lunes, 27 de diciembre de 2021

Dulzuras del capital

 





El olfato se relaciona con la química de lo etéreo, el gusto añade la química de sólidos y líquidos, de plantas y animales, de mezclas elaboradas de sabores. Si las políticas de olfato construyeron las ciudades modernas, el gusto alimentario construyó la globalización planetaria en una escala que no ha sido suficientemente notada. Mucho antes, las reglas del comer y beber fueron la base ancestral de las religiones. En las normas del gusto se encuentran las raíces de lo social. Más allá de la mera función alimentaria, la cocina sirvió como molde para la constitución de la comunidad y de su reproducción no solo corporal sino también social. La gestión de los sabores pertenece a las ingenierías de la experiencia por las que una comunidad alimenta a sus miembros y a sus dioses y con ello reestablece en cada comida los lazos que la unen. Comer en común y repartir los alimentos es parte de la trayectoria de la cultura material que dio lugar a la especie humana. El estudio de la cocina y de las maneras en la mesa está en el origen de la antropología como ciencia de la cultura desde sus comienzos. Lévi-Strauss, en sus influyentes Mitológicas[1], integra la cocina en las dicotomías de lo natural y lo cultural, que para el constituyen el armazón hermenéutico de los mitos Bororo. Así, en el mito del origen de la tempestad, las tensiones en el clan respecto a derechos se relaciona con el fuego del hogar que es apagado a causa de las peleas. Mary Douglas[2], en el mismo espíritu, se propuso construir una especie de sintaxis general de las formas de cocinar y consumir los alimentos. Establecía dicotomías más complejas que las de Lévi-Strauss acudiendo a la preparación conjunta o separada de ingredientes, al orden del consumo, al orden social del acceso a según qué tipo de comestibles, a la división entre lo que comen los humanos y sus animales domésticos, todo dentro de lo que ella consideraba tan constitutivo de las identidades como el hiato de lo cultural respecto a lo natural, a saber, lo puro y lo impuro, que une la comida a las mismas raíces del totem y tabú que conforman lo social.

Las políticas de sabor contribuyen no solamente a reproducir los lazos comunitarios sino también a crear las categorías básicas de una sociedad. El Levítico, uno de los textos del Pentateuco en que se definen las reglas de comportamiento de la sociedad hebrea tras los desastres e invasiones asirias, y con el objeto de establecer las diferencias con las prácticas y creencias de los cananeos y de las religiones de Baal[3], dedica una parte sustancial a establecer qué se come y qué no y qué se ofrece a Yahvé y qué a los sacerdotes:

Los hijos de Aarón, los sacerdotes, ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar que está a la entrada de la Tienda del Encuentro.  Desollará después la víctima y la descuartizará. Los hijos de Aarón, los sacerdotes*, pondrán fuego sobre el altar y echarán leña al fuego; luego, los hijos de Aarón, los sacerdotes, dispondrán las porciones, la cabeza y la grasa, encima de la leña que se ha echado al fuego del altar. Él lavará con agua las entrañas y las patas, y el sacerdote lo quemará todo sobre el altar. Es un holocausto, un manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé Lev. 1, 5-9.

En la nueva religión ya no hay banquetes del rey ni espíritus del aire maligno que haya que conjurar, pero la cocina sacrificial hace evidente que se está gestando una sociedad sacerdotal que establece imperativamente lo puro e impuro, lo que puede entrar por la boca y lo que puede tocarse y lo que no. No hay explicaciones, solo normas que definen la pertenencia a la comunidad. Las posiciones en la mesa, el orden de los platos, quién parte el pan y quién sirve el vino, nos explica Michel de Certeau[4], hacen visible en las mesas de obreros del barrio de la Croix-Rousse de Lyon, la fábrica de las relaciones familiares y de hospitalidad. El pan y el vino articulan la doble dimensión de la cocina como alimentación y como rito:

Aquí todavía aparece el abismo simbólico que separa el vino y el pan. No imagina uno adecuadamente el ideal de quien come pan; no existe en las panaderías un juego de etiquetas que ofrezca por ejemplo un pastel al cabo de tantos panes consumidos. El pan es un símbolo nutricional estático, desde el punto de vista de la práctica cultural. El vino, hasta en su ambivalencia, constituye una dinámica socializante. Abre itinerarios en lo profundo del barrio; teje un contrato implícito entre socios factuales; los instala en un sistema de obsequio y contraobsequio cuyos signos articulan entre sí el espacio privado de la vida familiar y el espacio público del entorno social. Tal vez encontramos en esta actividad la esencia social del juegoen que consiste instaurar inmediatamente el sujeto dentro de su dimensión colectiva de socio[5]

La utopía antropológica que sueña con capturar una sintaxis de la cultura material de los sabores ha iluminado numerosas zonas de cómo se constituyen identidades y comunidades sobre la experiencia de la degustación de sabores, y sin embargo no despeja la sospecha de cierto esencialismo en su intención de capturar en unas cuantas dicotomías transformaciones históricas, sociales, económicas y culturales tan profundas como las que ha supuesto la modernidad en la modelación de los gustos. El minucioso e influyente trabajo del historiador Sidney W. Mintz[6] sobre la historia del azúcar en occidente en la modernidad explica con claridad cómo se entrecruzan la gran historia social y económica con los cambios en la alimentación. Lo dulce es un sabor que es apreciado de forma innata no solo por los humanos sino por muchos mamíferos dado que es el sabor de sustancias como la glucosa que son las fuentes más ricas en calorías. La miel ha sido la fuente tradicional, representada ya en pinturas rupestres, de modo que en pequeñas cantidades formó siempre parte de la dieta de glucosa junto con la fruta. Lo que explica Mintz es revolución que significó el comercio global del azúcar extraído de la caña de azúcar a partir de finales del siglo XV.  El cultivo de la caña de azúcar se difundió a través del Islam desde la India a Occidente, especialmente a Andalucía. Las cruzadas llevaron a Centroeuropa esa sustancia que fue usada como una especia más. Las potencias marinas de Portugal y España comenzaron a cultivarla en las islas recientemente conquistadas a mediados del XV: las Canarias, Madeira, Santo Tomé y Cabo Verde. Tras el Descubrimiento, se comenzó también a cultivar en pequeñas haciendas en Santo Domingo, La Española y Brasil. En esta fase, los procedimientos de zafra, molturación y obtención de la melaza y refino tenían mucho de artesanal y, aunque fue exportada a las metrópolis, no compitió nunca con otras políticas comerciales que fueron más importantes para las coronas, especialmente los metales preciosos. Los holandeses e ingleses, sin embargo, pronto comenzaron a explotar la caña de azúcar. Es un cultivo que exige trabajo intensivo en ciertos momentos, y siempre extensivo de mano de obra, por lo que dio origen al empleo masivo de mano de obra esclava importada de África. La introducción de la esclavitud y de molinos de cilindros mucho más eficientes, permitió la exportación de grandes cantidades de melaza que fueron empleadas en el refino del azúcar y en la fabricación del ron.

