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Ilustración, modernismo, romanticismo... son calificativos que denotan a la vez una época y una forma de cultura. Los tres son modos de reaccionar a los procesos de modernización de las sociedades, lo que explica su persistencia y la cíclica aparición de sus características en circunstancias históricas variadas. Muchas de las reacciones y actitudes contemporáneas que impregnan la política y la cultura son ahora manifestaciones de un romanticismo que nunca se fue, pero que ahora se revela como una atmósfera del momento.
El romanticismo, como época, fue la cultura que siguió a la Revolución Francesa y a la Revolución Industrial. Se expresó en formas distintas en el pensamiento, la poesía, el arte y la cultura cotidiana. Tuvo también ideologías diferentes: hubo un romanticismo conservador, que surgió del miedo a la repetición de la Revolución Francesa, y hubo un romanticismo revolucionario que nació contra el destrozo que la revolución industrial y la cultura burguesa estaban produciendo en la sociedad y el medio ambiente. En sus dos líneas políticas, el romanticismo fue una primera reacción precautoria o crítica a la modernidad.
Como cultura, ha pervivido en múltiples movimientos culturales. Avanzado el siglo XIX, por ejemplo, tuvo resonancias en la Norteamérica de Emerson y, sobre todo de Henry David Thoreau: Walden podría haber sido firmado por Wordsworth o Keats. Si uno visita el bosque que rodea la laguna de Walden Pond, donde Thoreau construyó su cabaña, observará cuán viva está su presencia en los innumerables montoncitos de piedras que celebran su memoria. En la Inglaterra industrial, cuando Marx escribía Das Kapital, surgió de las manos y voces de John Ruskin y William Morris una poderosa reacción cultural a la cultura burguesa: la reivindicación de la belleza como forma de resistencia cultural, la utopía de una vida no destruida por la avaricia y el mal gusto. El movimiento Arts&Crafts, los prerrafaelitas, que fueron replicados en movimientos similares en Francia, Alemania, Austria (y que en Barcelona tuvo su versión conservadora en Antoni Gaudí). No entenderíamos las figuras de C.S. Lewis y Tolkien sin este movimiento, como tampoco entenderíamos las revoluciones hippies de los años sesenta sin los hilos que recorren la resistencia al industrialismo.
Hubo formas nefastas de romanticismo. La peor de todas fue el nazismo. El nazismo mezcló el pesimismo romántico conservador de Spengler, Heidegger y Schmitt con un culto cuasi religioso a la ferretería industrial ("romanticismo de acero" lo describía Joseph Goebbels). La ignorante brutalidad ,de Donald Trump con su "America first!" y sus ensoñaciones de una nueva era industrial, recuerdan mucho a esta forma dañina de romanticismo. Pero también las hubo refrescantes y prometedoras. La Nueva Izquierda que promocionaron Raymond Williams y E.P. Thompson, directamente ligada a la tradición culturalista inglesa de Ruskin y Morris, el movimiento zapatista en sus mejores momentos de unión de lo local y diverso con las nuevas formas de comunicación, los movimientos Occupy y el 15M,... la creciente vuelta a lo orgánico, las formas de intercambio no basadas en la avaricia, ... Formas una nueva sensibilidad hacia la sensibilidad.
Independientemente de sus ejercicios progresista o conservador, el romanticismo como cultura nace y renace cuando se siente la necesidad de lo cercano. Más que una filosofía de la historia, como suele describirse por influencia del romanticismo alemán, el romanticismo es sobre todo una filosofía del espacio: es la revolución cultural que reivindica el lugar contra el espacio. Lo particular frente a lo abstracto, lo cercano frente a lo distante. La gran invención del romanticismo es el paisaje. Frente al puro uso instrumental del territorio, el paisaje es una forma distante de mirada. Es la expresión de un vínculo a la vez sensorial y emocional. Nace de lazos profundos con la tierra: la propia y la nueva que se descubre. Emerge de un asombro ante lo particular. Hay momentos en la historia en que lo cercano, propio y particular parece convertirse en el refugio contra los huracanes de la historia. Así ocurrió en Europa como reacción a la cultura napoleónica que se presentó como universal, como fin de la historia (al propio Hegel le pareció ver a Napoleón con esos ropajes). Manuel Castells pronosticó que en la era de la globalización la fuerza cultural más poderosa habrían de ser las identidades. Y no se equivocó en un ápice. Cuando se siente el frío que llega de los poderes lejanos de los mercados, del estado, de la necesidad mecánica del poder, se vuelve al paisaje, a los vecinos, al lugar de pertenencia y lealtad.
Estos días, cuando uno observa por las calles de Barcelona, en tantas ventanas, las banderas esteladas, que se corresponden en Madrid con la crecientes colgaduras de la rojigualda institucional y las repeticiones del himno nacional, los reclamos andaluces de "nosotros no somos menos nación que ellos", la tentación de responder con discursos ilustrados a la nueva ola romántica parece irresistible. Pero los discursos de grandes espacios, normas, instituciones y constituciones no son ya oídos como razones sino como nuevos ejercicios del poder, pues también la ilustración como cultura fue otra geografía de pasiones, a veces conservadoras y a veces no. Adorno y Horkheimer explicaron muy bien este trasfondo oscuro de los pretendidos universalismos. Por ello, entender la lógica que subyace a las olas románticas en la cultura, y a cómo se fracturan en formas conservadoras o emancipadoras, me parece un ejercicio necesario. La era de las identidades no acabó, como muchos piensan, con las guerras mundiales. Al contrario, acaba entonces de comenzar.
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