El olor del cuerpo, el olor de los animales, el olor de la ciudad, el olor de los otros: El historiador de la cultura Robert Muchembled recuerda que el olfato es un sentido que viene sin una programación previa de olores. Puede discriminar varios trillones de sustancias etéreas, por eso mismo es educado desde el mismo nacimiento. Los primeros olores que el niño identifica y que asocia es el cuerpo de la madre y el pezón. A partir de ahí, los olores malos y buenos están asociados a las formas de vida. La distinción es histórica. Por ejemplo, los excrementos no son malos olores más que a partir de la cultura moderna, al igual que el olor corporal moderno. La construcción de los olores es un indicativo muy importante de la transformación de las prácticas cotidianas. Fue muy importante en las ciudades modernas (siglos XVI-XVII) las primeras medidas para ordenar las materias fecales, basuras, etc., que eran arrojadas a la calle usualmente. “Como el dinero huele más dulce que la mierda, la materia fecal se convirtió en una fuente creciente de crecimiento económico en la era moderna. Al igual que la orina, vital para ciertos oficios y tratamientos médicos, los excrementos se convirtieron en una fuente de ingresos.”
El olfato es el sentido más antiguo y compartido en la
escala evolutiva. Está diseñado de diferentes formas para detectar sustancias
químicas del entorno. Se produce la detección porque las proteínas G, receptoras
olfativas, discriminan las moléculas de la sustancia química, previamente disuelta en algún
líquido o mucosa del sentido olfativo y organizan una reacción en las neuronas
receptoras. En el caso humano, como en el de todos los vertebrados, es el
sentido que comunica de forma más rápida y directa los receptores con el
cerebro: el circuito sensorial se establece entre el epitelio olfativo, que
está situado en la cavidad nasal, y el bulbo olfatorio, una compleja red
neuronal en el prosencéfalo, que envía señales al sistema límbico, activando
pautas emocionales y con ellas marcadores profundos en la memoria. Esta
cercanía hace del olfato un sentido muy rápido y que al tiempo produce efectos
sin apenas mediaciones. Debido a la plasticidad del cerebro, las vías
neuronales que se crean entre los receptores y las zonas más complejas del
cerebro hacen que el olfato y la memoria estén profundamente relacionados y la
memoria olfativa tenga tanta susceptibilidad de afección por el contexto
cultural. Porque el olfato contiene esta dialéctica profunda de ser un sentido con
un circuito de proximidad entre los receptores y las zonas profundas del
cerebro y al tiempo ser tan culturalmente modificable.
Como miembro de una familia de enseñantes, desde
pequeño notaba al llegar mis padres el olor de la escuela pegado a sus ropas,
un olor de niños encerrados que siempre asociaré a la escuela primaria. Hice la
secundaria en un internado religioso y puedo recordar aún las diferencias de
olor en las habitaciones de mis compañeros, desde los más descuidados a los más
limpios, a las mezclas de olores corporales con la fruta enviada por las
familias. Puedo recordar aún el olor a humo de tabaco de las clases masivas en
los primeros años de facultad, un olor persistente que al final de la tarde ya
no se notaba, pero que estaba allí, recibiéndonos al día siguiente al llegar a
la primera clase. La biografía es también una crónica de aromas, de mezclas
volátiles que definieron situaciones y acontecimientos no menos complejos que
aquellos olores de personas, sitios y momentos. Biografía, memoria y ubicación. El otro, afirma Zizek, es el que huele mal: la detección del otro en el espacio
de interacciones sociales está relacionada estrechamente con poner a los otros
en su lugar, con detectar cuál es su posición respecto a la nuestra. Los
entornos humanos huelen; las casas de los otros huelen como no huele la propia;
las ciudades que visitamos nos extrañan con sus aromas callejeros de puestos,
mercados y zocos; las instituciones humanas huelen, como esos complejos de
lejía y sudor que llenan los espacios cerrados de las cárceles; huele la misma
historia, como los campos de batalla.
