La polarización de grupo que se observa en las
actitudes políticas, culturales y sociales en los últimos tiempos presenta
características nuevas, diferentes a lo que fueron los bandos, grupos y afiliaciones
culturales, políticas y sociales de sociedades anteriores. No se trata
simplemente de que las posiciones diferentes sean amplificadas por los medios
de comunicación, sino que son producto de estrategias diseñadas para ocultar
bajo un tsunami de alborotos, insultos, gritos y estereotipos consensos básicos
que denotan una falta real de alternativas sociales. Son producto de
estrategias orientadas a empobrecer la imaginación, a debilitar la agencia y a
crear la ilusión de libre expresión. Esta es, expuesta cruda y velozmente, la tesis
sobre la que querría argumentar.
Los ejemplos se amontonan y uno solamente
puede relatar con desolación los que le acuden a la memoria por momentos. Hace
una semana, Vanesa Jiménez, una de las periodistas nucleares de la revista
digital CTXT tuvo que escribir un editorial quejándose de cómo dos artículos de
signo diferente, escritos por sendas autoras feministas, habían provocado una
enorme reacción en las redes sociales que ya no cuestionaban tanto las
opiniones como la propia revista. En un artículo la autora defendía que en las
relaciones sexuales debería existir empatía. En el otro artículo la autora
defendía que tal opinión perpetúa el patriarcalismo y es un signo de puritanismo
disfrazado de feminismo. Esteban Hernández, hace unos días, publicaba un
artículo en El Confidencial quejándose de la polarización en las redes por las cuestiones más nimias y cómo
quienes se atreven a cuestionar la opinión bien establecida por cada uno de los
bandos, introduciendo matices o disensos parciales, son tildados de enemigos
públicos.
Una alumna de nuestro máster de Teoría y Crítica de la Cultura,
Ivonne Donado, escribió un inteligente trabajo fin de máster hace un año sobre
cómo en el referéndum colombiano por el fin de la violencia la violencia
simbólica en las redes se había disparado durante la etapa de campaña. Observó,
en un cuidadoso trabajo etnográfico en las redes, cómo el tono, timbre y
semántica agresiva escalaban los mensajes en las redes. El largo y doloroso procès catalán, que condujo a una
división emocional de la sociedad catalana en distancias nunca alcanzadas en la
historia, fue precedido de una gigantomaquia de medios de comunicación y nuevos
agentes en las redes sociales para librar en el terreno virtual una disputa que
todos sabían (bueno, esto era parte del debate) que no tenía una posibilidad
real política en los marcos institucionales vigentes del Estado Español y la
Unión Europea. La historia reciente del grupo político Podemos, y dos o tres movilizaciones
reticulares de sus militantes sobre sendas controversias, muestran cómo un
grupo que comenzó siendo ejemplo de un sentido de pertenencia y afiliación a
nuevas formas de política podía convertirse en una jaula de perros de presa
azuzados por los peores sentimientos.
Se podría pensar que todas estas
movilizaciones de pasiones representan profundos antagonismos sociales, y que
la expresión épica de los discursos, a veces rastrera y barriobajera, y siempre
carente de lucidez argumentativa, es un simple y disculpable efecto de la
fractura social y de los frentes culturales asociados a ella, y que los
desmanes lingüísticos son candidatos a una amnistía política ante la grave
profundidad de lo que está en juego. Nada de eso. Lo que hay aquí es puro
negocio. Polarización y antagonismo puede que, en
ciertos temas, en ciertos espacios y tiempos, intersecten. Pero no coinciden. El
antagonismo es una condición de la dinámica histórica y una aspiración de la
democracia. Como dinámica histórica nos lleva a las tensiones que crean los
intereses en tensión y la lucha por la propiedad, la igualdad y el reconocimiento.
Como aspiración de la democracia, el
antagonismo es la fuerza que debe impulsar la formación de distintas y alternativas
líneas políticas, imaginarios colectivos, programas de acción y prácticas
sociales diferenciadas que se encuentran y disputan el poder y la hegemonía
cultural en el espacio de la esfera pública.
