domingo, 24 de junio de 2018

Polarización y antagonismo





La polarización de grupo que se observa en las actitudes políticas, culturales y sociales en los últimos tiempos presenta características nuevas, diferentes a lo que fueron los bandos, grupos y afiliaciones culturales, políticas y sociales de sociedades anteriores. No se trata simplemente de que las posiciones diferentes sean amplificadas por los medios de comunicación, sino que son producto de estrategias diseñadas para ocultar bajo un tsunami de alborotos, insultos, gritos y estereotipos consensos básicos que denotan una falta real de alternativas sociales. Son producto de estrategias orientadas a empobrecer la imaginación, a debilitar la agencia y a crear la ilusión de libre expresión. Esta es, expuesta cruda y velozmente, la tesis sobre la que querría argumentar. 

Los ejemplos se amontonan y uno solamente puede relatar con desolación los que le acuden a la memoria por momentos. Hace una semana, Vanesa Jiménez, una de las periodistas nucleares de la revista digital CTXT tuvo que escribir un editorial quejándose de cómo dos artículos de signo diferente, escritos por sendas autoras feministas, habían provocado una enorme reacción en las redes sociales que ya no cuestionaban tanto las opiniones como la propia revista. En un artículo la autora defendía que en las relaciones sexuales debería existir empatía. En el otro artículo la autora defendía que tal opinión perpetúa el patriarcalismo y es un signo de puritanismo disfrazado de feminismo. Esteban Hernández, hace unos días, publicaba un artículo en El Confidencial  quejándose de la polarización en las redes por las cuestiones más nimias y cómo quienes se atreven a cuestionar la opinión bien establecida por cada uno de los bandos, introduciendo matices o disensos parciales, son tildados de enemigos públicos.

Una alumna de nuestro máster de Teoría y Crítica de la Cultura, Ivonne Donado, escribió un inteligente trabajo fin de máster hace un año sobre cómo en el referéndum colombiano por el fin de la violencia la violencia simbólica en las redes se había disparado durante la etapa de campaña. Observó, en un cuidadoso trabajo etnográfico en las redes, cómo el tono, timbre y semántica agresiva escalaban los mensajes en las redes. El largo y doloroso procès catalán, que condujo a una división emocional de la sociedad catalana en distancias nunca alcanzadas en la historia, fue precedido de una gigantomaquia de medios de comunicación y nuevos agentes en las redes sociales para librar en el terreno virtual una disputa que todos sabían (bueno, esto era parte del debate) que no tenía una posibilidad real política en los marcos institucionales vigentes del Estado Español y la Unión Europea. La historia reciente del grupo político Podemos, y dos o tres movilizaciones reticulares de sus militantes sobre sendas controversias, muestran cómo un grupo que comenzó siendo ejemplo de un sentido de pertenencia y afiliación a nuevas formas de política podía convertirse en una jaula de perros de presa azuzados por los peores sentimientos.

Se podría pensar que todas estas movilizaciones de pasiones representan profundos antagonismos sociales, y que la expresión épica de los discursos, a veces rastrera y barriobajera, y siempre carente de lucidez argumentativa, es un simple y disculpable efecto de la fractura social y de los frentes culturales asociados a ella, y que los desmanes lingüísticos son candidatos a una amnistía política ante la grave profundidad de lo que está en juego. Nada de eso. Lo que hay aquí es puro negocio. Polarización y antagonismo puede que, en ciertos temas, en ciertos espacios y tiempos, intersecten. Pero no coinciden. El antagonismo es una condición de la dinámica histórica y una aspiración de la democracia. Como dinámica histórica nos lleva a las tensiones que crean los intereses en tensión y la lucha por la propiedad, la igualdad y el reconocimiento. Como aspiración de la democracia,  el antagonismo es la fuerza que debe impulsar la formación de distintas y alternativas líneas políticas, imaginarios colectivos, programas de acción y prácticas sociales diferenciadas que se encuentran y disputan el poder y la hegemonía cultural en el espacio de la esfera pública.