Lo que nos cuentan los historiadores es que el azúcar comenzó a usarse como condimento de alimentos y fabricación de dulces por parte de la aristocracia entre 1650 y 1750, cuando comenzó a difundirse entre todas las clases sociales, produciéndose una transformación radical en la dieta. A mediados del siglo XIX ya era un componente necesario de las dietas de toda la población europea. Había dejado de ser una especia de uso ocasional para convertirse en un elemento diario, especialmente en todo el Imperio Británico. El azúcar como endulzante de las nuevas sustancias estimulantes que el comercio global estaba difundiendo: té, café y chocolate. La unión del azúcar y las bebidas estimulantes condujo no solamente a la transformación de los gustos, sino también de las costumbres y los espacios: por todo el mundo se extendieron las cafeterías, salones de té y chocolaterías. Habermas explicó cómo esta difusión de espacios fue tan importante como la imprenta en la constitución de la nueva esfera de la opinión pública que habría de servir de germen a la transformación de la sociedad estamental.

La nueva adición a las calorías de la sacarosa y el esclavismo y el primer capitalismo comercial crecieron juntos. Mintz explica que estas haciendas, junto a los imprescindibles nuevos sistemas de financiación, y la creación de un mercado mayorista, minorista y, por supuesto, talleres de refino, fueron ya en el siglo XVIII ejemplos de capitalismo, aunque los beneficios aún no entrasen en el circuito que señaló Marx de capital-mercancía-capital, pues tal vez fueron solamente fuentes de enriquecimientos de la aristocracia y los grandes hacendados de colonias. Sin embargo, crearon la trama sobre la que años más tarde la revolución industrial aplicada a los tejidos y las máquinas transformaría el mundo. En la pequeña escala de los cuerpos, sin embargo, la transformación fue aún mayor: la dieta de calorías que las cocinas tradicionales obtenían de los granos y semillas, luego complementadas con la introducción de la patata, dio lugar a una ingesta diaria, masiva de sacarosa del azúcar refinado incorporado a desayunos, postres, meriendas y socializaciones varias cotidianas.  La dulzura entró en el vocabulario como sinónimo de afecto y de carácter al compás de las transformaciones en el metabolismo del hígado y páncreas. Los mecanismos de distinción por los que las clases populares asumieron costumbres de las clases pudientes fueron más poderosos que los sentimientos morales que podrían haber producido un rechazo general a productos de trabajo esclavo. Hacia mediados del XIX, cuando se produjeron escalonadamente las aboliciones de la esclavitud (excepto en Cuba, donde aún perseveró hasta finales de siglo) dieron paso a nuevas migraciones masivas de mano de obra india y asiática, quizás en condiciones similares o aún peores que las de la mano de obra esclava, pues al fin y al cabo los hacendados la mantenían cuidada mientras fuera útil. El capitalismo está asociado intrínsecamente a transformaciones del gusto: alcohol, tabaco, café, té, chocolate, sacarosa, quizás, en tiempos avanzados, sustancias aún más poderosas como el opio y sus derivados, la cocaína y las nuevas drogas de diseño. La ambivalencia experiencial de estas sustancias como fuente de placer o de resistencia en la selva de la vida contemporánea habla de cómo las identidades corporales se constituyen en el entorno material creado por la modernidad y el capitalismo.

Se puede escribir la historia del capitalismo recorriendo los cambios económicos y sociales, o bien, como ha propuesto Mintz, desenredando la de un producto como el azúcar que lleva directamente a tejer las historias de la experiencia y el modo de producción dominante. Al igual que el gusto, el tacto, la piel y los bienes materiales se entrelazan.



[1] Especialmente Claude Lévi-Strauss (1964) Mitológicas I: lo crudo y lo cocido, México: Fondo de Cultura Económica, 1968 y Claude Lévi-Strauss (1966) Mitológicas II: de la miel a las cenizas, México, Fondo de Cultura Económica, 1972

[2] Mary Douglas (1972) “Deciphering a meal” Daedalus 101/1, 61-68

[3] Mary Douglas (1988) Leviticus as Literature, Oxford: Oxford University Press

[4] Michel de Certeau (1994) La invención de lo cotidiano 2: habitar, cocinar, Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 1999.

[5] Certeau, o.c. pp. 99-100

[6] Sidney W. Mintz (1986) Sweetness and Power. The Place of Sugar in Modern History, Nueva York: Penguin Books. El trabajo de Mintz ha dado origen casi a un género de historias del azúcar que siguen sus tesis: Stuart B. Schwartz (2004) Tropical Babylon. The Making of Atlantic World 1450-1600, Chapel Hill: University of North Carolina University Press; James Wolvin (2018) Sugar. The World Corrupted, Nueva York: Pegasus Books, además del ya citado e imprescindible Franz Trentman (2016).


sábado, 18 de diciembre de 2021

La cultura del olfato

 


El olor del cuerpo, el olor de los animales, el olor de la ciudad, el olor de los otros: El historiador de la cultura Robert Muchembled recuerda que el olfato es un sentido que viene sin una programación previa de olores. Puede discriminar varios trillones de sustancias etéreas, por eso mismo es educado desde el mismo nacimiento. Los primeros olores que el niño identifica y que asocia es el cuerpo de la madre y el pezón. A partir de ahí, los olores malos y buenos están asociados a las formas de vida. La distinción es histórica. Por ejemplo, los excrementos no son malos olores más que a partir de la cultura moderna, al igual que el olor corporal moderno. La construcción de los olores es un indicativo muy importante de la transformación de las prácticas cotidianas. Fue muy importante en las ciudades modernas (siglos XVI-XVII) las primeras medidas para ordenar las materias fecales, basuras, etc., que eran arrojadas a la calle usualmente. “Como el dinero huele más dulce que la mierda, la materia fecal se convirtió en una fuente creciente de crecimiento económico en la era moderna. Al igual que la orina, vital para ciertos oficios y tratamientos médicos, los excrementos se convirtieron en una fuente de ingresos.”  

