La sensibilidad es el umbral de afección y sintonía con el entorno externo e interno, con lo social y lo material, con lo físico y lo espiritual; es una manifestación del carácter en la que se implican los sentidos, las emociones y la atención. No es pues una propiedad pasiva y puramente sensorial tal como podría hacer creer una versión simplista del empirismo, sino el proceso complejo con el que se construye la experiencia. Es una capacidad plástica que evoluciona con el desarrollo psicológico y social, aunque no una simple “construcción social”, por más que esta dimensión sea una de las fuerzas configuradoras: las interacciones del cuerpo y el entorno tienen también dimensiones materiales en las que lo biológico y lo físico se entrelazan con las prácticas sociales. La sensibilidad es la reacción del cuerpo a lo relevante, es el canal que registra y al mismo tiempo instaura lo que afecta a la persona, sin que por ello haya de considerarse “subjetiva” en el sentido típico sino parte de una economía hermenéutica, emocional, sensorial y experiencial mediante la que las personas se entienden unas a otras, se entienden a sí mismas y entienden su entorno. A pesar de que la inteligibilidad y la relevancia tienen sus propios caminos independientes se exigen necesariamente. Una mirada dispara una reacción emocional que tarda en entenderse intelectualmente pero el cuerpo ya ha registrado que aquello importa: un recuerdo, otra mirada, un objeto, algo que está ocurriendo o a punto de ocurrir, … Se desencadena un juego de expectativas, exploraciones, reacciones fisiológicas, anticipaciones de acción, amplificaciones sensoriales por la atención implicada.
La sensibilidad es lo que modela la inmersión en el curso de
lo real. Está hecha de esa manera de implicarse en el mundo que es la atención,
tal como la postulaba Simone Weil; está hecha igualmente de modulaciones
emocionales que son inteligibles tanto para la propia persona como para el
resto, pues las emociones tienen un componente necesario de aviso a sí y a
otros de lo relevante; y, por último, está hecha de sintonías sensoriomotoras
que hacen del entorno un espacio significativo estructurado en posibilidades de
acción, de sentimientos y emociones. Es por esta complejidad de las respuestas
por la que la sensibilidad se constituye en economía de la experiencia.
Importan las diferencias individuales, pero mucho más los sistemas de
reconocimiento de lo que ocurre en los espacios comunes tanto como en los
privados. Aquí es donde la mediación material actúa históricamente modulando
las emociones y los sentidos.
La vida cotidiana es el tiempo, el espacio y las prácticas
donde ocurre este proceso de mediación de lo material en la constitución de la
experiencia. El consumo adquiere en esta cotidianeidad una centralidad no menor
que la del trabajo en tanto que está orientado a la reproducción del cuerpo y
la sociedad, aunque no haya recibido toda la atención merecida por parte de las
ciencias sociales hasta épocas tardías. No es solamente una fuerza económica, es
también, en tanto que principal factor de la vida cotidiana, una fuerza cultural que
pilota cambios históricos en la cultura material y por ello en la configuración
de la sensibilidad. Esta mediación afecta no solamente a las trayectorias
corporales sino que crea un espacio para el juego del sentido e inteligibilidad,
en donde la sensibilidad, la acción y la disponibilidad de los objetos que
forman mundo configuran la experiencia.
“Consumir” y “consumo” son términos que siguen dos líneas
semánticas: una, que habla del disfrute, la apropiación, la degustación; la
otra del desgaste, el agotamiento, la destrucción. Se consume lo material y lo
inmaterial, se consumen cosas y tiempo. La vida misma puede ser entendida ella
misma como consumo. Marx distinguía entre el consumo productivo, que implicaba
el agotamiento de algo (materia, energía) que se incorporaba al producto, y el
consumo improductivo que se incorporaba a la reproducción de la fuerza de
trabajo. La inmensa máquina de producir mercancías produce también, como
sabemos tristemente, agotamiento de materias primas y fuentes de energía; y sin
embargo es una máquina de producción de objetos, tiempos, lugares y prácticas
que no solo reproducen la vida fisiológica de las personas sino también la vida
cotidiana, el mundo concebido como un espacio de experiencias.
Esta doble trayectoria es también parte de una dialéctica
muy contemporánea en el examen de la “sociedad de consumo”. David B. Clarke,
por ejemplo,[1]
reivindica la tradición del gran teórico del consumo en la posmodernidad, Jean
Baudrillard[2],
para quien la forma signo se ha convertido en el principal motor del
capitalismo, más allá de la forma mercancía. Clarke ilustra esta tesis con la
imagen del capitalismo de casino, recordando el entorno de los casinos, un
ámbito de aparente felicidad y (claro) “juego” en que en algunos de ellos la
bebida es incluso gratis pero en los que cada día aparecen ganadores y
perdedores. La ciudad posmoderna, sostiene Clarke, ha sido construida al modo de
esta metáfora por un consumo concebido como intercambio de signos en una
continua tensión por la distinción que tan luminosamente estudiase Bourdieu.
Sin la menor duda el libro, como la tradición francesa en la que se inscribe, acierta
con algunos aspectos centrales de la reproducción del capitalismo, pero en el
otro lado de la controversia, la teoría de la cultura material y el consumo,
como veremos más adelante, tienen razón en que el consumo es parte de la
relación compleja de las personas y su mundo y esta relación no es simplemente
de “signos”, en la acepción de la semiótica de Barthes y Baudrillard, sino de
significado y sentido. Baudrillard, sospecho, tiene una teoría menguada de la
relación de significado, demasiado dependiente del intelectualismo de Saussure
y de la semiótica. Una comprensión más ligada a las prácticas y la noción
performativa le hubiera permitido encontrar que hay más dimensiones en los
objetos de consumo que la dicotomía entre valor de uso/ signo de distinción.
