domingo, 18 de noviembre de 2018

Geografía de la soledad



En otra entrada anterior, "La soledad era esto", hablé de dos características fenomenológicas de la soledad que aqueja a nuestras sociedades como una de las patologías de la modernización acelerada bajo las condiciones particulares y dañinas en las que se ha producido. Hablaba del confinamiento y el desarraigo como daños que produce el aislamiento al que nos conducen las formas de vida bajo este complejo sociocultural y económico que calificamos como capitalismo tardío. La soledad puede originarse en los avatares de la vida personal, en este sentido es una característica de la condición humana. En este sentido personal es incluso una experiencia inevitable, necesaria y posiblemente positiva. Hay un grado de soledad y aislamiento que no se elimina por la compañía y el amor sino que depende de la fábrica de la subjetividad y la identidad narrativa de las personas. Sin embargo, no son estas soledades contingentes o necesarias las que constituyen el daño social sistémico de nuestro modelo de modernización. La dañina es la producida por causas sociales, económicas o culturales que se imponen a grandes capas de la población. En particular, por las distorsiones espacio-temporales de nuestras formas de vida.

La más dañina de las formas de soledad es la que no se nota ni vive como tal, sino que, como una atmósfera contaminada, se respira en todas las relaciones sociales, incluso aquellas que parecerían festivas como las fiestas de trabajo, las visitas a museos o las manifestaciones que movilizan a multitudes de soledades agrupadas. Olivia Laing, en La ciudad solitaria, ha descrito la cultura de la sociedad desde su perspectiva de observadora del arte y las formas de vida de la ciudad cosmopolita. No se admite ni llega a la conciencia, y quizás sea la forma en la que la sociedad contemporánea esté modelando nuestro inconsciente (ya social). Hay un ilustrativo experimento que realizan los sociólogos críticos cuando se encuentran en un grupo amplio (alumnos, por ejemplo). Si se les pregunta en qué grupo social se situarían y situarían a su familia, la mayoría responde que en la clase media. Si se les pregunta por el salario que entra en su casa, por la posibilidad de tener una casa, o de tener hijos, o de planificar el futuro, digamos a diez o quince años vista, las respuestas van cambiando.

La invisibilidad del empobrecimiento de las clases medias y la de la soledad están relacionadas por lazos causales que tienen que ver con la profunda distorsión espacio temporal que produce el modelo económico ligado a la metropolización de la vida. Jorge Moruno, en No tengo tiempo. Geografías de la precariedad, ha descrito con mirada perspicaz la relación entre la precarización de la existencia, la ideología del triunfo social y la economía de la flexibilización. La falta de tiempo y la soledad es menos patente pero no menos real. Si preguntásemos por la topografía social de la soledad seguramente las respuestas nombrarían de forma paradigmática a los ancianos encerrados en sus casas y cuidados por mujeres emigrantes. Por supuesto, pero la producción de soledad por la falta de tiempo alcanza cada vez más a otras capas de edad, cada vez más jóvenes. "Quedamos un día", dices a un amigo, "nos llamamos", "vale, miro la agenda", pero la reunión tarda semanas en poderse llevar a cabo. No tenemos tiempo. Esta transformación es mucho más radical de lo que parece pues termina afectando a todas las dimensiones de la vida. Un índice interesante de la soledad es el crecimiento de las apps de citas sociales: Tinder, 3nder, Badoo, Cuddll, Bristlr, Bumble, Coffee Meets Bagel,Grind, Hapnn, Huggle, Momo, Yellow,... Estas son las que recoge Wikipedia y nos informa de su explosivo crecimiento en el mundo. El fenómeno está recibiendo mucha atención de la psicología social por los efectos sobre las subjetividades afectivas: los ejercicios de creación de perfil, que implica políticas de imagen propia en otras redes como Instagram, las cegueras y autoengaños en la descripción de cada persona, el efecto de independización de las relaciones afectivas y las relaciones sociales o eróticas. Las redes de contactos son solamente uno de los indicadores del destejido social producido por la falta de tiempo.