El olfato es el sentido más antiguo y compartido en la escala evolutiva. Está diseñado de diferentes formas para detectar sustancias químicas del entorno. Se produce la detección porque las proteínas G, receptoras olfativas, discriminan las moléculas de la sustancia química, previamente disuelta en algún líquido o mucosa del sentido olfativo y organizan una reacción en las neuronas receptoras. En el caso humano, como en el de todos los vertebrados, es el sentido que comunica de forma más rápida y directa los receptores con el cerebro: el circuito sensorial se establece entre el epitelio olfativo, que está situado en la cavidad nasal, y el bulbo olfatorio, una compleja red neuronal en el prosencéfalo, que envía señales al sistema límbico, activando pautas emocionales y con ellas marcadores profundos en la memoria. Esta cercanía hace del olfato un sentido muy rápido y que al tiempo produce efectos sin apenas mediaciones. Debido a la plasticidad del cerebro, las vías neuronales que se crean entre los receptores y las zonas más complejas del cerebro hacen que el olfato y la memoria estén profundamente relacionados y la memoria olfativa tenga tanta susceptibilidad de afección por el contexto cultural. Porque el olfato contiene esta dialéctica profunda de ser un sentido con un circuito de proximidad entre los receptores y las zonas profundas del cerebro y al tiempo ser tan culturalmente modificable.

Como miembro de una familia de enseñantes, desde pequeño notaba al llegar mis padres el olor de la escuela pegado a sus ropas, un olor de niños encerrados que siempre asociaré a la escuela primaria. Hice la secundaria en un internado religioso y puedo recordar aún las diferencias de olor en las habitaciones de mis compañeros, desde los más descuidados a los más limpios, a las mezclas de olores corporales con la fruta enviada por las familias. Puedo recordar aún el olor a humo de tabaco de las clases masivas en los primeros años de facultad, un olor persistente que al final de la tarde ya no se notaba, pero que estaba allí, recibiéndonos al día siguiente al llegar a la primera clase. La biografía es también una crónica de aromas, de mezclas volátiles que definieron situaciones y acontecimientos no menos complejos que aquellos olores de personas, sitios y momentos. Biografía, memoria y ubicación. El otro, afirma Zizek, es el que huele mal: la detección del otro en el espacio de interacciones sociales está relacionada estrechamente con poner a los otros en su lugar, con detectar cuál es su posición respecto a la nuestra. Los entornos humanos huelen; las casas de los otros huelen como no huele la propia; las ciudades que visitamos nos extrañan con sus aromas callejeros de puestos, mercados y zocos; las instituciones humanas huelen, como esos complejos de lejía y sudor que llenan los espacios cerrados de las cárceles; huele la misma historia, como los campos de batalla.

El olfato es un sentido que ha sufrido tradicionalmente un trato y prejuicio discriminatorios, como si fuese prescindible o de hecho se utilizase menos que los demás, como si fuese una cosa de perros y gatos y no tan funcionalmente de humanos. Es un error. El olfato está presente en las trayectorias corporales diarias, biográficas y comunitarias y sociales de un modo tan efectivo como poco notado. Su espectro de aplicaciones es amplísimo, desde la convergencia con el gusto en la alimentación, y por ello en la configuración de la cultura material de lo crudo y lo cocido, es decir de la cocina como estructura básica de la cultura, a la ordenación y modulación del espacio social. La cultura material crea aromatopos u odoramas, paisajes de olores producidos por las evanescencias de los cuerpos y las cosas, atmósferas cargadas por la vida diaria. Viejas tiendas de barrio como las droguerías, mercerías o ultramarinos, el taller de automóviles anterior a los nuevos entornos asépticos, donde los olores del aceite, los combustibles, las gomas y las baterías se mezclaban con el que despedía el soldador eléctrico; olor del viejo metro madrileño; olor de a heno y excrementos de vacas y cerdos en las casas rurales. Atmósferas que son testigos de prácticas y ordenamientos. En el orden inverso, las políticas del olfato, de purificación del espacio público de olores repugnantes y de entrelazamiento de la construcción moderna de la ciudad y la conciencia del mal olor de las calles. No puede entenderse el urbanismo moderno, como ingeniería de las ciudades, sin las estrategias desodorantes de las atmósferas pútridas que llenaban las urbes decimonónicas. La infraestructura sanitaria de casas y calles, las ventanas y la ventilación. El olor fue el signo de la corrupción y la contaminación, físicas y morales. Primero las grandes avenidas, el centro de la vida burguesa, como el París de Haussmann, el Madrid de José de Salamanca o la Barcelona de Ildefonso Cerdá. Diseño paliativo de los barrios obreros con las ciudades-jardín o los edificios de apartamentos que llenaron las ciudades de extrarradios.

En los entornos más cercanos del cuerpo, el perfume es una parte sustancial de la cultura material orientada al diseño de experiencias, diseño del olor del cuerpo o del olor de multitudes. Óleos e inciensos rituales en los momentos sacros de la muerte o la plegaria. El mismo término de perfume recuerda el modo más usual de estas ingenierías del aroma: quemar sustancias o maderas de olor.  En el siglo XVIII, al compás de otras tantas modificaciones civilizatorias de la vida en común, el perfume renació primero como atenuante de los olores corporales de una nobleza no habituada al baño, en las cortes ilustradas, más tarde, como elemento de distinción de clase, consumo de masas en nuestros días. La industria de la fragancia va directa de la química a la experiencia, de las sustancias tomadas de la naturaleza al nuevo diseño de moléculas volátiles. Olores que distinguen identidades y clases: perfumes infantiles, perfumes de clase obrera, baratos y de supermercado (clase obrera “Brummel”) o colonias de ejecutivo o de seducción erótica de clase alta.

