Si la construcción de la experiencia es un proceso que exige coordinar la percepción subjetiva y cualitativa con la mediación material del entorno, en ella, el tacto es el sentido que representa de forma paradigmática la corporeidad y la conexión entre lo objetivo y lo subjetivo. La lista de referencias culturales al tacto es larga, si bien a la vez que suelen degradarlo frente a la vista o el oído (la palabra), tienen que aceptar que es el sentido que produce una confianza mayor en la conexión epistémica con el mundo. Sin ser infalible, el tacto parece ser algo más robusto frente al posible engaño de los sentidos (una sospecha de la que nace el escepticismo sobre el que se construye el escepticismo de la modernidad). En el evangelio de Juan, Jesús resucitado le pide al suspicaz Tomás que ponga los dedos en su herida para asegurarse de que es él. En el episodio tan central en El Quijote, cuando don Alonso se despierta de su caída y golpe en la cueva de Montesinos y quiere asegurarse de que está vivo y no soñando las manos parecen resolver el problema escéptico de las Meditaciones cartesianas: "Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que exige que entre mí hacía me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora".
La excepcionalidad y privilegio epistémico del tacto sobre
los demás sentidos no han sido aceptados con demasiado entusiasmo por la
filosofía y sin embargo su singularidad fisiológica, funcional y fenomenológica
le hace merecedor de una atención tanto desde la perspectiva más restringida
filosófica como desde la más amplia de la teoría y la crítica cultural. El
órgano del tacto es la piel, el mayor de los órganos del cuerpo (en una persona
adulta de tamaño medio pesa aproximadamente tres kilogramos y tiene una
superficie de dos metros cuadrados). La piel merece también por sí misma un
lugar de primera fila en los estudios culturales. Es una frontera cuya
existencia liminal explica la importancia del tacto en la construcción de la
experiencia, del mismo modo que ella misma es la que constituye la base
material de la identidad personal. Las referencias iconográficas a los écorches
o desollamientos tanto en anatomía (Andrea Vesalio De humanis corporis fabrica)
como en pintura mítica (Marsias, San Bartolomé, especialmente los cuadros
respectivos de José Ribera) muestran el interés que tuvo el barroco en la piel
como página principal del atlas del cuerpo humano. Sin piel no hay persona, los
rasgos idiosincrásicos que nos permiten reconocer lo singular de un cuerpo
desaparecen para convertirlo en pura carne. No es sorprendente pues que una de
sus funciones, el tacto, sea tan esencial en la existencia.
A diferencia de otros sentidos en los que la especie humana
no puede competir con otros animales, el tacto es una función especialmente
desarrollado en esta especie. Uno de sus ejercicios, en el caso de la mano,
podría considerarse como una diferencia específica. La filosofía clásica
privilegia la vista y sus metonimias (teoría) como característica particular de
la especie, pero, como ya propuso Engels, es la mano y su ejercicio, la
técnica, la que construye el entorno material que diverge la trayectoria
evolutiva del hilo de los homínidos.
Si la vista es básicamente espacial, si la idea de
perspectiva es la que configura la construcción del espacio visual, el tacto es
esencialmente temporal. El espacio perceptivo que resulta tiene rasgos
distintos y notables. Mientras que los modelos visuales de lo real tienden por
la constitución desde la perspectiva a producir modelos individualistas y
pasivos, el tacto ofrece algunas características del mayor interés filosófico.
Así, mientras que la perspectiva visual permite una cierta concepción cerrada
de los perceptos, como cuando decimos “lo captó todo de un golpe de vista”, el
tacto produce siempre resultados abiertos, parciales y nunca terminados. A
diferencia de lo visual, que también tiende a generar concepciones (erróneas)
de lo sensorial como pasivo (en Kant, por ejemplo, quien considera a los
sentidos como pura receptividad, algo que repite su seguidor contemporáneo John
McDowell en Mente y mundo, (1994)), lo táctil o háptico es siempre
exploratorio, agencial, fruto de la espontaneidad. En tercer y más importante
lugar, lo táctil genera una simetría entre el sujeto y el objeto que en los otros
sentidos no es tan evidente: tocar es ser tocado al mismo tiempo. Cuando lo que
tocamos son seres vivos, y especialmente personas, la alteridad se impone de un
modo muy particular que en otros sentidos no se da de una forma tan
determinante. Tocar a otra persona es ser tocado por ella, no como simple
objeto sino como una subjetividad que afecta directamente a nuestra piel.
