de una angustia por las condiciones de conocimiento, y fruto de una superada dicotomía entre mente y mundo. Autores como Richard Rorty y su discípulo Robert Brandom declararon el concepto maldito, perverso y prohibieron usarlo en cualquier discurso filosóficamente aceptable. Debía ser sustituida (así lo sostiene Rorty) por “discurso”, o a veces narrativa o relato. Todo para eliminar aquella virtud que poseía la experiencia de ponernos en contacto directo con la realidad.

Bueno, perdón por esta clase de filosofía de secundaria. Viene a cuento de que lo que a veces parecían ser posiciones críticas o marginales terminan siendo en muchas ocasiones las ideas dominantes. Rorty fue un filósofo tan criticado en su tiempo que terminó por renunciar a la filosofía e irse a un departamento de literatura. Sin embargo, sus ideas se han convertido en absolutamente dominantes. Por otra parte, quienes aún siguen tratando con este concepto lo hacen reduciendo la riqueza de la experiencia a las formas elementales de la experiencia sensorial,  como si pudiesen aislarse los aspectos sensoriales unos de otros si no es en condiciones de mucho control experimental que apenas tiene que ver con la vida diaria.
O sea, si hay algo que caracteriza la filosofía contemporánea es la pérdida de la experiencia como forma central de la implicación del sujeto en el mundo. Todo se ha hecho muy sofisticado se ha desarrollado una parafernalia de disquisiciones técnicas: inferencialismo, contenido no conceptual, y muchas otras que no vienen al caso. Lo importante es que es ya muy difícil rescatar nuestro concepto cotidiano, e incluso científico para el lenguaje filosófico sin ser calificado de antiguo, ingenuo, o cosas peores.

Pero es una desgracia. Es una desgracia que explica la inoperancia actual de la filosofía en la cultura contemporánea tanto en el ámbito de las humanidades y el arte como en el de la ciencia, la técnica e incluso la fida social y política. Porque en todas ellas la experiencia sigue siendo el término central de la relación con el mundo. ¿Cuándo se convirtió la filosofía en irrelevante?

He hablado muchas veces con amigos y compañeros sobre la necesidad de abrir un debate serio sobre la irrelevancia de la filosofía, que vaya más allá del tópico de que la filosofía es crítica y por eso no se admite (es uno de los tópicos más falsos de la historia. La filosofía siempre ha sido acomodaticia, la crítica la han hecho los movimientos sociales o quienes han sido capaces de imaginar futuros alternativos, casi nunca los filósofos. Todavía se llama teoría crítica a una cierta forma de filosofar que cuando tuvo que alinearse con la rebelión práctica se hundió en sus seminarios y bibliotecas). En fin, este debate no sólo es necesario por razones prácticas, sino sobre todo por razones teóricas. La irrelevancia de la filosofía y el abandono del concepto de experiencia me parecen internamente relacionados. Nos falta experiencia y nos sobra autoridad.


domingo, 22 de septiembre de 2013

El poder de la duda


Me deprimen un par de lecturas de los periódicos del día.  Leo en este artículo de opinión de Soledad Gallego-Diaz una de las frases que leyó el rey Guillermo de Holanda: “El Estado de bienestar del siglo XX se ha terminado. En su lugar surge un ‘sociedad participativa’ en la que las personas deben asumir la responsabilidad sobre su propio futuro y crear sus propias redes de seguridad social y financiera. La gente quiere hacer sus propias elecciones, organizar sus propias vidas y cuidar unos de los otros”.  Leo también en El Diario que los partidos a la izquierda del PSOE son incapaces de elaborar un programa para ir a las elecciones como coalición. Mal comienza este domingo. Me pregunto si la crisis está siendo acompañada por alguna epidemia que afecta a la inteligencia. 

