domingo, 14 de octubre de 2018

La soledad era esto




Las relaciones entre  cultura, sociedad y tecnología son enrevesadas y mutuamente condicionantes. Pensamos que las normas e instituciones sociales anteceden a todo, como si nuestra condición de seres sociales fuese lo primigenio y no es cierto. Las formas sociales son modeladas por las prácticas y convenciones que introduce la cultura y ambas por las posibilidades y restricciones que establece la tecnología. Conviene pues que cuando miremos a las condiciones en las que se desarrollan nuestras sociedades observemos también cómo está formateada por la cultura y tecnología de los procesos acelerados de modernización.

Si uno repasa la prensa más oficialista española de las últimas décadas (me voy a referir solamente a la cultura, sociedad y tecnología que me son más próximas) observará que la representación que hace de la sociedad manifiesta un innegable orgullo por la modernización, estabilidad y robustez institucional de la sociedad. Años de editoriales, reportajes, propaganda, nos han convencido de que somos una sociedad que, por debajo de los conflictos contingentes, ha experimentado un progreso en la adaptación a las sociedades avanzadas. Los informes nos hablan de un cierto entusiasmo tecnológico. En 2016, por ejemplo, España aparecía en primer lugar europeo en la tasa de smartphones y, desde la Transición, se mostró al mundo la imagen de una cultura festiva, cosmopolita, eurófila y defensora de las instituciones. “España va bien”, “Por buen camino” y otros similares fueron lemas compartidos por los partidos alternantes en el poder. Pese a las crisis, la económica, la institucional e incluso las conmociones culturales, no se ha modificado demasiado este estado general de opinión, que, por ejemplo, expresa en las encuestas que hace la FECYT una confianza general y sin fisuras en la ciencia y la tecnología.

 No está mal, todo lo contrario. No querría arrojar imprecaciones contra una larga historia de transformaciones desde una sociedad cerrada a una sociedad más abierta. Pero querría que recordásemos también los precios de los procesos de modernización, y en particular cómo los entornos materiales: los urbanísticos, las tecnologías que han penetrado en todos los espacios desde las instituciones a los propios cuerpos habitados ya por gadgets. También algunas tecnologías sociales, como son todas aquellas ordenadas a la organización y control de las instituciones: los protocolos, los papeles, los indicadores, la gerencialización.

Se han hecho múltiples análisis de los problemas de la modernización y sería una pretensión injustificada añadir nada a lo dicho. Querría enfocar la luz, sin embargo, sobre un aspecto que ya ha sido señalado múltiples veces pero que se ha relacionado poco con la cultura material y la tecnología. Me refiero a la desvinculación, al destejido de las tramas sociales. Por supuesto que la tradición weberiana ha trabajado muchísimo esto, y desde entonces a Zigmunt Bauman se han estudiado todos los posibles matices. Pero, querría centrarme en una de las caras de la desvinculación: la soledad.
En tiempos más optimistas, dos de mis admirados amigos y autores, Javier Echeverría y Remedios Zafra, en sendos libros: Cosmopolitas domésticos y Un cuarto propio conectado, dos clásicos ya de la cultura tecnológica, subrayaron la importancia que tenía la conectividad que permitían las tecnologías que han ido penetrando en nuestras vidas. En el cuadro de James Tissot, “La hija del capitán”, uno de mis cuadros preferidos de la historia, el instrumento que tiene en sus manos el personaje femenino, los prismáticos, le sirve de ayuda para escapar a un contexto que claramente es agobiante para ella: su pretendiente desesperado se refugia en la bebida y en la conversación con el padre mientras ella otea otros horizontes. Pudiera ser una metáfora del momento en que la modernización estaba comenzando. La tecnología abría ventanas, visuales en el cuadro, electromagnéticas y digitales en el mundo contemporáneo, que creaban espacios de libertad. Sí, así fue, así es. Pero también fueron creadoras de soledad.

Dos dimensiones de la soledad que me parece que caracterizan el mundo que estamos creando, y al que colaboran muchos de nuestros gadgets, son, en primer lugar el confinamiento y, en segundo lugar, el desarraigo. Vayamos por partes:

El confinamiento es una producción sistémica de nuestros nichos técnicos. En los años 70 del siglo pasado, los críticos de la Escuela de Birmingham, Richard Hogarth y Raymond Williams, examinaron con desolación como la invasión de la televisión había vaciado los pubs y las tertulias en la calle, cómo las tradiciones del cotilleo ahora se dejaban en manos de una cultura invasiva y homogeneizadora. Curiosamente, en la España de la pre-transición, la entrada de la televisión, cuando era un objeto demasiado caro para ser poseído por la mayoría, la Ley Fraga de la Información permitió la creación de un instrumento maravilloso que fueron los teleclubs. Fueron espacios de conexión donde la gente se reunía a ver los partidos y de paso beber y bailar. Poco después, el abaratamiento del artefacto no solo destruyó estos espacios sino las propias conversaciones en familias.

