Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 24 de septiembre de 2017
Instrucciones para escribir tu currículo
Recuerdo la fecha en la que decidí que era indigno y humillante confesar a alguien lo que yo creía que el creía que eran pecados. Fue en mi adolescencia. Cincuenta años más tarde, para desgracia mía, cada cierto tiempo tengo que reescribir y actualizar mis "méritos" y confesar lo que hecho. Esos días en los que uno revisa su vida laboral o intelectual (da lo mismo) son días incómodos en los que la mirada de un juez imaginario te penetra hasta lo más profundo y te hace confesar que no has hecho o "logrado" lo suficiente, y te prometes que en los próximos años lo harás mejor. Como explica Foucault, en Vigilar y castigar, se ha conseguido que el alma sea la prisión del cuerpo. La celda dentro de esas otras grandes prisiones que son las disciplinas.
Suele pensarse que el mundo empresarial es absolutamente diferente del académico, que las formas son otras, que allí se trabaja de manera eficiente, no como en la academia. Nada más falso. Poco a poco las empresas han ido descubriendo que las viejas formas de disciplina en enormes salas vigiladas por un jefe son menos efectivas que las "disciplinas". El currículo se ha extendido a todos los ámbitos, desde los directivos a las dependientas de una pizzería. Los cuerpos de las trabajadoras y trabajadores se encierran en los muros de sus almas sometidas a la necesidad de hacer méritos.
La nueva novela de Belén Gopegui, Quédate este día y esta noche conmigo, trata de esto, de cómo hacer un currículo es una forma de narrar, y de cómo narrar es convertir en sentido los actos, y de si hay o no libertad en las acciones. De cómo el mérito se ha convertido en la forma de poder. Porque el poder, creo haberlo explicado muchas veces, es siempre poder sobre el tiempo. En particular sobre el tiempo de los otros, cuando se ejerce como dominio y sobre el tiempo propio cuando se manifiesta como sujeción y subordinación. El poder es siempre una constricción al relato.
En la novela de Belén Gopegui, se habla de cómo escribir un currículo para la mayor empresa del mundo, Google (cuyo famoso algoritmo tiene su origen en los sistemas de las disciplinas de medición de citas). Dos personajes, Olga, una mujer mayor que fue emprendedora en empresas de informática, se ofrece a ayudar a Mateo, un joven de veintidós años, estudiante de algo de humanidades, a redactar un currículo para la superempresa. Solo que, sabiendo que nunca será aceptado con un currículo estándar, se ofrece a ayudarle a enviar un relato de sí, de ellos, de cómo la vida es contingencia, de cómo lo que se narra no puede ser la lista de méritos.
Si escribir relatos es una forma de pensar, esta obra es un texto canónico de filosofía: es una meditación sobre la conciencia de las máquinas en las que nos estamos convirtiendo, lo es sobre la contingencia y la necesidad, sobre el tiempo de vida y el tiempo de no vida, sobre cómo la conciencia de la muerte es el motor de todos los relatos. Y sobre las nuevas formas de explotación de los cuerpos a través de la estandarización del propio relato de vida que significa reducir nuestro tiempo al tiempo de los méritos. Y también, por ello, cómo la ayuda mutua puede convertir un currículo en una narrativa de vida, en cómo los afectos y las conversaciones son una re-conquista del tiempo propio y común, del tiempo expropiado.
Google como metáfora. El gran algoritmo que a la vez que escribe nuestros relatos, ordena nuestro tiempo: el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio, pues la atención es ya la materia con la que hace su negocio. El tiempo de todos ordenado por un robot, por el robot que vigila los millones de "servidores" en los que consiste Google, que ya emplea en ello el uno y medio por ciento de la energía consumida en el mundo. (En la fotografía de arriba, se observan las grandes tuberías que llevan agua marina para enfriar los servidores de uno de sus centros en Bélgica). Google es el tiempo congelado, la forma del capitalismo que otros tiempos definieron la Ford y los trenes de montaje.