Los holandeses dicen abiertamente lo que en la práctica se está imponiendo en toda Europa y en el mundo: sustituir el papel de las políticas públicas de igualdad por apelaciones ambiguas a la solidaridad o caridad privadas. Los partidos de izquierda españoles demuestran con sus intoleracias que no han aprendido la lección de los últimos ciento cincuenta años: que las formas son tan importantes como los contenidos, y que sus formas siguen teniendo un trasfondo autoritario, implacable, que les lleva a preferir la catástrofe antes que aceptar acuerdos razonables. 

Debe ser el verano que no acaba, porque llevo dándole vueltas todo el día y soy incapaz de articular un par de ideas sobre los conceptos de justicia e igualdad válidas para  tiempos de cinismo.  No porque no las tenga, sino porque no las tengo claras. Y si esto me ocurre a mí, sospecho que le ocurre a mucha gente que no está muy familiarizada con el discurso político cuando se acerca al punto en el que hay que proponer programas. Y si esto le ocurre a mucha gente es porque no se han debatido bien las cosas, porque los eslóganes se han ido imponiendo y los datos se usan como herramientas que no sólo informan parcialmente sino que ocultan muchas otras cosas.  Y da como resultado estas noticias deprimentes: se da por muerto el estado del bienestar y quienes deberían resistirse no se ponen de acuerdo. 

Si uno mira desde lejos, el bosque cobra una figura definida: la desigualdad económica y social no remite sino que aumenta,  la promesa de la democracia no parece haberse cumplido. Si uno se anima a seguir andando y se mete entre los árboles todo es confusión. Mi amigo Andrea Greppi ha planteado algunas de estas perplejidades en su libro inquietante La democracia y su contrario. Sin instituciones mediadoras entre la multitud y las decisiones no funciona la democracia, si estas instituciones (partidos, etc.), por su parte, se organizan como si fueran entidades independientes que quieren sobrevivir, la democracia no funciona y se convierte en un club de privilegiados. 

Hay muchas más perplejidades que me obnubilan y me impiden decir nada con sentido. Porque, por ejemplo: una de las formas tradicionales de las políticas públicas igualitarias ha sido la de ir consolidando derechos adquiridos para ciertos grupos sociales que estaban necesitados. Gracias a ello podemos disfrutar de sociedades menos horrorosas: educación, sanidad, seguridad social, etc. Ocurre sin embargo que algunos efectos perversos de las decisiones tomadas parecen enfrentar enormes zonas de la sociedad unas con otras: quienes tienen trabajo fijo con quienes no lo tienen, a pensionistas presentes con precarios pensionistas futuros, a una generación que ha disfrutado de cuarenta años de futuro con otra generación que no lo tiene, a la clase media con la clase trabajadora, a los oriundos con los emigrantes, al pequeño empresario con todo el sistema de políticas públicas, a regiones ricas con regiones pobres, a ... No soy capaz de seguir. Uno entiende bien por qué compartimos la ira pero no las respuestas. 

Que estas divisiones son menos naturales de lo que parece y que en buena medida están creadas por la angustia que hace que los discursos se conviertan en eslóganes que proponen soluciones únicas, como si las soluciones fueran únicas, me parece claro. Pero también me parece claro que deberíamos hacernos cargo de estas tensiones ("contradicciones" se llamaban cuando era joven). Juro que soy incapaz de decir dos palabras con sentido. Tendría que repetir alguno de los discursos de quienes se mueven por los senderos del bosque. Pero en mi perplejidad se me ocurre un punto fijo que podría ayudar más que cualquier otra cosa: recordar la forma amenazante del bosque que se ve en la lejanía.

