domingo, 28 de junio de 2015

La verdad en el diván




De las lecturas preveraniegas, la larga conversación entre J.M. Coetzee, el novelista-filósofo o filósofo-novelista, premio Nobel y radical pensador moral, y la inteligentísima psicoanalista Arabella Kurtz, sobre el lugar de la verdad en la memoria, la experiencia y la terapia, me ha sido tan iluminadora que creo que pasaré el verano rumiándola. Es de esas lecturas que enseguida quieres compartirlas con el altavoz, aunque el demonio académico que te acosa te diga, déjala pasar, no la divulges, cópiala sin decir nada y quedarás bien entre los no enterados que son muchos, y los que la hayan leído seguro que no se enteran y creerán que las ideas son tuyas.

En realidad llevo trabajando sobre el autoengaño en los auto-relatos sobre los que constituimos nuestras identidades prácticas desde hace mucho, y me siento reconciliado conmigo mismo al haberme hecho muchas veces preguntas como las que ellos se intercambian y responden. A Coetzee le preocupa mucho lo que podría llamarse el problema de El Quijote (es el ejemplo que él propone): ¿por qué no sumergirse en un auto-relato de ficción que nos haga felices y nos salve de una vida desgraciada, aburrida, alienada? ¿es preferible, por el contrario, la verdad a la felicidad? ¿no es acaso la tarea de la terapia hacer que el sujeto se cuente a sí mismo una historia que le haga feliz aunque sea ficticia? Arabella Kurtz, desde su larga experiencia, le responde que depende qué entendamos por verdad: ¿una verdad impersonal y ajena a la experiencia o una verdad personal, profundamente escondida bajo el dolor o la angustia, que la ayuda de los otros (de la psicoanalista en este caso) ayudaría a salir a la luz? 

Como era previsible, de la cuestión de la verdad, pasan a discutir sobre la relevancia, (todavía) de la idea de autenticidad, una idea que a veces me da miedo nombrar en público pues ha sido vapuleada como pocas en la filosofía contemporánea. Pero sí, en un momento, el problema de la verdad y la memoria se transforma en el problema de la autenticidad: Qué sea la autenticidad en un sentido no barato, de expresión de un yo esencial, es algo que queda fuera de esta nota, pero para insinuaría algunas pistas: la capacidad para sobreponerse a las resistencias en la agencia que nacen de los múltiples mecanismos de autoengaño que actúan como fuerzas persistentes sobre nosotros. 

He encontrado en este debate entre un novelista y una psicóloga una profundidad y compromiso que no encuentro habitualmente en las páginas de filosofía de la mente, tan llenas de términos técnicos como de superficialidades técnicas que, a poco que se mire con cuidado, son productos de autoengaños fraglantes.  Aunque mi demonio me dice: "cállate y copia, no pares, no pares, no pares", mi ángel gana y me dice: "divulga, divulga, que algo queda"



domingo, 21 de junio de 2015

El peso del pasado




Una de las objeciones más comunes contra la concepción narrativa de las identidades es el peso del pasado. ¿Tiene una persona que cargar con su pasado? ¿no es posible decir "soy otra persona, distinta a la que fui entonces"? La teoría narrativista dice que somos una historia en la que se enredan los cambios que ocurren en nuestra mente, cuerpo y entorno.  De ser correcta la hipótesis parecería que vivimos en una pesadilla de Twitter, FaceBook o internet: no podríamos borrar nuestro pasado, o no podríamos hacerlo cuando necesitábamos hacerlo. Pero es que es cierto, no podemos borrar el pasado y hay que matizar lo de que a veces nos consideramos personas distintas de las que fuimos. ¿En qué sentido somos diferentes? Hay dos cuestiones envueltas en esta pregunta, una moral y otra metafísica.

