La epistemología tiene una dimensión académica, técnica, y una dimensión social. Al comienzo y al final, toda posición política incluye una posición epistemológica por más que esté implícita, oculta o inconsciente. La epistemología trata de cómo elaboramos los juicios sobre lo que ocurre (la moral trata de los juicios sobre si tal cosa debería o no debería ocurrir o haber ocurrido), es decir, sobre el poder de los sujetos para abrir su mente al mundo y la sociedad. Esta apertura siempre está mediada por la realidad. A veces por la realidad mental, por ejemplo, por las emociones, como le ocurre a quien tiene miedo a volar y cree que las posibilidades de que su avión se caiga son muy altas y lo que le pasa es que su miedo sesga su juicio epistémico. El poder trata de preservarse, y por ello de sesgar el juicio sobre las posibilidades de cambio, por lo que contiene siempre una política epistémica, la de sesgar a través de amenazas la capacidad de juicio de los sometidos al poder. Por el contrario, quienes desean cambiar el mundo deben comenzar por cortocircuitar estos mecanismos de sesgo de las probabilidades. O sea, siempre hay una política de conocimiento en juego.
Durante la época que llamamos "posmodernista" estuvo de moda despreciar lo epistemológico, como si lo único que importase en política fuesen las opiniones y los deseos y no los juicios ajustados a la realidad, pero pronto o tarde el ajuste de nuestra apertura al mundo pasa sus facturas en la forma de los precios que tienen los autoengaños y los sesgos ideológicos. Marx diagnosticó que la ideología consistía en hacer pasar por natural e independiente de nuestra voluntad lo que de hecho es un producto de la sociedad y de sus convenciones y relaciones de poder. Nietzsche, profundizando aún más que Marx en la epistemología, nos enseñó que el juicio ideológico, el que sostiene que "siempre ha habido.... porque está en la naturaleza del hombre" no es más que una manifestación de lo que llamaba la moral de los esclavos, es decir, de quienes renuncian a poder cambiar las cosas. En ambos casos, superar la ideología consiste en fortalecer (ahora se dice "empoderar", pero me parece más justo el término tradicional) nuestra lucidez para separar lo que depende de nosotros y lo que no.
En la epistemología hay, a su vez, dos elementos esenciales: el primero es el modo en que nos implicamos en la realidad a través de las capacidades corporales (sensoriomotoras, emocionales) o técnicas (dependientes de la ampliación artificial de estas capacidades). El segundo es el modo humano de discriminar la realidad, que depende de cómo el lenguaje ha rediseñado el cerebro, y que se manifiesta en nuestras capacidades conceptuales, es decir, en que el modo en el que "vemos" la realidad es siempre un "ver como" a través de la organización del mundo que establecen los conceptos. Esta dualidad ha producido desde los comienzos de la filosofía una escisión entre quienes dan mayor o menor peso a uno de los dos elementos que determinan la forma humana de apertura a la realidad. Los idealistas son quienes confían más en los conceptos que en la experiencia. Los empiristas son los que confían más en la experiencia que en los conceptos. Más o menos. Para precisar esta distinción hay que contar casi entera la historia de la filosofía, lo que no ha lugar aquí.
Cuando me veo implicado en discusiones politicas y no filosóficas detecto muy rápidamente si quien está hablando está más del lado del idealismo o del empirismo. El idealista tiende a agarrarse a los términos, a las distinciones conceptuales, a las jergas que constituyen el haber común de las distintas comunidades epistémicas y políticas y a sostenerse sobre las convenciones lingüísticas que definen el carácter peculiar de esta comunidad. Es muy fácil distinguir las inclinaciones políticas por el tipo de conceptos que se usan para determinar el campo de lo real: los neoliberales, por ejemplo, se agarran a toda la parafernalia de los instrumentos conceptuales de la economía extendida a todos los ámbitos de la existencia. En fin, no pondré más ejemplos porque todos los tenemos en la cabeza. Por el contrario, el empirista suele emplear relatos como argumentos. No le importa mucho la determinación conceptual y sí la capacidad para suscitar resonancias vivenciales o emocionales en el oyente. Si el otro está hablando de relaciones de mercado, el empirista responderá con las dificultades que tiene una familia de cuatro miembros que tiene que llegar a fin de mes, pagando una hipoteca o un alquiler de cuatrocientos euros cuando en la casa solamente entran seiscientos cincuenta euros. Su argumento se apoya en la manera en cómo vive la realidad quien está en una u otra posición en el mundo. No importan los conceptos tanto como el modo de existencia.
Si me preguntan por qué soy empirista, no responderé hablando contra los conceptos, los lenguajes, las jergas, las teorías, etc., que son mediaciones sin las cuales no somos capaces de discriminar la realidad. Un empirista es quien se sabe parte del mundo y en un continuo flujo de materia, energía e información entre su organismo, su comunidad, y el entorno. Es empirista porque sabe, como nos decía Spinoza, que ignoramos cuánto puede un cuerpo, es decir, porque al final, se sabe en las manos de nuestro modo de estar en el mundo que es el de la experiencia vital y emocional, y cree que la apertura al mundo que está encarnada en nuestra constitución es más fiable que la que depende de las convenciones culturales en que consisten nuestros conceptos. En Esperando a los bárbaros, J.M. Coetzee, contaba, a través de los ojos de un torturador, que "un cuerpo siempre dice la verdad". Es inútil protestar contra los conceptos y las jergas, pero, cuando la realidad es nebulosa, el empirista siempre acude al relato de los cuerpos.
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