Cuán tontos son tantos comentarios superficiales sobre robots y trabajo. Se piensan los robots bajo esas formas infantiles de las películas de ciencia-ficción y no sobre lo que son los métodos reales de robotización, que no son sino modos de estandarizar los tiempos, espacios gestos y movimientos. La convergencia entre robots y humanos no se da solamente en la dirección de la inteligencia artificial sino también y sobre todo en la de la estandarización de las conciencias, ordenadas por la elaboración de un relato normativo de "méritos", mucho más efectivo que la conciencia del pecado sobre la que se construyó la sociedad pasada.
No tardará en llegar el momento en que ni siquiera se nos exigirá confesar nuestros méritos. Google se encargará de ello. De hecho, en esos días terribles, en que mi memoria se queda congelada, es Google quien me responde a la pregunta de "¿qué hiciste en este tiempo?". Mi universidad, ya casi completamente googleizada, de hecho, ya no nos pide los currículos, los elaboran sus robots que examinan el mundo de lo escrito y nos devuelve simplemente la pregunta: "¿estás de acuerdo con este relato?". Ya no hace falta el currículo, sabes que tu alma hace que tu cuerpo haga méritos constantes.
La novela de Gopegui trata de todo esto y de otras cosas, como son las formas de resistencia nuevas. Heterotopías y estrategias de entrelazamiento de lo que somos: nudos de relatos: la música rebelde, la asamblea, la conversación (en esta novela),..., modos de atar lo que el capitalismo desata, de reunir los (pocos) tiempos de vida que nos quedan y reapropiarnos de ellos.
domingo, 17 de septiembre de 2017
Imaginar lo inimaginable
¿Qué relaciones existen entre la imaginación y la política?,
¿cuáles son los límites de la imaginación y cómo afecta a la agencia en los
contextos políticos? Este es el tema de la charla que di este verano en el
curso que organizaban Manuel Bedia y David Pérez sobre el futuro de la política
¿Es posible imaginar una sociedad diferente a la actual, no necesariamente
utópica en el mal sentido de la palabra, sino estructuralmente distinta?
La imaginación del futuro en plazos largos, como resultado
de proyectos políticos, no ha sido bien vista ni recomendada por muchos
filósofos o políticos. El argumento de mayor peso fue el de Karl Popper, para
quien los grandes proyectos holísticos no son sino profecías sin sentido, pues
la historia es un producto contingente, en parte como consecuencias no queridas
de los mismos proyectos que solo permite tecnologías fragmentarias sobre
aspectos muy locales de la realidad. Marx también habló contra la imaginación en política. Para
él toda anticipación de una nueva sociedad era una forma de autoengaño. Sólo
admitía el trabajo del viejo topo, de minar lo actual y dejar que el futuro
venga de la ruina del presente. También, en otro sentido, su concepción de la
política práctica era fragmentaria, por más que tuviese un horizonte histórico.
¿Es posible una noción de agencia política que esté más allá
de la dicotomía entre lo local y lo holístico y permita un ejercicio autónomo
de la imaginación política?
Un problema clásico de la filosofía política es el de
definir dónde comienza la política, pero, en general, pueden distinguirse dos
planos: el de lo gerencial, es decir, el de la administración institucional, y
el de los grandes planes y proyectos políticos. Una razón para poner en
cuestión la dicotomía entre lo local y lo holístico es la observación de que la
práctica cotidiana mezcla ambos planos. Pequeñas decisiones en urbanismo, como
ejemplo, pueden significar antagonismos y disputas globales sobre los modos de
vivir y habitar una ciudad. La agencia
política no puramente gerencial comienza en los detalles insignificantes, donde
ya se ponen de manifiesto las grandes concepciones del mundo y cómo
organizarlo.