En el capitalismo del consumo no es infrecuente hacer manifiesta el aura de la mercancía como fragancia: las franquicias contemporáneas diseñan sus propias atmósferas, a diferencia de las viejas tiendas; los productos llevan incorporadas fragancias de marca: ropa íntima, juguetes, artículos de regalo, automóviles, …, la publicidad deja de ser exclusivamente visual o auditiva para hacerse material en el envoltorio y volátil en su aroma. Nuevas técnicas de producción artificial de atmósferas se orientan a la atracción de visitantes o a la reducción de la ansiedad, en el marco de la nueva industria del bienestar, en la forma de “aromaterapias” que exploran los potenciales activos de los perfumes. La historia de la experiencia y la de la cultura material caminan juntas. Perfumar proviene del latín “perfumare” o ahumar. A diferencia del olor natural, el perfume es una técnica material para transformar el olor del cuerpo o de un medio ambiente. Las dimensiones técnicas, políticas y económicas del olfato son tan relevantes como las dimensiones aromáticas de las prácticas, las políticas y la economía.



sábado, 4 de diciembre de 2021

Consumo y sensibilidad

 


La sensibilidad es el umbral de afección y sintonía con el entorno externo e interno, con lo social y lo material, con lo físico y lo espiritual; es una manifestación del carácter en la que se implican los sentidos, las emociones y la atención. No es pues una propiedad pasiva y puramente sensorial tal como podría hacer creer una versión simplista del empirismo, sino el proceso complejo con el que se construye la experiencia. Es una capacidad plástica que evoluciona con el desarrollo psicológico y social, aunque no una simple “construcción social”, por más que esta dimensión sea una de las fuerzas configuradoras: las interacciones del cuerpo y el entorno tienen también dimensiones materiales en las que lo biológico y lo físico se entrelazan con las prácticas sociales. La sensibilidad es la reacción del cuerpo a lo relevante, es el canal que registra y al mismo tiempo instaura lo que afecta a la persona, sin que por ello haya de considerarse “subjetiva” en el sentido típico sino parte de una economía hermenéutica, emocional, sensorial y experiencial mediante la que las personas se entienden unas a otras, se entienden a sí mismas y entienden su entorno. A pesar de que la inteligibilidad y la relevancia tienen sus propios caminos independientes se exigen necesariamente. Una mirada dispara una reacción emocional que tarda en entenderse intelectualmente pero el cuerpo ya ha registrado que aquello importa: un recuerdo, otra mirada, un objeto, algo que está ocurriendo o a punto de ocurrir, … Se desencadena un juego de expectativas, exploraciones, reacciones fisiológicas, anticipaciones de acción, amplificaciones sensoriales por la atención implicada.

La sensibilidad es lo que modela la inmersión en el curso de lo real. Está hecha de esa manera de implicarse en el mundo que es la atención, tal como la postulaba Simone Weil; está hecha igualmente de modulaciones emocionales que son inteligibles tanto para la propia persona como para el resto, pues las emociones tienen un componente necesario de aviso a sí y a otros de lo relevante; y, por último, está hecha de sintonías sensoriomotoras que hacen del entorno un espacio significativo estructurado en posibilidades de acción, de sentimientos y emociones. Es por esta complejidad de las respuestas por la que la sensibilidad se constituye en economía de la experiencia. Importan las diferencias individuales, pero mucho más los sistemas de reconocimiento de lo que ocurre en los espacios comunes tanto como en los privados. Aquí es donde la mediación material actúa históricamente modulando las emociones y los sentidos.

La vida cotidiana es el tiempo, el espacio y las prácticas donde ocurre este proceso de mediación de lo material en la constitución de la experiencia. El consumo adquiere en esta cotidianeidad una centralidad no menor que la del trabajo en tanto que está orientado a la reproducción del cuerpo y la sociedad, aunque no haya recibido toda la atención merecida por parte de las ciencias sociales hasta épocas tardías.  No es solamente una fuerza económica, es también, en tanto que principal factor de la vida cotidiana, una fuerza cultural que pilota cambios históricos en la cultura material y por ello en la configuración de la sensibilidad. Esta mediación afecta no solamente a las trayectorias corporales sino que crea un espacio para el juego del sentido e inteligibilidad, en donde la sensibilidad, la acción y la disponibilidad de los objetos que forman mundo configuran la experiencia.

“Consumir” y “consumo” son términos que siguen dos líneas semánticas: una, que habla del disfrute, la apropiación, la degustación; la otra del desgaste, el agotamiento, la destrucción. Se consume lo material y lo inmaterial, se consumen cosas y tiempo. La vida misma puede ser entendida ella misma como consumo. Marx distinguía entre el consumo productivo, que implicaba el agotamiento de algo (materia, energía) que se incorporaba al producto, y el consumo improductivo que se incorporaba a la reproducción de la fuerza de trabajo. La inmensa máquina de producir mercancías produce también, como sabemos tristemente, agotamiento de materias primas y fuentes de energía; y sin embargo es una máquina de producción de objetos, tiempos, lugares y prácticas que no solo reproducen la vida fisiológica de las personas sino también la vida cotidiana, el mundo concebido como un espacio de experiencias.

