Al final, ni el estado laico ni la izquierda tradicional han
sabido o logrado manejar bien la dimensión simbólica de la esfera pública y,
con ella, el espacio donde se generan los significados y sentidos de la vida. Ciertamente, los ateos producen (producimos)
nuestro propio universo referencial, y probablemente no es menos rico que el de
las religiones. Pero también es cierto que la fracción de la población que se
siente o declara atea es muy pequeña, según informan las estadísticas. Y,
además, el ateísmo es un modo de vida que se vive en solitario, a veces muy en
solitario, por lo que no produce los efectos movilizadores de comunidad que
consiguen las prácticas religiosas o parareligiosas. La gran mayoría deja
discurrir su vida entre el descreimiento no deliberado o la práctica ritual.
He conversado esta última semana varias e intensas veces con
Elio Masferrer Kan, un antropólogo de las religiones argentino-mexicano que ha
estudiado las prácticas religiosas a lo largo y ancho de Iberoamérica. Ahora
estudia con minuciosidad de investigador de campo los cambios que están
ocurriendo en las religiosidades cristianas con la extensión de las iglesias
evangelistas y las dificultades de reacción que tiene la Iglesia Católica. El
trabajo de campo, cuando se hace con la distancia (respetuosa) que él tiene, introduciéndose en las comunidades y
ritos que están muy lejos de su visión del mundo, me resulta intrigante, admirable y me hace envidiar este modo de investigación tan alejada del análisis conceptual al que me dedico. El caso es que, mientras me iba informando de las
derivas de la teología de la liberación entre las comunidades campesinas, de
los modos de trabajo del Opus Dei, o de las larguísimas sesiones evangelistas,
hemos hablado mucho del mundo simbólico, que incluye la religiosidad pero abarca
también todos los sistemas simbólicos que sostienen la vida común.
Me preocupa la cuestión de la religiosidad. La Iglesia
Católica ha sido aquí, y en casi todos sitios, salvo en el efímero momento de
la teología de la liberación, el intelectual orgánico real y efectivo de las
formaciones sociales capitalistas del sur de Europa y de Iberoamérica. La
izquierda tradicional, seguidora de un marxismo dogmático aprendido en las
divulgaciones, nunca ha sabido entender ni contrarrestar este fenómeno (excluyo
el anarquismo español, que acertó bastante en cómo manejarse en los imaginarios
y mundos simbólicos de proletarios y campesinos).
Controversias como la de Ratzinger y Habermas equivocan
mucho el núcleo central del problema, demasiado preocupados por las relaciones
Iglesia-Estado y demasiado despreocupados de los imaginarios y la fuerza
simbólica. La Iglesia Católica lo paga con esta invasión (irreversible) de los
evangelistas y religiosidades afines, los estados laicos con las
radicalizaciones violentas de jóvenes sin futuro que encuentran en los mensajes
fundamentalistas lo que no les ofrece su entorno. Es importante el laicismo del
estado en todos los dominios de las políticas públicas, especialmente las educativas,
pero dejar intacto el dominio simbólico significa dejar el campo libre a la
hegemonía de las iglesias como intelectuales orgánicos. Y en todo caso, estos discursos de fundamentos políticos de la res publica son tan abstractos y aburridos que duermen a las ovejas, por
académicas e intelectuales que sean, cuanto más al resto de la vecindad.
De poco sirve denigrar a los fieles (más o menos
convencidos) como si fueran ciegos o idiotas si no se proponen, crean y generan espacios
simbólicos ciudadanos donde sea posible desarrollar eso que los antropólogos
llaman religiosidad, pero que podríamos considerar también actitudes
estético-morales ante la vida. No se trata de crear religiones ateas, al modo
de la revolución francesa o del estalinismo, sino todo lo contrario. Sustituir
dioses por dioses (la Historia, la Revolución, la Nación, o lo que sea) no es
sino practicar lo que han hecho siempre las iglesias y religiones: generar
violencia simbólica con iconoclasias y ortodoxias.
Sigue pendiente la creación de un espacio común simbólico
que el arte contemporáneo tampoco ha sabido o logrado crear. Demasiado
preocupados por sus campos de prácticas, por sus vanguardias y transformaciones
formales, o simplemente por las cotizaciones de sus obras, artistas y literatos
raramente han contribuido a crear o fortalecer las tramas simbólicas que tejen
las comunidades. En ciertos momentos y lugares, la música y su entorno asociado
se han aproximado a esta construcción, aunque fuese en la forma de oleadas
generacionales que se consumían al tiempo que triunfaban en los medios de
masas. En otros momentos han sido los
movimientos nacionalistas los que también se han acercado a estas formas de
religiosidad no eclesial, pero sus objetivos neorrománticos de aspiración a un
estado han dado poco de si en la vida cotidiana.
El grupo de marxistas renovadores de Birmingham (Thompson,
Hogart, Williams) se tomó muy en serio esta cuestión. Habían aprendido, como
profesores de educación de adultos, la compleja cultura de la clase trabajadora
inglesa. Raymond Williams teorizó la cultura como aquello que nos es común,
como el territorio de los significados. Durante dos o tres décadas intentaron
explorar la fuerza transformadora de la cultura atendiendo a facetas distintas
de las expresiones culturales, especialmente al espacio simbólico que vehicula
y construye la literatura. Wagner había
iniciado esta exploración en el post-romanticismo alemán, y Antonio Machado, y
en cierto modo Unamuno, lo hicieron en el post-romanticismo modernista español.
Por supuesto Antonio Gramsci, quien inspira mucho de lo que estoy escribiendo
aquí.
Tomarse la cultura simbólica en serio implica adoptar dos
actitudes que pudieran considerarse contradictorias: considerar que la cultura
es lo común, lo que nos reproduce como sociedad y lo que nos mantiene unidos
mediante lazos de comunidad y, al tiempo saber que la cultura es un espacio de
conflicto. El espacio simbólico es conflictivo y se habita en él bajo condición hegemónica, subalterna, o de exclusión. Eso significa que la disputa por la
hegemonía no puede poner en peligro el territorio común, sino que ha de
transformarlo, ampliarlo, incluyendo voces y prácticas que pudieran
considerarse contradictorias sin eliminarlas. Desvelar el carácter ideológico
de ciertas prácticas y creencias, hacer crítica cultural no puede estar reñido
con la capacidad de intuir y analizar que en toda práctica hay una
contradicción latente entre elementos utópicos e intereses terrenales. Es en
ese territorio intermedio, en el que está inmerso también el analista, sometido
a las mismas contradicciones, donde se construye realmente el espacio simbólico
común.
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