Esta característica de simetría es lo que hace del tacto un
medio central en el establecimiento de vínculos sociales. Sabemos que una gran
parte de los simios, los mamíferos de mayor socialidad, emplean una parte
significativa de su tiempo en tocar la piel de otros coespecíficos con objeto
de preservar y reproducir los vínculos emocionales sin los que el grupo se
desharía. Un bebé privado del contacto habitual con la piel de la madre tendrá
problemas para el desarrollo de sus relaciones sociales y de su confianza en el
mundo. No es por ello extraño que nuestros microrrituales más importantes para
el mantenimiento de las relaciones sociales se expresen mediante formas de
tacto. El saludo, este ritual tan esencial de la relación social, adopta en la
mayoría de las veces formas táctiles, como el dar la mano, el abrazo y el beso.
Cada una de estas formas y sus subvariedades construyen una jerarquía de
intimidades que indica a la otra persona y al grupo la profundidad del vínculo
social que expresa y reproduce el saludo. Exceptuando a los políticos de la
antigua URSS, el beso en la boca no es algo que usemos para saludar al jefe o
la jefa en el trabajo ni se nos ocurrirá dar la mano a nuestra pareja.
Pablo Maurette, en su magnífico libro sobre el tacto El
sentido más olvidado, 2017, dedica un hermoso ensayo al beso erótico o beso en
la boca. Suele ser la forma de aprendizaje erótica en la adolecescencia antes
de establecer otras relaciones sexuales, pero manifiesta una dinámica
particular que es mucho más interesante y más profunda que la de un simple
entremés o aperitivo sexual. Es un acto mutuamente exploratorio que construye
formas de intimidad que probablemente no llegue a alcanzar el acto sexual
simplemente genital. Y lo es porque los labios y lengua son zonas táctiles muy
particulares que conectan no ya los interiores de dos personas sino su mismo
aliento vital.
En el orden de los vínculos sociales, el tacto, como uno de
los principales medios de placer, está unido a la constitución de una cultura
material específicamente humana. Así, lo que llamamos hogar se organiza
originaria (y etimológicamente) alrededor del fuego. El control de la temperatura
es una de las funciones básicas de la piel, y el control material de la
temperatura externa fue una de las primeras conquistas culturales de los
homínidos a través del fuego y los refugios. Acercar a alguien para que
comparta el fuego es permitirle entrar en el círculo social íntimo. En la
modernidad, el capitalismo tiene un origen importante, como explican Sombert y
más tarde Fedinand Braudel, en la constitución de una cultura material del
confort, que está asociado principalmente al tacto: lechos blandos, texturas
suaves de tejidos, hogares amueblados con materiales nobles,… en general, la
cultura del confort es en gran medida una cultura del tacto.
Si el tacto crea vínculos sociales, también los destruye. Es
por ello uno de los principales instrumentos del poder que aprovecha la
capacidad del tacto para producir dolor. Dos de las prácticas más habituales de
la opresión violenta están orientados a la destrucción: la tortura, una
violencia que se ejerce la mayoría de las veces sobre la piel y que tiene
ilimitadas modalidades de producción de daño, dolor y terror, siempre con el
objetivo de destruir los lazos sociales de la víctima, que la mayoría de las
veces tardará, si sobrevive, en recuperar su confianza básica en el mundo. La
violación sexual, también con modalidades táctiles distintas, que siempre daña,
a veces irreparablemente las identidades sexuales de las mujeres. Los vínculos
sociales y la identidad sexual son dos dimensiones básicas de la identidad
personal. El daño infligido es generalmente irreparable de forma completa y es
la muestra más canalla del poder y la opresión sobre personas y colectivos. La
opresión tiene siempre como efecto el destejido de los lazos que unen las
identidades y la instrumentalización del tacto es efectiva para confinar los
cuerpos en lo que la tradición religiosa llamó un valle de lágrimas como
metáfora del tiempo de la vida.
El tacto ha sido olvidado también en las teorías sobre la aisthesis
o sensibilidad humana, pero los regímenes de lo sensibles son también, y quizás
sobre todo, regímenes hápticos, que entrañan un reparto de lo tangible y lo
intangible. Así, aunque en la era de la mercancía las relaciones humanas abocan
a una forma abstracta, su realización es muy material. Pues aunque la propiedad
privada se constituya de formas abstractas como posesión de valores de cambio,
se manifiesta en la realidad de las cosas y los derechos de tangibilidad. Salvo
los nuevos bienes intangibles que parece crear el arte digital, la propiedad se
manifiesta en objetos tangibles, que en un periodo inicial del capitalismo fue
también propiedad de cuerpos de personas en la fase esclavista de su
desarrollo.