No pocas veces queremos decir que no aprobamos lo que hicimos, nuestras actitudes entonces, y que si ahora estuviésemos en aquellas situaciones nos comportaríamos de manera distinta. En realidad estamos haciendo una petición a los otros para que no nos tengan en cuenta lo que fuimos porque ahora "somos" de otra manera. O tal vez querríamos olvidar nosotros mismos lo que fuimos e hicimos. Peter Goldie y Alba Montes han estudiado la vergüenza como la emoción que produce el peso de nuestro pasado, evaluando negativamente no ya lo que hicimos sino nuestro propio yo: ¿cómo pude hacer yo esto? La vergüenza sería -nos enseñan- una de las emociones más importantes en la configuración de la identidad, junto a la culpa y el resentimiento (hay una cierta duda sobre si la culpa se dirige a la identidad y no simplemente al acto, aunque el resentimiento, como está estudiando Cristina Peralta en su tesis, sí configura identidades completas). La vergüenza y el resentimiento serían pues indicadores del peso del pasado sobre nuestras vidas.

La cuestión interesante, entonces, es si tenemos derecho a olvidar o si, por el contrario, el daño que hicimos o pudimos haber hecho nos va a perseguir eternamente. Martin Amis, en Koba, se revuelve contra la generación de su padre Kingsley Amis, y contra él, incapaz de entender cómo fueron capaces de apoyar o disculpar al estalinismo, aún cuando sabían ya de sus crímenes. Por supuesto que Amis hijo tiene derecho a la pregunta, aunque el problema es si está insinuando la respuesta: "seguís siendo culpables de aquello, no es suficiente que me digáis que sois otras personas diferentes. No estoy dispuesto a olvidar vuestro pasado en mi valoración de vuestro presente".

Cuando uno llega a la edad que tengo, el pasado pesa ya más que el futuro y estas preguntas y posibles respuestas te rondan y acucian con saña. Husmean en tu historia, pero también te preguntan sobre tu derecho a preguntar sobre otros que conoces. Sabes, por ejemplo, que casi todos los filósofos que fueron las autoridades de tu juventud tuvieron un pasado ignominioso. Cuando los conociste eran personas de izquierda, lúcidos y ejemplares, pero sabes que fueron falangistas en su juventud, y no simples afiliados ocasionales, sino entusiasmados vestimentados de azul fascista. Sabes de otros, perseguidores feroces de todo lo nacionalista o abertzale, que fueron en su día simpatizantes o militantes de ETA o ciertos otros grupos cercanos a la violencia. Sabes de neoliberales que fueron comunistas con el mismo entusiasmo dogmático con que ahora defienden sus mercados. Ateos militantes que dejaron los hábitos, trajes talares y coronillas hace tiempo. ¿Tienes derecho a enunciarlo, a señalar con el dedo y recordarles, a ellos y a todos, el peso de su pasado?

Precisamente porque nuestras identidades son narrativas, las respuestas o el puro hecho de preguntar han de tratarse como serios dilemas morales. Cuando leí El cura y los mandarines de Gregorio Morán, tan lleno de invectivas y juicios sumarios sobre algunos y de agasajos y zalamerías a otros, me di cuenta de mis propias superficialidades y frivolidades con las preguntas sobre el pasado. No porque no tengamos derecho a preguntar o saber, sino porque tenemos la obligación de preguntar por, y conocer, la historia entera. El pasado no existe sin el presente y el futuro. El pasado significativo, quiero decir, el pasado formado por posibilidades alternativas, algunas de las cuales nunca debieron ocurrir, pero que pudieron tal vez dar ocasión a juicios, promesas y compromisos de "nunca más". O que, por el contrario, aún permanecen activas porque el daño nunca fue reconocido, ni se cambió el mundo para que no volviese a ocurrir, ni se intentó mirar a los ojos de las víctimas para declarar ante ellas el pasado. Es cierto que no podemos sino juzgar, pero también deberíamos acreditarnos antes como jueces: en nombre de quién, con qué autoridad,...

Y está la cuestión metafísica de qué es lo que individualizaría una historia como forma de identidad. Cuestión complicada, porque una historia, un relato, no es una secuencia de hechos, sino un encadenamiento de posibilidades que adquieren sentido en el presente, que a su vez se configura en un horizonte de futuros. Somos historia no porque la hayamos tenido, sino porque está pesando sin remedio sobre nuestra agencia y la constituye en una compleja estructura de niveles que operan unos sobre otros determinando nuestras decisiones, compromisos, actos de habla y acciones transformadoras.