La agencia, en términos de teoría de la acción, puede
definirse como una capacidad humana para “hacer posible lo posible”, lo que
implica una conciencia clara epistémica de las posibilidades (físicas,
técnicas, sociales, morales) y una voluntad explícita de vencer las
resistencias, internas y externas, a la posibilidad de la posibilidad. La política, como proyectos colectivos, como práctica diaria
y como discursos y argumentaciones, versa siempre sobre las posibilidades de
las posibilidades y sobre las capacidades para determinar y hacer reales estas
posibilidades. En esto y no en otra cosa consisten los programas políticos y
sociales: un programa es una oferta de posibilidad a una sociedad, que debe
deliberar y, en su caso, hacerse cargo de su realización. Los programas están
sometidos a muchas constricciones de orden moral, pero también y sobre todo a
las restricciones de las capacidades de una sociedad para llevarlos a cabo. En
el conocimiento y en las capacidades operan múltiples dimensiones de voluntad,
pero también de imaginación y deseo. Al final, la política, como tantas
acciones humanas, construye paisajes de
eficiencia, con máximos y mínimos locales que hablan de la capacidad de
hacer posible lo posible.
La imaginación, como la creatividad, son los modos humanos
de trascender la realidad. Kant fue quien unió definitivamente la cuestión de
la imaginación y la de la agencia o espontaneidad humanas, en el triple plano
del juicio teórico, práctico y creativo. La trascendencia comienza en la misma
noción de un problema: saber que algo podría ser de otro modo y preguntarse por
la solución ya es un modo de trascender lo real. La imaginación política
comienza pues en el momento en el que se plantea un problema como un problema,
es decir, cuando no se deja que la realidad (o el mercado, o el tiempo) definan
las posibilidades futuras.
El problema de la imaginación política, planteado así en
términos de agencia, nos lleva a la cuestión de qué modelos (utopías, si se
quiere) son posibles y a determinar las condiciones de posibilidad. Es un
ejercicio que no puede ser sido llevado a cabo colectivamente. Un programa no
es un diseño de un ingeniero sino un ejercicio racional de trascendencia de la
realidad de un colectivo o sociedad. Superar los límites de la imaginación es,
en este sentido, superar ya las limitaciones externas e internas de la agencia. Desde este punto de vista, podemos volver la mirada a las
situaciones contemporáneas en las que los ciudadanos se sienten individual y
colectivamente impotentes para la transformación del mundo y dejan que sean las
instancias de lo real, los grandes poderes, el mercado, etcétera, las que
produzcan por sí mismas las transformaciones de lo real. En buena medida, en lo
que consiste la agencia política es en desarrollar la dirección contraria, la
de fortalecer las comunidades para hacerse cargo de sus potencialidades de
transformación y de sus capacidades para llevarlas a cabo.
Para plantear las cosas crudamente: ¿podemos aún imaginar
una sociedad socialista, comunista o libertaria, donde lo común sea la regla
que instituya la política? Hay muchas barreras que saltar, llenas de obstáculos
y diversas formas psicológicas y sociales de alambres de espino, pero las más
altas son las barreras a la imaginación. Acaso, de entre las derrotas y ruinas
de la historia, la tumba de la imaginación debería ser la primera en abrirse.
La imaginación tiene una naturaleza vegetal. Desenterrada y regada, vuelve a
florecer.
domingo, 10 de septiembre de 2017
Nunca dejamos de ser románticos
"
Ilustración, modernismo, romanticismo... son calificativos que denotan a la vez una época y una forma de cultura. Los tres son modos de reaccionar a los procesos de modernización de las sociedades, lo que explica su persistencia y la cíclica aparición de sus características en circunstancias históricas variadas. Muchas de las reacciones y actitudes contemporáneas que impregnan la política y la cultura son ahora manifestaciones de un romanticismo que nunca se fue, pero que ahora se revela como una atmósfera del momento.