Esta doble trayectoria es también parte de una dialéctica muy contemporánea en el examen de la “sociedad de consumo”. David B. Clarke, por ejemplo,[1] reivindica la tradición del gran teórico del consumo en la posmodernidad, Jean Baudrillard[2], para quien la forma signo se ha convertido en el principal motor del capitalismo, más allá de la forma mercancía. Clarke ilustra esta tesis con la imagen del capitalismo de casino, recordando el entorno de los casinos, un ámbito de aparente felicidad y (claro) “juego” en que en algunos de ellos la bebida es incluso gratis pero en los que cada día aparecen ganadores y perdedores. La ciudad posmoderna, sostiene Clarke, ha sido construida al modo de esta metáfora por un consumo concebido como intercambio de signos en una continua tensión por la distinción que tan luminosamente estudiase Bourdieu. Sin la menor duda el libro, como la tradición francesa en la que se inscribe, acierta con algunos aspectos centrales de la reproducción del capitalismo, pero en el otro lado de la controversia, la teoría de la cultura material y el consumo, como veremos más adelante, tienen razón en que el consumo es parte de la relación compleja de las personas y su mundo y esta relación no es simplemente de “signos”, en la acepción de la semiótica de Barthes y Baudrillard, sino de significado y sentido. Baudrillard, sospecho, tiene una teoría menguada de la relación de significado, demasiado dependiente del intelectualismo de Saussure y de la semiótica. Una comprensión más ligada a las prácticas y la noción performativa le hubiera permitido encontrar que hay más dimensiones en los objetos de consumo que la dicotomía entre valor de uso/ signo de distinción. Los objetos son, además de productos, mediadores en la construcción del mundo y del cuerpo. En este sentido operan del mismo modo que los conceptos como puertas o ventanas que abren espacios de posibilidad. Por supuesto que el capitalismo contemporáneo se reproduce a través del consumismo, pero este es solamente uno de sus modos, ligado a capas de la sociedad cada vez más finas a medida que crece la desigualdad. El texto de Clarke, del 2003, como el de Baudrillard, están escritos en una época en que no estaba aún claro el proceso de destrucción del estado del bienestar, ni la crisis del capitalismo de casino que habría de manifestarse poco después y que abriría también una crisis en la hegemonía del neoliberalismo y de cierta forma de posmodernismo como su lógica cultural. El consumismo es poderoso y no obstante las fuerzas que reproducen el capitalismo siguen siendo variadas, muchas de ellas basadas en el poder desnudo del estado y formas de violencia y control como la amenaza de la precariedad y el paro además de otros varios modos de represión. La radicalidad de la escuela francesa es más aparente que real.

En las sociedades del capitalismo avanzado, con un alto grado de globalización y basado en un consumo rápido de bienes baratos de baja calidad, surgen preguntas y peligros en los estudios del consumo que reflejan similares tensiones a las que existen en el análisis del trabajo. En un extremo está el riesgo de descontextualizar socialmente el consumo como si fuese un sistema de elecciones privadas, individuales, al margen de cualquier influjo social; en el extremo opuesto, está la concepción de que la publicidad, los medios y las redes sociales se han convertido en fuerzas autónomas que imponen formas de consumo que nada tienen que ver con las identidades y las maneras de ser de las personas, colectivos y grupos sociales, como si constituyesen un ámbito de imposición violenta que actúa al margen de aquellas, como si eliminada la sociedad de consumo las identidades pudiesen expresarse libremente. Entre la tensión bipolar de estas dos concepciones se extiende un espectro mucho más matizado de posibilidades de análisis del consumo como la dimensión de la cultura en donde reproduce la vida cotidiana y donde se producen identidades que si bien son identidades dañadas por la manipulación del deseo y por todas los mecanismos de la sociedad de consumo, también son espacios de resistencia.

En el consumo se manifiestan las contradicciones culturales del capitalismo y las contradicciones capitalistas de la cultura. Si en el caso del trabajo encontramos la contradicción básica de los miedos a perder el puesto de trabajo amenazados real o imaginariamente por las máquinas y la aspiración a un mundo en que los cuerpos y almas no sean modelados por el trabajo, en la esfera del consumo la contradicción que recorre la existencia contemporánea se inscribe en la vida cotidiana donde se crea un polo de tensiones entre la relación de consumo como creadora de identidad y las fuerzas sociales que parecen desbordar toda agencia personal y transmutan las vidas en vidas de consumidor o vidas consumidas.

En estas contradicciones culturales se manifiestan elementos autónomos que, como en el caso del trabajo, están ancladas profundamente en la historia en estratos anteriores al capitalismo. Si reparamos en el caso del trabajo, la introducción del trabajo asalariado “libre” del capitalismo generó una nueva alienación del trabajador, de su producto y de su propio ser, pero esta alienación, que Marx trata en los Manuscritos desde una perspectiva antropológica, contiene también un trasfondo teológico tal como expresa Pablo de Tarso en su segunda carta a los Tesalonicenses: “quien no quiera trabajar que tampoco coma”. La idea de que el trabajo es la condena por la humanidad caída tiene una inercia que incluso se manifiesta en las propias aspiraciones a otro modo de trabajo como el trabajo artesana o, más contemporáneamente, el “trabajo de los cuidados”. En el caso del consumo, si bien es cierto que el consumo masivo ha sostenido el capitalismo por décadas, no es claro que esté unido estructuralmente a su dinámica. Por el contrario, es compatible con una llamada a la austeridad que también tiene un trasfondo teológico que portaban las culturas de la pobreza predicada a los miembros de una comunidad religiosa compatibles con la riqueza de la comunidad misma. El capitalismo del siglo XXI que nace de la crisis de la era neoliberal apunta más a un sistemático recorte de las posibilidades de disfrute y acceso a bienes que anteriormente eran denostados como ejemplos de la sociedad de consumo. La cultura de la nostalgia de la sociedad del bienestar y de la generación boomer, las depresiones y otros desórdenes mentales que se produjeron durante los confinamientos y restricciones de la pandemia de Covid-19, hacen manifiesto algo más que una adición masiva al consumo, muestran que las desigualdades sociales en el acceso a viviendas dignas, a lugares de encuentro y relación humana, a elección de bienes en los que se pueda articular un plan de vida son también formas estructurales de las dinámicas económicas.

Si la dinámica histórica del capitalismo se extiende por todos los dominios de lo real transmutando en mercancía cosas y personas, si su forma avanzada llena la ciudad de pantallas y escaparates donde se muestra la fantasmagoría de aquellas, cual si fuera una épica telúrica, las sensibilidades resistentes se expresan en la transformación del entorno en paisaje, en topos donde se forman redes y comunidades emocionales en las que los objetos son, como los conceptos, modos de entenderse y entender el mundo. No se puede olvidar la tensión, pero no se puede reducir la historia de la sociedad y la cultura a un esquema plano determinista y teológico.