Raramente el antagonismo real produce polarizaciones superficiales. En las controversias duras, en los espacios de conflicto donde lo que está en juego es la propia condición de existencia, los excesos verbales son la excepción. En un hermoso poema, Renè Char, a la sazón dirigente de la Resistencia, escribe a un jefe de partida consejos para organizar la vida cotidiana en un horizonte oscuro de lucha continua. Le anima, entre otras cosas, a no creer la mitad de los informes, a bajar todos los tonos, a la moderación sin la que la radicalidad de la batalla no es posible. Si uno lee los textos de la vieja gente dura, empeñada en luchas de largo tiempo, observará rápidamente la contención verbal y el impulso didáctico. Salvador Seguí, Ángel Pestaña, Pablo Iglesias, Antonio Gramsci, escribían con la intención de convencer al otro, no siempre compañero en los viajes, a veces adversario. Es cierto que la agitprop creó tradiciones de lemas y gritos, de imágenes rápidas de batalla y banderas. Pero fue siempre para consumo de ocasión. El frente cultural más interesante estuvo siempre mediado por el control del lenguaje.

En el mundo de los mass media y las redes sociales contemporáneos, en las pantallas de tv y en la era de los tabloides, la desmesura sucede a la confrontación real. Hay muchos intereses en juego. El primero y más importante es el de el control de la atención. Sabemos por las ciencias cognitivas que el cerebro debe establecer un balance de energía entre la atención y la deliberación. Ambas funciones raramente pueden realizarse a la vez durante un tiempo largo. La deliberación no renta económicamente, la atención sí, de modo que el mundo de la comunicación se orienta hacia tiempos cortos llenos de lemas, subrayados, interjecciones y exabruptos. En segundo lugar, sabemos también por la psicología social de la tensión interna entre la expresión de la opinión propia y el miedo a la pérdida de afiliación. Múltiples experimentos describen cómo personas que entran de bona fide en una controversia en situación de buena fe, y descubren que la controversia se ha dividido en dos bandos claros, modifican inconscientemente sus posiciones para adaptarlas a uno de los grupos. El resultado es que las opiniones previas se anclan y se hacen insensibles a los argumentos ajenos. Estos y otros sesgos y mecanismos que nacen de la fábrica misma de la mente humana son convertidos en instrumentos potentísimos de expropiación de la atención y génesis de movilizaciones de las emociones cuyo objetivo nunca es el contenido, sino la mera participación en el negocio de la comunicación.

Por debajo, en el horizonte, se impone sin embargo la idea de que hay pocas alternativas. Las gigantomaquias en las redes y los medios son batallitas en una tacita inglesa de té. Nada se juega en todo ello. La política y la economía tienden a crear la nube determinista de que nada se puede hacer y que todo lo que queda es el denuesto del adversario, ahora enemigo simbólico. Las grandes políticas se mueven hacia el sucio terreno de las políticas de gestos, no hacia las gestas que implican nuevas trayectorias históricas.

Y sin embargo, los antagonismos siguen presentes, se entrelazan, se cruzan y disputan y a veces se confunden pero no se expresan en nuevas prácticas, en la transformación real de los lenguajes y semánticas, en la elaboración cuidadosa de una imagen mejorada del adversario que pueda ser discutida con cuidado, en la que aquél no solo se reconozca sino que se vea mejorado para más tarde encontrar allí las propias contradicciones y errores. Articular antagonismos es mucho más difícil que expresar ira. Se trata de construir opciones alternativas de nuevas formas de socialidad. Se trata de enfrentamientos reales con las enormes fuerzas del poder que exigen un esfuerzo continuo de inteligencia, cálculo, capacidad de argumentación y voluntad de persistencia. Se trata de colgar las emociones en el armario de la conciencia, no de abandonarlas, pero sí de hacer que sirvan al propósito básico de la acción. En la tensión de los antagonismos nada hay más peligroso que tener al lado a un exaltado. Pone en peligro todo y a todos, y solo atiende a su ego. El antagonismo es una tensión por la propiedad del lenguaje, de la agencia y de la historia. Nunca es una representación de actores engolados, como los que retrataba Fernando Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte

Se hace creer que hay antagonismo cuando sólo hay polarización que cabalga sobre consensos ocultos e inmovibles, sobre estructuras de sentimientos y prácticas que apenas son rozadas por la escalada verbal y por las pasiones desatadas. Me contaba un amigo diputado en el congreso lo extraño que era ver a una de las malas bestias del hemiciclo circulando por la cafetería como una persona humilde, amable y cariñosa. Lo he oído de varios partidos políticos. Todos ellos tienen su Alfonso Guerra, su Rafael Hernando, su Juan Carlos Monedero, con máscaras jánicas de bocazas y amistosos abrazos de osito, dependiendo de la presencia de cámaras. No es casual. Las cámaras son el mensaje, no son el medio. Son, simplemente, formas de negocio en las que la polarización es solo minería de atención.

domingo, 17 de junio de 2018

Vivir en la(s) nube(s)




Desde hace algo más de una década se ha ido extendiendo un nuevo entorno técnico que modela de forma creciente nuestras vidas cotidianas, o al menos una parte de ellas, o al menos una parte de las vidas cotidianas de la gente. Me refiero al complejo de procesos, compañías y servicios que conocemos como "computación en la nube". Poco a poco, los viejos ordenadores de sobremesa, e incluso los portátiles, dejan de ser los lugares de almacenamiento de información y de programas (todo aquél tiempo de coleccionismo de música, películas, libros, programas obtenidos muchas veces del mundo pirata) y se va dando paso a plataformas que ofrecen servicios de almacenamiento de información, de mensajería o comunicación por voz e imagen, de programas de todo tipo y que, más allá, están influyendo de manera notable en la vida cotidiana, en la ciencia, en la economía, e incluso en la geopolítica a escala planetaria.

No nos dimos cuenta de cómo nos íbamos deslizando hacia ese mundo. Fue a través de los nuevos servicios que ofrecían las plataformas de los exploradores como Google, las empresas de programas como Microsoft o las nuevas de distribución como Amazon, las redes sociales como FaceBook, Twitter, Instagram, y tantas otras, más tarde las de mensajería como Whatsapp o Telegram. No fue solo la vida cotidiana sino también la economía, cada vez más dependiente de las grandes plataformas y de los servicios que ofrecen éstas para la gestión y para la comercialización. Hasta el punto de que entramos progresivamente en una especie de economía de la plataforma (a veces decimos "del contenedor") que afecta cada vez más a todos los aspectos de nuestras vidas: el trabajo o la falta de trabajo; la vivienda (las nuevas formas de escasez de vivienda en las grandes ciudades tiene bastante que ver con las nuevas formas de turismo e incluso de habitación temporal dependiente de estas nuevas plataformas); el ocio y el consumo (el comercio electrónico ya tiene una cuota notoria (6,4%, en España); YouTube ha sustituido entre los adolescentes a todos los demás medios como forma de acceso a la música: no entenderíamos en fenómeno del trap sin los youtubers); la ciencia más avanzada en campos como la física, el clima, la bioingeniería, e incluso las ciencias sociales; el mundo del nuevo recurso (artificial) de producción: los big data, es decir, las enormes cantidades de información medidas en petabytes, caracterizadas por la triple V de Volumen, Velocidad y Variedad, asociada a las nuevas herramientas de Analytics (lo que antes se llamaba "minería de datos"), que está angustiando a todas las grandes empresas por dominar esas técnicas.

La geoestrategia y geopolítica actual, que divide el mundo en zonas de poder- cada vez más parecido a las tres regiones de 1984 - de las grandes superpotencias (Estados Unidos y China), tiene mucho que ver con el control de estas superplataformas de las que depende la economía e incluso la política contemporánea. La aparición de nuevos agentes que interfieren en los procesos políticos, como el conocido caso de Cambridge Analytics, son parte de estas transformaciones en la ordenación del mundo. China ha sido hasta ahora la única potencia capaz de enfrentarse a las superplataformas creando las suyas propias (Alibaba). Todo ello nos hace sospechar que estas nuevas formas de dependencia tecnológica se han convertido ya en una de las formas más estratégicas del poder.

No habríamos entrado tan rápidamente si no ofreciesen ventajas que son apreciables por todos. No podríamos entender el nuevo reinado de los pequeños dispositivos móviles como las tablets y, sobre todo, los smartphones, sin el mundo de la nube. Gestión, almacén, comunicación, búsqueda de transportes, alojamiento, restaurantes o cualquier otro elemento de consumo diario, ..., todo eso explica que sea tan difícil ver por la calle a alguien sin un móvil en la mano abstraído de su mundo físico. No soy yo quien negará estas ventajas de las que nos aprovechamos todos.

