No hay problema filosófico más intrincado que el de cómo articular las diversas escalas de tiempo en relación con nuestras prácticas y conceptos de qué es una vida honesta, aceptable y vivible. Los griegos poseían tres términos para el tiempo: aión, kronos, kairós, conceptualizando con ellos fenomenologías de la temporalidad que probablemente se nos escapan y que variaron en sus apariciones en la literatura y la filosofía, pero que corresponderían, traduciéndolas a nuestra percepción contemporánea, respectivamente, al tiempo cósmico de la historia natural, al tiempo público de calendarios y relojes y al tiempo de lo singular, de la presencia de lo efímero y a los momentos significativos.
En la filosofía contemporánea, encontramos la tensión
analizada por John McTaggart en un artículo de 1909 en la revista Mind,
entre dos series temporales: la que categoriza el tiempo en pasado, presente y
futuro (serie A) y la que categoriza los instantes de tiempo respecto a un
orden cronológico reflejado en las métricas como calendarios y relojes (serie
B). Esta serie B permite coordinarnos social, política, económica y
técnicamente. La serie A, por el contrario, es la forma más característica y
general en la que vivimos la dimensión temporal de la existencia. Estas dos
formas interactúan entre sí, de modo que tendemos a sentir lo temporal
acomodándonos a los ritmos colectivos, por ejemplo los tiempos de trabajo y
ocio, a la vez que los calendarios y horarios se llenan de señales de las cosas
que ocurren o los días y momentos por ocurrir. Por último, en el nivel más
profundo de la subjetividad temporal está la vivencia que acompaña al tiempo de
la vida ⎼o las edades del
hombre que teorizaron los filósofos medievales. En este nivel se levanta la
certeza básica de la finitud de la vida, de la mortalidad, así como la de la
vulnerabilidad y fragilidad que acompaña a la experiencia de nuestros cuerpos y
sus cambios de condición y salud.
Cada edad humana tiene su propio modo de llevar esta
experiencia inescapable de la finitud. Este tiempo de la vida recorre todas los
estratos de la ontología desde el hecho de que somos objetos termodinámicos
sometidos a la irreversibilidad, pasando por la evidencia biológica de que la
muerte es un invento de la vida como una condición de posibilidad de
supervivencia de las especies, hasta la experiencia diaria de la mortalidad de
los seres cercanos y seres vivos que amamos.
Pero esta finitud se vive fenomenológicamente de maneras
diversas a lo largo de la vida y a lo ancho de las culturas. Con el avance de
la edad, el espacio de posibilidades, y por tanto de expectativas con sus
emociones asociadas, varía de maneras no lineales: no hay tal espacio en la
niñez, es un espacio trágico de decisiones en tensión en la juventud y madurez
y se estrecha con la edad más provecta de la vejez. Pese a toda esta
complejidad, la finitud como hecho objetivo y como experiencia fenoménica es
asimétrica respecto a todas las demás modalidades de experiencia del tiempo:
establece la escala humana, el límite más allá del cual la temporalidad adopta
ya formas cosmológicas, históricas, siempre externas al concernimiento moral de
los humanos.
Pensemos, por ejemplo, en el cambio climático. Si adoptamos
la perspectiva del experto, el tiempo del planeta está caracterizado por
parámetros físicos. Si adoptamos la escala humana, el tiempo se ordena en
generaciones que tienen que sobrevivir y en especies biológicas que pueden
desaparecer. Lo objetivo abre paso a una vivencia subjetiva que nos concierne.
Martin Hägglund ha argumentado que la conciencia de la
finitud es la única que nos puede ofrecer una fe secular en la vida y en la
humanidad, un amor por el tiempo de la vida y por la vida propia y la de los
demás. Una vida concebida no como trabajo ni mercancía sino en sí misma como
expresión de las potencialidades humanas sociales y creativas. Estoy
completamente de acuerdo con su línea de pensamiento, a lo que añadiría que la
convicción de la finitud y la escala que determina es la que nos permite articular
todas las modalidades de la temporalidad que nos ofrece la cultura: desde la
finitud trascendemos la situación concreta del presente y nos proyectamos en el
futuro y en el pasado elaborando hilos de identidad narrativa.
