Las relaciones entre cultura, sociedad y tecnología son enrevesadas y mutuamente condicionantes. Pensamos que las
normas e instituciones sociales anteceden a todo, como si nuestra condición de
seres sociales fuese lo primigenio y no es cierto. Las formas sociales son
modeladas por las prácticas y convenciones que introduce la cultura y ambas por
las posibilidades y restricciones que establece la tecnología. Conviene pues
que cuando miremos a las condiciones en las que se desarrollan nuestras
sociedades observemos también cómo está formateada por la cultura y tecnología
de los procesos acelerados de modernización.
Si uno repasa la prensa más oficialista
española de las últimas décadas (me voy a referir solamente a la cultura,
sociedad y tecnología que me son más próximas) observará que la representación
que hace de la sociedad manifiesta un innegable orgullo por la modernización,
estabilidad y robustez institucional de la sociedad. Años de editoriales,
reportajes, propaganda, nos han convencido de que somos una sociedad que, por
debajo de los conflictos contingentes, ha experimentado un progreso en la
adaptación a las sociedades avanzadas. Los informes nos hablan de un cierto
entusiasmo tecnológico. En 2016, por ejemplo, España aparecía en primer lugar
europeo en la tasa de smartphones y, desde la Transición, se mostró al mundo la imagen de una cultura festiva,
cosmopolita, eurófila y defensora de las instituciones. “España va bien”, “Por
buen camino” y otros similares fueron lemas compartidos por los partidos
alternantes en el poder. Pese a las crisis, la económica, la institucional e
incluso las conmociones culturales, no se ha modificado demasiado este estado
general de opinión, que, por ejemplo, expresa en las encuestas que hace la
FECYT una confianza general y sin fisuras en la ciencia y la tecnología.
No está
mal, todo lo contrario. No querría arrojar imprecaciones contra una larga historia
de transformaciones desde una sociedad cerrada a una sociedad más abierta. Pero
querría que recordásemos también los precios de los procesos de modernización,
y en particular cómo los entornos materiales: los urbanísticos, las tecnologías
que han penetrado en todos los espacios desde las instituciones a los propios
cuerpos habitados ya por gadgets. También algunas tecnologías sociales, como
son todas aquellas ordenadas a la organización y control de las instituciones:
los protocolos, los papeles, los indicadores, la gerencialización.
Se han hecho múltiples análisis de los
problemas de la modernización y sería una pretensión injustificada añadir nada
a lo dicho. Querría enfocar la luz, sin embargo, sobre un aspecto que ya ha
sido señalado múltiples veces pero que se ha relacionado poco con la cultura
material y la tecnología. Me refiero a la desvinculación, al destejido de las
tramas sociales. Por supuesto que la tradición weberiana ha trabajado muchísimo
esto, y desde entonces a Zigmunt Bauman se han estudiado todos los posibles
matices. Pero, querría centrarme en una de las caras de la desvinculación: la
soledad.
En tiempos más optimistas, dos de mis
admirados amigos y autores, Javier Echeverría y Remedios Zafra, en sendos
libros: Cosmopolitas domésticos y Un cuarto propio conectado, dos clásicos ya
de la cultura tecnológica, subrayaron la importancia que tenía la conectividad
que permitían las tecnologías que han ido penetrando en nuestras vidas. En el
cuadro de James Tissot, “La hija del capitán”, uno de mis cuadros preferidos de
la historia, el instrumento que tiene en sus manos el personaje femenino, los prismáticos,
le sirve de ayuda para escapar a un contexto que claramente es agobiante para
ella: su pretendiente desesperado se refugia en la bebida y en la conversación
con el padre mientras ella otea otros horizontes. Pudiera ser una metáfora del
momento en que la modernización estaba comenzando. La tecnología abría
ventanas, visuales en el cuadro, electromagnéticas y digitales en el mundo
contemporáneo, que creaban espacios de libertad. Sí, así fue, así es. Pero
también fueron creadoras de soledad.
Dos dimensiones de la soledad que me parece que
caracterizan el mundo que estamos creando, y al que colaboran muchos de
nuestros gadgets, son, en primer lugar el confinamiento y, en segundo lugar, el
desarraigo. Vayamos por partes:
El confinamiento es una producción sistémica
de nuestros nichos técnicos. En los años 70 del siglo pasado, los críticos de
la Escuela de Birmingham, Richard Hogarth y Raymond Williams, examinaron con
desolación como la invasión de la televisión había vaciado los pubs y las tertulias
en la calle, cómo las tradiciones del cotilleo ahora se dejaban en manos de una
cultura invasiva y homogeneizadora. Curiosamente, en la España de la
pre-transición, la entrada de la televisión, cuando era un objeto demasiado
caro para ser poseído por la mayoría, la Ley Fraga de la Información permitió
la creación de un instrumento maravilloso que fueron los teleclubs. Fueron
espacios de conexión donde la gente se reunía a ver los partidos y de paso beber
y bailar. Poco después, el abaratamiento del artefacto no solo destruyó estos
espacios sino las propias conversaciones en familias.