La cuestión más complicada es la que tiene que ver con la conciencia de las dependencias profundas que se han instalado en nuestras vidas. Algunas de ellas inquietantes, y otras muchas bordeando lo tenebroso:

La primera y más preocupante es el poder de estos nuevos actores geo-político-económicos. No se trata solamente de que las empresas que proporcionan los servicios de nube, de computación, mensajería e infraestructura informacional, tengan tanto peso económico en el mundo, es también y sobre todo que han adquirido un poder supraestatal que hace más que difícil la regulación política y democrática del nuevo orden internacional. A pesar de que grandes unidades como la Unión Europea puedan ocasionalmente castigar con multas millonarias a estas macroorporaciones, el problema de fondo es la gestión del orden informacional, quizás ya más allá del alcance no ya de los estados-nación sino incluso de alianzas geo-estratégicas. Pensamos todos rápidamente en las cuestiones de privacidad, pero mucho más preocupante es el control y la regulación de uso de las inmensas cantidades de datos que son generados cada instante en el mundo tanto por origen humano como artificial: cada sensor de los múltiples artefactos conectados genera datos; cada acto humano que toca un dispositivo conectado produce datos. Todos ellos son almacenados y procesados a demanda de la nueva industria geo-económica de la información.  El territorio queda ahora en manos de lo que piadosamente se llama la ética de la información o las buenas prácticas, pero cada vez más lejos del debate y el control ciudadano a través de las leyes implantadas democráticamente.

La segunda y no menos preocupante es la introducción de una nueva y cada vez mayor fuente de desigualdad: el acceso a la información. Tener o no tener un contrato de teléfono con acceso a datos móviles, y estar cerca de lugares donde hay buena cobertura de datos se ha convertido en una de las grandes barreras económicas en el mundo. No se entiende la España Vacía, cada vez más vacía y empobrecida, sin la brecha tecnológica de acceso a internet. Pero, dentro de las cosmópolis sin fronteras en las que se convierten nuestras ciudades, la brecha informática es crecientemente una brecha económica. Algunos servicios son gratis, pero cada vez menos. La computación en la nube, sobre todo en lo que respecta a programas es, cada vez más, dependiente de estrategias de fidelización a través de contratos. La vida en la nube será pronto un marcador de clase más importante de lo que parece.

La tercera, también esencial, es la cuestión de la propiedad en la nube. La nube es una mala metáfora porque realmente todo depende de enormes infraestructuras físicas de transporte y almacenamiento de la información, de ocultos nodos de comunicación y de algoritmos de tratamientos de datos (todo son algoritmos, pero bajo este nombre lo que se esconde son nuevas tecnologías analíticas de datos que tienen sus propios programas de selección, categorización y ordenamiento de los datos). La nítida distinción entre lo público y lo privado de la que dependía buena parte de nuestra imaginación política, se borra por las crecientes dependencias de todas las instancias de la vida de la existencia de las plataformas. No habría ya políticas públicas de salud, sanidad, medio-ambiente o seguridad sin la dependencia de las plataformas. No siempre públicas. Los estados no pueden permitirse ya estas insfraestructuras: dependen, como cualquier gran corporación, de las negociaciones con estos super-agentes.

Luego están todas las consecuencias sobre la identidad de colectivos, grupos y personas en su existencia en la nube. Pero lo dejaremos para otra ocasión.




domingo, 10 de junio de 2018

El tiempo del amor



Ciertos sociólogos de la posmodernidad (Zygmunt Bauman, Anthony Giddens) han mantenido la idea de que, como producto de la modernización, las intimidades pierden consistencia, dejan de tener como horizonte el tiempo de la vida, se tornan fugaces y pierden compromiso. Creen que la estadística de los tiempos del amor, que en las sociedades urbanas muestra un creciente acortamiento es un signo de esta "liquidez" de las relaciones bajo la condición de la modernidad tardía. Sostienen que la modernización habría acabado con un componente esencial del concepto de amor: la duración ilimitada. "Amor eterno, más allá de la muerte"; "seré polvo, mas polvo enamorado",  son expresiones que han ido elaborando la idea de este sentimiento tan importante en la sociedad contemporánea.