¿Es posible convertir la negación de la desigualdad en propuestas que puedan ser comprendidas y aceptadas por gente que está ya enfrentada por todo este marasmo ideológico? Yo creo (a esta hora del atardecer ya se suaviza mi pesimismo) que sí. Podemos hacer compatibles muchas aspiraciones contradictorias si distinguimos y particularizamos. Los bienes públicos hacen que no todos los que colaboran reciban un beneficio proporcional al costo que han invertido. Pero esta característica es la que convierte al pensamiento, vamos a llamarlo "de izquierdas" o "resistente" o como sea, en un terreno privilegiado para resistir a la otra forma, el mercado. Pensar en bienes públicos no es simplemente negar el mercado, sino incluirlo y repensarlo. El precio (todo tiene un precio) es que hay de desarrollar nuevas formas de políticas públicas que deben adaptarse a las nuevas tensiones. No puede ser aceptable que una generación pague la deuda de otra generación, no puede ser aceptable la rebatiña del trabajo: trabajo para una mitad, paro para el resto; no puede ser aceptable que las instituciones públicas se deslicen hacia la pendiente de instituciones asistenciales,... No sé, de verdad, estaría diciéndolo claramente si lo tuviera claro. 

Sólo puedo compartir mi perplejidad, sólo puedo mostrar la precariedad de mi perspectiva. Pero si es cierto que somos muchos los que compartimos estas perplejidades, ¿por qué los grupos que "teóricamente" lo tienen claro no pueden acompañarnos en la perplejidad y sumarnos todos en una búsqueda, investigación, experimentación, de nuevas formas y abandonar los lemas, eslóganes, pancartas y empezar a mostrar nuestra ignorancia como el fundamento de la fuerza de los de abajo? Porque el escepticismo y la tolerancia, la imaginación y la negación se dan juntas. Y si no son el patrimonio de los débiles, al menos ellos disponen de más que los fuertes. Porque la epistemología se reparte de forma inversamente proporcional a la riqueza. Cuanta más tienes, tu dogmatismo también es mayor y tu capacidad de investigar es menor.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El león en invierno


Creo, con  muchos otros (otras: Melanie Klein), que la gran aportación de Freud y el psicoanálisis es la idea de que las estructuras de la personalidad y la cultura son el resultado del esfuerzo por aplacar la angustia, emoción básica humana de la que surgen todas las demás. Los filósofos existencialistas explotaron mucho esta idea pero, desde mi punto de vista, de una forma equivocada. Desde su perspectiva egocéntrica, pensaban que la angustia se produce por el saber que el ser humano muere, que es un ser-para-la-muerte. Es la teoría de la angustia como miedo a la pérdida del yo. Es una teoría radicalmente desatinada: la angustia nace del miedo a la pérdida del otro, a la separación radical (quizá eso explique que los existencialistas estuvieran tan enfrentados con el psicoanálisis).

Las emociones y la cultura son la respuesta al miedo a la soledad. La amistad, el amor, la confianza, el reconocimiento, el honor y el prestigio, son emociones que tratan de paliar la angustia. La pareja, la familia, la tribu, la banda, el partido, el club, la academia, son las instituciones donde se cultivan estas emociones paliativas. La educación sentimental que se da en todas estas formas culturales define trayectorias en las que se construyen biografías que a veces son radicalmente erróneas, sendas que yerran los modos de acompañarnos en el tiempo de la vida. Porque morir no es algo tan complicado ni difícil. Nos pasa a todos en algún momento. Lo horroroso es morir en soledad. No la soledad contingente de quien ha quedado aislado en el espacio y el tiempo. No es la soledad del secuestrado, de la celda, el hospital, la residencia o la batalla. No es la falta de la cercanía física de los otros, sino la pérdida de su compañía vital. Eso es lo temible de la vida. Que la muerte llegue en soledad. Los afectos tienen largos los brazos y superan el tiempo y el espacio, y aunque el cuerpo esté solo, no lo está la vida si los otros están allí en la distancia.

