Es muy sorprendente lo que ocurre con los conceptos
filosóficos a lo largo del tiempo. Estos conceptos suelen ser versiones
técnicas y afinadas de los términos que usamos cotidianamente con sentidos
diversos sin muchos escrúpulos teóricos y generalmente sin poner más
condiciones que las que exige la situación conversacional. La relación entre la
filosofía y la vida cotidiana casi nunca es apacible. Los filósofos más
dogmáticos se creen con la obligación de corregir lo que consideran que es una
maraña de ambigüedades, faltas de crítica y marasmo de contradicciones. Otros
santifican la vida cotidiana y sostienen que los usos diarios marcan un
territorio del que la filosofía no debe salir so pena de ser ininteligible.
La
versión intermedia es en la que realmente nos movemos la mayoría: conceptos
filosóficos y vida cotidiana están en continua tensión, realimentación, crítica
y enriquecimiento.
Uno de estos conceptos es “experiencia”. Es un término que ha sufrido altibajos en la
consideración filosófica dependiendo de las controversias que se han ido dando
a lo largo de la historia. En la edad moderna “experiencia” se opuso a
“autoridad”, me refiero a autoridad humana o divina. La persona autónoma es la
que se forma ideas o creencias acudiendo a su propia experiencia y no a la
supuesta autoridad de otros. En la medida en que la modernidad se puede
caracterizar como una especie de rebelión contra la autoridad recibida, la
experiencia fue el concepto fundamental moderno. En el romanticismo el concepto adquirió otro sentido, el de ser un conductor de las trayectorias de vida.
Dejando a un lado el idealismo, la gran forma cultural del romanticismo es la
novela de formación, el Bildungsroman, en la que un sujeto llega a descubrir
cuál es su lugar en el mundo sobre la base de las experiencias pasadas. Las
aventuras de Wilhem Meister de Goethe es una novela paradigmática que sitúa la
experiencia en el centro de la vida como su guía fundamental.
En el novecientos, la filosofía más cercana a la ciencia
volvió a reivindicar el concepto de experiencia, por ejemplo para dotar de
significado a las palabras. Pero hete aquí que en aquella época que se llamó
posmoderna toda esta historia se consideró absolutamente errónea, como si fuese
producto de una angustia por las condiciones de conocimiento, y fruto de una
superada dicotomía entre mente y mundo. Autores como Richard Rorty y su
discípulo Robert Brandom declararon el concepto maldito, perverso y prohibieron
usarlo en cualquier discurso filosóficamente aceptable. Debía ser sustituida
(así lo sostiene Rorty) por “discurso”, o a veces narrativa o relato. Todo para
eliminar aquella virtud que poseía la experiencia de ponernos en contacto
directo con la realidad.
Bueno, perdón por esta clase de filosofía de secundaria.
Viene a cuento de que lo que a veces parecían ser posiciones críticas o
marginales terminan siendo en muchas ocasiones las ideas dominantes. Rorty fue
un filósofo tan criticado en su tiempo que terminó por renunciar a la filosofía
e irse a un departamento de literatura. Sin embargo, sus ideas se han
convertido en absolutamente dominantes. Por otra parte, quienes aún siguen
tratando con este concepto lo hacen reduciendo la riqueza de la experiencia a
las formas elementales de la experiencia sensorial, como si pudiesen aislarse los aspectos
sensoriales unos de otros si no es en condiciones de mucho control experimental
que apenas tiene que ver con la vida diaria.
O sea, si hay algo que caracteriza la filosofía contemporánea
es la pérdida de la experiencia como forma central de la implicación del sujeto
en el mundo. Todo se ha hecho muy sofisticado se ha desarrollado una
parafernalia de disquisiciones técnicas: inferencialismo, contenido no
conceptual, y muchas otras que no vienen al caso. Lo importante es que es ya
muy difícil rescatar nuestro concepto cotidiano, e incluso científico para el
lenguaje filosófico sin ser calificado de antiguo, ingenuo, o cosas peores.
Pero es una desgracia. Es una desgracia que explica la inoperancia
actual de la filosofía en la cultura contemporánea tanto en el ámbito de las
humanidades y el arte como en el de la ciencia, la técnica e incluso la fida
social y política. Porque en todas ellas la experiencia sigue siendo el término
central de la relación con el mundo. ¿Cuándo se convirtió la filosofía en
irrelevante?
He hablado muchas veces con amigos y compañeros sobre la
necesidad de abrir un debate serio sobre la irrelevancia de la filosofía, que
vaya más allá del tópico de que la filosofía es crítica y por eso no se admite
(es uno de los tópicos más falsos de la historia. La filosofía siempre ha sido
acomodaticia, la crítica la han hecho los movimientos sociales o quienes han
sido capaces de imaginar futuros alternativos, casi nunca los filósofos.
Todavía se llama teoría crítica a una cierta forma de filosofar que cuando tuvo
que alinearse con la rebelión práctica se hundió en sus seminarios y
bibliotecas). En fin, este debate no sólo es necesario por razones prácticas,
sino sobre todo por razones teóricas. La irrelevancia de la filosofía y el
abandono del concepto de experiencia me parecen internamente relacionados. Nos
falta experiencia y nos sobra autoridad.