Israel Roncero ha escrito una respuesta crítica a esta tesis. Intimidades fugaces, su libro, es un alegato contra la idea de que el amor tenga que ser un sentimiento duradero. Ha realizado una exploración etnográfica en una comunidad que, estereotípicamente, practica la promiscuidad, la cultura gay, para argumentar que no: el amor puede existir y sobrevivir en tiempos cortos, que son la intimidad y la amistad, y no los sentimientos de tiempo largo, los que constituyen su valor fundamental, y que lo episódico puede ser un tiempo de amor tanto como el que se supone que constituyen los amores monógamos de rigen el patrón usual de familia dominante. Las historias de vida que presenta y su discurso propio son un argumento convincente que reivindica para el amor las formas de eros que se manifiestan como modos alternativos y que este libro considera que son aportaciones al concepto de amor y no, por el contrario, ejemplificaciones de su degeneración bajo los procesos de modernización.

Querría conectar esta tesis de Israel, que defiende la fugacidad como una modalidad no negativa, e incluso una forma resistente de amor, con una cuestión más general sobre los tiempos y espacios de vida bajo nuestra civilización ordenada por el capitalismo tardío. Sendos trabajos de Amador Fernández-Savater y Jorge Moruno han analizado la precariedad de tantas existencias contemporáneas como una "pérdida" de tiempo, en realidad una expropiación del tiempo que no solo afectaría a las condiciones de trabajo precario, sino a una mucho más amplia condición de existencia en la que incluso las clases acomodadas sufrirían de la pérdida de tiempo y de una suerte de estrés permanente por dicha falta.

"Todo lo sólido se desvanece en el aire" bajo la continua revolución de las condiciones materiales de existencia que promueve el capitalismo, escribían Marx y Engels en el Manifiesto Comunista. Si en el capitalismo primero el tiempo de la vida era un límite intrínseco a la explotación, pues hasta el capitalista comprendía que el obrero tenía que comer, dormir, reproducirse, para que su negocio tuviese continuidad, el capitalismo tardío habría borrado esta frontera. Por un lado, el tiempo de la vida se ha convertido en un tiempo de explotación continua. El tiempo de ocio se vuelve tiempo de negocio, el tiempo de descanso, tiempo de consumo; los planes de vida amorosa, nos cuenta Eva Illouz, mutan en tiempos de consumo: viajes, hipotecas, ...Por otro lado, el sentimiento de pérdida de tiempo está asociado a la forma esencial en la que se produce la expropiación del tiempo por parte del mercado: el control continuo de la atención. Trabajo y ocio, producción y consumo, se transmutan en una esclavización permanente de la atención, en una imposibilidad de tiempo propio distraído, desobediente, lento.

El CEO moderno (director ejecutivo), movido por la exigencia de ganancia y rapiña permanente, ya ha perdido el sentido de los tiempos largos. Desaparece la empresa, en la vieja acepción de institución de tiempos largos orientada a la permanencia y a sagas familiares. Aparece el negocio rápido, la continua disolución de las viejas empresas para trasladar los capitales con velocidad a nuevas colonias de beneficio. El proyecto sustituye a la empresa, y la exigencia de rendimiento continuo a la viabilidad sostenible. El propio CEO sufre en sus carnes la pérdida de tiempo: de avión en avión, su mirada está continuamente atada a las múltiples pantallas que le informan de los vaivenes del beneficio, que alimentan su estrés y le convierten en adicto a lo episódico.

El trabajador precario, el "empresario de sí mismo" sufre toda la ansiedad del directivo, con el agravante de que es su propio tiempo de vida lo que ha sido convertido en capital. El ciclista de Deliveroo, el conductor de Uber se mueven circularmente en el espacio urbano pendientes de la orden que llegará puntualmente a sus pantallas. El becario de investigación tendrá sobre su cabeza el peso de un tiempo corto que se le ha concedido, cada vez más corto, para realizar múltiples trabajos y ofrecer resultados que en otros días habrían exigido tiempos largos. La ansiedad y depresión, el padecimiento físico se convierten en la atmósfera que respiran cada minuto de sus vidas.

