domingo, 12 de mayo de 2019

Obituarios




Soy un lector y ocasional escritor de obituarios. Por voluntad propia o encargo ajeno he escrito alguna vez sobre personajes significativos de la filosofía que han fallecido recientemente. De hecho ahora reexamino la obra de Javier Muguerza para enviar a la revista Teorema un texto sobre ella. En estos momentos de escritura uno se sitúa en el extraño lugar del vivo que escribe sobre la persona muerta y debe revisar no solamente su biografía sino también y sobre todo la propia posición de quien escribe acerca de la persona objeto de su texto. 

Además de los obituarios formales, están también los informales: los comentarios de salón o barra sobre el personaje ido y, en la era de las redes sociales, los posts, tuits y comentarios subsiguientes ante la noticia del suceso. La razón de estas breves líneas, más etnográficas y antropológicas que filosóficas es la sorpresa que me ha causado tanto la abundancia de comentarios en las redes acerca del fallecimiento de Alfredo Pérez Rubalcaba como la intensidad del rencor que destilaban muchos de estos obituarios informales. Me sorprendieron porque todos los que leí venían del lado de la izquierda en la que el político se había situado, aunque fuese en su formato más socialdemócrata.

No voy a tratar de si estos denuestos post-mortem estaban o no justificados, ni siquiera de mi valoración de su persona, aunque había escrito un comentario elogioso en las breves horas que precedieron a su muerte. Trato más bien de hacer una reflexión sobre el acto ritual del comentario sobre el fallecido. Estos comentarios son parte de un rito ancestral en el que los vivos ordenan su memoria personal y colectiva sobre los muertos. La remembranza de la muerte es una acción reactiva básica en el mantenimiento de los lazos de la sociedad que sobrevive. Tucícides relata el famoso el famoso discurso funerario que Pericles ante el pueblo ateniense conmemorando a los caídos en las batallas contra Esparta y tratando de curar la desmoralización del pueblo. Allí, explica Pericles dos cosas: la primera, por qué alguna gente es capaz de dar su vida por la democracia ateniense, la segunda, cuál es la reacción que la democracia tiene ante sus muertos. Quienes mueren, afirma, lo hacen porque saben que es preferible este sacrificio a vivir en un estado sin democracia. A cambio la polis enuncia y guarda sus nombres y su memoria.

Atenas se tomaba muy en serio los funerales. Parte de los antagonismos entre aristócratas y plebeyos que recorren la historia de la legislación de la polis estuvo centrada en la naturaleza de los funerales. En Antígona, Sofocles  se hace eco de estos antagonismos que los atenienses entendían muy bien. Sófocles somete a la consideración del pueblo el dilema de quién merece ser llorado y las características de este acto ritual. El coro, que aquí actúa como reflejo de la  voz del pueblo, reflexiona sobre la vulnerabilidad de la vida. Antígona, por su parte exige su derecho a un discurso funerario, aunque para ello tenga que ser su propio discurso funerario enunciado en el camino a su horrible condena.

El obituario, como parte del duelo y del funeral en sentido lato, tiene un estatus entre un rito de lo íntimo y un acto político, en el sentido aristotélico de los lazos sociales que nos articulan como ciudadanos. Más allá, en el estado preciudadano que es la violencia, en lo que se refiere al enemigo que ha muerto en la batalla, incluso por la propia mano, también el acto de recuerdo al enemigo se convierte en un acto ritual del soldado, aunque la sociedad victoriosa olvide a sus enemigos muertos. En el canto XXIV de La Ilíada, Príamo, padre de Héctor y Aquiles, su matador, se unen en un llanto por el héroe caído. Los aqueos sabían que no había debilidad en llorar por la muerte del enemigo, al contrario, honraba la fuerza del adversario el reconocer la pérdida.

La forma ancestral del obituario son las palabras que el vivo pronuncia ante el cuerpo de quien ha muerto. Se le nombra y se recuerda algún detalle de la relación propia con él y se elabora un juicio en el que se justifica la necesidad de que la persona sea recordada. Esta estructura ritual del obituario se repite por debajo de los múltiples estilos de la palabra. Por eso es ritual. Reafirma la vida de quien queda y la legitima en el recuerdo de quien se ha ido. Digo que me ha sorprendido tanto la cantidad como intensidad de las opiniones contra Rubalcaba por lo curioso de las reacciones. Todas ellas siguen, aunque sea en la breve frase de un comentario, la estructura ritual de elaboración de la anécdota del vivo, el recuerdo del muerto y la calificación de su vida. Todas ellas, sin embargo, sustituyen la alabanza ritual por la imprecación.

Esta transgresión de una norma ritual no escrita pero tan poderosa como la vida es muy significativa de los tiempos en los que discurre la política contemporánea. El debilitamiento de los rituales es parte del debilitamiento de los lazos sociales, incluso o sobre todo de los antagonistas. El respeto y enaltecimiento de las virtudes del muerto, incluso o sobre todo cuando fue un adversario, ha sido un componente esencial tradicional en el rito mortuorio y el duelo, que siempre se refiere a los vivos y no a los muertos, como muy bien explicó Freud en su texto sobre el trauma y duelo. El obituario es un ritual que trata de mitificar al fallecido, en el sentido de elevar su biografía a relato propio. Al convertir la alabanza en denuesto, el autor no repara en lo contradictorio de su actitud. La grandeza del adversario e incluso el enemigo es parte de la legitimación de su antagonista.  Por el contrario, su desvaloración lo es también de quien sobrevive.

A veces el análisis etnográfico del discurso en la era de las redes habla más sobre el destejido de los andamios que sostienen la obra común que es la sociedad que los contenidos y significados de las palabras. En situaciones de antagonismo, el tamaño de los protagonistas se mide por el del alma de los antagonistas.  La sabiduría ancestral del refranero reservó su más hiriente sarcasmo para este tipo de transgresiones: "gran lanzada a moro muerto", afirma para descalificar definitivamente a estos héroes disminuidos.

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