Reescribo estas líneas en
la cuarta semana de encierro cuando la pandemia ha inundado heterogéneamente el
planeta, paradójicamente homogeneizando el miedo, las reacciones asociadas de
indignación de la gente y las medidas de aislamiento social impuestas por los estados.
La economía y el comercio mundial se trastornan, han desaparecido los viajes y
la sociedad intercomunicada permanece solo a través de la conexión telemática.
Los representantes de los gobiernos se apresuran a desarrollar una retórica
épica de guerras y enemigos, pero no hay guerra ni enemigos. Es una pandemia
producida por la vulnerabilidad de los cuerpos a los virus y la intensa socialidad
que ha creado un mundo entrelazado por el transporte, el turismo y la
metropolización. Ya está claro que se ha entrado en una crisis de dimensiones
superiores a las de las grandes crisis económicas y comparable en sus
consecuencias a las de las grandes guerras. La mitad de la población mundial
confinada en un espacio físico, el de la casa, en uno emocional, el de la
imaginación y el temor, y en un lugar oscuro de ignorancia e incertidumbre.
Bajo esta condición parece haberse realizado por fin el sueño del
neoliberalismo. Un amasijo de ARN y proteínas ha hecho por él lo que al mercado
le costaba conseguir: confinar a la gente en una existencia social en la que la
sociedad parece haber desaparecido para que solamente malvivan individuos
solitarios y familias solitarias.
¿Qué ha ocurrido? ¿cómo
ha sido posible esta conmoción? Aunque ha habido otras epidemias de virus en la
historia contemporánea, como la “gripe española” de 1918 y la epidemia del
parecido virus SARS de 2003, lo excepcional de esta pandemia es que ha afectado
a la misma fábrica del sistema socioeconómico contemporáneo que llamamos
“globalización”. La trama de
dependencias entre lo informacional, lo económico, lo social y lo político se
han entretejido para generar efectos amplificados. Se puede aplicar sin
reservas la metáfora de la mariposa y el huracán al virus Covid-19. A medida
que se ha creado una corteza tecnoeconómica planetaria de una densidad
inusitada de relaciones de todo tipo (comerciales, financieras, militares,
informacionales, geoestratégicas, tecnológicas), pareció en algún momento que la
historia entendida como suma de contingencias había desaparecido bajo esta
esfera trabada, lo que dio origen a las proclamas del fin de la historia y de
la imposibilidad de imaginar el fin del capitalismo. Pero la contingencia y las
estructuras firmes se entrelazan de formas extrañas. Hace poco más de cien
años, en la época de un capitalismo financiero e imperialista aparentemente
todopoderoso, una imprevista contingencia, la de un asesinato en Serbia,
desencadenó la más mortífera de las guerras, que, a su vez, desencadenó la más
promisoria de las revoluciones, el movimiento político más cruel de los nunca
imaginados, otra segunda y más destructiva guerra…, y el mundo contemporáneo en
el que han crecido varias generaciones. Aún es pronto para saber si nos
encontramos en un punto de inflexión tan profundo como el que abrió el
asesinato en Sarajevo del Archiduque heredero. Lo que sí sabemos es que una
pandemia ha sacudido al sistema entero de dependencias políticas, económicas,
sociales, tecnológicas. La condición de globalidad que tiene la pandemia hace
que el acontecimiento tenga un carácter insólito y singular, no comparable a
ninguna otra cosa que haya ocurrido en la historia, fueran epidemias o guerras.
Las interdependencias que han creado la sociedad red y el capitalismo
informacional, puestas a prueba por esta conmoción, abren espacios de
posibilidad mucho más amplios que los existentes antes de enero del 2020.
Los espacios de
posibilidad son, como las respuestas del oráculo, ambiguas y de interpretación
contradictoria. Sería pretencioso anticipar cuál será la dirección de los
cambios y algunos intelectuales que se apresuraron a ello escribieron artículos
que hoy posiblemente preferirían no haberlo hecho. Pese a todo, sería
irresponsable dejar de pensar como si las exigencias intelectuales
debieran limitarse a examinar con cuidado filológico lo que ya ha sido escrito,
como si solo en los rastros discursivos del pasado se encontrase todo lo que
necesita el trabajo intelectual. Quizás lo más apasionante de esta tarea es la
trama de perplejidades y paradojas que manifiesta la situación de un mundo
conmovido por la pandemia
La primera de las
perplejidades: son muchas las voces que han declarado que esta catástrofe
sanitaria se va a llevar por delante la globalización. Se basan en que la
pandemia ha ampliado la fuerza de tendencias ya existentes, como las
representadas por el populismo americano de Trump, el Brexit, los
neonacionalismos de derechas en Europa, y otros fenómenos ya observables.