No es la magnitud del tiempo lo que define el amor bajo la condición de modernización por el capitalismo tardío, sino la pérdida del tiempo de amor.  Fugaces o persistentes, los tiempos de amor son colonizados como tiempo de consumo o tiempos de trabajo. El mensaje de Whatsapp del jefe que llega de madrugada comunicándote que esa mañana, de tu día libre, ha de ser dedicada a un trabajo urgente que no admite réplica; el espacio que separa a la pareja, cada cual habitando en ciudades distintas, viviendo pendientes de los horarios de trenes y aviones para poder compartir un tiempo juntos. No es la falta de compromiso, que alegan Bauman y Giddens, sino la corrosión del carácter, el cansancio sistémico, la ansiedad estructural, estados constitutivos de la condición de sujeto bajo el capitalismo.

Mijail Bajtin, el gran teórico ruso de la literatura, construyó el concepto de cronotopo para dar cuenta de las formas narrativas. El cronotopo nace de la idea de la física relativista de que tiempo y espacio forman un bloque inseparable. La carretera, por ejemplo, sería un cronotopo habitual en la novela, en donde el espacio y el tiempo unen a personajes o los separan. La vida como camino sería una modalidad de este cronotopo. Este concepto nos puede ayudar a revisitar con nuevos ojos el viejo concepto del amor romántico. En el Romanticismo, el amor tuvo un papel crítico como distancia de las formas sociales banales constituidas por el mercado de matrimonios basados en el interés económico.  La liberación de las costumbres sexuales, fruto de la convergencia de nuevas morales y de medios eficientes anticonceptivos, creo una posibilidad cultural para el amor como nueva forma de relación libre o libremente buscada. En ambos casos, siempre tuvo la virtualidad de constituir espacios y tiempos fuera del dominio de lo económico.

Los cronotopos del amor, en las formas largas de planes de vida o en las cortas de episodios de intensos sentimientos compartidos, se han convertido ya en cronoutopías, en tiempos-espacios fuera de la lógica de la ansiedad producida por la mercantilización de la vida. En la lógica del amor, afirma Eva Illouz, en El consumo de la utopía romántica, se produce una dialéctica entre compartir consumos y compartir sentimientos. El cronotopo del amor es, en sus nuevas versiones, ser tiempo y espacio común, distraerse de los tiempos y espacios de atención para fijar la vista en la otra persona. El capitalismo tardío llena las pantallas de promesas de amor en la forma de viajes a lugares exóticos, que luego llena de nuevas pantallas que expropian el tiempo del amor.

No es la falta de compromiso lo que destruye el amor, sino la destrucción de los cronotopos eróticos, la expropiación del tiempo convertido ya en mercancía que ordena la vida como una inversión: inversión en sí mismo, inversión en una relación, inversión en un currículo. De nuevo, cabe una lectura de los mitos románticos como mitos desobedientes que activan en las fuerzas de la vida cronoutopias resistentes. Como indicaba Benjamin respecto a las películas de Chaplin, que producían una risa revolucionaria en los obreros, cuando veían reflejada su existencia en aquél ser débil que sobrevivía a los poderosos, también acaso muchas canciones de amor que consideramos banales y fruto de la industria musical son también reflejos de los deseos de otra vida, de habitar cronotopos de amor y no desiertos de mercancía.




domingo, 3 de junio de 2018

Opacidad y fetichismo






La pregunta surgió en la presentación del libro de Clara Ramas, Fetichismo y mistificación. Un asistente comentó que todas las sociedades crean mitos, al igual que la mercancía, y Jorge Moruno se preguntó si sería posible que una sociedad fuese absolutamente transparente a sí misma, en el sentido de que todos los procesos fuesen visibles y hubiese conciencia de ellos. Se comentó que los remedos de transparencia se producen en las sociedades autoritarias. La proximidad a 1984 señalaría las cercanías a un cierto horizonte de transparencia. Independientemente de este argumento, con el que estoy de acuerdo, me respuesta a la cuestión, ahora pensada con menos inmediatez, sería la que sigue.