El romanticismo, como época, fue la cultura que siguió a la Revolución Francesa y a la Revolución Industrial. Se expresó en formas distintas en el pensamiento, la poesía, el arte y la cultura cotidiana. Tuvo también ideologías diferentes: hubo un romanticismo conservador, que surgió del miedo a la repetición de la Revolución Francesa, y hubo un romanticismo revolucionario que nació contra el destrozo que la revolución industrial y la cultura burguesa estaban produciendo en la sociedad y el medio ambiente. En sus dos líneas políticas, el romanticismo fue una primera reacción precautoria o crítica a la modernidad.
Como cultura, ha pervivido en múltiples movimientos culturales. Avanzado el siglo XIX, por ejemplo, tuvo resonancias en la Norteamérica de Emerson y, sobre todo de Henry David Thoreau: Walden podría haber sido firmado por Wordsworth o Keats. Si uno visita el bosque que rodea la laguna de Walden Pond, donde Thoreau construyó su cabaña, observará cuán viva está su presencia en los innumerables montoncitos de piedras que celebran su memoria. En la Inglaterra industrial, cuando Marx escribía Das Kapital, surgió de las manos y voces de John Ruskin y William Morris una poderosa reacción cultural a la cultura burguesa: la reivindicación de la belleza como forma de resistencia cultural, la utopía de una vida no destruida por la avaricia y el mal gusto. El movimiento Arts&Crafts, los prerrafaelitas, que fueron replicados en movimientos similares en Francia, Alemania, Austria (y que en Barcelona tuvo su versión conservadora en Antoni Gaudí). No entenderíamos las figuras de C.S. Lewis y Tolkien sin este movimiento, como tampoco entenderíamos las revoluciones hippies de los años sesenta sin los hilos que recorren la resistencia al industrialismo.
Hubo formas nefastas de romanticismo. La peor de todas fue el nazismo. El nazismo mezcló el pesimismo romántico conservador de Spengler, Heidegger y Schmitt con un culto cuasi religioso a la ferretería industrial ("romanticismo de acero" lo describía Joseph Goebbels). La ignorante brutalidad ,de Donald Trump con su "America first!" y sus ensoñaciones de una nueva era industrial, recuerdan mucho a esta forma dañina de romanticismo. Pero también las hubo refrescantes y prometedoras. La Nueva Izquierda que promocionaron Raymond Williams y E.P. Thompson, directamente ligada a la tradición culturalista inglesa de Ruskin y Morris, el movimiento zapatista en sus mejores momentos de unión de lo local y diverso con las nuevas formas de comunicación, los movimientos Occupy y el 15M,... la creciente vuelta a lo orgánico, las formas de intercambio no basadas en la avaricia, ... Formas una nueva sensibilidad hacia la sensibilidad.
Independientemente de sus ejercicios progresista o conservador, el romanticismo como cultura nace y renace cuando se siente la necesidad de lo cercano. Más que una filosofía de la historia, como suele describirse por influencia del romanticismo alemán, el romanticismo es sobre todo una filosofía del espacio: es la revolución cultural que reivindica el lugar contra el espacio. Lo particular frente a lo abstracto, lo cercano frente a lo distante. La gran invención del romanticismo es el paisaje. Frente al puro uso instrumental del territorio, el paisaje es una forma distante de mirada. Es la expresión de un vínculo a la vez sensorial y emocional. Nace de lazos profundos con la tierra: la propia y la nueva que se descubre. Emerge de un asombro ante lo particular. Hay momentos en la historia en que lo cercano, propio y particular parece convertirse en el refugio contra los huracanes de la historia. Así ocurrió en Europa como reacción a la cultura napoleónica que se presentó como universal, como fin de la historia (al propio Hegel le pareció ver a Napoleón con esos ropajes). Manuel Castells pronosticó que en la era de la globalización la fuerza cultural más poderosa habrían de ser las identidades. Y no se equivocó en un ápice. Cuando se siente el frío que llega de los poderes lejanos de los mercados, del estado, de la necesidad mecánica del poder, se vuelve al paisaje, a los vecinos, al lugar de pertenencia y lealtad.
