Las éticas naturalistas tienden a creer y pensar que los valores tienen orígenes en nuestra constitución biológica o sentimental y que han sido diseñados por la evolución. Las éticas transcendentales, en el otro polo, tienden a explicar el origen de los valores en la reflexión personal y colectiva. En un dominio más amplio que el de la ética, ‑-el espacio de la vida cotidiana o mundo de la vida del que habla Habermas‑‑ es poco aconsejable adscribirse a cualquiera de las dos tradiciones. Ni los valores de cambio, ni los de uso, ni siquiera los simbólicos son explicables dentro de los estrechos márgenes de cualquiera de ellas: ¿por qué los tomates de variedad rosa o cherokee valen más que los canarios?, ¿por qué es conveniente llevarse un mapa al campo por si no tienes cobertura de móvil?, ¿por qué es inadecuado saludar a tu rector con los gestos de hip-hop o darle la mano a tu pareja por la mañana?
La otra esfera en
la que encontramos respuestas insuficientes es la esfera de los significados y/o
sentidos. Para una tradición tan larga como poco cuestionada, los significados
y sentidos nacen con el lenguaje: “el lenguaje es la casa del ser” en un
universo que nos ha dejado sin hogar sostiene Heidegger, en una expresión resuena
tanto el romanticismo como Aristóteles. Esa tradición deja a los reinos de la
vida fuera del reino del sentido como si plantas, gusanos y simios carecieran
de significados al carecer de lenguaje. Aunque tampoco es convincente la
reducción teleológica de los significados a biología como hace la teórica del
significado Ruth Garrett Millikan.
Valores y
significados tienen que ver con el cuerpo y la vida, pero también con algo más
profundo que compartimos con todos los seres vivos, aunque la forma de
compartirlo sea muy particular de los seres humanos: el tiempo y el orden del
tiempo. Producción, reproducción, nacimiento y muerte son órdenes del tiempo
que caracterizan la forma especial se seres termodinámicos que son los seres
vivos. Los humanos vivimos el orden del tiempo de un modo especial, a través de
la coordinación y ajuste de nuestras acciones en la forma en que nos constituimos
como animales sociales.
Todos los seres
vivos hacen cosas. Los humanos también, pero de un modo estratégico: hacemos
cosas para hacer cosas. Cosas con el mundo, cosas con otros cuerpos y mentes,
cosas con nosotros mismos: dibujamos un boceto, construimos una mesa, colocamos
mercancías en estantes, imitamos los gestos de otros, escribimos textos.
Hacemos cosas que hacen mundos y que rehacen cuerpos. Todos los actos,
incluidos los intelectuales son materiales y tienen consecuencias materiales.
En el mundo de la representación las cosas entran de forma oblicua: un espejo
en un cuadro no es un espejo si está pintado, ni un texto es un texto (si el
espejo es un espejo y el texto es un texto aquello ya no es un cuadro sino un
trozo de mundo). En el teatro la muerte no es muerte, y si matamos a alguien en
escena ya no es teatro sino crimen. Pero hacemos cosas con los significados
representacionales: cosas en la mente de los espectadores.
¿Qué valen las
cosas que hacemos? El gran cómico Gila se preguntaba si sus monólogos valían
para algo y recordaba que su padre, ebanista, hacía muebles que valían para
algo. No hay duda de que los monólogos de Gila valían mucho y valían para
mucho: hacemos cosas que valen por sí mismas o que valen como significados.
Hacemos cosas
para conjurar el caos, para generar orden en nuestra vida, para “dar” sentido,
que no es sino un modo de vivir el tiempo como tiempo de posibilidades. Cosas,
significados y valores crean orden y transforman el tiempo.
La economía
política clásica, cuando se planteaba el origen de la riqueza de las naciones,
dividía a las gentes entre productivas e improductivas, a saber, entre quienes
para estos autores producían cosas valiosas (bienes e intercambios de
mercancías) y quienes no lo hacían. La producción y comercio eran la fuente de
valor y riqueza. Pero tenían un concepto menguado de valor y producción. Marx
se encargó de aclararlo al analizar cómo el valor nace del tiempo de trabajo, tiempo
social necesario para la reproducción social.
El tiempo es el
origen del valor, como también del significado: pero lo es en tanto que tiempo
ordenado. Para Marx, el tiempo que cuenta es el del trabajo asalariado,
ordenado por la jornada de trabajo, de la que el dueño de los medios de
producción se apropia de la plusvalía o tiempo sobrante de la reproducción.
Marx tenía razón en que no hay que analizar el valor fuera de la historia, las
formaciones sociales y modos de producción, pero su trabajo se limitó a la
tensión entre valor de uso y valor de cambio, y a la forma de trabajo
asalariado, que dejaba fuera muchas otras formas de trabajo así como de
producción: el trabajo doméstico, el intelectual, o las nuevas formas de
producción que aparecen en el consumo contemporáneo en el capitalismo de la
atención. Tampoco le dedicó mucho tiempo a la relación entre valor y
significado, ni a las formas de valor
simbólico.
En el tiempo de
la vida humana son las formas de orden las que cuentan: el orden del mundo es
producido por la coordinación de acciones y genera confianza básica, inteligibilidad
y planes de vida. Es un orden creado a la vez por la memoria, la imaginación y
la agencia. Un orden de posibilidades, que, por su parte, remite a modos de
orden primigenios como los calendarios y horarios, que son abstracciones que
reflejan la coordinación del tiempo social y que son parte intrínseca del poder.
Cosas,
significados y valores nacen juntos en y del orden del tiempo. La vida consiste
en elevar muros a la irrupción del caos. Para ello necesitamos calendarios,
mapas, artefactos, textos y representaciones. Hacer cosas que ordenen el mundo.
En la película Hacia rutas salvajes, el protagonista abandona el orden
cotidiano y se interna en las tierras libres de Alaska, pero lo hace sin mapas
ni información adecuada. Muere envenenado con una hierba que pensaba que era
comestible, según su libro, pero que estaba mal identificada, y a pocos kilómetros
de un lugar civilizado porque carecía de mapa. Llamamos salvajes a los espacios
y tiempos sin orden, que vacían de significados y valores la existencia.
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