¿En qué sentido una sociedad sería transparente a sí misma? Sería un espacio de posiciones bien definidas, donde cada persona es consciente de las relaciones de dependencia que determinan sus identidades personales y sociales, donde estas relaciones de dependencia serían visibles para cualquier miembro de la sociedad y donde, por tanto, todo tipo de relaciones de poder, igualitario o asimétrico serían también visibles. Una sociedad transparente no es, o al menos no es relevante, una sociedad donde se conozca todo sobre las vidas de las personas, como parecería inducir la pesadilla de 1984. Lo absolutamente central es que las relaciones que nos atan sean visibles. Las relaciones de producción, de reproducción y de intercambio; las perspectivas y posiciones epistémicas relativas (es decir, qué sabemos los unos de los otros, de sabemos los unos de todo, qué sabe cada uno de sí mismo, cuál es la capacidad que tiene cada quien para acceder a la realidad,…); las líneas y lazos de afectos (autoridad, confianza, odios y temores) que tejen esa sociedad. En fin, sería algo así como el conocimiento de un dios sociólogo o un super-psicoanalista tendrían de esa sociedad.

Marx estudió cómo en la sociedad moderna, o capitalista, la forma social en la que se presenta el trabajo humano y sus productos es bajo la forma “mercancía” que adhiere a casi todo un valor de cambio de modo que hace creer que ese valor de cambio es el que produce los efectos sociales (intercambio, contratos, …) escondiendo que se trata de relaciones sociales basadas en una coerta forma de división del trabajo. En la medida en que el capitalismo se ha ido expandiendo, ha ido colonizando y mercantilizando no ya solo la fuerza de trabajo sino también todas aquellas dimensiones de pertenecerían a la esfera privada o social de producción y reproducción de la vida: el cuerpo (se convierte en capital erótico), las emociones, como los sentimientos de afecto o de repulsión (las redes sociales, los medios de masas y las movilizaciones de la atención), los tiempos de descanso y ocio, los espacios de intimidad y todo aquello que pueda ser mercantilizable. Vidas convertidas en currículos, afectos en “planes de vida” que no son otra cosa que planes de consumo, en fin, cada día se encuentra un nuevo nicho de negocio. Lo peor de todo, la misma subjetividad se convierte en cálculo de intereses y de “utilidades”; el altruismo deviene reciprocidad; el tiempo de la vida en “oportunidad de inversión en uno mismo; el compromiso de lealtad como “inversión” en una relación social, y así.

En esta metamorfosis del trabajo social de producción, reproducción e intercambio (del orden  y la economía del esfuerzo y del placer, de las relaciones y los afectos) en valor de cambio, sostiene Marx, se produce una suerte de traslación mágica de las potencias causales de la vida (la acción, la intencionalidad) a la circulación de los valores de cambio. Marx acudió a un término de la antropología colonial y colonialista, el “fetiche” para explicar metafóricamente este proceso por el cual se transfieren propiedades causales de la vida a las cosas. Así, el pensamiento mágico mantiene que el conjuro en un objeto produce efectos en la salud o el bienestar de las personas. Seguimos usando el término “fetichismo” por esta metafórica carga de poder humano a las cosas, pero en realidad el mismo término puede producir cierta confusión. Se trata de un proceso de producción social de ignorancia, de constitución de barreras epistémicas que ciegan a los miembros de la sociedad impidiendo ver la naturaleza social de las relaciones que sostienen causalmente los procesos de producción, reproducción e intercambio.

No son difíciles de constituir estas barreras epistémicas. Simplemente se explotan sistémica y estructuralmente las propias opacidades de los sujetos, las distorsiones del autoconocimiento, la constitución mental de nuestra acción bajo condición arquitectónica de disonancia cognitiva. Así, los actos parecen ordenarse como “utilidades”, como si los sujetos en estado silvestre, es decir, en su vida cotidiana, conociesen, conociéramos, con claridad lo que queremos, los impulsos y las condiciones de satisfacción de nuestros actos. Pongamos un ejemplo gráfico: consumimos, compramos, porque pensamos que así satisfacemos necesidades o deseos, pero resulta que cada acto de consumo deja un déficit de satisfacción y un excedente de deseo que produce adición a sustancias “adictivas”.  Sin los mecanismos mentales no se constituirían estas barreras sociales. Así, en un dominio mercantilizado la gratuidad de la acción es vista como algo agresivo que produce disturbios. Amar o ser amado genera subproductos de cálculo y sospecha: “con lo que te he querido” afirma el amante celoso, “con lo que hemos hecho por ti”, los padres posesivos,…

