domingo, 26 de abril de 2020

Comunidades de tristeza




La tristeza y la pena son emociones que no han recibido mucha atención por la filosofía o la historia cultural, a diferencia de su pariente próximo, la melancolía, que siempre ha tenido un aura de aristocracia intelectual. Han sido, eso sí, visitadas asiduamente por la literatura de autoayuda. Conocemos bien su fenomenología, sin embargo. Personalmente, porque son emociones tan ligadas a nuestra biografía que son una de las más potentes fuerzas constitutivas del carácter. Culturalmente, porque la poesía lírica, la novela y la música popular (en nuestro entorno cercano la copla y el flamenco) se han encargado de representar los más sutiles matices de su fenomenología y causas. Conocemos menos su carácter de emociones morales con un objetivo social y en muchas ocasiones político. En la modernidad han sido tratadas casi exclusivamente como emociones individuales, han sido reducidas al espacio interno de la experiencia aislada y, como tales, medicalizadas y normalizadas, contribuyendo así al olvido de su función social.

En las sociedades premodernas, la tristeza y la pena fueron, por el contrario, sentimientos que formaron parte de la vida común, que fueron ritualizados e incluso institucionalizados desde que las sociedades tuvieron conciencia de ser sociedades. Pensemos en La Ilíada: Simone Weil consideraba que era un documento sobre la violencia; era, decía, el poema de la fuerza. Y ciertamente lo es en gran medida. Es un tratado de las pasiones arrebatadas e impetuosas, de las acciones de guerra y combate. Pero, como les ocurre a las grandes películas bélicas, es también un tratado sobre el sufrimiento humano, un alegato contra la hibris y la arrogancia de los hombres. La Ilíada es un documento sagrado sobre cómo las culturas premodernas trataban la pérdida, el dolor y la pena ante la muerte y el duelo como partes constitutivas del orden social y de los lazos comunes.

Cada acto de soberbia y engreimiento va seguido en La Ilíada de muerte y sufrimiento. Comienza el poema con una peste que aflige al ejército aqueo, que ha sido enviada por Apolo a causa de que el loco Agamenón, el rey de los helenos, se niega a devolver a su esclava Crisa a su padre, quien ha venido a rescatarla con una nave llena de riquezas. El campamento se llena de piras funerarias y el ejército se sume en la tristeza y la desolación hasta que el consejo de los grandes obliga al rey a devolver a la hija. A cambio, arrebata a Aquiles a su otra esclava, la sacerdotisa Briseida, lo que desencadena la cólera del rey de los mirmidones, que es el tema central de la epopeya. De esta cólera nacen más muertes y más duelos. La Ilíada es, a partir de ese momento, un poema que alterna la violencia con el llanto. Lágrimas que suceden a la muerte del amigo, del esposo, del hijo. Lágrimas por la pérdida de Patroclo, el amado de Aquiles, y de Héctor, el príncipe hijo de Príamo y Hécuba y esposo de Andrómaca.

Los cantos finales de La Ilíada son expresiones de una comunidad de tristeza, de rituales de duelo y cantos fúnebres dedicados respectivamente a Patroclo y Héctor. Cuando el cadáver del héroe de los troyanos llega por fin a la ciudad, Homero nos cuenta cómo es ritualizado el dolor:

"podréis saciaros de llorar, cuando lo lleve a casa."
Así habló, y se separaron y dejaron paso al carromato.
Después de introducirlo en las ilustres moradas, luego lo
depositaron en perforados lechos y sentaron al lado a cantores
para que entonaran cantos fúnebres: éstos el lastimero canto
fúnebre entonaban, y las mujeres respondían con sus gemidos.
Entre éstas, Andrómaca, de blancos brazos, inició el llanto,
mientras sujetaba la cabeza del homicida Héctor en sus manos:
«¡Esposo! Te has ido joven de la vida y viuda
me dejas en el palacio. Todavía es muy pequeño el niño
que engendramos tú y yo,..."

El dolor está siempre ritualizado, cargado de género pues son las mujeres las que protagonizan la expresión de la pena a través de sus llantos rituales, acompañado de la música y el canto fúnebres y del discurso que recuerda a la comunidad la pena y el dolor que espera a los familiares. Príamo ya ha expresado su dolor humillándose ante Aquiles para pedirle el cadáver de su hijo, un ruego que hace nacer en el guerrero la compasión y la comunidad de la pena que une ahora a los enemigos en un llanto común: 

El otro, pensando en su padre, deseaba llorar;
tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano.
Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres
y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra;
pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también a
Patroclo; sus sollozos llenaban la morada. 

Atenas fue siempre muy consciente del papel comunitario y político del duelo. La Antígona de Sófocles, uno de los textos originario de lo político, refleja la centralidad de los ritos de duelo en la ciudad. Poco antes de Pericles, las reformas democráticas habían obligado a que los duelos se celebrasen exclusivamente en el espacio doméstico. Antes de ello, el funeral era una expresión del dominio de clase. La aristocracia llenaba las calles de la ciudad con procesiones de plañideras que unían la exhibición del poder con la tristeza de la pérdida. Desde entonces, el funeral público fue limitado a los muertos en la guerra por la defensa de la ciudad, como nos cuenta Tucídides en su relato del discurso funeral de Pericles por los caídos en la batalla. El dirigente de Atenas, después de glosar la superioridad de la democracia, después de explicar por qué la democracia recuerda a quienes la salvaron, consuela a padres, esposas e hijos con palabras que unen la sabiduría sobre el dolor con la consideración social y comunitaria del duelo: 

“Por tanto no me compadezco por la suerte de los padres que estáis presentes, sólo me limitaré a consolarles. Ellos saben que entre las desventuras y peligros a que estuvieron sujetos durante su vida se han ganado una merecida felicidad alcanzando esta honrosa muerte como guerreros, al tiempo que vosotros recibís el dolor más honroso viendo coincidir la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé muy bien cuán difícil es persuadiros. Ante la felicidad de los demás, felicidad de la que vosotros no habéis gozado, llegaréis en muchos momentos a recordar la memoria de vuestros desaparecidos. Ahora bien, sufrimos menos cuando nos privamos de los bienes que no hemos aprovechado que de la pérdida de aquellos a los que estamos habituados. Es preciso por tanto sufrirlo pacientemente y consolaros con la esperanza de tener otros hijos, aquellos de vosotros que todavía estáis en edad. En vuestra familia los hijos que tengáis en adelante os harán olvidar a los que ya no existen; y la ciudad ganará una doble ventaja: su población no disminuirá y la seguridad estará garantizada, pues lo que entregan a sus hijos al peligro en bien de la república, como lo han hecho los que perdieron a los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen. En cuanto a los que no tenéis esta esperanza, recordad la suerte que habéis tenido gozando de una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será corto ¡que la gloria de los vuestros consuele vuestra pena!; sólo el amor de la gloria no envejece y en la vejez no es capaz de seducirnos el amor al dinero, como algunos pretenden, sino los honores que nos dispensan.
Y vosotros, hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo. No hay hombre que no elogie la virtud y esfuerzo de los que murieron. A vosotros, a pesar de vuestros méritos, os será muy difícil alcanzar su mismo nivel, y no digamos superarlo. Porque, entre los vivos, el afán de emulación  provoca siempre la envidia, mientras que todos elogian y honran a los que mueren. También haré mención de las mujeres que han quedado viudas, expresando mi pensamiento en una breve exhortación: toda su gloria consiste en no mostrarse inferiores a su naturaleza y a que se hable de ellas lo menos posible entre la gente, tanto en bien como en mal."

Pericles sabe que la tristeza debe ser consolada y que debe hacerlo con esas palabras que hemos aprendido cada generación. El consuelo no disminuye la tristeza, lo sabemos, a veces la estimula, pero a cambio ofrece el lazo común para sostener a quien sufre la pérdida.

La tristeza y la pena nacieron como las emociones más animales de nuestro hilo como especie. Son la reacción inmediata a la separación del niño de su madre. Los primeros días del primer colegio podemos observar con lástima esta expresión de ilimitada tristeza de niños que no entienden lo que les está pasando. Jane Goodall observó que los chimpancés bebés que pierden a sus madres entran en un estado de pena que les conduce a la muerte aunque hayan sido adoptados por otra madre. La tristeza es la reacción animal a la fractura del lazo del apego, el más poderoso lazo que une a las generaciones. La tristeza y la pena serán siempre expresiones de pérdida.

La parte animal de la tristeza, sin embargo, en el origen de la sociedad, fue reutilizada y convertida, como ocurrió con otras emociones, en un lazo y vínculo comunitario, en la reacción personal a la pérdida de alguien significativo para la comunidad. Como ha explicado Juan Luis Arsuaga, la conciencia de la muerte es un rasgo cognitivo que aparece unido a la génesis de la especie humana. Es un indicativo de la capacidad de pensar en tiempos largos, más allá del tiempo personal, en la elaboración del tiempo común. Saber que nuestro tiempo en la vida es limitado, que se acaba pronto, fue lo que nos hizo humanos. Las primeras sociedades produjeron los instrumentos para sobrellevar y hacerse cargo de este conocimiento, quizás el primero de los frutos del árbol de la vida, del saber del bien y del mal. Por ello, la tristeza y la pena se convirtieron pronto en las emociones adecuadas a la pérdida, convertidas en duelo común, en comunidad de tristeza. No soportaríamos la inminencia de la muerte si no supiésemos que familiares y amigos nos llorarán, que habremos dejado al menos un hueco en sus corazones que nos sobrevive. Esa fue la función básica de la tristeza como emoción moral: llorar la pérdida es la forma en que los humanos celebramos la vida y los lazos que nos unen. 

La Ilíada Antígona, como cantos funerarios, son documentos de la sabiduría de especie, son profecías de lo que les ocurre a las sociedades que no saben llorar a sus muertos ni hacerse cargo de la pena por la pérdida de los suyos y de los otros. Los dos textos nos hablan de que la muerte y la pérdida une a los enemigos en lo más común que nos hace humanos: la tristeza y la pena. 



domingo, 19 de abril de 2020

Perplejidades







Reescribo estas líneas en la cuarta semana de encierro cuando la pandemia ha inundado heterogéneamente el planeta, paradójicamente homogeneizando el miedo, las reacciones asociadas de indignación de la gente y las medidas de aislamiento social impuestas por los estados. La economía y el comercio mundial se trastornan, han desaparecido los viajes y la sociedad intercomunicada permanece solo a través de la conexión telemática. Los representantes de los gobiernos se apresuran a desarrollar una retórica épica de guerras y enemigos, pero no hay guerra ni enemigos. Es una pandemia producida por la vulnerabilidad de los cuerpos a los virus y la intensa socialidad que ha creado un mundo entrelazado por el transporte, el turismo y la metropolización. Ya está claro que se ha entrado en una crisis de dimensiones superiores a las de las grandes crisis económicas y comparable en sus consecuencias a las de las grandes guerras. La mitad de la población mundial confinada en un espacio físico, el de la casa, en uno emocional, el de la imaginación y el temor, y en un lugar oscuro de ignorancia e incertidumbre. Bajo esta condición parece haberse realizado por fin el sueño del neoliberalismo. Un amasijo de ARN y proteínas ha hecho por él lo que al mercado le costaba conseguir: confinar a la gente en una existencia social en la que la sociedad parece haber desaparecido para que solamente malvivan individuos solitarios y familias solitarias.

¿Qué ha ocurrido? ¿cómo ha sido posible esta conmoción? Aunque ha habido otras epidemias de virus en la historia contemporánea, como la “gripe española” de 1918 y la epidemia del parecido virus SARS de 2003, lo excepcional de esta pandemia es que ha afectado a la misma fábrica del sistema socioeconómico contemporáneo que llamamos “globalización”.  La trama de dependencias entre lo informacional, lo económico, lo social y lo político se han entretejido para generar efectos amplificados. Se puede aplicar sin reservas la metáfora de la mariposa y el huracán al virus Covid-19. A medida que se ha creado una corteza tecnoeconómica planetaria de una densidad inusitada de relaciones de todo tipo (comerciales, financieras, militares, informacionales, geoestratégicas, tecnológicas), pareció en algún momento que la historia entendida como suma de contingencias había desaparecido bajo esta esfera trabada, lo que dio origen a las proclamas del fin de la historia y de la imposibilidad de imaginar el fin del capitalismo. Pero la contingencia y las estructuras firmes se entrelazan de formas extrañas. Hace poco más de cien años, en la época de un capitalismo financiero e imperialista aparentemente todopoderoso, una imprevista contingencia, la de un asesinato en Serbia, desencadenó la más mortífera de las guerras, que, a su vez, desencadenó la más promisoria de las revoluciones, el movimiento político más cruel de los nunca imaginados, otra segunda y más destructiva guerra…, y el mundo contemporáneo en el que han crecido varias generaciones. Aún es pronto para saber si nos encontramos en un punto de inflexión tan profundo como el que abrió el asesinato en Sarajevo del Archiduque heredero. Lo que sí sabemos es que una pandemia ha sacudido al sistema entero de dependencias políticas, económicas, sociales, tecnológicas. La condición de globalidad que tiene la pandemia hace que el acontecimiento tenga un carácter insólito y singular, no comparable a ninguna otra cosa que haya ocurrido en la historia, fueran epidemias o guerras. Las interdependencias que han creado la sociedad red y el capitalismo informacional, puestas a prueba por esta conmoción, abren espacios de posibilidad mucho más amplios que los existentes antes de enero del 2020.

