domingo, 18 de mayo de 2025

La altura de los ojos

 



No hay problema filosófico más intrincado que el de cómo articular las diversas escalas de tiempo en relación con nuestras prácticas y conceptos de qué es una vida honesta, aceptable y vivible. Los griegos poseían tres términos para el tiempo: aión, kronos, kairós, conceptualizando con ellos fenomenologías de la temporalidad que probablemente se nos escapan y que variaron en sus apariciones en la literatura y la filosofía, pero que corresponderían, traduciéndolas a nuestra percepción contemporánea, respectivamente, al tiempo cósmico de la historia natural, al tiempo público de calendarios y relojes y al tiempo de lo singular, de la presencia de lo efímero y a los momentos significativos.

En la filosofía contemporánea, encontramos la tensión analizada por John McTaggart en un artículo de 1909 en la revista Mind, entre dos series temporales: la que categoriza el tiempo en pasado, presente y futuro (serie A) y la que categoriza los instantes de tiempo respecto a un orden cronológico reflejado en las métricas como calendarios y relojes (serie B). Esta serie B permite coordinarnos social, política, económica y técnicamente. La serie A, por el contrario, es la forma más característica y general en la que vivimos la dimensión temporal de la existencia. Estas dos formas interactúan entre sí, de modo que tendemos a sentir lo temporal acomodándonos a los ritmos colectivos, por ejemplo los tiempos de trabajo y ocio, a la vez que los calendarios y horarios se llenan de señales de las cosas que ocurren o los días y momentos por ocurrir. Por último, en el nivel más profundo de la subjetividad temporal está la vivencia que acompaña al tiempo de la vida o las edades del hombre que teorizaron los filósofos medievales. En este nivel se levanta la certeza básica de la finitud de la vida, de la mortalidad, así como la de la vulnerabilidad y fragilidad que acompaña a la experiencia de nuestros cuerpos y sus cambios de condición y salud.

Cada edad humana tiene su propio modo de llevar esta experiencia inescapable de la finitud. Este tiempo de la vida recorre todas los estratos de la ontología desde el hecho de que somos objetos termodinámicos sometidos a la irreversibilidad, pasando por la evidencia biológica de que la muerte es un invento de la vida como una condición de posibilidad de supervivencia de las especies, hasta la experiencia diaria de la mortalidad de los seres cercanos y seres vivos que amamos.

Pero esta finitud se vive fenomenológicamente de maneras diversas a lo largo de la vida y a lo ancho de las culturas. Con el avance de la edad, el espacio de posibilidades, y por tanto de expectativas con sus emociones asociadas, varía de maneras no lineales: no hay tal espacio en la niñez, es un espacio trágico de decisiones en tensión en la juventud y madurez y se estrecha con la edad más provecta de la vejez. Pese a toda esta complejidad, la finitud como hecho objetivo y como experiencia fenoménica es asimétrica respecto a todas las demás modalidades de experiencia del tiempo: establece la escala humana, el límite más allá del cual la temporalidad adopta ya formas cosmológicas, históricas, siempre externas al concernimiento moral de los humanos.

Pensemos, por ejemplo, en el cambio climático. Si adoptamos la perspectiva del experto, el tiempo del planeta está caracterizado por parámetros físicos. Si adoptamos la escala humana, el tiempo se ordena en generaciones que tienen que sobrevivir y en especies biológicas que pueden desaparecer. Lo objetivo abre paso a una vivencia subjetiva que nos concierne.

Martin Hägglund ha argumentado que la conciencia de la finitud es la única que nos puede ofrecer una fe secular en la vida y en la humanidad, un amor por el tiempo de la vida y por la vida propia y la de los demás. Una vida concebida no como trabajo ni mercancía sino en sí misma como expresión de las potencialidades humanas sociales y creativas. Estoy completamente de acuerdo con su línea de pensamiento, a lo que añadiría que la convicción de la finitud y la escala que determina es la que nos permite articular todas las modalidades de la temporalidad que nos ofrece la cultura: desde la finitud trascendemos la situación concreta del presente y nos proyectamos en el futuro y en el pasado elaborando hilos de identidad narrativa.