Raramente el antagonismo real produce
polarizaciones superficiales. En las controversias duras, en los espacios de
conflicto donde lo que está en juego es la propia condición de existencia, los
excesos verbales son la excepción. En un hermoso poema, Renè Char, a la sazón dirigente
de la Resistencia, escribe a un jefe de partida consejos para organizar la vida
cotidiana en un horizonte oscuro de lucha continua. Le anima, entre otras cosas,
a no creer la mitad de los informes, a bajar todos los tonos, a la moderación sin
la que la radicalidad de la batalla no es posible. Si uno lee los textos de la
vieja gente dura, empeñada en luchas de largo tiempo, observará rápidamente la
contención verbal y el impulso didáctico. Salvador Seguí, Ángel Pestaña, Pablo
Iglesias, Antonio Gramsci, escribían con la intención de convencer al otro, no
siempre compañero en los viajes, a veces adversario. Es cierto que la agitprop creó
tradiciones de lemas y gritos, de imágenes rápidas de batalla y banderas. Pero
fue siempre para consumo de ocasión. El frente cultural más interesante estuvo siempre
mediado por el control del lenguaje.
En el mundo de los mass media y las redes sociales contemporáneos, en las pantallas de
tv y en la era de los tabloides, la desmesura sucede a la confrontación real.
Hay muchos intereses en juego. El primero y más importante es el de el control
de la atención. Sabemos por las ciencias cognitivas que el cerebro debe
establecer un balance de energía entre la atención y la deliberación. Ambas funciones
raramente pueden realizarse a la vez durante un tiempo largo. La deliberación
no renta económicamente, la atención sí, de modo que el mundo de la
comunicación se orienta hacia tiempos cortos llenos de lemas, subrayados,
interjecciones y exabruptos. En segundo lugar, sabemos también por la
psicología social de la tensión interna entre la expresión de la opinión propia
y el miedo a la pérdida de afiliación. Múltiples experimentos describen cómo
personas que entran de bona fide en una controversia en situación de buena fe,
y descubren que la controversia se ha dividido en dos bandos claros, modifican
inconscientemente sus posiciones para adaptarlas a uno de los grupos. El
resultado es que las opiniones previas se anclan y se hacen insensibles a los
argumentos ajenos. Estos y otros sesgos y mecanismos que nacen de la fábrica misma
de la mente humana son convertidos en instrumentos potentísimos de expropiación
de la atención y génesis de movilizaciones de las emociones cuyo objetivo nunca
es el contenido, sino la mera participación en el negocio de la comunicación.
Por debajo, en el horizonte, se impone sin
embargo la idea de que hay pocas alternativas. Las gigantomaquias en las redes
y los medios son batallitas en una tacita inglesa de té. Nada se juega en todo
ello. La política y la economía tienden a crear la nube determinista de que
nada se puede hacer y que todo lo que queda es el denuesto del adversario,
ahora enemigo simbólico. Las grandes políticas se mueven hacia el sucio terreno
de las políticas de gestos, no hacia las gestas que implican nuevas
trayectorias históricas.
Y sin embargo, los antagonismos siguen
presentes, se entrelazan, se cruzan y disputan y a veces se confunden pero no
se expresan en nuevas prácticas, en la transformación real de los lenguajes y
semánticas, en la elaboración cuidadosa de una imagen mejorada del adversario
que pueda ser discutida con cuidado, en la que aquél no solo se reconozca sino
que se vea mejorado para más tarde encontrar allí las propias contradicciones y
errores. Articular antagonismos es mucho más difícil que expresar ira. Se trata de construir opciones alternativas de nuevas formas de socialidad. Se trata de enfrentamientos reales con las enormes fuerzas del poder que exigen un esfuerzo continuo de inteligencia, cálculo, capacidad de argumentación y voluntad de persistencia. Se trata de colgar las emociones en el armario de la conciencia, no de abandonarlas, pero sí de hacer que sirvan al propósito básico de la acción. En la tensión de los antagonismos nada hay más peligroso que tener al lado a un exaltado. Pone en peligro todo y a todos, y solo atiende a su ego. El antagonismo es una tensión por la propiedad del lenguaje, de la agencia y de la historia. Nunca es una representación de actores engolados, como los que retrataba Fernando Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte.
Se hace creer que hay antagonismo cuando sólo
hay polarización que cabalga sobre consensos ocultos e inmovibles, sobre estructuras
de sentimientos y prácticas que apenas son rozadas por la escalada verbal y por
las pasiones desatadas. Me contaba un amigo diputado en el congreso lo extraño
que era ver a una de las malas bestias del hemiciclo circulando por la cafetería
como una persona humilde, amable y cariñosa. Lo he oído de varios partidos
políticos. Todos ellos tienen su Alfonso Guerra, su Rafael Hernando, su Juan
Carlos Monedero, con máscaras jánicas de bocazas y amistosos abrazos de osito,
dependiendo de la presencia de cámaras. No es casual. Las cámaras son el
mensaje, no son el medio. Son, simplemente, formas de negocio en las que la
polarización es solo minería de atención.