Ahora, los cierres de fronteras y las clausuras del comercio parecen anunciar
el final del mundo globalizado y la vuelta a estados centrados en sus mercados
y poderes propios. Pero simultáneamente observamos el fenómeno contrario: nunca
se había producido una conciencia tan clara de las dependencias planetarias. Los
países se cierran, pero acuden unos a otros a pedirse reacciones financieras, a
compartir recursos sanitarios a toda velocidad, a cooperar, aunque sea en
apariencia competitiva, a desarrollar respuestas comunes a través de la
investigación. Nunca fue tan clara la necesidad de cooperación estratégica
mundial. Asombra, pero no sorprende, que las multinacionales de inmenso poder
financiero y técnico hayan descubierto lo frágil de su reputación y se
apresuren a dar mensajes de colaboración con los gobiernos y la sociedad. Es
una situación paradójica que amplifica como nunca las potencialidades tensas
que se habían establecido al compás de la interpenetración global.
Los que fueron llamados
“movimientos antiglobalización” tuvieron clara esta paradoja desde sus inicios
en los finales de siglo. Ellos no se denominaron así, por el contrario, usaron
términos de potencia global: “movimientos por la justicia global” o
“movimientos altermundistas”. Combatieron y llamaron a la resistencia, sí, de
los flujos descontrolados de capital, de los oligopolios de las grandes
corporaciones, y de las deslocalizaciones de manufacturas, de los tratados de
libre comercio que, paradójicamente servían para elevar muros entre estados,
intentando aislar las tierras prósperas de la irrupción de los exiliados por el
hambre. Y, efectivamente, esta es la paradoja: que un mundo globalizado haya
sido al mismo tiempo un mundo más lleno de muros y fronteras físicas,
ideológicas y culturales. El coronavirus es, en su ascenso a pandemia, un
actante global. Los estados-fortaleza se apresuraron a alzar los muros, cerrar
las fronteras, clausurar aeropuertos, pero el virus no pareció reconocer tales
límites y en su rápida extensión ha desvelado cuán fatua era esa hibris. La
desmesura del poder era, estrictamente, una incapacidad para medir los alcances
del poder de los estados para cumplir lo que les justificaba, servir y proteger
a los ciudadanos. Y precisamente porque los muros de la seguridad se han
derrumbado, se han puesto de manifiesto cuán fuertes son las dependencias y
cuán débiles las pretensiones de aislamiento. Esta primera paradoja se asienta
al final sobre una alternativa que estará presente en el paisaje al final de la
batalla: neofeudalismo, impulsado por las fuerzas centrífugas que
avanzan fractalmente por los territorios, sostenidas por las olas identitarias
y supremacistas, o cosmopolitismo, que recree lazos jurídicos,
instituciones de control de los poderes, representaciones globales que caminen
en la dirección de la justicia de los pueblos, la sostenibilidad del planeta y
la cooperación.
La segunda de las
perplejidades: el confinamiento en lo doméstico parecería ser el resultado
último y final de la civilización neoliberal. La proclama de Margaret Thatcher
de que no existían sociedades, solo individuos y familias parece haberse
convertido en una cruel realidad física. Se habla ya de una sociedad futura
basada en el teletrabajo, lo que sería el sueño final del individualismo. Un
estado poderoso y una ciudadanía aislada y en continua competencia. Y, sin
embargo, qué oleada mundial de sentimientos de hermandad y codependencia. La
separación física en el ocasional encuentro en el supermercado se superpone a
una conciencia cada vez más clara del cuidado que nos debemos unos a otros. Se
hace visible como nunca la insolidaridad y el egoísmo de algunos, que produce
una irritación moral nunca vista en la era del neoliberalismo. No sabemos qué
deparará el futuro, pero ya es claro que la ideología neoliberal ha perdido una
batalla cultural de la que le será difícil recuperarse. El neoliberalismo nació
acompañado de un imaginario de libertad de una sociedad de emprendedores
pequeños propietarios que organizaban su vida de acuerdo con sus posibilidades
y obtenían de ella tanto como esfuerzo habían gastado en lograr lo que tenían.