El ejemplo de la televisión es peccata minuta
si lo comparamos con el impacto de los nuevos instrumentos de conectividad, poniendo
en primer lugar los smartphones que producen ilusión de conexión y de hecho
levantan pantallas a la comunicación personal. Las nuevas técnicas de gestión
comercial, las plataformas de distribución, las grandes compañías comerciales,
desde los supermercados a las franquicias, son productoras sistémicas de
confinamiento y soledad. Las librerías se vacían, desaparecen las mercerías (mi
ejemplo favorito de conectividad humana), las peluquerías, ¿alguien ha pensado
en el silencio que se impone en los centros comerciales? ¿con qué dependiente
puedes hablar del tiempo? Yvonne Donado, una filóloga amiga y doctoranda,
que para hacer la tesis ha tenido que recurrir a trabajar en un call-center, me
cuenta que, junto a las inevitables respuestas insultantes, mucha gente
aprovecha la llamada para contar historias de su vida. Pura soledad acumulada.
Comentaba con otro doctorando en ciernes, un oncólogo que va a trabajar sobre
la estructura cognitiva de los sistemas de salud, cómo la práctica médica institucionalizada
ha ido derivando hacia la producción sistémica de soledad y confinamiento. La creciente
industria de la autoayuda, en sus versiones literarias o de ofertas comerciales
es un signo de la epidemia de soledad estructural y sistémicamente producida
por el entorno.
El desarraigo es el segundo de los componentes
que genera la desvinculación y el destejido de los lazos sociales. Simone Weil,
en un escrito ya en los meses anteriores a su muerte, en 1943, escribió “El desarraigo”,
un texto que mereció el comentario de Manuel Sacristán de que era un ejercicio
de la literatura utópica comparable a Las Leyes o La República de Platón. No
está mal para ser un juicio de quien lo expresa. Cito aquí frases de su comienzo:
El echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro. Participación natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el Nacimiento, la profesión, el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de que forma parte naturalmente. (…) Los intercambios de influencias entre diferentes medios no son tan indispensables como el arraigo en un entorno natural. Ahora bien, un medio determinado no debe recibir la influencia exterior como una aportación, sino como un estímulo que haga más intensa su propia vida. No debe alimentarse de las aportaciones externas más que después de haberlas digerido, y los individuos que lo componen solo deben recibirlos a través de él. Cuando un pintor de auténtica valía entra en un museo queda confirmada su originalidad. Lo mismo debe ser para las diversas poblaciones del globo terrestre y para los diferentes grupos sociales. (…) el desarraigo constituye con mucho la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas, pues se multiplica por sí misma. Los seres desarraigados tienen solo dos comportamientos posibles: o caen en una inercia del alma, casi equivalente a la muerte, como la mayoría de los esclavos en los tiempos del Imperio Romano, o se lanzan a una actividad que tiende siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, los que no lo son todavía o los que no lo son más que en parte.
Ella diagnostica múltiples fuentes de
desarraigo. A diferencia de quienes glorifican la condición obrera, señala que la
subordinación al salario en la economía industrial de su tiempo produce
desarraigo, mucho más, sostiene, el paro, que denomina desarraigo al cuadrado.
La educación, las formas de vida del momento.El desarraigo es la enfermedad cuyos síntomas
en estos tiempos son las tormentas de opinión que general los votos a quienes
no serían los referentes naturales de las actitudes comunitarias. La línea
progresista se volvió demasiado institucionalista y olvidó el daño del
desarraigo que produce soledad y sus múltiples consecuencias emocionales: la irritación,
la polarización, la incapacidad para situar los matices y central las
jerarquías y órdenes de lo deseable.
Paradójicamente, las tecnologías que tenemos a
nuestra disposición podrían recrear los lazos sociales que hemos perdido, estar
orientadas a la formación de nuevas comunidades virtuales y físicas, a generar
una atención a los cuidados que nos debemos, a hacer compatible la independencia
de vida y los vínculos afectivos. Modificar estar trayectorias tecnológicas significa
insistir a la vez en cambios culturales, hacia una cultura de la dependencia y
el cuidado y cambios sociales, hacia una orientación de las instituciones hacia
los significados reales y no hacia los protocolos. Ambas convergencias, con el
auxilio de nuevas imaginaciones ingenieriles podrían abrirnos caminos de libertad
no individualista
No hay comentarios:
Publicar un comentario