Porque el pasado pesa, hay que aprehenderlo con cuidado.



domingo, 14 de junio de 2015

Voluntad de poder y acción



Los filósofos hemos adoptado el uso del término "agencia" para referirnos a la forma particular que tiene la conducta humana capaz de convertir la pura reacción física en lo que llamamos acción. No existe tal uso en el diccionario de la RAE, para el que "agencia" denota una estructura institucional. Pese a ello se ha generalizado en dos contextos: el estrictamente filosófico y el más amplio de la reflexión política, especialmente en el marco de la teoría feminista, donde suele convivir con otro préstamo lingüístico, el de "empoderamiento", estrechamente relacionado con la agencia.

Agencia es la capacidad que tienen las personas para la acción, la decisión o el juicio. En contextos no filosóficos no parecería que haya nada que examinar aquí pues, ¿qué otra cosa puede haber más familiar que la capacidad de hacer? Es la experiencia más primitiva humana, incluido el pensamiento. En todas las culturas hay términos para valorar las acciones: valientes, desmañadas, caprichosas, racionales, incorrectas,..., y así hasta constituir una categoría fundamental de nuestros adjetivos. Y sin embargo es notorio que el término "agencia" resulte tan ajeno a nuestro vocabulario cotidiano.

El hecho mismo de este silencio, como el del perro de los Baskerville, es lo relevante y difícil de explicar. Nietzsche fue el filósofo que más tiempo dedicó a pensar sobre este silencio y a buscar una explicación en el desarrollo de la cultura contemporánea. Llamó "transvaloración" al hecho de este silenciamiento, que consideraba como el ocultamiento, desprecio o control sobre las fuerzas de la vida, sobre su constitución y expresión. Nietzsche fue también quien nos mostró que ciertos hechos de nuestra civilización solamente pueden ser explicados a través de una "genealogía", es decir, a través de un relato que dé cuenta de las contingencias, derivas, y sendas por las que discurre la historia, alejadas de toda forma de necesidad, producto, sin embargo de intereses sociales que modelan las estructuras que sostienen la fábrica de las culturas. Es cierto sentido Nietzsche es más profundo y radical que Marx por cuanto penetra en la trama misma de la constitución agente de un modo que el concepto de "ideología" marxiano no puede lograr.

Lo que para Nietzsche constituye la esencia de la acción humana, su "agencia" (aunque él no emplea el término) es la voluntad de poder.  Ha sido éste un concepto malentendido al ser confundido con voluntad de dominación, pero se refiere a algo muy distinto, en lo que consiste una forma muy particular de acción humana: la acción en la que el agente expresa, manifiesta y realiza sus planes de vida. Si queremos entender qué es la voluntad de poder hay que entender lo que para Nietzsche eran las graves enfermedades que la aquejaban: el autoengaño, sobre todo, que tan magistralmente desarrolló más tarde Sartre, uno de los filósofos que sigue más fielmente el espíritu del pensamiento nietzscheano. La verdad, para Nietzsche, deja de tener las connotaciones de puro intelectualismo, es decir, las de adecuación del pensamiento al mundo para denotar una forma de existencia, la del que no se deja engañar por sus propias servitudes.

Es por esta razón por la que "agencia" y "empoderamiento" han quedado tan unidas en las construcciones teóricas del feminismo, a donde hay que mirar con cuidado, más que en los grandes textos de los filósofos (en masculino) para encontrar toda la potencia teórica y práctica que contienen estos dos conceptos. Agencia es un término de logro o conquista: la de la libertad para proponerse y llevar a cabo planes de vida. Tiene que ver con la capacidad para descubrir posibilidades, es decir, horizontes distintos a los que muestra el paisaje de dominación en el que discurre habitualmente nuestra existencia. Tiene que ver con la voluntad de convertir las posibilidades en realidades, en transformaciones de la realidad contra todos los obstáculos, interiores o exteriores, que se oponen a las fuerzas de la vida.  Tiene que ver con la voluntad de persistencia, de lucidez y negación al autoengaño, de autogestión de los movimientos propios.