¿Podría resolverse esta falta de transparencia, esta opacidad estructural, en alguna sociedad utópica? Pensar en la misma posibilidad de esta pregunta es caer en una trampa. En cada sociedad en particular, en la medida en que hay asimetrías de poder, el dominio se presenta ante sí mismo y ante otros transformada en  otra relación distinta, que trata de legitimar el estatus de dominio. El poderoso, por más cínico que sea, se presentará bajo la máscara del bien, como aquél que sabe entrever mejor los senderos del futuro y opta por lo mejor (la fábula de las abejas: o de cómo los vicios privados se traducen en virtudes públicas). El poder nunca dice de sí mismo que es dominio sino interés general. El marido dominador se verá a sí mismo como “amante”, no como lo que es, un simple señor, el político burócrata verá su escaño a la luz de los objetivos universales de la historia; el capitalista se verá como emprendedor que sirve a la sociedad creando puestos de trabajo, no como colonizador y expropiador del trabajo ajeno; y así. La producción de ignorancia es la misma posibilidad del poder bajo la forma de dominio.

No hay vías rápidas a la utopía. Cada intento de sociedad utópica, si no desarticula la colonización de los mecanismos, reproduce de forma diferente y muchas veces ampliada, la ocultación de la dominación. La vía lenta es la que explora con sacrificio, escepticismo y actitud empírica las formas sociales de la ignorancia para hacerlas conscientes, para hacer visible la ceguera. Es la vía negativa que tiene la misma actitud en la exploración de la sociedad que tenemos en la exploración de las otras dimensiones físicas de la realidad. No se trata de descubrir algo “oculto”. La opacidad no nace de que estemos en alguna suerte de espectáculo, de imagen dentro de la caverna sin ver la realidad. Esta metáfora platónica ha infectado toda suerte de autoritarismos y vanguardismos. En la sociedad, como en la persona, todo está a la vista. Todo es desvelado en la acción y las relaciones. Pero no se hace todo visible. El manipulador y dominador no “oculta” sus acciones sino que hace que creamos su descripción y su relato. La vía negativa, la resistencia epistémica consiste en el lento, sistemático y desobediente trabajo de hacer visible lo que está ahí pero es apantallado por el control de la atención, por la seducción de las palabras. Wittgenstein, uno de los grandes filósofos de la vía negativa hablaba del embrujo del lenguaje, de cómo creemos que significan siempre lo mismo cuando tienen usos distintos. Nos animaba a situarnos y ubicarnos en el barrio adecuado (un lenguaje es como una ciudad, tiene sus barrios y en cada uno de ellos la vida es diferente). No hay alternativa al largo camino de la crítica del pensamiento mágico, del contraste de las palabras con los actos, de la atención a la vida misma y no sus remedos en objetos fetiche.

El marxismo ha sido en cierto modo un producto de la fetichización de las palabras y el pensamiento de Marx, convirtiendo su duro trabajo de examen de la forma mercancía bajo el capitalismo industrial que a él le tocó vivir en una suerte de anillo de poder para organizar la historia. No hay caminos sencillos. Cada momento histórico y cada forma del capitalismo y la modernización deben ser reexaminados para iluminar los rápidos y efectivos procesos de producción de ignorancia, de conjuros del lenguaje que pretenden hacer de las palabras cosas llenas de poder. En luminosos ensayos que se han escrito en poco tiempo, El entusiasmo de Remedios Zafra, Los límites de lo posible de Alberto Santamaría, No tengo tiempo  de Jorge Moruno o el propio libro de Clara Ramas, ejemplifican este duro ejercicio de la vía negativa, del trabajo de rescate de los afectos, del entusiasmo en sí, colonizado salvajemente, de la capacidad creativa del trabajo, convertida en “emprendimiento”, en la misma sustitución del análisis crítico por la ingenua confianza en una economía que siempre es economía política.