[1] David C. Clarke (2003) The Consumer Society and the Postmodern City, Londres: Routledge

[2] Jean Baudrillard (1972) Crítica de la economía política del signo, traducción de Aurelio Garzón, Madrid: Siglo XXI, 2007

sábado, 27 de noviembre de 2021

Hacer y deshacer cuerpos


 


Lenta ha sido, está siendo, la superación de la brecha cartesiana de corporalidad y conciencia. Al largo dominio de la filosofía de la conciencia  le corresponden concepciones del cuerpo determinadas por las miradas médicas, disciplinares y poco ecológicas. Desde las ciencias cognitivas se han impulsado cambios sustanciales en la concepción de la relación mente cuerpo como muestra la creciente influencia de las teorías encarnadas y acopladas a los nichos donde discurre la existencia. Sin este trabajo de zapa o quizás de fontanería metafísica muchos discursos que hacen admoniciones para la superación de las dicotomías quedarían posiblemente como simples deseos intelectuales que no germinan en el suelo de la cultura cotidiana. Estas demandas estarían vacías sin el contenido ontológico que proviene de las prácticas y el desarrollo científico y técnico, ahora bien, las concepciones situadas, encarnadas, enactivas y ecológicas del cuerpo estarían ciegas si no se complementasen con una atención a otras prácticas que conforman la experiencia y la corporalidad en la cultura contemporánea.  

Silvia Federici se queja del olvido de que lo corpóreo ha sido configurado también por poderosas fuerzas sociales que transforman cuerpos en instrumentos adecuados a las necesidades del trabajo bajo el capitalismo. Su hipótesis se opone tanto al determinismo biológico como a un fácil constructivismo discursivo y afirma que su enfoque contrasta con el de Foucault, a quien critica lo abstracto de su teoría de los regímenes disciplinarios que modela un “Poder” metafísico, y al que opone que “ la historia del "cuerpo" debe contarse entrelazando las historias de quienes fueron esclavizados, colonizados o convertidos en trabajadores asalariados o en amas de casa no remuneradas y las historias de los niños, teniendo en cuenta que estas clasificaciones no son mutuamente excluyentes y que nuestra sujeción a "sistemas de dominación entrelazados" siempre produce una nueva realidad.[1] La teoría de Foucault de las prácticas de biopoder del Estado, creando discursos e instituciones sociales de categorización y clasificación de los cuerpos, “disciplinándolos” tanto en sentido estricto como en la sumisión a la mirada de las nuevas disciplinas científicas, es solo una parte de la historia de cómo la relación cuerpo-entorno ha dado forma y contenido a los cuerpos en la cultura y sociedad capitalista. Por debajo de las prácticas disciplinares, sostiene Federici, está el proceso civilizatorio de transformación del cuerpo en fuerza de trabajo, un proceso que cubre no solamente el espacio de la producción sino también el de la reproducción y el consumo.  

En la misma línea, Greg Goldberg ilumina la significativa distinción que existe entre trabajo y fuerza de trabajo. “Trabajo” es una noción que  la física y termodinámica definen como capacidad de transformación, mientras que “fuerza de trabajo” se refiere específicamente a los seres humanos. Es en la resistencia de los cuerpos al trabajo en donde Goldberg y Federici encuentran la diferencia. Solo el trabajo humano crea valor porque solo los humanos pueden resistirse a trabajar[2]. Este criterio modifica en un modo negativo la idea de Marx, aún demasiado dependiente de la visión clásica, de que el trabajo es un conjunto de capacidades que producen valores de uso. Tiene razón en su perspectiva Federici y en su propuesta de descenso hacia lo concreto de las historias de vida, ya que es en esas particularidades en las que encontramos la diversidad bajo la que discurre un proceso único, el de la producción y reproducción de la fuerza de trabajo a escala global. A medida que varía la cultura material, los entornos técnicos de la producción y del consumo, el capitalismo debe cuidar de producir y reproducir la fuerza de trabajo, que necesariamente implica dinámicas de ajustes de los cuerpos a las nuevas modalidades de producción generadas por las transformaciones técnicas y sociales.

En esta construcción, sin embargo, hay una doble dimensión: la de los procesos sociotécnicos que configuran los cuerpos y la de los procesos psicológicos que configuran la experiencia de lo corporal en las diversas fases del capitalismo, desde el industrialismo y la modelación taylorista a las formas flexibles del capitalismo contemporáneo que introduce nuevas formas de taylorismo digital. No basta con crear un reservorio de capacidades, también debe crearse una voluntad de trabajar mediante técnicas de disciplina que venzan la resistencia a hacerlo. Simone Weil notó con rapidez esta doble dimensión de la subordinación a un sistema de trabajo ordenado por la maquinaria de producción y a una organización disciplinaria del trabajo bajo las órdenes del capataz en los relatos que hace de su experiencia como obrera en la industria en el año 1934, cuando decidió sentir en su cuerpo lo que las trabajadoras sentían a lo largo de sus jornadas de trabajo . La experiencia del cuerpo en el trabajo sigue trayectorias entrelazadas que se realimentan. No es solo el cansancio, o el tedio de la maquinización de los gestos, es también la atmósfera continua de riesgo bajo la mirada gerencial que va configurando con igual fuerza los movimientos, las expresiones, las palabras:

Hay dos factores en esta esclavitud: la velocidad y las órdenes. La velocidad: para "llegar" hay que repetir movimiento tras movimiento con una cadencia que, al ser más rápida que el pensamiento, prohíbe dar curso libre no sólo al pensamiento, sino incluso a los sueños. Al ponerse una ante la máquina, es preciso matar el alma ocho horas diarias, el pensamiento, los sentimientos, todo. Ya estés irritada, triste o disgustada..., trágatelo; debes hundir en el fondo de ti misma la irritación, la tristeza o el disgusto: frenarían la cadencia. Y lo mismo ocurre con la alegría. Las órdenes: desde que fichas al entrar hasta que fichas al salir, puedes recibir cualquier orden. Y siempre hay que callar y obedecer. La orden puede ser penosa o peligrosa de ejecutar, e incluso irrealizable. O bien dos jefes dan órdenes contradictorias. No importa: callar y doblegarse. Dirigir la palabra a un jefe -incluso para una cosa indispensable- es siempre, aunque sea un tipo simpático (incluso los tipos simpáticos tienen momentos de malhumor), exponerse a ser reprendido. Y cuando esto ocurre, también hay que callarse.[3]