El ejemplo de la televisión es peccata minuta si lo comparamos con el impacto de los nuevos instrumentos de conectividad, poniendo en primer lugar los smartphones que producen ilusión de conexión y de hecho levantan pantallas a la comunicación personal. Las nuevas técnicas de gestión comercial, las plataformas de distribución, las grandes compañías comerciales, desde los supermercados a las franquicias, son productoras sistémicas de confinamiento y soledad. Las librerías se vacían, desaparecen las mercerías (mi ejemplo favorito de conectividad humana), las peluquerías, ¿alguien ha pensado en el silencio que se impone en los centros comerciales? ¿con qué dependiente puedes hablar del tiempo? Yvonne Donado, una filóloga amiga y doctoranda, que para hacer la tesis ha tenido que recurrir a trabajar en un call-center, me cuenta que, junto a las inevitables respuestas insultantes, mucha gente aprovecha la llamada para contar historias de su vida. Pura soledad acumulada. Comentaba con otro doctorando en ciernes, un oncólogo que va a trabajar sobre la estructura cognitiva de los sistemas de salud, cómo la práctica médica institucionalizada ha ido derivando hacia la producción sistémica de soledad y confinamiento. La creciente industria de la autoayuda, en sus versiones literarias o de ofertas comerciales es un signo de la epidemia de soledad estructural y sistémicamente producida por el entorno.

El desarraigo es el segundo de los componentes que genera la desvinculación y el destejido de los lazos sociales. Simone Weil, en un escrito ya en los meses anteriores a su muerte, en 1943, escribió “El desarraigo”, un texto que mereció el comentario de Manuel Sacristán de que era un ejercicio de la literatura utópica comparable a Las Leyes o La República de Platón. No está mal para ser un juicio de quien lo expresa. Cito aquí frases de su comienzo:
El echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro. Participación natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el Nacimiento, la profesión, el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de que forma parte naturalmente. (…) Los intercambios de influencias entre diferentes medios no son tan indispensables como el arraigo en un entorno natural. Ahora bien, un medio determinado no debe recibir la influencia exterior como una aportación, sino como un estímulo que haga más intensa su propia vida. No debe alimentarse de las aportaciones externas más que después de haberlas digerido, y los individuos que lo componen solo deben recibirlos a través de él. Cuando un pintor de auténtica valía entra en un museo queda confirmada su originalidad. Lo mismo debe ser para las diversas poblaciones del globo terrestre y para los diferentes grupos sociales. (…) el desarraigo constituye con mucho la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas, pues se multiplica por sí misma. Los seres desarraigados tienen solo dos comportamientos posibles: o caen en una inercia del alma, casi equivalente a la muerte, como la mayoría de los esclavos en los tiempos del Imperio Romano, o se lanzan a una actividad que tiende siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, los que no lo son todavía o los que no lo son más que en parte. 
Ella diagnostica múltiples fuentes de desarraigo. A diferencia de quienes glorifican la condición obrera, señala que la subordinación al salario en la economía industrial de su tiempo produce desarraigo, mucho más, sostiene, el paro, que denomina desarraigo al cuadrado. La educación, las formas de vida del momento.El desarraigo es la enfermedad cuyos síntomas en estos tiempos son las tormentas de opinión que general los votos a quienes no serían los referentes naturales de las actitudes comunitarias. La línea progresista se volvió demasiado institucionalista y olvidó el daño del desarraigo que produce soledad y sus múltiples consecuencias emocionales: la irritación, la polarización, la incapacidad para situar los matices y central las jerarquías y órdenes de lo deseable.

Paradójicamente, las tecnologías que tenemos a nuestra disposición podrían recrear los lazos sociales que hemos perdido, estar orientadas a la formación de nuevas comunidades virtuales y físicas, a generar una atención a los cuidados que nos debemos, a hacer compatible la independencia de vida y los vínculos afectivos. Modificar estar trayectorias tecnológicas significa insistir a la vez en cambios culturales, hacia una cultura de la dependencia y el cuidado y cambios sociales, hacia una orientación de las instituciones hacia los significados reales y no hacia los protocolos. Ambas convergencias, con el auxilio de nuevas imaginaciones ingenieriles podrían abrirnos caminos de libertad no individualista


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