La gente no creyente lo es por diversas razones, causas o azares. En mi caso por razones morales: observo una correlación muy estable entre religiones institucionalizadas e intolerancia y violencia. Las religiones que conozco suelen legitimar la violencia, el poder de las élites, normalizan la desigualdad y suelen oponerse a las democracias que separan las instituciones públicas y los componentes religiosos. También por razones epistémicas: aunque no soy inmune a las supersticiones, como casi nadie, tiendo a conservarlas bajo control. No creo en seres sobrenaturales y por ello no puedo aceptar prácticas ni creencias religiosas basadas en ellos.
No aceptar las religiones institucionales no implica, al
menos en mi caso, despreciar todo lo que está asociado a las religiones
históricas tanto en su producción de representaciones y mitos como también en
lo mejor de las prácticas y rituales que han generado entre sus fieles. Tampoco
implica rechazar mucho de lo que está asociado a la actitud religiosa ante la
propia vida, la sociedad y la naturaleza. De hecho ha habido religiones que no
tienen creencias en seres sobrenaturales, que practican alguna forma de
panteísmo o que, simplemente aceptan que cabe una tolerancia universal a todas
las religiones (no necesariamente a sus violencias institucionales ni a sus
sectarismos y mezclas del poder político y cultural con el religioso).
Las religiones realmente existentes son hechos sociológicamente
complejos en donde encontramos componentes funcionales y otros menos
funcionales. Son funcionales aquellas actitudes, prácticas y creencias que se estabilizan oblicuamente no
por su utilidad directa sino porque están asociadas consciente o
inconscientemente a utilidades sociales, como por ejemplo, paliar la soledad y
renovar los vínculos comunitarios asistiendo a los ritos religiosos. Esos
componentes funcionales son parte de los rituales que forman los cimientos de
la sociedad, como la tendencia de los adolescentes a reunirse en pandillas y
realizar gestos y acciones con una estructura de ritual de paso. En buena
medida, religiones e identidades colectivas suelen unirse y, en la medida en
que hay componentes oscuros tanto en las religiones institucionales como en las
mismas identidades, estos componentes tienden a reforzarse mutuamente. En el
extremo más peligroso están los fundamentalismos de comunidades o sociedades
que se ven llamadas a una misión universal, que generalmente acaba en sangre.
La funcionalidad hacia dentro produce caos hacia fuera.
Hay muchos otros componentes que no son funcionales, sino que
se asocian a los deseos de trascendencia: pensar la propia vida y la vida
colectiva más allá de los estrechos límites de la cotidianidad y el tedio diario.
Esa trascendencia puede que los creyentes la encuentren en historias sobrenaturales
pero también puede encontrarse en formas de meditación sobre el misterio del
alma humana, del arte, el heredero natural de la religión en el mundo moderno,
o en la celebración de la vida en todo el esplendor de nacimiento, desarrollo,
muerte y reproducción.
Otros componentes forman parte de la necesidad humana de
rituales organizados y sancionados colectivamente: los rituales de paso, rituales
de memoria, de duelo, de celebración, de tristeza o exaltación colectivas. La
modernización acelerada tiende a destruir los espacios, tiempos y formas
rituales tradicionales, lo que está en la base de los fundamentalismos religiosos
que tratan de resistir esta destrucción (al tiempo que paradójicamente
sostienen las causas económicas y culturales (capitalismo y neoliberalismo) que
la generan sin piedad. Los estados de derecho basados en el laicismo, por su
parte, no acaban de preservar la posibilidad de estos rituales sin asociarlos
necesariamente a las religiones constituidas. Tampoco las organizaciones y
movimientos sociales laicos o directamente ateos resisten esta destrucción de
lo ritual, sino que muchas veces colaboran activamente sin reparar en que se
convierten en cómplices de lo peor del capitalismo que es la generación de caos
social y mental al compás de la producción de beneficios.
En lo mejor de la resistencia humana asociada a la vida y no
a la muerte hay elementos que podríamos pensar como místicos y religiosos: la
solidaridad y fraternidad humanas, el don como relación entre personas y
grupos, la resistencia a la mercantilización e instrumentalización, la búsqueda
de la paz entre humanos y no humanos, la esperanza y confianza en la capacidad humana
de superar sus propias tendencias a la barbarie y la destrucción. La
celebración de la vida, de lo sublime de la naturaleza de la que formamos parte
y el temor compartido a lo oscuro de los impulsos de muerte.
Todo ello puede y debe ser acogido como herencia común humana y
aceptado en una multiplicidad de ritos y prácticas, se califiquen a sí
mismos como religiosos o no. Ello no impide que las sociedades puedan y deban
defenderse de los componentes malignos de todas las asociaciones que generen efectos antidemocráticos y asociales, sean iglesias
o no: de sus deseos de poder, conspiraciones, exclusiones y variadas formas de
violencia. La valoración de la actitud religiosa no excluye políticas a un
tiempo de tolerancia y aceptación positiva pero también de control implacable
del sectarismo y la violencia.
Yo soy ateo gracias a dios, por ello estoy convencido de que
el ateísmo no excluye la encarnación de todo lo mejor de las religiones sin
cargar con el peso y el dominio de sus poderes infernales.
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