Los espacios de posibilidad son, como las respuestas del oráculo, ambiguas y de interpretación contradictoria. Sería pretencioso anticipar cuál será la dirección de los cambios y algunos intelectuales que se apresuraron a ello escribieron artículos que hoy posiblemente preferirían no haberlo hecho. Pese a todo, sería irresponsable dejar de pensar como si las exigencias intelectuales debieran limitarse a examinar con cuidado filológico lo que ya ha sido escrito, como si solo en los rastros discursivos del pasado se encontrase todo lo que necesita el trabajo intelectual. Quizás lo más apasionante de esta tarea es la trama de perplejidades y paradojas que manifiesta la situación de un mundo conmovido por la pandemia

La primera de las perplejidades: son muchas las voces que han declarado que esta catástrofe sanitaria se va a llevar por delante la globalización. Se basan en que la pandemia ha ampliado la fuerza de tendencias ya existentes, como las representadas por el populismo americano de Trump, el Brexit, los neonacionalismos de derechas en Europa, y otros fenómenos ya observables. Ahora, los cierres de fronteras y las clausuras del comercio parecen anunciar el final del mundo globalizado y la vuelta a estados centrados en sus mercados y poderes propios. Pero simultáneamente observamos el fenómeno contrario: nunca se había producido una conciencia tan clara de las dependencias planetarias. Los países se cierran, pero acuden unos a otros a pedirse reacciones financieras, a compartir recursos sanitarios a toda velocidad, a cooperar, aunque sea en apariencia competitiva, a desarrollar respuestas comunes a través de la investigación. Nunca fue tan clara la necesidad de cooperación estratégica mundial. Asombra, pero no sorprende, que las multinacionales de inmenso poder financiero y técnico hayan descubierto lo frágil de su reputación y se apresuren a dar mensajes de colaboración con los gobiernos y la sociedad. Es una situación paradójica que amplifica como nunca las potencialidades tensas que se habían establecido al compás de la interpenetración global.

Los que fueron llamados “movimientos antiglobalización” tuvieron clara esta paradoja desde sus inicios en los finales de siglo. Ellos no se denominaron así, por el contrario, usaron términos de potencia global: “movimientos por la justicia global” o “movimientos altermundistas”. Combatieron y llamaron a la resistencia, sí, de los flujos descontrolados de capital, de los oligopolios de las grandes corporaciones, y de las deslocalizaciones de manufacturas, de los tratados de libre comercio que, paradójicamente servían para elevar muros entre estados, intentando aislar las tierras prósperas de la irrupción de los exiliados por el hambre. Y, efectivamente, esta es la paradoja: que un mundo globalizado haya sido al mismo tiempo un mundo más lleno de muros y fronteras físicas, ideológicas y culturales. El coronavirus es, en su ascenso a pandemia, un actante global. Los estados-fortaleza se apresuraron a alzar los muros, cerrar las fronteras, clausurar aeropuertos, pero el virus no pareció reconocer tales límites y en su rápida extensión ha desvelado cuán fatua era esa hibris. La desmesura del poder era, estrictamente, una incapacidad para medir los alcances del poder de los estados para cumplir lo que les justificaba, servir y proteger a los ciudadanos. Y precisamente porque los muros de la seguridad se han derrumbado, se han puesto de manifiesto cuán fuertes son las dependencias y cuán débiles las pretensiones de aislamiento. Esta primera paradoja se asienta al final sobre una alternativa que estará presente en el paisaje al final de la batalla: neofeudalismo, impulsado por las fuerzas centrífugas que avanzan fractalmente por los territorios, sostenidas por las olas identitarias y supremacistas, o cosmopolitismo, que recree lazos jurídicos, instituciones de control de los poderes, representaciones globales que caminen en la dirección de la justicia de los pueblos, la sostenibilidad del planeta y la cooperación.

La segunda de las perplejidades: el confinamiento en lo doméstico parecería ser el resultado último y final de la civilización neoliberal. La proclama de Margaret Thatcher de que no existían sociedades, solo individuos y familias parece haberse convertido en una cruel realidad física. Se habla ya de una sociedad futura basada en el teletrabajo, lo que sería el sueño final del individualismo. Un estado poderoso y una ciudadanía aislada y en continua competencia. Y, sin embargo, qué oleada mundial de sentimientos de hermandad y codependencia. La separación física en el ocasional encuentro en el supermercado se superpone a una conciencia cada vez más clara del cuidado que nos debemos unos a otros. Se hace visible como nunca la insolidaridad y el egoísmo de algunos, que produce una irritación moral nunca vista en la era del neoliberalismo. No sabemos qué deparará el futuro, pero ya es claro que la ideología neoliberal ha perdido una batalla cultural de la que le será difícil recuperarse. El neoliberalismo nació acompañado de un imaginario de libertad de una sociedad de emprendedores pequeños propietarios que organizaban su vida de acuerdo con sus posibilidades y obtenían de ella tanto como esfuerzo habían gastado en lograr lo que tenían. El estado, en este imaginario, no era sino un mal necesario que servía en el mejor de los casos para proteger la libertad de mercado y en el peor para mantener a una multitud de charlatanes y vagos con la cantinela de los servicios públicos. Fue un imaginario que logró saltarse casi todos los controles de lo común e instaurar una lógica de mercado en todos los aspectos de la existencia que pudo, incluyendo, quizás, sobre todo, la propia identidad convertida ahora como un fondo en el que había que invertir y que había que “vender” lo mejor posible. En las políticas públicas, introdujo la convicción de que cuanto más se “externalizara” o privatizase la gestión se lograría más eficiencia y ahorro; en el dominio internacional, relajó todo tipo de políticas antimonopolistas, de control de flujos de capital, incluso animó a muchos gobiernos a usar los bancos offshore para todo tipo de pagos, sobornos y capitales, logró arrinconar a los sindicatos convirtiéndolas en instituciones burocráticas especializadas en el cada vez menor sector público y en las pocas grandes empresas que aún mantenían convenios colectivos. Pero sobre todo obtuvo el mayor de los éxitos en su propuesta de educar las almas de los ciudadanos convirtiéndolos en individuos.