La compañía, ¡ay!, como el sueño, desgraciadamente, es un subproducto. No se obtiene buscándola sino dejándose estar en la vida. Como bien sabe el insomne, el descanso llega cuando uno deja de buscar el sueño. Es por eso por lo que, a pesar de lo cervantino que soy, considero que la gran figura de la modernidad no es Don Quijote sino Don Juan. Es la imagen en negro del sujeto moderno: vive de su seducción para descubrir al final su soledad radical. Su figura arrogante de conquistador es la máscara de quien vive con miedo absoluto y por ello muere mil veces. Don Juan equivoca su vida porque intenta paliar su soledad con la atracción.

Pensaba esta mañana, paseando por el cerro de Garabitas, un lugar funerario de la España contemporánea donde las reminiscencias invaden el espacio y el paisaje, en cuánto donjuanismo ha constituido las trayectorias vitales de la cultura moderna. Pensaba en biografías de filósofos y escritores que equivocaron el camino por miedo a la soledad. Se convirtieron en adictos al reconocimiento sin saber que, como la paloma, por ir al norte iban al sur, creyeron que el trigo era el agua. Y en su otoño e invierno todo fue soledad y derrota.

Pensaba en Heidegger, encerrado en su cabaña de invierno en la posguerra, viviendo la derrota de lo que había sido el referente imaginario de su metafísica, rodeado de los fantasmas de los amigos a los que había traicionado: Husserl, Jaspers, Hanna Arendt, convirtiendo su soledad en una filosofía de la desesperanza y el silencio. Pensaba en Ortega, adicto a sus conferencias, sabiéndose ya incapaz de seducir a sus señoras y sabiéndose derrotado por su afán de notoriedad, encontrándose en Darmastadt con Heidegger, quien había escrito lo que él podría haber escrito si no se hubiese dedicado a ser famoso, reconociendo la oscuridad de su otoño y deprimiéndose en sus ultimidades. Pensaba en Russell, incapaz de amar, incapaz de reconocer que Wittgenstein había cavado mucho más hondo que él, incapaz de saber cuál era su lugar en el mundo, convertido en conferencista internacional, cada vez más adicto al discurso enfático y cada vez más alejado de sus hijos, esposas y amigos, cada vez más perseguido por el fantasma de la locura. Pensaba en Sartre, enfoscado entre sábanas sucias y alcohol en sus últimos tiempos. También rodeado de tantas traiciones, sarcasmos y heridas que había dejado en su esfuerzo por ser el Flaubert de la filosofía (con quien compartiría finalmente un destino de muerte perruna en soledad).

Se me hacían presentes todas las zonas erróneas de nuestras adiciones culturales a los remedios a la angustia. Como si estos donjuanismos de la carrera fuesen algo más elevado que el vino en la taberna y el mus de media tarde. Esta vista del Madrid posmoderno desde Garabitas, poblado de fantasmas, me sugerían estas divagaciones.



domingo, 8 de septiembre de 2013

Dos formas de extrañamiento



“Extrañamiento” es un término que usamos los filósofos para describir un modelo de subjetividad no egocéntrica, lejos de la idea agustiniano- cartesiana de un sujeto hecho de una conciencia solipsista. Extrañamiento es lo que produce que el sujeto se encuentre con el Otro, con los otros, se distancie de sí y se convierta en una persona en un mundo común compartido con otras personas.  Carlos Thiebaut ha trabajado mucho sobre este proceso de conformación de la subjetividad humana. Él me ha despertado el interés por el problema filosófico de entender cómo el yo termina siendo el resultado de muchas interacciones con un tú, con un nosotros, con un ellos.  Encuentro en la filosofía contemporánea dos modos de acercarse al extrañamiento como condición de subjetividad. El primero es un modelo que llamaré "generalizador", el segundo, un modelo "experiencial" (para quienes deseen más información, citaría los nombres de G.H. Mead y Levinas, en la concepción generalizadora, y Sartre, en la experiencial).