El estado, en este imaginario, no era sino un mal necesario que servía en el
mejor de los casos para proteger la libertad de mercado y en el peor para
mantener a una multitud de charlatanes y vagos con la cantinela de los
servicios públicos. Fue un imaginario que logró saltarse casi todos los
controles de lo común e instaurar una lógica de mercado en todos los aspectos
de la existencia que pudo, incluyendo, quizás, sobre todo, la propia identidad
convertida ahora como un fondo en el que había que invertir y que había que
“vender” lo mejor posible. En las políticas públicas, introdujo la convicción
de que cuanto más se “externalizara” o privatizase la gestión se lograría más
eficiencia y ahorro; en el dominio internacional, relajó todo tipo de políticas
antimonopolistas, de control de flujos de capital, incluso animó a muchos
gobiernos a usar los bancos offshore para todo tipo de pagos, sobornos y
capitales, logró arrinconar a los sindicatos convirtiéndolas en instituciones
burocráticas especializadas en el cada vez menor sector público y en las pocas
grandes empresas que aún mantenían convenios colectivos. Pero sobre todo obtuvo
el mayor de los éxitos en su propuesta de educar las almas de los ciudadanos
convirtiéndolos en individuos.
¡Qué paradoja!, un
coronavirus es un producto del darwinismo más ortodoxo. Ni siquiera un organismo,
sino que, como una ideología, es un elemento activo que coloniza cuerpos para
reproducirse. Es difícil resistirse a la comparación del covid-19 con la
prédica del neoliberalismo: el mercado crea el paisaje de eficacia en el que
sobreviven los más adaptados; el mercado se reproduce a sí mismo, extendiendo
progresivamente su lógica a orden social, a las relaciones de intimidad y a los
planes de vida. En ese universo el imaginario es que los que sobreviven son los
más fuertes, las razas y las culturas más avanzadas y complejas. Pero no, en el
mundo darwiniano los más adaptativos puede que sean los parásitos, estructuras
mínimas que no distinguen razas ni culturas, que llevan a la perfección la
máxima del material genético egoísta: todo es un instrumento de reproducción
propia. Como el mercado, el coronavirus avanza despiadado, pero se autodestruye
si el organismo que ha colonizado muere y no puede contaminar a otro organismo.
La paradoja está en que la transparencia de la lógica de la pandemia ha sido tan despiadada
que ha dejado inanes las fuerzas de los aparatos ideológicos neoliberales
frente a la potencia de la verdadera adaptación darwiniana. La entrada en la
unidad de cuidados intensivos del Primer Ministro británico, que había soñado
con convertir el Reino Unido en un paraíso fiscal, una selva darwiniana, que
había optado, consistente con su ideología, al comienzo de la crisis por una
política darwiniana de aceptar los muertos que fueran necesarios para la
“inmunidad del rebaño”, representa con
sardónica ironía esta paradoja. Como en el cuento del Rey en El Conde Lucanor,
el virus descubrió la desnudez de los estados. Las miradas y las esperanzas se
volvieron en pocos días a la parte de la población a que abandonaba toda lógica
individualista, a quienes literalmente ponían su cuerpo y su vidas para salvar
las de otros, a quienes estaban movidos por la cooperación y el deber antes que
por el cálculo. Las metáforas biológicas también tienen doble significado y
hemos descubierto que el apoyo mutuo, contradiciendo al neoliberalismo, había
sido también una propiedad emergente y poderosa en la lucha contra los
parásitos. Me atrevo a decir, quizás cediendo a la esperanza, que el día 11 de marzo
de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia del
covid-19, el neoliberalismo entró también en la unidad de cuidados intensivos.
Cuántas veces se había
anunciado el triunfo final de un capitalismo inhumano basado en la financiarización,
la creciente desigualdad, la deslocalización y el dominio sobre la población
con la terrible amenaza del paro estructural.