¡Qué paradoja!, un coronavirus es un producto del darwinismo más ortodoxo. Ni siquiera un organismo, sino que, como una ideología, es un elemento activo que coloniza cuerpos para reproducirse. Es difícil resistirse a la comparación del covid-19 con la prédica del neoliberalismo: el mercado crea el paisaje de eficacia en el que sobreviven los más adaptados; el mercado se reproduce a sí mismo, extendiendo progresivamente su lógica a orden social, a las relaciones de intimidad y a los planes de vida. En ese universo el imaginario es que los que sobreviven son los más fuertes, las razas y las culturas más avanzadas y complejas. Pero no, en el mundo darwiniano los más adaptativos puede que sean los parásitos, estructuras mínimas que no distinguen razas ni culturas, que llevan a la perfección la máxima del material genético egoísta: todo es un instrumento de reproducción propia. Como el mercado, el coronavirus avanza despiadado, pero se autodestruye si el organismo que ha colonizado muere y no puede contaminar a otro organismo. La paradoja está en que la transparencia de la lógica de la pandemia ha sido tan despiadada que ha dejado inanes las fuerzas de los aparatos ideológicos neoliberales frente a la potencia de la verdadera adaptación darwiniana. La entrada en la unidad de cuidados intensivos del Primer Ministro británico, que había soñado con convertir el Reino Unido en un paraíso fiscal, una selva darwiniana, que había optado, consistente con su ideología, al comienzo de la crisis por una política darwiniana de aceptar los muertos que fueran necesarios para la “inmunidad del rebaño”,  representa con sardónica ironía esta paradoja. Como en el cuento del Rey en El Conde Lucanor, el virus descubrió la desnudez de los estados. Las miradas y las esperanzas se volvieron en pocos días a la parte de la población a que abandonaba toda lógica individualista, a quienes literalmente ponían su cuerpo y su vidas para salvar las de otros, a quienes estaban movidos por la cooperación y el deber antes que por el cálculo. Las metáforas biológicas también tienen doble significado y hemos descubierto que el apoyo mutuo, contradiciendo al neoliberalismo, había sido también una propiedad emergente y poderosa en la lucha contra los parásitos. Me atrevo a decir, quizás cediendo a la esperanza, que el día 11 de marzo de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia del covid-19, el neoliberalismo entró también en la unidad de cuidados intensivos.

Cuántas veces se había anunciado el triunfo final de un capitalismo inhumano basado en la financiarización, la creciente desigualdad, la deslocalización y el dominio sobre la población con la terrible amenaza del paro estructural.  Sorprende ahora que las voces más ortodoxas se apresuren a poner en marcha políticas contrarias a la austeridad, basadas incluso en remedos de una renta básica universal, que hayan aceptado tan deportivamente la pérdida de valores financieros y proclamen la reactivación de la economía real y el cuidado de los más débiles. Tampoco conocemos el futuro del capitalismo. Es posible que la crisis sea una oportunidad para que algunos compren a precio bajo para enriquecerse como los buitres del extraperlo de antibióticos después de la II Guerra Mundial. Pero también es posible que esos fondos buitres que colonizaban los centros de las metrópolis expulsando a sus habitantes hacia viviendas cada vez menores, más lejanas, de peor condición y a precios más altos, hayan perdido por décadas sus beneficios. En un espacio político polarizado como nunca, las medidas están convergiendo hacia respuestas de protección social contra las que nació el neoliberalismo. En una sociedad progresivamente individualizada y aislada, el confinamiento está generando nuevas conciencias de solidaridad y vecindad. La pandemia dejará un paisaje desolado con grandes perdedores y previsiblemente mayor desigualdad, pero también habrá dejado abierta una nueva ventana de oportunidad. Nunca hasta ahora había sido posible imaginar un sistema mundial basado en otras bases económicas que el capitalismo e ideológicas que el neoliberalismo. Ahora hay una posibilidad de plantear la transición ecológica como una transición sistémica. Si hubo un momento en el que fuera posible imaginar otro mundo es ahora, cuando se han fracturado los discursos deterministas y el sentido de vulnerabilidad colectiva nos hace más sensibles a nuevas propuestas de un mundo reorganizado sobre la cooperación, el cuidado y la sostenibilidad.

La tercera de las perplejidades la suscita la ambivalencia con la que la ciencia ha entrado en nuestras vidas, en la esfera pública de los medios de comunicación y las redes y, en general, en la vida democrática, desde las decisiones de las autoridades a la controversia política. También aquí la tensión estaba presente en la misma arquitectura de las sociedades contemporáneas: la extensión y el poder de los medios de comunicación en el siglo pasado compitió con la creciente necesidad de conocimiento experto en casi la totalidad de la vida política y económica de las sociedades inmersas en una competencia sin piedad por la ventaja tecnológica y cultural. En las décadas de la posguerra mundial y la Guerra Fría, la mayor influencia parecía estar del lado del conocimiento experto. En el lado este de la cortina de hierro, Stalin y Mao se sentían seguros de la mano del materialismo dialéctico como concepción científica de la historia, en el lado oeste, las democracias capitalistas estaban cada vez más gobernadas por lo que Galbraith llamó la “tecnoestructura”, una capa de poder y conocimiento experto científico, económico y militar. Las conmociones de los años sesenta y setenta trajeron la inestabilidad de esta aparente sumisión a una suerte de tecnocracia visionaria o científica. La posmodernidad como cultura política declaró que la verdad no importa tanto como la creencia en qué es la verdad y el conocimiento dejó paso al reino de la opinión. La prensa y televisión se llenó de opinadores y tertulianos, de páginas y columnas frívolas que nos enseñaban cómo pensar, como comer y cómo hacer el amor en vacaciones. En la política fueron ganando los técnicos en el control de la opinión. Las redes de activismo y militancia que sostenían los partidos dieron paso a las redes sociales de expresión de las emociones más reactivas. En la primera década de este siglo la llamada posverdad se convirtió en el término que definía la vida diaria y la gobernanza política. Los comités de expertos técnicos fueron despedidos para que las salas las ocupasen una nueva clase de rasputines expertos en intuiciones, en captar la opinión o directamente en manipularla.