Mucho más perniciosa es la falta de espacio, a veces disfrazada de sobra de espacio. La primera destrucción del espacio común se produjo paradójicamente en las épocas de bonanza económica, cuando se extendió la moda americana de los suburbios de adosados y casas individuales. La clase media se trasladó a estas zonas alejadas del centro, abandonando sus tiendas, lugares de paseo y cercanía de amistades. Aparecieron los centros comerciales y los grandes supermercados como lugares de consumo obligados por la distancia. David Harvey, el geógrafo radical de Filadelfia, ha dedicado numerosos libros a describir esta destrucción del espacio social al compás de la ampliación del espacio urbano. Hay pocas cosas tan deprimentes como observar (nos) a la gente empujando los carros de la compra en los hiper o paseando cansinos por los centros comerciales. Observar a tanta gente que acude allí no ya por necesidad sino simplemente para sentirse en contacto con gente. Comprar algo intentando comprar compañía. A grandes capas de la población se le vendió un ideal de vida en los anuncios inmobiliarios cuando lo que se les vendía era la expropiación de sus lazos sociales. La era de la precarización del espacio aún no había llegado: entonces había viviendas para todos y promesas de bienestar, aunque produjesen soledad y desarraigo.

David Harvey ha sostenido que la apropiación del espacio ha sido el motor real del capitalismo, más que la apropiación del tiempo, tal como conjeturó Marx. Por supuesto la apropiación planetaria en la forma de la explotación de los recursos y el control estratégico de enormes territorios, pero también y sobre todo la apropiación de los espacios cercanos de vida. Esteban Hernández lo describía recientemente en un artículo referido a Londres: primero los millonarios compraron las casas de los ricos; los ricos compraron y se trasladaron a las casas de la clase media alta; la clase media alta desplazó a la clase media baja que se trasladó a los suburbios populares. Y comenzó un ciclo malvado de expropiación de los espacios de vida. En Madrid, cada día aparece un nuevo edificio cubierto por andamios y anunciado por empresas inmobiliarias que son participadas o poseídas por los grandes fondos internacionales que viajan como manadas de buitres consumiendo los restos de nuestras vidas.

Aún no estamos calibrando suficientemente lo que significa la precarización del espacio. Los salarios actuales permiten apenas compartir piso alquilando una habitación a precios escandalosos. Compartir un piso. Quizás alguien piense en la vida alegre estudiantil o en los sueños de un Erasmus: fiestas, música, relaciones sociales. La realidad de quienes tienen que vivir de su trabajo, de su precaria situación de trabajos alternativos o de su paro sistémico compartiendo piso es aterradora para sus biografías y planes de vida. La imposibilidad de formar lazos permanentes, de construir familias, de pensar en el futuro es su horizonte cotidiano. Al igual que ocurre con la clase media, que no se reconoce en sus formas de progresiva pauperización, tampoco la falta de espacio parece haber calado suficientemente como deterioro social. Quizás no se aprecia suficientemente la relación que hay entre muchas de las reacciones masculinas de resentimiento y las experiencias de divorcio y exilio a un piso compartido. Isaac Rosa, en alguna entrevista tras la publicación de la triste historia de amor de Final feliz, hablaba de cómo los divorcios aparecen ya como parte del imaginario necesario de las relaciones amorosas, pero no sus precios en soledad y precariedad de espacio.

En el otro extremo, el de las formas de vida a las que no ha llegado la modernización, encontramos una producción de soledad asociada a la sobra de espacio. Me refiero a la soledad de los territorios vacíos y vaciados por la emigración forzada. Pienso en la Península Ibérica, en el inmenso desierto de la península interior y la raya de Portugal, pero también en la vida cotidiana de pueblos y ciudades que han quedado al margen de la modernización. No es visible la soledad. Se observan por la calle multitudes jubiladas que viven sus años en medio de viajes y actividades promocionadas por las ayudas sociales (al fin y al cabo son una fuente sustancial de votos). Viven una suerte de último estado de bienestar a pesar de que por las calles apenas se vean jóvenes, especialmente cuando en verano las universidades vacían las ciudades de provincias, y raramente niños. Es una soledad generacional invisible cuyo mayor perversión es el no ser notada.

Nos refugiamos, para soportar la soledad en los lazos familiares, último lugar de resistencia frente a la producción sistémica de incomunicación, confinamiento y desarraigo. Pero sabemos muy bien que estos lazos familiares acaban pronto, con la misma rapidez que se han destruido el tiempo y espacio comunes.






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