La desmesura en que vivimos no tiene buen pronóstico. No nos
cabe componer una medida común para las cosas importantes en la vida. La
diversidad humana es ilimitada: diversidad de culturas, de perspectivas, de
maneras de ver y de valorar las cosas. Las estadísticas nos dicen que los
problemas que agobian a las sociedades varían tanto como sus situaciones. Y no
es solo que haya diferentes ordenamientos de lo que importa a las gentes, es
también que los distintos sistemas de valores son inconmensurables. No es que
sean incomparables, de hecho estamos continuamente contrastando nuestros
valores y los suyos, montando guerras o en conflictos inacabables por las
diferencias. Comparamos pero no con-mensuramos.
No hay medidas que nos resuelvan la pregunta de si nuestros
valores son mejores o peores que los de los otros. Buscamos la objetividad y
encontramos la controversia o el conflicto. La dialéctica de los conflictos es
la madre de la historia. Todo eso es cierto. Pero cabe repensar si no la mesura
común sí al menos las escalas donde convergen las diferencias.
Para bien o para mal, hay ciertos hechos básicos sobre la
humanidad que definen si no una medida, sí al menos una escala común. El
primero es la fragilidad, la mortalidad. Nuestro tiempo es limitado. Muy
limitado. Aunque nuestro conocimiento se mueva hasta las profundidades cósmicas
y nuestras esperanzas o fe discurran por los tiempos de la historia o la
eternidad, lo más cierto de la vida es que no tenemos tiempo. La limitación del
intervalo entre la cuna y la tumba no nos da una medida común, pero sí una escala
que solo la insania puede olvidar. Que nuestra vida es corta es la razón por la
que las cosas significan e importan. Si fuéramos inmortales, nada sería
relevante, nada sería nuevo bajo el sol, nada sería más o menos, todo volvería
a ser lo mismo.
Amamos y odiamos porque sabemos que nuestro tiempo se acaba.
En eso consiste la vida. La vida inventó la muerte para renovarse sin descanso.
La conciencia de la finitud puede llevar a la ansiedad, tal como creían algunos
filósofos, pero en realidad es la fuente de todo valor. Amamos lo que sabemos
que vamos a perder y porque sabemos que vamos a perderlo lo amamos. Es la fe
básica que nace en las fuentes de la vida.
La finitud nos ofrece una escala común: la altura de los
ojos, no las alturas del poder ni las alturas de la historia, sino la misma
fábrica de la que está hecho el tiempo y el espacio humanos. No es mucho, pero
no es poco, es tal vez el único hecho objetivo que es difícil discutir por más
que nos alejen las creencias y las ideologías. Y cuando afirmo que no es poco
lo hago porque de este hecho y de esta escala podemos extraer inferencias
básicas para encontrar si no medida si al menos mesura, en el sentido que este
término tiene en castellano: contención, prudencia, capacidad para establecer
los límites.
Y en esta mesura encontramos que las limitaciones del tiempo
y el espacio no son tan pequeñas como para que no podamos hablar de propiedades
que aparecen en la escala humana: la experiencia, esa capacidad que tenemos
para convertir lo que nos pasa en relato, en aprendizaje, en memoria. Gozos y
sufrimientos son diferentes en cada persona y en cada condición y cultura, pero
la posibilidad de experiencia, de construir relatos propios no es un logro
pequeño. La agencia, un término que aún la Real Academia no ha terminado de
aceptar en la acepción que usamos en filosofía y ciencias sociales: la
capacidad de intervenir en nuestro mundo y en nuestra vida según nuestra
libertad de pensamiento y razón. La posibilidad de experiencia, la posibilidad
de agencia es lo que permite hacer visible la escala humana cuando nos miramos
unos a otros a la altura de los ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario