domingo, 5 de mayo de 2019

Filosofía y diversidad de estilo


La escritura permitió la expresión del pensamiento humano en dos líneas fundamentales: el pensamiento narrativo y figurativo, por un lado, y el pensamiento conceptual. Las dos formas de expresión son hijas de la escritura y de la sociedad ilustrada, aunque los relatos hayan sido el modo de comunicación cultural básico de las sociedades sin escritura. Relatos, mitos, parábolas, proverbios y aforismos forman parte de un estilo de comunicar ideas, y muchas veces de crearlas. Del mismo modo, el desenvolvimiento de conceptos que agrupan mucha información en categorías que tienen los límites más o menos definidos es el otro modo de pensar que nació con las ciencias y el derecho. La filosofía, por su parte, se ha desenvuelto en sinuosas líneas que atraviesan los dos territorios. En tanto que fenomenología, es decir, en tanto que actividad que se fija en comportamientos o características que muestran algo sobre los humanos y sus sociedades, ha usado a lo largo de la historia el pensamiento narrativo, imaginístico, figurativo o aforístico. En tanto que hermenéutica o análisis del mundo, la sociedad y el alma, ha tendido al pensamiento conceptual característico de las ciencias y el derecho.

 Las dos formas coexisten, aunque no siempre lo hacen pacíficamente. En el contexto de la filosofía académica, por ejemplo, domina el pensamiento conceptual. Es casi imposible publicar en una revista con revisión ciega en un estilo aforístico o figurativo. Quienes desean realizar una carrera en el mundo de la investigación filosófica deben aprender a afinar los instrumentos del pensamiento conceptual y a desarrollar un estilo particular de escritura que evite lo más posible las afirmaciones paradójicas y esotéricas, el uso no aclarado de ejemplos y figuras y las sentencias proverbiales.
Por el contrario, en los contextos de pensamiento histórico o cultural raramente se encontrarán análisis conceptuales pormenorizados. El estilo bascula hacia la acumulación de relatos, anécdotas, imágenes, mitos e intrigantes aseveraciones. Las ideas no se desvelan abierta y analíticamente sino a través del desarrollo del discurso y al amparo de las intuiciones que despiertan.

En un estilo intermedio está el estilo filosófico que desarrolla el discurso en la forma de encadenamientos de citas, alusiones y comentarios a los escritos de múltiples autores de la historia de la filosofía. No es un estilo analítico y conceptual, pues no son los conceptos sino las palabras y contextos de los autores lo que conforma el armazón de la escritura. Se citan conceptos pero raramente se usan, son más bien relatos sobre cómo las palabras han tenido una historia a través de los textos. Es el estilo que predomina en lo que asociamos al pensamiento posmoderno, en donde la intertextualidad, la metaescritura y la cita intelectual constituyen los recursos más empleados y efectivos.

Poco a poco, la especialización ligada a las formas contemporáneas de los campos académicos ha ido produciendo una progresiva incapacidad para leer filosofía en formatos que no sean el del estilo propio. La pulsión por el reconocimiento ha infligido profundos cortes en la corteza cerebral de quienes se dedican a pensar y escribir de modo que reducen sus lecturas y citas a quienes, a su vez van a leerles y citarles. Es tan raro encontrar una leve discusión de un texto del otro equipo, que no sea como parodia o denostación que cuando uno se encuentra un hallazgo de este tipo inmediatamente nace un interés por seguir leyendo. Pero son muy extrañas estas serendipias.

La sociología de los campos intelectuales y las derivas del sistema académico hacia el “publish or die” explican en parte esta progresiva pérdida de oído al lenguaje ajeno. Si lo observamos con perspectiva histórica es una nueva forma de barbarie y no de avance. De vez en cuando leo las revistas que hoy consideramos grandes revistas analíticas en sus primeros tiempos, en los años treinta del siglo pasado e incluso del XIX. Uno recibe la agradable sorpresa de encontrar publicados textos de todas las líneas y procedencias y de vez en cuando debates entre autores que se olvidan de su campo y juegan en el ajeno. Irish Murdoch escribía sobre Sartre y Simone Weil para el público de Cambridge en los años cincuenta. Henry Lefebvre tiene discusiones sobre filosofía analítica. Hoy es casi imposible encontrar casos similares.

Esta barbarie creciente ha sido particularmente dañina en los países periféricos. En nuestro caso España, Portugal, Latinoamérica. Pero podríamos decir cosas parecidas de la periferia de los imperios anglosajones. Hace cien años, por decir una fecha, la lejanía poscolonial permitía actitudes abiertas que lograron maravillas de pensamiento libre de escuelas. Para no pillarme los dedos con citas que pudieran volverse en contra mía, citaría el pensamiento español de comienzos del siglo XX: Juan de Mairena, por ejemplo, como pensamiento abierto; o La agonía del cristianismo; o La rebelión de las masas. Escritores como Javier Muguerza (más en su primera fase) pertenecen a esta tradición. Hoy día la uniformidad se ha extendido como se ha extendido una peste. La pérdida de oído para entender el lenguaje del otro paradójicamente convive con el hecho de que casi todas las corrientes tratan ahora del problema de la UN otredad y el pluralismo como problemas centrales del pensamiento.


No es fácil deliberar sobre la cuestión de si ha habido algún progreso en filosofía. En sociología de la filosofía, sin embargo, se puede concluir que lo que se está produciendo es una pérdida progresiva de diversidad de escritura y, sobre todo de capacidad hermenéutica.  

La obra es de Lidó Rico.

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