Estoy en la cola del supermercado y, distraído, me encuentro con el rostro de la cajera que atiende a la persona que está delante. Aquél rostro se presenta como una parte del mundo que ya no puede ser concebida como objeto ni instrumento. Aparece como una demanda de atención, de reconocimiento. Ya no veo a una cajera indeterminada, sino a esa persona, mujer, obrera, cansada. Deja de ser un componente más del espacio que me rodea y se convierte en una pregunta. Intento ponerme en su lugar. Mi mente se resiste en la imaginación, pero no emocionalmente.  Siento el frío de su trabajo mecánico, de su obligada sonrisa y saludo, de la constante atención a la pantalla de la caja. Dejo fluir la emoción y me doy cuenta de que mi relación adecuada no puede ser la compasión. Hay en su rostro abstraído una demanda de justicia. Una demanda por la injusticia de la situación: yo privilegiado, ella explotada en su trabajo. Deja de ser una cajera, esta cajera y se convierte en una persona que comparte el mundo conmigo y con los demás. Éste es el modelo de extrañamiento “generalizador”. El otro se presenta como un rostro primero concreto, un “otro concreto” que demanda reconocimiento, pero que no podrá lograrlo mientras no sea convertido en un “otro generalizado” que lo convierta en un ser igual a mí.

En ese momento la cajera levanta la cabeza y me mira. Una leve inquietud me revela la vergüenza que siento. La vergüenza es una extraña emoción que surge solamente ante la presencia del otro, es la reacción afectiva que muestra la vulnerabilidad de nuestra posición ante la mirada ajena. ¿Por qué la vergüenza? Siento la mirada de un modo al que no puedo acceder. Me ve como el cliente siguiente, como un nuevo objeto de su trabajo. De un modo que está alejado de mi acceso. No puedo verme así, desde fuera. Y este ser objeto del espacio de la mirada del otro lo revela como una presencia no puramente cognitiva. Produce a la vez mi extrañamiento ante un ser que soy pero que no puedo conocer como lo hace su mirada, y mi extrañamiento ante una presencia que no puedo evitar, que no desaparece porque yo baje los ojos o me esconda. Pero al mismo tiempo esa presencia es objeto de mi mirada y aparece como una persona que puedo describir conceptualmente, pero cuya experiencia me está velada. Se crea así un círculo de asimetrías en el que consiste lo común que tenemos las personas. La experiencia de la mirada ajena es ahora la condición de que pueda considerarme un yo separado del mundo que no se resigna a ser lo que es, bajo la mirada del otro, aun sabiendo que se es bajo los ojos objetivizadores del otro. Éste es el modelo experiencial. Aquí, no es mi mirada ni mi capacidad empática para ponerme en el lugar del otro, las que producen el extrañamiento, sino la mirada del otro, que revela una presencia que cambia mi subjetividad y la escinde entre lo que el otro ve y lo que yo creo ser. Miedo, vergüenza, vanidad. Son emociones que son despertadas por la mirada del otro y que nos extrañan del mundo interior.


No es sencillo acercar los dos modelos y no es posible prescindir de lo que cada uno quiere hacernos entender. Nos hablan de dos experiencias necesarias para tener experiencia, para llegar a conformar una subjetividad sin la que nuestra mirada no sería para los otros distinta a la ciega presencia de una cámara. 

lunes, 2 de septiembre de 2013

El frente cultural


Desde que tengo uso de razón no ha dejado de sorprenderme, luego irritarme y con los años deprimirme, la porfiada capacidad que tiene la izquierda para hacer de su cultura un infinito jardín de los senderos que se bifurcan. No solo de su cultura, desde luego. Crecí en unos años en los que surgían grupos de izquierda como setas en otoño. He intentado recordar nombres y he perdido la cuenta en la veintena. Cada uno comenzaba sus panfletos y declaraciones múltiples por establecer sus diferencias no con el capitalismo sino con el grupo más próximo, al que trataba siempre de enemigo infiltrado, de derrotista, de traidor, ... No entendía cómo había tanta inquina y aún entendía menos las diferencias. 