La agencia es la conquista de quienes son capaces de decir "¡sí se puede!", de creerlo y conformar su vida por esta convicción.

viernes, 5 de junio de 2015

Levantar la voz



No hay duda de que un fantasma recorre el mundo desde hace un poco más de una década: vuelve la política a los lugares de los que se había ido. No sé muy bien cuál fue la secuencia ni las relaciones causales: los movimientos altermundistas, los indigenismos y populismos latinoamericanos, la conmoción china de Tiananmen, los levantamientos democráticos del Mediterráneo árabe, los movimientos Occupy, Grecia, España, y sus resonancias en Europa.Y con la política vuelve el problema de la voz: quién habla, dónde, a quién, en qué lengua y con qué palabras.

En el tiempo de la despolitización, digamos las décadas que van desde la ola neoconservadora de mediados de los setenta hasta Seattle, 2000,  los llamados "movimientos sociales" fueron los que mantuvieron la resistencia encontrando debates políticos allí donde parecía que sólo había relaciones sociales "naturales". El feminismo y adláteres, el ecologismo, los procesos descolonizadores, han sido algunos de los  grandes movimientos que han contribuido más a cambiar el mundo, en el sentido profundo de cambiar las actitudes y conciencias, las agendas políticas, las normas y derechos. En el sentido que hablaba Raymond Williams de una larga revolución cultural: en estos cuarenta años se ha producido una revolución cultural que no siempre ha sido notada por los viejos lenguajes y voces de la política.

Escuchaba el otro día la entrevista de Pablo Iglesias a Antonio Negri y leía a Luciana Cadahia, una amiga de FaceBook que se quejaba con razón de los puntos ciegos que mostraba Negri al pensar sobre el significado de los cambios en América Latina. La inteligencia analítica de Negri puede entender el imperio y las dinámicas globales pero perder de vista, y sobre todo de oído, las voces que no suenan en los ámbitos políticos (Antonio Negri oponía el europeísmo a un supuesto nacionalismo de los pueblos latinoamericanos que no habrían logrado construir una perspectiva común). Porque la política, en tanto que trata de convertir lo plural en acción, puede perder voces, matices, situaciones, gente, y creer que el discurso que suena en su círculo cultural lo abarca todo.

La vuelta de la política, y con ello del discurso agónico, crítico, disonante, tenso, pesado, lento, pero también entusiasta, esperanzado, imaginativo, movilizador, exige un esfuerzo en la voz que no se había planteado antes. Si algo se ha perdido, por suerte, son las masas. Las masas, la vieja institución de la izquierda, tenía una forma de voz unidireccional, impostada, ordenada por la altura y el altavoz, organizada en la vanguardia. La vieja multitud, también, tenía sus rumores, voces, gritos, pero no es fácil convertir una multitud en un sujeto político sin construir un sistema de hablar, escuchar, decidir.

El problema es, como siempre, de sentidos y significados. Los viejos vocablos, también  los nuevos, muchas veces convertidos en jergas de activistas, son barreras que hacen inaudibles las voces de los que tienen algo que decir pero nadie les ha escuchado desde hace décadas. Decimos "los de abajo", como si allí todo fuese lo mismo, como si mirando desde arriba y repitiendo el adjetivo ya se sintiesen oídos. Pero no. Escuchar es lento, cansino, aburrido. Y sin embargo dar la palabra es un acto político transformador irreversible. Si una generación, dos, varias, toman la palabra, ya nada será igual.

Organizar el guirigai de voces en un debate exige un esfuerzo de oído que no es pura traducción de las jergas políticas al "lenguaje de la calle", sino algo mucho más profundo: aprender a escuchar los matices de quienes no han tenido voz y solo tienen quejas y ahora tienen que tomar la palabra. Es lento. Pero es irreversible.

Los nuevos movimientos que con humildad se consideran instrumentos y no vanguardias, que no se autoconstituyen como representantes natos sino como correderas circunstanciales, se encuentran ante este problema de organizar la conversión de lo diverso en acción, y por ello ante el peligro de perder oido. El cambio cultural nos ha dado muchos significados comunes que hay que encontrar en una diversidad de voces y vocablos que han quedado dispersos en el tiempo de la despolitización. No todos los problemas son cuestiones de poder, también lo son de oído. Sobre todo de quienes apenas son capaces de decir lo que les pasa, o lo hacen de forma distorsionada, con gritos, o con cantos y chistes porque no encuentran otra forma de levantar la voz.