El virus nos encontró en la ignorancia. Las llamadas a la prudencia que habían hecho los movimientos ecologistas y las comunidades científicas sobre los peligros inminentes que amenazaban una civilización organizada sobre el negacionismo y la ignorancia voluntaria cayeron en el vacío, salvo acaso en el sótano de la conciencia para producir un pequeño malestar como el de una digestión pesada. Cambio climático y pandemia. Todo a la vez. La reacción de la esfera pública y la de los profesionales de la política fue de sorpresa. En una primera oleada el término “ciencia” llenó las páginas, las pantallas, los discursos. En una segunda oleada, periodistas, opinadores, políticos ya se habían convertido en expertos en interpretar a los expertos, en técnicos en interpretar complejos modelos matemáticos que no entendían, pero cuyos resultados estaban bien representados en escalas “logarítmicas”, que cada mañana nos explicaban las primeras páginas de los periódicos. A la ansiedad por la fama televisiva o mediática le había sucedido una suerte de angst epistémica, de necesidad de saber y de ser reconocido como conocedor. Quién no expresó en su momento la opinión firme y contundente sobre lo que tendrían que haber hecho los gobiernos dado lo “que se sabía”.

Nuestras sociedades del conocimiento, paradójicamente, se han convertido en sociedades de la ignorancia. Como en las inundaciones en las que el agua es lo primero que falta, en las sociedades de la información el conocimiento es lo primero necesario. La red social que hace posible el conocimiento experto y científico permanece generalmente en los entornos subordinados del poder político y económico. Exceptuando algunos ingenieros y científicos gestores, las comunidades científicas se dedican a investigar y publicar o a investigar y no publicar si trabajan en laboratorios de grandes empresas multinacionales. Su trabajo suele ser lento, tedioso y poco compensador económicamente. Sus conclusiones suelen ser dubitativas y necesitan siempre mas recursos para seguir produciendo dudas, advertencias y, ocasionalmente, vacunas efectivas. Demasiado poco para una sociedad con necesidades urgentes de certezas. La sociedad del conocimiento ha descubierto que ignoraba muchas cosas, entre ellas, la primera, qué hacer cuando no se sabe, o se sabe que no se sabe. Acostumbrada al autoelogio descubre de pronto que no sabía que no sabía.

Pero, si ignoraba el conocimiento necesario para organizar un mundo complejo sometido a una pandemia que se extendía velozmente debido precisamente a la complejidad, también otras zonas del saber habían quedado en la oscuridad. Un saber cotidiano no menos necesario. Hay una epistemología profunda que tienen en común Trump, Bolsonaro, Johnson con tantas otras formas de política inspiradas por el neoliberalismo, aprendidas en la experiencia de los negocios: es la comprensión del mundo en términos de daño económico, de caída de tasas de crecimiento o de volumen de beneficios, en lo actual, y de incertidumbres y expectativas en lo imaginario. El sufrimiento humano, en su vasta heterogeneidad, queda fuera de esa lógica. La muerte en soledad, el hambre de una familia sin recursos, sin recursos siquiera para comunicar su falta de recursos, la desolación de quien ha perdido con su pequeña empresa su plan de vida, la incapacidad de la madre soltera en una pequeña vivienda para hacerse cargo de los niños, de su trabajo y de su propia vida, ..., todas estas cadenas de sufrimiento quedan fuera de una lógica del cálculo, no pueden encontrarse equivalencias, y no puede encontrarse por ello modos de darles entrada en un libro de registros de costos y beneficios. De ahí las continuas contradicciones, las diarias variaciones de opinión, las irritaciones contra cualquier discurso experto o político que se base en otra cosa que la lógica del daño al beneficio. Quizás hemos necesitado la irrupción de la naturaleza para entender que la humanidad vive en dos realidades: en la que existe el cuerpo, la mente y el sufrimiento y en la que existe esa extraña fuerza que llamamos mercancía y que todo lo iguala, desde las cosas a la imaginación. Por eso entienden que toda medida orientada al sufrimiento es "irrealista". Hay una especie de división del trabajo hermenéutico que tiene consecuencias políticas. Mientras se exige a quienes padecen la crisis que imaginen y entiendan las dificultades de la empresa, no importa políticamente imaginar el sufrimiento de los de abajo.

En el ojo del huracán de la crisis, la tensión entre democracia y conocimiento ha vuelto como periódicamente vuelven a la escena las tragedias griegas. Al fin y al cabo, Sócrates fue condenado por el tribunal emanado de la asamblea griega por predicar entre los hijos de los patricios que el gobierno debería estar en manos de los más preparados y no del populacho. La asamblea ateniense tenía sus propias opiniones sobre quién eran los más preparados. Estaba acostumbrada a decidir los nombres de los estrategos que habrían de dirigir la flota, o de los arquitectos que debían encargarse de construir puertos en las colonias o murallas en la polis. La tensión fue constitutiva de la frágil democracia ateniense que, sin embargo, fue hegemónica en el Mediterráneo durante trescientos años y siguió siendo hegemónica culturalmente por el resto de la historia occidental. En ningún lugar como Atenas  y sus colonias, durante la hegemonía, o sus áreas de influencia cultural en el helenismo, se llegó a apreciar tanto el conocimiento científico. Allí nacieron las instituciones de trabajo lento, concienzudo, comunitario, que llamamos ciencia y filosofía. En ningún lugar como en ellas, tampoco, se discutió tanto su posición clave en la polis sin dejar que los filósofos aspirasen a ser reyes. La sociedades postpandemia están en tensión y deberán navegar entre el Caribdis de la vuelta a una sociedad de opinadores y tertulianos y la Scilla de una tecnocracia.

domingo, 12 de abril de 2020

Praxis y otras palabras perdidas






Hay palabras que desaparecen sin que otras ocupen su lugar para expresar el concepto que ellas hacían presente. Esos conceptos huérfanos emigran a otros vocabularios y se transforman en otros modos de ver, cambian nuestros reconocimientos y las reglas que articulan nuestras prácticas. Son arrastradas por las mareas de la historia que las llevan a lo profundo de los mares de la memoria y sólo nos las devuelven como pecios de naufragio en ocasionales momentos en que andamos rastreando nombres perdidos.

