También la imaginación es un territorio en disputa. Puede
que sea el más importante de los territorios en disputa. De todas las
facultades y sistemas mentales, es la imaginación la facultad más vulnerable.
Las disputas que suceden en los espacios culturales lo son casi siempre por la
influencia sobre los imaginarios sociales, que establecen los ámbitos y límites
de la imaginación personal.
Aristóteles incluyó la imaginación (phantasia) entre otras
facultades humanas como la sensación (aisthesis) y el entendimiento (nous). Las cultura medieval, tardomedieval y barroca la pusieron bajo sospecha --“la
loca de la casa”--, como si fuese la causa más probable de pecado. Aún más que
las pasiones, siempre controlables mediante otras pasiones –y en eso consistió
la gran cultura del barroco, en controlar pasiones con pasiones: piedad contra
lujuria, avaricia, etc.--, la imaginación fue durante eras un territorio de
difícil control. En todo caso, sigamos con el barroco, fue un instrumento de
control de las pasiones. La imaginería de iglesias y palacios, las
representaciones del poder, creaban una atmósfera propicia a la reverencia y la
sumisión. Pero los filósofos nunca supieron muy bien qué hacer con ella.
Sin lugar a dudas, también corresponde a Kant el haber dado
un giro copernicano en lo que respecta a la imaginación. En las tres críticas
aparece investida de un poder determinante en las tres formas de juicio: el
epistémico, el moral y el estético. En realidad, a medida que el problema del
juicio iba creciendo en importancia e iba reconociendo la también creciente
dificultad de tratamiento, la imaginación se iba asentando en un lugar central
del ejercicio de las facultades. En la Crítica de la Razón Pura, la imaginación
media entre el entendimiento y la sensación. Sin el ejercicio de la imaginación
sería imposible la aplicación de los esquemas conceptuales al material caótico
que proporciona la sensibilidad. Es, en esta obra, la verdadera marca de la
espontaneidad, que nos distingue como sujetos activos de los objetos físicos.
En la Crítica de la Razón Práctica, Kant nos enseña que no sería posible el
juicio moral, ni por tanto la moral, sin la imaginación que nos permite
ponernos en lugar del otro (por más que Kant tuviese una percepción tan lejana
y abstracta del otro) y por tanto formar los imperativos que nos damos a
nosotros mismos como leyes de vida. En la Crítica del Juicio, Kant ya sabe que
sin la imaginación no es posible la obra de arte. La imaginación libera a la
técnica del artesano de la regla y con ello se crea el territorio del artista.
La Ilustración tardía y el Romanticismo desenvuelven el
paquete kantiano y llevan la imaginación a forma excelsa de actividad mental
humana, como si fuese el lazo que une la conocida discusión sobre la primacía
entre palabra (poesía) e imagen. La imaginación, así, resolvería la gran
tensión de las culturas simbólicas, divididas entre iconólatras e iconoclastas.
Las ciencias sociales contemporáneas han explicado mejor por
qué esta gloriosa función de la imaginación. El imaginario, como concepto
central de la cultura psicoanalítica y alrededores (recordaría aquí la obra
fundacional de Cornelius Castoriadis), y las nuevas líneas de la psicología y
ciencias cognitivas, proporcionan diversas explicaciones de su función. Todas
las explicaciones se reducen a una: la imaginación permite a la agencia humana
trascender lo real, convertir lo necesario en posible y escapar de la
causalidad. El niño de dieciocho meses ya es capaz de fingir que las cosas
pueden ser de otra manera: una escoba es un caballo, un plátano un teléfono. A
partir de entonces, la existencia humana discurre desacoplada: entre lo necesario
y lo posible, entre lo real y lo imaginario.