Constituir cuerpos como fuerzas de producción es una parte sustancial de las derivas y dinámicas que caracterizan los cambios en la cultura material en el capitalismo. Cuerpos que se constituyen tanto en el trabajo como fuera del trabajo. La tradición que representa Silvia Federici entiende que esta doble dimensión de la mecanización y la sumisión a órdenes no afecta solamente al tiempo de trabajo sino en general al tiempo global de reproducción social de la fuerza de trabajo. Por ello insiste en que trabajo no es solamente lo que está bajo el salario, sino todo el tipo de trabajo que se necesita para transformar la energía humana de vida y deseo en fuerza de trabajo. Así lo expresa su colaborador George Caffentzis:

Eso dice Marx, pero aquí se equivoca, pues la producción de fuerza de trabajo no se "reduce" a un conjunto de mercancías, los medios de subsistencia. El trabajo también es necesario para producir este "artículo especial", que debe incluirse en el valor de la fuerza de trabajo. Es el microtrabajo esencial, en gran parte femenino, no remunerado y, por tanto, invisible. El trabajo doméstico, desde lo crudo a lo cocinado, lavar, follar, templar los ánimos, recoger la basura, pintar los labios, mirar el termostato, dar a luz, los niños, enseñarles a no cagar en el pasillo, curar el resfriado común, atender al crecimiento del cáncer, incluso escribir poemas líricos para su esquizofrenia... seguro que Marx señala que hay un "elemento histórico y moral" en la cantidad de los medios de subsistencia, pero su sirvienta y Jenny parecían ser gratis."[4]

La centralidad del trabajo en la formación de cuerpos no se debe, pues, a alguna característica “natural” de lo humano, como suele repetirse en tantas filosofías del homo faber. El peso proviene de que en el capitalismo todo lo humano es contemplado únicamente como fuerza de trabajo del mismo modo que el resto de la naturaleza es contemplado también como mercancía que entra en el proceso de producción. La cultura material y el grado de desarrollo técnico representa el modo en que la energía se transforma en trabajo: eso es lo que hacen las máquinas, pero también el modo en que la energía viva de los humanos se transforma en fuerza de trabajo, a través de la conformación del cuerpo y del alma. El gran historiador de la tecnología David F. Noble comienza su clásica historia sobre la automatización de la industria[5] recordando la frase de El Capital en donde Marx afirma que los instrumentos de trabajo no solo aportan un estándar del grado de desarrollo que ha alcanzado el trabajo humano sino que también son indicadores de las condiciones sociales bajo las que se lleva a cabo el trabajo. Marx era consciente de que la cultura material, en este caso del sistema industrial en el que fijaba su atención tiene este doble componente funcional, ingenieril, y experiencial, hacedor de cuerpos. 

Que la voluntad sea lo central de los humanos, y que su experiencia del trabajo afecte a la voluntad es lo que permite que seamos muy críticos con todos los discursos del fin del trabajo como horizonte temible a causa de la automatización. De nuevo Goldberg: “[…]es debido a la capacidad de voluntad del trabajo que los capitalistas amenazan a los trabajadores a los trabajadores con la automatización como estrategia para gestionarlos y disciplinarlos. Con el fin de Para que la automatización sea menos atractiva y evitar así su propio desplazamiento, se les dice a los trabajadores que tienen que ser menos costosos, menos exigentes y más productivos.”[6]

La voluntad y el temible horizonte de la voluntad de no trabajar es la diferencia específica que atraviesa los modos en los que la cultura modela las almas para que entiendan que la vida es trabajo y que quien no trabaje no coma, que no sea acogido en la sociedad y que no adquiera la condición de ciudadano. La idea de salario justo la función de muro de contención que asume la cultura para que las voluntades no se tuerzan y hagan que las trayectorias de vida se acoplen a las demandas del “mercado” de trabajo, del mecanismo por el que las capacidades y habilidades del cuerpo se adaptan no solo al entorno material sino a la forma inmaterial y abstracta que el la conversión en fuerza de trabajo.

Jara, el personaje de Existiríamos el mar, el relato de Belén Gopegui, que trata de escapar de las espinas de su existencia precaria en Madrid, aún si tiene que aceptar trabajos mal pagados en un pueblo lejano, se pregunta “si podría bastar con aprender a vivir. Si tendría que quitarse de la cabeza ese miedo a no ser si no trabaja. Pero es que quiere trabajar, quiere intervenir aunque sea un poco, quiere amar lo que haga porque vivir es también eso.”[7] Tiene miedo a no ser si no trabaja y querría un mundo donde poder tomar decisiones voluntarias sobre trabajar o no y en qué hacerlo. Remedios Zafra capta con agudeza cómo las emociones se configuran para adaptarse a un entorno de trabajo que exige ser creativo y disciplinado y mal pagado a la vez. Su obra El entusiasmo distingue entre el genuino entusiasmo que echa de menos Jara y esa forma de piel de zapa con la que la existencia precaria se cubre para engañar al cuerpo y engañar al sistema: “Una forma de entusiasmo aludiría a la «exaltación derivada de una pasión intelectual y creadora», y la forma más contemporánea surgiría como «apariencia alterada que alimenta la maquinaria y la velocidad productivas» en el marco capitalista. Esa que requiere camuflar la preocupación y el conflicto bajo una coraza de motivación forzada generadora de contagio, mantenedora del ritmo de producción del sistema, sintonizando como procesos análogos: producción intelectual y de mercado.[8]

Estas configuraciones emocionales van componiendo una forma de sensibilidad y de identidad que se interna en el cuerpo, en los músculos y huesos tanto como en el rostro y los sentidos. Nuevas formas de trabajo inmaterial, de largas horas ante la pantalla que encorvan las cervicales y tuercen las muñecas en el teclado, trabajos nuevos que no exigen energía muscular pero sí disciplina del cuerpo y atención  tensa, que exige no cometer errores en fastidiosos protocolos o ansiedad porque los plazos de los proyectos se acortan. Trabajos en inmensas salas donde la vigilancia no la realiza la mirada del capataz sino el algoritmo del sistema, o trabajos a distancia en domicilios en donde lo virtual y la materialidad de la vida cotidiana se interrumpen y enredan.