Sorprende ahora que las voces más ortodoxas se apresuren a poner en
marcha políticas contrarias a la austeridad, basadas incluso en remedos de una
renta básica universal, que hayan aceptado tan deportivamente la pérdida de
valores financieros y proclamen la reactivación de la economía real y el
cuidado de los más débiles. Tampoco conocemos el futuro del capitalismo. Es posible
que la crisis sea una oportunidad para que algunos compren a precio bajo para
enriquecerse como los buitres del extraperlo de antibióticos después de la II
Guerra Mundial. Pero también es posible que esos fondos buitres que colonizaban
los centros de las metrópolis expulsando a sus habitantes hacia viviendas cada
vez menores, más lejanas, de peor condición y a precios más altos, hayan
perdido por décadas sus beneficios. En un espacio político polarizado como
nunca, las medidas están convergiendo hacia respuestas de protección social
contra las que nació el neoliberalismo. En una sociedad progresivamente
individualizada y aislada, el confinamiento está generando nuevas conciencias
de solidaridad y vecindad. La pandemia dejará un paisaje desolado con grandes
perdedores y previsiblemente mayor desigualdad, pero también habrá dejado
abierta una nueva ventana de oportunidad. Nunca hasta ahora había sido posible
imaginar un sistema mundial basado en otras bases económicas que el capitalismo
e ideológicas que el neoliberalismo. Ahora hay una posibilidad de plantear la
transición ecológica como una transición sistémica. Si hubo un momento en el
que fuera posible imaginar otro mundo es ahora, cuando se han fracturado los
discursos deterministas y el sentido de vulnerabilidad colectiva nos hace más
sensibles a nuevas propuestas de un mundo reorganizado sobre la cooperación, el
cuidado y la sostenibilidad.
La tercera de las
perplejidades la suscita la ambivalencia con la que la ciencia ha entrado en
nuestras vidas, en la esfera pública de los medios de comunicación y las redes
y, en general, en la vida democrática, desde las decisiones de las autoridades
a la controversia política. También aquí la tensión estaba presente en la misma
arquitectura de las sociedades contemporáneas: la extensión y el poder de los
medios de comunicación en el siglo pasado compitió con la creciente necesidad
de conocimiento experto en casi la totalidad de la vida política y económica de
las sociedades inmersas en una competencia sin piedad por la ventaja tecnológica
y cultural. En las décadas de la posguerra mundial y la Guerra Fría, la mayor
influencia parecía estar del lado del conocimiento experto. En el lado este de
la cortina de hierro, Stalin y Mao se sentían seguros de la mano del
materialismo dialéctico como concepción científica de la historia, en el lado
oeste, las democracias capitalistas estaban cada vez más gobernadas por lo que
Galbraith llamó la “tecnoestructura”, una capa de poder y conocimiento experto
científico, económico y militar. Las conmociones de los años sesenta y setenta
trajeron la inestabilidad de esta aparente sumisión a una suerte de tecnocracia
visionaria o científica. La posmodernidad como cultura política declaró que la
verdad no importa tanto como la creencia en qué es la verdad y el conocimiento
dejó paso al reino de la opinión. La prensa y televisión se llenó de opinadores
y tertulianos, de páginas y columnas frívolas que nos enseñaban cómo pensar,
como comer y cómo hacer el amor en vacaciones. En la política fueron ganando
los técnicos en el control de la opinión. Las redes de activismo y militancia
que sostenían los partidos dieron paso a las redes sociales de expresión de las
emociones más reactivas. En la primera década de este siglo la llamada
posverdad se convirtió en el término que definía la vida diaria y la gobernanza
política. Los comités de expertos técnicos fueron despedidos para que las salas
las ocupasen una nueva clase de rasputines expertos en intuiciones, en captar
la opinión o directamente en manipularla.
El virus nos encontró en
la ignorancia. Las llamadas a la prudencia que habían hecho los movimientos
ecologistas y las comunidades científicas sobre los peligros inminentes que amenazaban
una civilización organizada sobre el negacionismo y la ignorancia voluntaria
cayeron en el vacío, salvo acaso en el sótano de la conciencia para producir un
pequeño malestar como el de una digestión pesada. Cambio climático y pandemia.
Todo a la vez. La reacción de la esfera pública y la de los profesionales de la
política fue de sorpresa. En una primera oleada el término “ciencia” llenó las
páginas, las pantallas, los discursos. En una segunda oleada, periodistas,
opinadores, políticos ya se habían convertido en expertos en interpretar a los
expertos, en técnicos en interpretar complejos modelos matemáticos que no entendían,
pero cuyos resultados estaban bien representados en escalas “logarítmicas”, que
cada mañana nos explicaban las primeras páginas de los periódicos. A la
ansiedad por la fama televisiva o mediática le había sucedido una suerte de angst
epistémica, de necesidad de saber y de ser reconocido como conocedor. Quién
no expresó en su momento la opinión firme y contundente sobre lo que tendrían
que haber hecho los gobiernos dado lo “que se sabía”.
Nuestras sociedades del
conocimiento, paradójicamente, se han convertido en sociedades de la
ignorancia. Como en las inundaciones en las que el agua es lo primero que
falta, en las sociedades de la información el conocimiento es lo primero
necesario. La red social que hace posible el conocimiento experto y científico
permanece generalmente en los entornos subordinados del poder político y económico.