Estos días, cuando uno observa por las calles de Barcelona, en tantas ventanas, las banderas esteladas, que se corresponden en Madrid con la crecientes colgaduras de la rojigualda institucional y las repeticiones del himno nacional, los reclamos andaluces de "nosotros no somos menos nación que ellos", la tentación de responder con discursos ilustrados a la nueva ola romántica parece irresistible. Pero los discursos de grandes espacios, normas, instituciones y constituciones no son ya oídos como razones sino como nuevos ejercicios del poder, pues también la ilustración como cultura fue otra geografía de pasiones, a veces conservadoras y a veces no. Adorno y Horkheimer explicaron muy bien este trasfondo oscuro de los pretendidos universalismos. Por ello, entender la lógica que subyace a las olas románticas en la cultura, y a cómo se fracturan en formas conservadoras o emancipadoras, me parece un ejercicio necesario. La era de las identidades no acabó, como muchos piensan, con las guerras mundiales. Al contrario, acaba entonces de comenzar.
domingo, 3 de septiembre de 2017
Polarización de grupos
La llamada Ley de Hierro de los Procesos Deliberativos establece que cuando un colectivo desarrolla un proceso deliberativo, una discusión acerca de un asunto, al final las posiciones de sus miembros son mucho más radicales que las que tenían al comienzo. La simple percepción de que hay dos opciones comienza un trabajo de generación de grupos, de reconocimientos mutuos en la discusión, de reclutamiento de partidarios y de un progresivo desoimiento, desvaloración o simplemente incomprensión de las palabras y argumentos del otro grupo. Poco a poco, el proceso varía desde una primitiva exposición de las posiciones a un creciente número de invectivas y actos de habla denigratorios a los miembros del otro grupo.
No está muy claro por qué el fenómeno de la polarización es tan abundante. Una de las explicaciones más convincentes es que la tensión que crea el acto de tener que tomar una decisión genera una necesidad de verse acogido en un grupo, estar al resguardo de una facción, y esta suerte de disonancia cognitiva entre la angustia y el reconocimiento produce el fenómeno de la polarización. Quienes se atreven a no afiliarse y a continuar bajo la duda y la consideración de los argumentos de cada parte suele ser una minoría que muy pronto es vista con desconfianza por cada una de las partes, como si fuesen infiltrados del adversario o, peor aún, como almas bellas que aún creen en la potencialidad de las razones.
En el peor de los casos, la polarización de los grupos puede desembocar en violencia cuando el otro comienza a ser visto no ya como adversario sino como enemigo. No como alguien a quien hay que convencer sino como quien debe ser vencido no importa por qué medios. La violencia, claro, puede llegar a ser física, pero en la mayoría de las situaciones, por suerte la escalada es verbal. El estudio de las redes, que comienza poco a poco a ser un campo antropológico, nos proporciona múltiples evidencias de la transformación en violencia de lo que antes no era sino discrepancia.
En los últimos tiempos hemos podido asistir a varios procesos históricos de polarización de grupos. El primero, que viví en distancias cortas, fue el proceso de polarización de Podemos ante la asamblea de Vistalegre II. Con la perspectiva de unos meses, una vez que acabó el proceso y los votos decidieron que una parte era ganadora, ya no podría decir qué era lo que estaba en discusión. Durante el proceso aquello parecía la fractura de bolcheviques y mencheviques, de puros y renegados. Creo que se discutían las estrategias de algo así como instituciones o calle. No recuerdo bien, pero viendo el cómo la vida política del grupo ha discurrido después ya no sabría distinguir cuál era el punto de discusión ni en qué podrían haber cambiado las políticas su hubiera ganado el otro grupo. Las redes, sin embargo, llegaron a una violencia verbal que merecería revisar para hacer un poco de auto-antropología. Otro proceso parecido ha sido el que ha sufrido el PSOE, que dejaré para otros mejores momentos el comentario.