En su virtud está su daño. En su progresiva colonización de
espacios, el fetichismo de la mercancía conquistó pronto el poder de la
imaginación. El siglo XIX fue un siglo en el que se exploró intensivamente la
técnica de la fascinación. Nacieron (o se convirtieron en dominantes)
dispositivos como la fotografía y la novela, las dos grandes técnicas de la
imaginación. En el siguiente siglo, estas técnicas de lo visual y narrativo se
habrían de convertir en instrumentos de la mercantilización de la existencia.
Como detectaron los teóricos de la Escuela de Frankfurt, fueron herramientas
por las que la reproducción de las condiciones de producción dejó de ser
coactiva para ser productiva: los individuos comenzaron a desear intensamente
las mercancías que contribuían a generar con su trabajo asalariado. Vivir para
consumir fue el producto de la colonización mercantil de la imaginación.
Pero la historia de la imaginación solo había entrado en sus
comienzos. Las sociedades crean las condiciones de su propia transformación.
Contrariamente a Horkheimer y Adorno, quienes escondían un cierto determinismo
bajo la máscara de su pesimismo cultural, Walter Benjamin y Antonio Gramsci
entendieron que la cultura era siempre tensa y en disputa. En el mismo deseo de
consumir, que es la gran panacea del capitalismo emocional, se encuentra una
tensión producida por la fuerza trascendente de la imaginación: la fuerza del
deseo esconde en la banalidad del consumo la posibilidad de otro mundo. Entre
el ser y el no ser, los humanos consumidores compran bajo la dialéctica de
querer ser lo que no son y no querer ser lo que son.
Esta tensión, que muestra a la vez la fuerza y la
vulnerabilidad de la imaginación, abre un espacio de disputa en el imaginario.
Hay un trabajo inexcusable que ha de realizarse sobre la dinámica de lo
temporal que articula la existencia humana y que define el modo de acción de
nuestra especie: actuar es escapar al destino haciendo posible lo imaginado.
Pero, por ello mismo, se actúa siempre bajo el condicionante de este modo
continuo de ser que es más bien estar entre lo necesario y lo posible, entre lo
que se es y lo que no se es.
El entredos en el que habita la imaginación, construido por la tensión que la define, se abre a formas distintas de su ejercicio. El más común es la fantasía, lo que en mi juventud se llamaba "evasión", que es un paseo por los paisajes de lo imposible y en donde, sin embargo, se encuentra una cierta modalidad de "hacer creer" que uno puede estar allí sin pagar precios. En el otro extremo está la imaginación resistente, la que Hume categorizó al señalar que era incapaz de imaginar ciertas cosas asquerosas. Es una modalidad que nos protege. Uno es incapaz de imaginarse torturando, pongamos por caso: la imaginación resistente es aún más poderosa que la que Kant postulaba como condición de la moral (ponerse en lugar del otro). La imaginación resistente se niega a ponerse en ciertos lugares y bajo ciertas máscaras. Es una forma de expresión de la facultad de trascender a lo real bajo la condición de negación. Entre las dos variedades está la imaginación de lo posible, como condición para que la agencia humana ejerza su capacidad de transformar la realidad.
Si en la imaginación está el poder de la mercancía, en ella
está también la puerta de la emancipación.
La imaginación, como la lámpara de Aladino, esconde un poder enorme; todo depende de quien la encuentre. A veces aparecen castillos imposibles y otras formas opresivas que obligan a construirlos. Y hay tantas "imágenes" que históricamente la han ensombrecido: que si la imagen del "animal político", la del "ser racional", la del "ser técnico"... Sin embargo, como bien dices, somos seres intermedios y habitamos el espacio del "entre": entre lo imposible y lo necesario; entre lo real y lo irreal. Y es precisamente nuestra condición de seres intermedios lo que nos brinda la posibilidad de vivir fuera de las cosas, más allá de ellas, trascendiéndolas, sobreponiéndonos a su natural opresión. Pero la imaginación no sólo nos pone en el nuevo camino, sino que es la condición del caminar... Porque, la vida emancipada, lo mismo que la vida subyugada, ¿no lo es respecto de una imagen que nos hemos puesto (de) nosotros mismos?
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