Los objetos son, además de productos, mediadores en la construcción del mundo y
del cuerpo. En este sentido operan del mismo modo que los conceptos como
puertas o ventanas que abren espacios de posibilidad. Por supuesto que el
capitalismo contemporáneo se reproduce a través del consumismo, pero este es
solamente uno de sus modos, ligado a capas de la sociedad cada vez más finas a
medida que crece la desigualdad. El texto de Clarke, del 2003, como el de
Baudrillard, están escritos en una época en que no estaba aún claro el proceso
de destrucción del estado del bienestar, ni la crisis del capitalismo de casino
que habría de manifestarse poco después y que abriría también una crisis en la
hegemonía del neoliberalismo y de cierta forma de posmodernismo como su lógica
cultural. El consumismo es poderoso y no obstante las fuerzas que reproducen el capitalismo siguen siendo variadas,
muchas de ellas basadas en el poder desnudo del estado y formas de violencia y control como la amenaza de la
precariedad y el paro además de otros varios modos de represión. La radicalidad de la escuela
francesa es más aparente que real.
En las sociedades del capitalismo avanzado, con un alto
grado de globalización y basado en un consumo rápido de bienes baratos de baja
calidad, surgen preguntas y peligros en los estudios del consumo que reflejan
similares tensiones a las que existen en el análisis del trabajo. En un extremo
está el riesgo de descontextualizar socialmente el consumo como si fuese un
sistema de elecciones privadas, individuales, al margen de cualquier influjo
social; en el
extremo opuesto, está la concepción de que la publicidad, los medios y las
redes sociales se han convertido en fuerzas autónomas que imponen formas de
consumo que nada tienen que ver con las identidades y las maneras de ser de las
personas, colectivos y grupos sociales, como si constituyesen un ámbito de
imposición violenta que actúa al margen de aquellas, como si eliminada la
sociedad de consumo las identidades pudiesen expresarse libremente. Entre la
tensión bipolar de estas dos concepciones se extiende un espectro mucho más
matizado de posibilidades de análisis del consumo como la dimensión de la
cultura en donde reproduce la vida cotidiana y donde se producen identidades
que si bien son identidades dañadas por la manipulación del deseo y por todas
los mecanismos de la sociedad de consumo, también son espacios de resistencia.
En el consumo se manifiestan las contradicciones culturales
del capitalismo y las contradicciones capitalistas de la cultura. Si en el caso
del trabajo encontramos la contradicción básica de los miedos a
perder el puesto de trabajo amenazados real o imaginariamente por las máquinas
y la aspiración a un mundo en que los cuerpos y almas no sean modelados por el
trabajo, en la esfera del consumo la contradicción que recorre la existencia
contemporánea se inscribe en la vida cotidiana donde se crea un polo de
tensiones entre la relación de consumo como creadora de identidad y las fuerzas
sociales que parecen desbordar toda agencia personal y transmutan las vidas en
vidas de consumidor o vidas consumidas.
En estas contradicciones culturales se manifiestan elementos
autónomos que, como en el caso del trabajo, están ancladas profundamente en la
historia en estratos anteriores al capitalismo. Si reparamos en el caso del trabajo,
la introducción del trabajo asalariado “libre” del capitalismo generó una nueva
alienación del trabajador, de su producto y de su propio ser, pero esta
alienación, que Marx trata en los Manuscritos desde una perspectiva
antropológica, contiene también un trasfondo teológico tal como expresa Pablo
de Tarso en su segunda carta a los Tesalonicenses: “quien no quiera trabajar
que tampoco coma”. La idea de que el trabajo es la condena por la humanidad
caída tiene una inercia que incluso se manifiesta en las propias aspiraciones a
otro modo de trabajo como el trabajo artesana o, más contemporáneamente, el
“trabajo de los cuidados”. En el caso del consumo, si bien es cierto que el
consumo masivo ha sostenido el capitalismo por décadas, no es claro que esté
unido estructuralmente a su dinámica. Por el contrario, es compatible con una
llamada a la austeridad que también tiene un trasfondo teológico que portaban
las culturas de la pobreza predicada a los miembros de una comunidad religiosa
compatibles con la riqueza de la comunidad misma. El capitalismo del siglo XXI
que nace de la crisis de la era neoliberal apunta más a un sistemático recorte
de las posibilidades de disfrute y acceso a bienes que anteriormente eran
denostados como ejemplos de la sociedad de consumo. La cultura de la nostalgia
de la sociedad del bienestar y de la generación boomer, las depresiones
y otros desórdenes mentales que se produjeron durante los confinamientos y
restricciones de la pandemia de Covid-19, hacen manifiesto algo más que una
adición masiva al consumo, muestran que las desigualdades sociales en el acceso
a viviendas dignas, a lugares de encuentro y relación humana, a elección de
bienes en los que se pueda articular un plan de vida son también formas
estructurales de las dinámicas económicas.
Si la dinámica histórica del capitalismo se extiende por
todos los dominios de lo real transmutando en mercancía cosas y personas, si su
forma avanzada llena la ciudad de pantallas y escaparates donde se muestra la
fantasmagoría de aquellas, cual si fuera una épica telúrica, las sensibilidades
resistentes se expresan en la transformación del entorno en paisaje, en topos
donde se forman redes y comunidades emocionales en las que los objetos son,
como los conceptos, modos de entenderse y entender el mundo. No se puede
olvidar la tensión, pero no se puede reducir la historia de la sociedad y la
cultura a un esquema plano determinista y teológico.
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