Por último, el proces catalán. Como todos recordamos, durante dos años, 2004 a 2006 el Parlamento Catalán llevó a cabo un largo proceso de redacción de un Estatuto de Autonomía que fue votado finalmente por el Parlamento Catalán, bajo la promesa del Presidente del Gobierno de que se respetaría la voluntad del pueblo catalán representado en su parlamento. Era una mayoría muy respetable, pero, como sabemos, hubo una ardua campaña ya antes de la aprobación que condujo a que el Tribunal Constitucional negase la constitucionalidad del Estatut. El PP convocó concentraciones, una en la Puerta del Sol donde Mariano Rajoy proclamó "no formamos una nación de naciones, y no hay más que una nación, la española", lo que fue coreado con gritos de ¡España! ¡España! por los asistentes.
Cabrían en ese momento dos soluciones, suponiendo que era cierto que el Estatuto era inconstitucional: una, que parecería racional, era la de someter a revisión la Constitución Española que todo el mundo, casi todo el mundo, consideraba ya necesitada de revisión en unos cuantos artículos fundamentales, creando así un consenso nuevo en el nuevo escenario de la Comunidad Europea. El otro, era dejar que las cosas discurriesen por sus cauces, con la esperanza de que al final los procesos electorales dejasen las cosas en su sitio. Se optó por esta segunda solución y así se inició un proceso colectivo de polarización que primero se produjo en la prensa, más tarde entre las fuerzas políticas y, desgraciadamente, amenaza con fracturar la propia sociedad: internamente la catalana y externamente la española. Desde hace un tiempo ya hay posiciones definidas, "identidades", diríamos, que previsiblemente sostendrán un proceso de polarización, no importa lo que suceda con la iniciativa del referéndum unilateral. Al día siguiente, la sociedad se levantará más fracturada.
Las posibilidades de que se pueda instaurar una democracia deliberativa, es decir una democracia que no se limite a la regla de las mayorías, sino que desarrolle procesos de discusión de razones, de creación de una esfera pública compleja, densa, fractal en todas las capas de la sociedad, se encuentra siempre frente al fenómeno de la Ley de Hierro de la Polarización. Pero lo cierto, es que a pesar de que este fenómeno es muy abundante, no es, como parece autoproclamar el nombre, una ley determinista. Por el contrario es posible resistir estos fenómenos y hay varios métodos efectivos para hacerlos. El primero, que me parece una condición de emergencia, es la de examinar públicamente los intereses de las élites en la polarización: posiblemente descubramos que las élites juegan al peligroso juego del gallina, el "cobarde el primero que se tire", que a tantos accidentes históricos conduce. Pero el segundo, el que me parece más importante, es el de generar nuevas formas de esfera pública y discusión donde se vean los rostros quienes debaten. Lo que hacen los contertulios ante cámaras o micrófonos, o los partisanos con sobrenombres en las redes no es esfera pública. Ahí los efectos son contraproducentes. Pero cabe la posibilidad de extender las discusiones de otras formas, sin producir procesos de polarización: cuando las discusiones se plantean en términos de qué es lo que necesitamos todos, qué es lo que se puede hacer, qué medios posibles. Radicalizar la democracia es todo lo contrario a radicalizar las posiciones, es, por el contrario, vaciar a las élites de sus facultades de reclutamiento hacia la propia identidad frente a la del adversario. No se van a evitar los conflictos, pero sí se dejarán más claras cuáles son las preferencias reales de la gente. No me voy a poner estupendo y decir "¡que se vayan todos y empecemos de nuevo!", aunque el cuerpo a veces le pida a uno decir estas cosas que sabe imposibles. Pero sí podemos comenzar un proceso de parar la escalada de violencia y de llevar la discusión a lugares donde no sean los intereses de las élites sino las necesidades más básicas las que se pongan a debate.