Viene este proemio a cuento de que en el último número de Sin Permiso aparece un viejo artículo de Chomsky contra el pensamiento posmoderno, lo que los americanos llaman la French Theory (Lacan, Derrida, Foucault,...). Un artículo de 1995 (eran los años de la polémica entre modernismo/posmodernismo) que se publica ahora, me imagino que con algún propósito de "lucha cultural". Me ha vuelto a invadir la melancolía al leer y leer entre líneas el ánimo adverso contra unos y contra otros que destila el artículo y su presentación, como si fuera parte de una guerrilla del frente cultural. "Frente cultural" es una expresión de otra época, de otro país y quizá de otra historia, que hace referencia a una concepción batalladora global, en donde "mantener la línea" es lo esencial, no importa a qué horizonte real se dirija esa línea ni quienes caigan en la batalla. 

Tengo que confesar que no he sido nunca un practicante de la filosofía en el estilo post-estructuralista francés. He leído, como muchos, a los autores que hay que leer, y he seguido más de lejos que de cerca su trayectoria. Y quizá he dirigido muchas invectivas a la dificultad de su lectura, y a veces he entrado en controversias por unos u otros puntos de tal o cual autor. No más  ni menos que lo que uno hace en el trabajo de la filosofía. Pero una cosa es la discrepancia y otro la descalificación.  He leído unos cuantos cientos de libelos parecidos al de Chomsky que se resumen en a) no he entendido nada,  b) discrepo totalmente de esa filosofía, c) representa un pensamiento en el fondo contrarrevolucionario. No haré sangre sobre las inconsistencias que contienen estos estereotipos que se han repetido con asiduidad y en los mismos términos ya desde que mayo del 68 se declaró "non sancto" por los señores de la ortodoxia. No abundaré mucho tampoco sobre el argumento de la dificultad de la lectura. Me apena que Chomsky practique un estilo de crítica y estereotipos del que él tantas veces ha sido víctima. Me apena mucho más que emplee un bajo argumento populista sobre a qué foros eran invitados estos autores, como si a él le invitasen a los foros populares a hablar de gramática universal y teoría de parámetros y no del imperialismo americano. Por lo demás, es curioso que Chomsky (y quienes deciden reeditar su alegato) coincida tanto en esto con los neoconservadores y con el anterior papa en que el enemigo es el relativismo posmoderno. Vaya. 

En fin, mi problema es con esta concepción frentista de la cultura y la filosofía que tanto he visto practicar. El gustavobuenismo allende los montes, el althusserismo-riguroso, el acratismo-contra-todo, el ilustracionismo-prisa-bienpensante, el eco-marxo-femi-criticismo-elegante, el nietzschanismo-no-se-enteran-que-el-sujeto-ha-muerto, etc. ¿Pero qué hemos hecho de la cultura? Raymond Williams sostenía que la cultura es lo cotidiano, lo que tenemos en común con el lenguaje y el espacio en el que todos nos encontramos. Cada uno con sus jergas y defectos de pronunciación, cada uno con sus historias. Por ser común, hay un sólo argumento que no puede ser esgrimido: "no se entiende", "no merece la pena ni leerse",...  Es pura violencia intelectual. Es el argumento definitivo que permite cualquier acción, como en cualquier frente cuando se afirma "no son humanos", "ni siquiera son personas". Como practicante (más o menos fiel, más o menos infiel) de la tradición analítica he tenido que sufrir muchas veces la descalificación absoluta y sé de qué hablo acerca que colocar a alguien en la línea de fuego cultural.

La cultura es controversia, discusión, acaso polémica encendida. Pero no hay frentes culturales. Gramsci, que teorizó mucho y bien sobre el asunto, hablaba de culturas hegemónicas y contrahegemónicas, de formas de agruparse alrededor de posiciones críticas contra el dogmatismo. Justo lo contrario que practican quienes teóricamente se consideran sus seguidores. En fin, así nos va.