La desmesura en que vivimos no tiene buen pronóstico. No nos cabe componer una medida común para las cosas importantes en la vida. La diversidad humana es ilimitada: diversidad de culturas, de perspectivas, de maneras de ver y de valorar las cosas. Las estadísticas nos dicen que los problemas que agobian a las sociedades varían tanto como sus situaciones. Y no es solo que haya diferentes ordenamientos de lo que importa a las gentes, es también que los distintos sistemas de valores son inconmensurables. No es que sean incomparables, de hecho estamos continuamente contrastando nuestros valores y los suyos, montando guerras o en conflictos inacabables por las diferencias. Comparamos pero no con-mensuramos.

No hay medidas que nos resuelvan la pregunta de si nuestros valores son mejores o peores que los de los otros. Buscamos la objetividad y encontramos la controversia o el conflicto. La dialéctica de los conflictos es la madre de la historia. Todo eso es cierto. Pero cabe repensar si no la mesura común sí al menos las escalas donde convergen las diferencias.

Para bien o para mal, hay ciertos hechos básicos sobre la humanidad que definen si no una medida, sí al menos una escala común. El primero es la fragilidad, la mortalidad. Nuestro tiempo es limitado. Muy limitado. Aunque nuestro conocimiento se mueva hasta las profundidades cósmicas y nuestras esperanzas o fe discurran por los tiempos de la historia o la eternidad, lo más cierto de la vida es que no tenemos tiempo. La limitación del intervalo entre la cuna y la tumba no nos da una medida común, pero sí una escala que solo la insania puede olvidar. Que nuestra vida es corta es la razón por la que las cosas significan e importan. Si fuéramos inmortales, nada sería relevante, nada sería nuevo bajo el sol, nada sería más o menos, todo volvería a ser lo mismo.

Amamos y odiamos porque sabemos que nuestro tiempo se acaba. En eso consiste la vida. La vida inventó la muerte para renovarse sin descanso. La conciencia de la finitud puede llevar a la ansiedad, tal como creían algunos filósofos, pero en realidad es la fuente de todo valor. Amamos lo que sabemos que vamos a perder y porque sabemos que vamos a perderlo lo amamos. Es la fe básica que nace en las fuentes de la vida.

La finitud nos ofrece una escala común: la altura de los ojos, no las alturas del poder ni las alturas de la historia, sino la misma fábrica de la que está hecho el tiempo y el espacio humanos. No es mucho, pero no es poco, es tal vez el único hecho objetivo que es difícil discutir por más que nos alejen las creencias y las ideologías. Y cuando afirmo que no es poco lo hago porque de este hecho y de esta escala podemos extraer inferencias básicas para encontrar si no medida si al menos mesura, en el sentido que este término tiene en castellano: contención, prudencia, capacidad para establecer los límites.

Y en esta mesura encontramos que las limitaciones del tiempo y el espacio no son tan pequeñas como para que no podamos hablar de propiedades que aparecen en la escala humana: la experiencia, esa capacidad que tenemos para convertir lo que nos pasa en relato, en aprendizaje, en memoria. Gozos y sufrimientos son diferentes en cada persona y en cada condición y cultura, pero la posibilidad de experiencia, de construir relatos propios no es un logro pequeño. La agencia, un término que aún la Real Academia no ha terminado de aceptar en la acepción que usamos en filosofía y ciencias sociales: la capacidad de intervenir en nuestro mundo y en nuestra vida según nuestra libertad de pensamiento y razón. La posibilidad de experiencia, la posibilidad de agencia es lo que permite hacer visible la escala humana cuando nos miramos unos a otros a la altura de los ojos.


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