Las lecturas que estos días permiten a quienes estamos confinados en espacios llenos de libros y vacíos de niños me han llevado a una de ellas, una palabra que en mi juventud era raro que no escuchase alguna o varias veces al día y que se ha perdido incluso de las jergas especializadas de la filosofía: praxis. El término griego que denotaba la acción, que se diferenciaba de la skholé u ocio curioso (del que proviene la scola latina y nuestras prácticas escolares) renació en la historia de la mano de las interpretaciones hegeliano-marxistas de la historia de Georg Lukàcs, Karl Korsch y Antonio Gramsci. Fue una palabra-derrota, un término de llamada a las fuerzas de la voluntad cuando las fuerzas de la historia decaían en los impulsos cíclicos a la emancipación humana.

El horizonte de una transformación histórica mundial, que parecía haber abierto el final de la I Guerra Mundial, que había traído la Revolución rusa, se disipaba en todos sus puntos cardinales. La III Internacional dejaba de ser un movimiento mundial de solidaridad para convertirse en un instrumento de la burocracia soviética, y por el resto del mundo ascendía el fascismo que habría de llevar al mundo a su segundo gran desastre en el siglo XX. Los socialistas de la II Internacional, que habían creído en una teoría mecánica que postulaba la transición necesaria del capitalismo al socialismo por causas endógenas en este modo de producción, se encontraban perdidos en los innumerables conflictos y fracasos que llenaron el mundo de entreguerras. El mundo se preparaba para otra catástrofe.

En sus Cuadernos, redactados en la cárcel, Gramsci usó el término “filosofía de la praxis” para sustituir al peligroso “marxismo” que sus guardianes habrían censurado, pero ese cambio no era inocente, Gramsci creía realmente en la sinonimia de los dos términos. Al igual que los hegelianos Lukàcs y Karl Korsch. Praxis era un nombre para algo nuevo, un término filosófico que entrañaba la crítica a una concepción dualista de la realidad, en la que habría sujetos caracterizados por la conciencia y el orden de las razones y la realidad y sus objetos caracterizados por el orden de las causas. Denotaba a un tiempo la acción reflexiva y el conocimiento en la acción, la transformación consciente de la realidad y la transformación del sujeto que producía esa acción transformadora. Solamente era expresable en un lenguaje dialéctico en el que el autoconocimiento era un subproducto mediado por la acción y la acción una transformación mediada por la razón.

El argumento que desarrolló Lukàcs en Historia y conciencia de clase a comienzos de los años veinte es largo y enrevesado, aún difícil de seguir para quien está familiarizado con las jergas hegeliana y marxiana. Algo similar ocurre en quien se pierde en los innumerables fragmentos de los Cuadernos de Gramsci, en los que encontramos dubitaciones y cambios que obedecen a su intento de pensar algo nuevo que entrevé y nombra sin acabar de explicar. Korsch, igualmente, trataba de encontrar un nuevo concepto para entender los procesos históricos que había traído el nuevo siglo. Pensaba Korsch, quizás el más lúcido de los tres, que la socialdemocracia, que postulaba el poder determinante de la economía, el bolchevismo leninista, que apelaba al poder de la política, y el anarquismo, que confiaba en la espontaneidad y la acción directa, compartían en el fondo una misma metafísica de la historia dualista, nacida de una incomprensión de la razón en la historia, de la escisión entre razón e historia, como si la historia pudiese ser racional por sí misma o la razón y la voluntad pudiesen hacer historia por sí mismas. Praxis, como término híbrido, situado, tenso y contradictorio en sí, abierto a la circunstancia, a la vez práctico y epistémico, a la vez moral y eficiente e ingenieril, abría un campo de mediación entre los polos que, separados, llevaban a la incomprensión de los procesos históricos y de las oleadas de derrotas que traían con ellos.

El término desapareció de los vocabularios en los tiempos de la Guerra Fría para reaparecer en la Nueva Izquierda de los años sesenta y en los ciclos de conflictos que recorrieron esa década y la siguiente. El triunfo del neoliberalismo en los años ochenta y el del estructuralismo althusseriano y el postestructuralismo foucaultiano volvieron a enterrar, quizás definitivamente, el uso del término, tal vez para siempre asociado a un vocabulario nostálgico que se teñía de moralismo y abandonaba la dureza conceptual y su significado complejo entre la razón y la historia.

En el nuevo siglo, esa palabra perdida ha sido sustituida por otras que tratan de captar las formas en las que la agencia humana personal y colectiva se hace presente en la historia intentando nadar en las aguas del destino. Lamentablemente, esas palabras se han teñido de moralina y han vuelto aún sin saberlo a las metafísicas que praxis venía a cuestionar. Nuevos vocabularios que se reparten por zonas diferentes de la realidad. En la parte institucional, la de la buena conciencia, se ha extendido el uso de “buenas prácticas” para denotar lo que no es pura costumbre sin llegar a ser ley y norma. En el lado de las voluntades transformadoras, lo ha hecho otro término no menos horrísono: “activismo”, una palabra que evoca movimientos compulsivos en los que difícilmente cabría encontrar una dirección.

También las palabras son derrotadas. También las palabras tienen una vida extraña de victorias provisionales. Son, como las acciones terapéuticas del doctor Rieux, uno de los personajes de La peste de Camus, signos de contingencia.  En el momento culminante de la novela, Terroux, un personaje que ejemplifica una suerte de moral de santidad, le pregunta al doctor por su tranquila forma de enfrentarse a la crisis histórica que se la venido encima, por su persistencia incólume a pesar de saber que toda acción es provisional:

—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo. Rieux pareció ponerse sombrío. —Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar. —No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted. —Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota. Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies, le dijo: —¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor? La respuesta vino inmediatamente. —La miseria."

Praxis, la palabra desaparecida de nuestro vocabulario, denotaba todo eso, una tranquila fuerza terapéutica en la historia que preserva la razón bajo la aparente victoria de la peste. Las palabras perdidas son signos de olvido que la recurrencia del destino nos hace lamentar.  

domingo, 5 de abril de 2020

Emociones, peligro e incertidumbre





Las emociones son una característica del cerebro de los mamíferos fruto de presiones adaptativas para sobrevivir en un mundo incierto. El cerebro mamífero es el órgano que controla las actividades no programadas para el funcionamiento correcto de la fisiología sino dependientes de las capacidades de anticipación y aprendizaje (de las que se encargan las partes más primitivas del cerebro vertebrado y reptil). Como el cerebro es un órgano metabólicamente muy exigente pues consume mucha energía, no puede estar en continua alerta y atención sin acabar rápidamente con las reservas del cuerpo y por ello necesita un sistema de monitorización y control que module su actividad en relación con las necesidades circunstanciales de supervivencia. De ello se encargó el sistema límbico que es el sistema funcional básico que produce las emociones. 

El sistema límbico es una estructura psicofisiológica muy compleja cuyos mecanismos son básicamente bioquímicos: está encargado de suministrar al cerebro los neurotransmisores necesarios para estimular o modular la actividad neuronal y activar las hormonas necesarias para el control motor del cuerpo en sus conductas fundamentales. Produce mensajeros bioquímicos que activan o deprimen el comportamiento de las células del organismo: neurotransmisores como la adrenalina, serotonina, dopamina, glutamato para las redes neuronales y hormonas como la testosterona, estrógeno, progesterona, vasopresina, entre otros muchos mensajeros para células y tejidos lejanos. Los estados que producen estos mensajeros pueden ser estados de tiempos largos como la ansiedad, depresión o tranquilidad o propiamente emociones que son estados con una fase de activación y decaimiento característicos en forma de campana. Corresponden en los mamíferos a patrones de percepción y acción ligados a acciones básicas del cuerpo: excitación sexual, huida, lucha, alimento, de ahí que los psicólogos hablen de un grupo de emociones funcionalmente básicas como el miedo, la alegría, el alivio, el asco, la ira, el deseo (el número y categorías de las emociones básicas cambia según las diversas escuelas).

En el cerebro primate, dotado de una corteza muy compleja fisiológica y funcionalmente, el sistema límbico se adapta y fusiona con el sistema cognitivo, que es la principal de las funciones de la corteza. El cerebro mamífero evolucionó para producir formas avanzadas de aprendizaje basadas en la anticipación del entorno, generando formas de inteligencia en su comienzo separadas, como la comprensión del medio, la inteligencia social y la inteligencia técnica. El cerebro homínido y humano fusionó estas formas de inteligencia a través de la recomposición cerebral que activó el lenguaje. En este cerebro complejo y orientado a la creación de modelos de mundo sobre los que establecer planes de acción, el sistema límbicó se ocupó de modular emocionalmente la actividad cognitiva. La memoria y el aprendizaje significativo serían muy disfuncionales sin el sistema límbico, como la atención, la curiosidad y, sobre todo, las actitudes a largo plazo que articulan la vida social. Así nacieron las emociones humanas: la empatía, el apego,  la envidia, el resentimiento, el odio y con ellas las emociones culturalmente complejas como el amor, la amistad, la confianza,  la melancolía, el gusto estético, la piedad, la vergüenza, la culpa.

Las emociones complejas humanas son mecanismos adaptativos para encontrar una salida a los grandes dilemas que genera el medio físico y social: un medio demasiado estable en sus patrones genera mentes tranquilas pero muy frágiles ante un medio lleno de incertidumbres y riesgos. La imaginación es la función cognitiva más compleja adaptada para sobrevivir en un mundo de incertidumbres y riesgos. Es una facultad que se desarrolla tempranamente en la niñez, en la fase del juego de ficción, hacia los dos años, y consiste en generar modelos de mundo autónomos respecto a los hechos, en los cuales el cerebro trabaja creando relatos y haciendo planes de conducta. La imaginación es un arma poderosa, la más importante de la especie humana, pero muy peligrosa. Activa emociones que no están ligadas a los estímulos inmediatos de la realidad sino a la percepción de aquella bajo los modelos de mundo producidos imaginativamente. Los celos, la ansiedad, el miedo, la indignación, y otras emociones de valencia negativa se producen habitualmente por la activación imaginativa más que por la relación con los hechos. De facto, en lo cotidiano, la vida emocional tiene un origen mayoritariamente imaginativo más que reactivo. Esto es bueno, porque sin ello no sería posible la creatividad, la planificación y el compromiso con los planes, pero también es malo porque es la causa fundamental de los terrores, depresiones y, en general de la dominación y el poder, que está hecho básicamente de miedo imaginativo.

El juego de la familiaridad y la novedad es el gran juego de la mente social humana. En el lado de lo familiar está la tranquilidad, pero también el tedio; en el lado de la novedad están la curiosidad, pero también la ansiedad ante la incertidumbre. Este juego es el más demandante para la reproducción social. La educación de los niños es la fase más dramática de este juego porque es donde se reproduce funcionalmente el cerebro humano.  Los padres y educadores deben encontrar una salida entre ambos extremos, pues un cerebro excesivamente confiado y tranquilo puede dejar inerme a la persona en situaciones de incertidumbre en las que es necesaria una respuesta imaginativa y activa; por el contrario, un cerebro demasiado educado en la imprevisión y lo azaroso estará dominado por la desconfianza y será incapaz de cooperación.

En la educación sentimental de la humanidad, la emoción más importante del equilibrio entre regularidades y riesgos fue, es, la confianza. A diferencia de la tranquilidad animal, la confianza se despierta por la percepción de un orden social basado en la conciencia de las interdependencias mutuas. Aprendemos la confianza en los entornos familiares y de amistad en donde se deposita algo muy valioso en manos de otra persona, quien a su vez se siente obligada por esta percepción de que el otro depende de ella. La confianza, para decirlo rápidamente es la respuesta emocional humana a la percepción del apoyo mutuo.

Las teorías funcionales o económicas de la confianza entendidas como un cálculo de riesgos o, peor aún, como en el caso de Luhmann, como reducción irracional del riesgo, son teorías equivocadas y autosocavantes, que hacen de la confianza un subproducto irrelevante: si hay cálculo no hay confianza y si hay confianza no hay cálculo. Por el contrario, la confianza es un producto de una educación y cooperación mutua sostenida y que funciona precisamente en los entornos de máxima incertidumbre y riesgo. La educación sentimental humana ha producido la confianza precisamente para hacerse cargo del peligro.

Los libros sapienciales, un género que se desarrolló en Oriente Medio en los albores de la cultura clásica, son documentos valiosísimos para estudiar cómo las sociedades y estados fueron desarrollando culturas de confianza. En la Biblia encontramos maravillas de la educación sentimental en estos libros, comunes a otros que se escribieron en el Creciente Fértil y zonas aledañas. Especialmente Job, que es un manifiesto contra el poder incapaz de generar confianza, y sobre todo el Eclesiastés, un texto dedicado a la incertidumbre, el riesgo y la confianza. El Eclasiastés es contradictorio precisamente porque la tragedia humana es la de vivir en un dilema. Al comienzo, encontramos la mejor definición del determinismo histórico, la gran defensa cultural contra el miedo y la ansiedad:

Vanidad de vanidades! - dice Cohélet -, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! 3 ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? 4 Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para  siempre permanece. 5 Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. 6 Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento y vuelve el viento a girar.7 Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir. 8 Todas las cosas dan fastidio. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír.9 Lo que fue, eso será; lo que se hizo, ese se hará. Nada nuevo hay bajo el sol.10 Si algo hay de que se diga: «Mira, eso sí que es nuevo», aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron.11 No hay recuerdo de los antiguos, como tampoco de los venideros quedará memoria en los que después vendrán. 12 Yo, Cohélet, he sido rey de Israel, en Jerusalén. 13 He aplicado mi corazón a investigar y explorar con la sabiduría cuanto acaece bajo el cielo. ¡Mal oficio éste que Dios encomendó a los humanos para que en él se ocuparan! 14 He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos.15 Lo torcido no puede enderezarse, lo que falta no se puede contar. 16 Me dije en mi corazón: Tengo una sabiduría grande y extensa, mayor que la de todos mis predecesores en Jerusalén; mi corazón ha contemplado mucha sabiduría y ciencia. 17 He aplicado mi corazón a conocer la sabiduría, y también a conocer a locura y la necedad, he comprendido que aun esto mismo es atrapar vientos, 18 pues: Donde abunda sabiduría, abundan penas, y quien acumula
ciencia, acumula dolor.

La idea de que todo está escrito permitió una primera fase de la educación sentimental ante el azar que activaba la confianza en el saber común heredado, en las herramientas cognitivas comunitarias, y en la esperanza de que si los ancestros supieron salir adelante también lo harán las generaciones de ahora. Es también, desgraciadamente, una advertencia de desconfianza frente a las conductas atrevidas. Más adelante, el Eclesiastés explica cómo reaccionar ante las incertidumbres que vienen de la injusticia que ordena las nuevas formas sociales del estado:

7 Si en la región ves la opresión del pobre y la violación del derecho y de la justicia, no te asombres por eso. Se te dirá que una dignidad vigila sobre otra dignidad, y otra más dignas sobre ambas. 8 Se invocará el interés común y el servicio del rey. 9 Quien ama el dinero, no se harta de él, y para quien ama riquezas, no bastan ganancias. También esto es vanidad. 10 A muchos bienes, muchos que los devoren; y ¿de qué más sirven a su dueño que de espectáculo para sus ojos? 11 Dulce el sueño del obrero, coma poco o coma mucho; pero al rico la hartura no le deja dormir. 12 Hay un grave mal que yo he visto bajo el sol: riqueza guardada para su dueño, y que solo sirve para su mal, 13 pues las riquezas perecen en un mal negocio, y cuando engendra un hijo, nada queda ya en su mano. 14 Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano. 15 También esto es grave mal: que tal como vino, se vaya; y ¿de qué le vale el fatigarse para el viento? 16 Todos los días pasa en oscuridad, pena, fastidio, enfermedad y rabia. 17 Esto he experimentado: lo mejor para el hombre es comer, beber y disfrutar en todos sus fatigosos afanes bajo el sol, en los contados días de la vida que Dios le da; porque esta es su paga.

El Eclesiastés explica cómo hacerse cargo de estas incertidumbres con un canto al apoyo mutuo:

5 El necio se cruza de manos, y devora su carne. 6 Más vale llenar un puñado con reposo que dos puñados con fatiga en atrapar vientos. 7 Volví de nuevo a considerar otra vanidad bajo el sol: 8 a saber, un hombre solo, sin sucesor, sin hijos ni hermano; sin límite a su fatiga, sin que sus ojos se harten de riqueza. «Mas ¿para quién me fatigo y privo a mi vida de felicidad?» También esto es vanidad y mal negocio. 9 Más valen dos que uno solo, pues obtienen mayor ganancia de su esfuerzo. 10 Pues si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo que cae!, que no tiene quien lo levante. 11 Si dos se acuestan, tienen calor; pero el solo ¿cómo se calentará? 12 Si atacan a uno, los dos harán frente. La cuerda de tres hilos no es fácil de romper. 13 Más vale mozo pobre y sabio que rey viejo y necio, que no sabe ya consultar. 14 Pues de prisión salió quien llegó a reinar, aunque pobre en sus dominios naciera.

La educación sentimental para la confianza no es, como pudiera parecer, una educación blanda y amable. Es una educación orientada a crear lazos sociales para hacerse cargo del peligro. Todos hemos visto películas de formación militar, que básicamente consiste en crear una conciencia de confianza y apoyo en el pelotón contra un sargento imprevisible y amenazador. Quienes tuvimos no sé si por suerte o desgracia una formación de este tipo en el servicio militar en unidades un poco exigentes podemos confirmar cuán efectiva es esta educación en la producción de conductas automáticas de cooperación y confianza. En formas más civiles, los grupos de resistencia en la clandestinidad, basados en células, desarrollaron también maneras de comportamiento similar. Pero, por encima o debajo de todo, la familia y la amistad son los núcleos interpersonales donde evoluciona la confianza basada en la cooperación, la lealtad y el compromiso a largo plazo con la palabra dada.

La confianza es la emoción que despierta en las personas la respuesta de la humanidad ante situaciones de peligro. Y si hay esperanza es, como enseña el Eclesiastés y recordó Holderlin, donde crece el peligro crece también lo que lo salva.