Exceptuando algunos ingenieros y científicos gestores, las comunidades
científicas se dedican a investigar y publicar o a investigar y no publicar si
trabajan en laboratorios de grandes empresas multinacionales. Su trabajo suele
ser lento, tedioso y poco compensador económicamente. Sus conclusiones suelen
ser dubitativas y necesitan siempre mas recursos para seguir produciendo dudas,
advertencias y, ocasionalmente, vacunas efectivas. Demasiado poco para una
sociedad con necesidades urgentes de certezas. La sociedad del conocimiento ha descubierto
que ignoraba muchas cosas, entre ellas, la primera, qué hacer cuando no se
sabe, o se sabe que no se sabe. Acostumbrada al autoelogio descubre de pronto
que no sabía que no sabía.
Pero, si ignoraba el
conocimiento necesario para organizar un mundo complejo sometido a una pandemia
que se extendía velozmente debido precisamente a la complejidad, también otras
zonas del saber habían quedado en la oscuridad. Un saber cotidiano no menos
necesario. Hay una epistemología profunda que tienen en común Trump, Bolsonaro,
Johnson con tantas otras formas de política inspiradas por el neoliberalismo,
aprendidas en la experiencia de los negocios: es la comprensión del mundo en
términos de daño económico, de caída de tasas de crecimiento o de volumen de
beneficios, en lo actual, y de incertidumbres y expectativas en lo imaginario.
El sufrimiento humano, en su vasta heterogeneidad, queda fuera de esa lógica.
La muerte en soledad, el hambre de una familia sin recursos, sin recursos
siquiera para comunicar su falta de recursos, la desolación de quien ha perdido
con su pequeña empresa su plan de vida, la incapacidad de la madre soltera en
una pequeña vivienda para hacerse cargo de los niños, de su trabajo y de su
propia vida, ..., todas estas cadenas de sufrimiento quedan fuera de una lógica
del cálculo, no pueden encontrarse equivalencias, y no puede encontrarse por
ello modos de darles entrada en un libro de registros de costos y beneficios. De
ahí las continuas contradicciones, las diarias variaciones de opinión, las
irritaciones contra cualquier discurso experto o político que se base en otra
cosa que la lógica del daño al beneficio. Quizás hemos necesitado la irrupción
de la naturaleza para entender que la humanidad vive en dos realidades: en la
que existe el cuerpo, la mente y el sufrimiento y en la que existe esa extraña
fuerza que llamamos mercancía y que todo lo iguala, desde las cosas a la
imaginación. Por eso entienden que toda medida orientada al sufrimiento es
"irrealista". Hay una especie de división del trabajo hermenéutico
que tiene consecuencias políticas. Mientras se exige a quienes padecen la
crisis que imaginen y entiendan las dificultades de la empresa, no importa
políticamente imaginar el sufrimiento de los de abajo.
En el ojo del huracán de
la crisis, la tensión entre democracia y conocimiento ha vuelto como
periódicamente vuelven a la escena las tragedias griegas. Al fin y al cabo, Sócrates
fue condenado por el tribunal emanado de la asamblea griega por predicar entre los hijos de los
patricios que el gobierno debería estar en manos de los más preparados y no del
populacho. La asamblea ateniense tenía sus propias opiniones sobre quién eran
los más preparados. Estaba acostumbrada a decidir los nombres de los estrategos
que habrían de dirigir la flota, o de los arquitectos que debían encargarse de
construir puertos en las colonias o murallas en la polis. La tensión fue
constitutiva de la frágil democracia ateniense que, sin embargo, fue hegemónica
en el Mediterráneo durante trescientos años y siguió siendo hegemónica
culturalmente por el resto de la historia occidental. En ningún lugar como
Atenas y sus colonias, durante la
hegemonía, o sus áreas de influencia cultural en el helenismo, se llegó a apreciar
tanto el conocimiento científico. Allí nacieron las instituciones de trabajo
lento, concienzudo, comunitario, que llamamos ciencia y filosofía. En ningún
lugar como en ellas, tampoco, se discutió tanto su posición clave en la polis sin
dejar que los filósofos aspirasen a ser reyes. La sociedades postpandemia están
en tensión y deberán navegar entre el Caribdis de la vuelta a una sociedad de
opinadores y tertulianos y la Scilla de una tecnocracia.