Es habitual que las teorías de la aisthesis o
sensibilidad humana releguen el tacto a un lugar secundario. Tales son las extendidas
ideas de Jacques Rancière, que expresan los regímenes estéticos de las diversas
épocas culturales como “repartos de lo visible”. Es cierto que Rancière con
ello quiere expresar que las transformaciones sociales lo son también de lo
sensible, pero no obstante cae en la primacía de los regímenes ópticos sobre
los hápticos. Lo cierto es que las transformaciones del espacio social entrañan
resituaciones de lo tangible e intangible. No porque se transformen las bases
biológicas del tacto sino porque lo hacen las accesibilidades o affordances que
sitúan a los cuerpos en su entorno, que los cuerpos sintonizan como
posibilidades de acción. Los regímenes hápticos tienen su base en el lugar
central que ocupa la piel en la distribución de los cuerpos en el espacio
social.
La piel no es solamente el órgano del tacto, es también la
epidermis de lo social y la frontera osmótica por la que se producen los
intercambios de materia, energía, información y afecciones entre el organismo y
el medio. Su carácter liminal le dota además de sus propiedades funcionales de
una condición simbólica de la posición del cuerpo en el espacio social. La piel
está siempre “socializada”. Las grandes divisiones sociales se inscriben en la
piel. La piel está “generizada” o definida socialmente a partir de los
caracteres sexuales y su circulación social. Las divisiones sexuales de la
sociedad se expresan en formas en que la piel se sitúa en las relaciones
sociales. La propiedad patriarcal de las mujeres no lo es solamente de las
capacidades reproductivas sino también y sobre todo de los “derechos” de
tangibilidad y visibilidad de la piel. En las sociedades tradicionales, los
rituales amorosos por los cuales una mujer entra en el mercado de los cuerpos
se traducen en una progresiva cesión de derechos de tangibilidad de la piel
desde ceder el tacto de las manos o los labios a entregar la piel entera. Los
cambios en la visibilidad de la piel suelen acompañar estos procesos, pero
también otros signos en la piel en la forma de pinturas, anillos, abalorios y
formas de ropaje.
La piel está “racializada” en el espacio social y en los
cambios históricos. Su color, una característica visible define también las
accesibilidades táctiles al mundo. Hannah Arendt definió muy perspicuamente la
condición de exclusión social usando el término de casta indú paria, que alude
a los “intocables” como los grupos que están abajo en la escala social, que
constituyen ópticamente lo “obsceno” (fuera de escena), lo abyecto, lo
intangible. Es la piel la que define estas posiciones. El color de la piel ha
definido históricamente la condición de propiedad de los cuerpos. La esclavitud
de las sociedades premodernas se limitaba a los enemigos o a quienes estaban
endeudados y tenían que vender sus cuerpos o los de sus hijos, pero en la
modernidad se produce un salto cualitativo cuando es la piel la que define las
posibilidades de apropiación de las personas. En la América colonial la
división entre los blancos y las clases inferiores da lugar a un complejo
sistema de castas producto de la violencia social y sexual que se traduce en
clasificaciones del mestizaje: criollo, morisco, mulato, cholo, zambo, chino,…
clasificaciones basadas en la piel y en las hibridaciones que, a su vez,
definen los regímenes de posibilidades de acceso a un puesto social.
Las clases sociales se inscriben en la piel. Los derechos de
propiedad son primigeniamente derechos de tacto o uso de las cosas y las
personas. A pesar de que en el capitalismo se conviertan en algo abstracto,
como lo es la condición de mercancía, los derechos de propiedad se manifiestan
también como formas de tacto que se expresan en la división social del trabajo.
La callosidad de la piel de las manos, las arrugas o el color determinado por
la exposición al sol y a los vientos muestra los signos de la posición del
cuerpo en los regímenes de división social y sexual del trabajo. El cuento
tradicional de la princesita que era capaz de detectar un guisante bajo el
colchón expresa bien la condición de clase de la piel. “Tener la piel fina” que
usamos para caracterizar la ociosidad laboral también enuncia la mayor o menor
sensibilidad a las afecciones sociales. “Dejarse la piel” es lo que decimos
para dar cuenta de lo que produce el trabajo. Lo palpable es el adjetivo que
representa epistémicamente los regímenes hápticos, lo tangible de la realidad y
los grados de acceso a ella. La piel como frontera de lo palpable se convierte
en el lugar de intersección de lo epistémico y lo social.