El olfato es un sentido que ha sufrido tradicionalmente un
trato y prejuicio discriminatorios, como si fuese prescindible o de hecho
se utilizase menos que los demás, como si fuese una cosa de perros y gatos y no
tan funcionalmente de humanos. Es un error. El olfato está presente en las trayectorias
corporales diarias, biográficas y comunitarias y sociales de un modo tan
efectivo como poco notado. Su espectro de aplicaciones es amplísimo, desde la
convergencia con el gusto en la alimentación, y por ello en la configuración de
la cultura material de lo crudo y lo cocido, es decir de la cocina como
estructura básica de la cultura, a la ordenación y modulación del espacio
social. La cultura material crea aromatopos u odoramas, paisajes de olores producidos
por las evanescencias de los cuerpos y las cosas, atmósferas cargadas por la vida
diaria. Viejas tiendas de barrio como las droguerías, mercerías o ultramarinos,
el taller de automóviles anterior a los nuevos entornos asépticos, donde los
olores del aceite, los combustibles, las gomas y las baterías se mezclaban con
el que despedía el soldador eléctrico; olor del viejo metro madrileño; olor de
a heno y excrementos de vacas y cerdos en las casas rurales. Atmósferas que son
testigos de prácticas y ordenamientos. En el orden inverso, las políticas del
olfato, de purificación del espacio público de olores repugnantes y de
entrelazamiento de la construcción moderna de la ciudad y la conciencia del mal
olor de las calles. No puede entenderse el urbanismo moderno, como ingeniería
de las ciudades, sin las estrategias desodorantes de las atmósferas pútridas que llenaban las urbes decimonónicas. La infraestructura sanitaria de
casas y calles, las ventanas y la ventilación. El olor fue el signo de la
corrupción y la contaminación, físicas y morales. Primero las grandes avenidas, el
centro de la vida burguesa, como el París de Haussmann, el Madrid de José de
Salamanca o la Barcelona de Ildefonso Cerdá. Diseño paliativo de los barrios
obreros con las ciudades-jardín o los edificios de apartamentos que llenaron
las ciudades de extrarradios.
En los entornos más cercanos del cuerpo, el perfume es una
parte sustancial de la cultura material orientada al diseño de experiencias,
diseño del olor del cuerpo o del olor de multitudes. Óleos e inciensos rituales
en los momentos sacros de la muerte o la plegaria. El mismo término de perfume
recuerda el modo más usual de estas ingenierías del aroma: quemar sustancias o
maderas de olor. En el siglo XVIII, al
compás de otras tantas modificaciones civilizatorias de la vida en común, el
perfume renació primero como atenuante de los olores corporales de una nobleza
no habituada al baño, en las cortes ilustradas, más tarde, como elemento de
distinción de clase, consumo de masas en nuestros días. La industria de la
fragancia va directa de la química a la experiencia, de las sustancias tomadas
de la naturaleza al nuevo diseño de moléculas volátiles. Olores que distinguen
identidades y clases: perfumes infantiles, perfumes de clase obrera, baratos y
de supermercado (clase obrera “Brummel”) o colonias de ejecutivo o de seducción
erótica de clase alta.
En el capitalismo del consumo no es infrecuente hacer
manifiesta el aura de la mercancía como fragancia: las franquicias
contemporáneas diseñan sus propias atmósferas, a diferencia de las viejas
tiendas; los productos llevan incorporadas fragancias de marca:
ropa íntima, juguetes, artículos de regalo, automóviles, …, la publicidad deja
de ser exclusivamente visual o auditiva para hacerse material en el envoltorio
y volátil en su aroma. Nuevas técnicas de producción artificial de atmósferas
se orientan a la atracción de visitantes o a la reducción de la ansiedad, en el
marco de la nueva industria del bienestar, en la forma de “aromaterapias” que
exploran los potenciales activos de los perfumes.
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