Esta visión fenomenológica y general sobre lo háptico se materializa
en formas muy concretas si atendemos a la historia del capitalismo,
especialmente en sus dos primeras centurias de existencia. La historia del
algodón, de la experiencia háptica en sus varias determinaciones y la historia
del capitalismo están inseparablemente entrelazadas. Hay numerosísimos estudios
de este entrelazamiento, especialmente en lo que respecta a la relación entre
esclavismo, capitalismo y extensión mundial del cultivo del algodón, pero sin
duda destaca sobre todos la monografía de Sven Beckert[1] que
narra pormenorizadamente la globalización de los cultivos de algodón por todo
el mundo y su relación con el origen del capitalismo. La imagen tópica del
primer capitalismo de la revolución industrial es la de las minas y las grandes
siderurgias, pero fue con mucho la industria algodonera la que literalmente
tejió las redes industriales, comerciales, financieras y, sobre todo de
explotación que generaron el capitalismo industrial. Manchester, Brujas, Fall
River (Rhode Island), New Jersey, Connecticut, Cataluña, Alsacia,… fueron desde
comienzos del XIX los grandes centros de hilado y tejido del algodón, superando
a la tradicional artesanía de la India. En el origen material de la revolución
industrial, las máquinas de hilado fueron tan determinantes como la máquina de
vapor: la tradicional rueca que llena el cuadro de Las hilanderas de Velázquez,
y que representa la artesanía del XVII, dio paso a la hiladora Jenny de James Hargreaves en 1720,
la mula de hilar diseñada en 1775 por
Samuel Compton y patentada por Richard Roberts en 1825, quien diseñó también
proyectos de máquinas automáticas. El algodón es una de las fibras vegetales
más antiguas, junto al lino y el cáñamo, cultivado independientemente por
aztecas e incas, en India y China y el sudeste asiático desde la antigüedad. La
era de las talasocracias modernas portuguesa, española, inglesa, holandesa
contribuyó a extender el algodón que comenzó a competir de forma exitosa en el
siglo XVIII con los tejidos de lujo de la aristocracia: los linos, damascos,
terciopelos, rasos y sedas. A comienzos del XVII se crean la Compañía Británica
de las Indias Orientales, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y un
poco más tarde la Compañía Francesa de Indias, parte de cuyos beneficios
provenían del comercio del algodón. El algodón tiene la ventaja del fácil
teñido, una artesanía que dominaba la India, la gran productora y
comercializadora hasta finales del siglo XVIII, hasta el punto de que generó
una ola de restricciones de aranceles por parte de las potencias imperiales. El
último tercio del XVIII y la primera mitad del XIX fueron testigos, sin
embargo, de un fenómeno explosivo de producción en Estados Unidos cuando los
primeros plantadores descubrieron que las tierras del sur eran muy propicias al
cultivo, y sobre todo cuando comenzaron a extenderse las grandes plantaciones
trabajadas por esclavos africanos. El grupo de esclavistas algodoneros dominó
la política de Estados Unidos ya desde los primeros momentos de la
independencia, cuando la falta de materia prima llevó a la sustitución del
comercio de algodón de la India con el desarrollo de grandes plantaciones. La sed de tierras para el cultivo de algodón
llevó a comprar territorios del sur como la Florida al reino de España y la
Luisiana a Francia, seguido de las guerras de conquista y expulsión de las
tribus indígenas hacia el Oeste, hasta llegar al Misisipi, cuyo delta se
convirtió en un centro mundial de poder político y económico. La producción a
gran escala de las plantaciones de esclavos inundó el mercado y creó un
circuito básico con los centros industriales del norte, como Rhode Island y con
el Reino Unido.
Azúcar y algodón fueron dos productos que estuvieron en la
base del desarrollo del capitalismo industrial por el impacto que tuvieron las
innovaciones técnicas pero sobre todo por su base en la mano de obra esclava.
La transformación del gusto en el caso del azúcar, y la generalización de los
tejidos de algodón se apoyaron en una ceguera mundial sobre su origen. El
mercado mundial se llenó de muselinas, calicós, percales, satenes, mahones,
gabardinas, mezclillas y denims, con sus atractivos colores y la
suavidad del tacto con la piel. Una piel que dio origen al nuevo racismo,
distinto a la xenofobia que pudo haber sido una característica de
discriminación en las eras premodernas. El racismo convirtió el color de la
piel en índice de superioridad e inferioridad humanas, e impulsó una
legitimación científica del esclavismo y el colonialismo más salvajes. Los
primeros cien años de capitalismo, sostiene Beckert, con toda la razón, crearon
una alianza de los estados y de los grandes plantadores y compañías coloniales
para impedir las rebeliones, hasta el punto de que puede hablarse de un
capitalismo de guerra en el origen del capitalismo industrial. La historia
industrial y comercial del algodón prosiguió triunfal en la segunda mitad del
siglo XIX y reinó en el siglo XX creando la industria de la moda y el pret a
porter, del consumo de prendas baratas masivos, hasta el punto de que la
historia de la camiseta, cuyo algodón crece en Alabama, se tiñe en India, se
confecciona en China, se imprime en Filipinas y vende en Walmart ha sido
empleada como paradigma de la globalización del transporte barato.
El tacto, la piel y la experiencia se han transformado en la
modernidad como resultado de múltiples fuerzas culturales, pero la historia del
algodón ilustra mejor que otras historias más conocidas el poder mediador de
las transformaciones materiales en la configuración de los cuerpos
contemporáneos.
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