Hacer y deshacer cuerpos. El orden de lo económico, al modo de un demonio de Maxwell, selecciona las partículas que son los cuerpos y las particularidades de sus historias en fuerzas de trabajo. Materias primas, fuentes de energía, procesos físicos, químicos o biológicos, máquinas que transforman todo ello en trabajo y este en productos. En esa inmensa red de procesos, las fuerzas de la vida, las energías musculares, la atención, afectos e inteligencia son también recursos en la cadena de producción y reproducción. “Recursos humanos” que tienen más necesidades de reparación que las máquinas y necesidades de mantenimiento más complejas que las que los economistas, Marx incluido, citan cuando hablan del coste salarial como coste de reproducción de la mano de obra o fuerza de trabajo. Al sistema de producción se suman todos los dispositivos de reparación que tratan de paliar los desgastes y las patologías que deja el camino de la formación de cuerpos. De nuevo, Remedios Zafra señala esta nueva fenomenología del trabajo en los entornos del capitalismo avanzado:

[...] habrá observado cómo la lista de patologías se nos agranda de manera proporcional a nuestra ansiedad e inquietudes, y al conocimiento de nuevas enfermedades. Pero casi todos los cuerpos ahora dañados están medicados y nos permiten no solo seguir viviendo, sino trabajar y seguir enfermando. Por mucho que manden señales y quieran dirigirse a la cama, siempre hay una fuerza mayor que empuja para dirigirnos a la mesa de trabajo. De hecho, su cuerpo puede estar arropado y tratado como el de un enfermo, pero su cabeza y manos siguen tecleando. Es como si los cuerpos tuvieran los pies al revés y caminaran hacia atrás, mirando el rostro hacia el otro lado.[9]

La experiencia del trabajo, en esta zona gris de cuerpos hechos y deshechos, dañados y reparados por un sistema eficiente que prolonga la vida productiva más allá de lo que fueron los tiempos de trabajo de las sociedades rurales o las de los capitalismos de las revoluciones industriales primeras, se desdobla entre las formas de interacción del cuerpo y el entorno que dan forma al cuerpo y la mente extendidas y las formas de interacción que modela el trabajo, el orden que constituye la fuerza abstracta del trabajo social, que agrupa tanto a trabajadores como desempleados, a mujeres o a niños y jóvenes. Las biografías se agrupan en el capitalismo avanzado bajo una única formalidad de discurso: el curriculum vitae, el documento que da cuenta de la característica peculiar de ese cuerpo en el conjunto diversificado de la división del trabajo.



[1] Silvia Federici (2020) Beyond the Periphery of the Skin: Rethinking, Remaking, and Reclaiming the Body in Contemporary Capitalism, Oakland CA: PM Press, pp. 15-16

[2]  “[…] el valor creado por el trabajo humano, de la mano de obra humana, debe estar en función de sus cualidades "negativas", o de la forma en que los trabajadores humanos, a diferencia de las máquinas, pueden negarse a trabajar. La distinción económica clásica entre trabajo y fuerza de trabajo es esencial aquí: aunque la naturaleza y las máquinas pueden realizar trabajo (pueden trabajar), no se puede decir que tengan capacidad de trabajo (no tienen fuerza de trabajo) en la medida en que no pueden negarse a trabajar. […], la potencialidad es una propiedad exclusivamente humana, con su sombra de impotencia, es decir, "el poder de no pasar a la realidad". Esto es bastante más complicada que la definición de fuerza de trabajo que ofrece Marx en El Capital: "el conjunto de aquellas capacidades mentales y físicas que existen en un ser humano, que ejerce siempre que produce un valor de uso de cualquier tipo “ Greg Goldberg (2018) Antisocial media : anxious labor in the digital economy, Nueva York: New York University Press, p. 105

[3] Simone Weil (2010) La condición obrera, traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires: Cuenco de Plata, p. 51

[4] George Caffentzis (2013) In Letters of Blood an Fire. Work, Machines and the Crisis of Capitalism, Oakland (CA): PM Press, p. 40 (Hay traducción española: En letras de sangre y fuego, Trabajo, máquinas y crisis del capitalismo, Buenos Aires: Tinta Limón, 2020,

[5] David F. Noble (1984) Forces of Production. A Social History of Industrial Automation, Nueva York: Alfred Knopf.

[6] Goldberg, o.c. p. 105

[7] Belén Gopegui, (2021) Existiríamos el mar, Madrid: Penguin Random House, pp. 92-93.  

[8] Remedios Zafra (2018) El entusiasmo . Editorial Anagrama. 

[9] Remedios Zafra, Remedios (2021) Frágiles, Madrid: Anagrama, p. 107


domingo, 21 de noviembre de 2021

El mito de la caída

 




Génesis 3 es un relato de la anomalía que induce la conciencia en el orden primigenio. Adán, el que proviene del suelo, y Eva, la desobediente, adquieren con el conocimiento la perturbación de su rareza, el desvelamiento de su corporeidad y de su castigo a reproducirse con sufrimiento. Acaso en cierto modo la irrupción del humanismo con su denuncia de la barbarie y de la capacidad de resistirla tuvo una consecuencia similar, el descubrimiento de una condición irredenta, avergonzada de su cuerpo por más que hubiera orgullo en la constatación del saber/poder de la cultura para elevarse de la naturaleza, al tiempo que descubría ese mismo poder como castigo. El humanismo en su faceta cultural proyecta la resistencia a la barbarie a través de la educación, pero no tardará en enfrentarse a quienes desde el pesimismo sobre la naturaleza humana recuerdan su castigo (“maldito sea el suelo por tu causa/ sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida/ Te producirá espinas y abrojos/ y comerás la hierba del campo/ Comerás con el sudor de tu rostro/ hasta que vuelvas al suelo /pues de él fuiste tomado” Gn, 3, 17-19). 

Fueron los grandes pesimistas los que no olvidaron esta condición irredenta: Jonathan Swift, Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Heidegger, Wittgenstein. Esta tradición de la filosofía contemporánea hereda según Mulhall[1] el marco que establece el mito de la caída y con él una cierta modalidad de antihumanismo. Recuerda este autor uno de los aforismos más esclarecedores de Wittgenstein de la frontera que separó el humanismo de la concepción religiosa de la existencia: “Los hombres son religiosos no tanto en cuanto se creen muy imperfectos sino en cuanto se creen enfermos. Cualquier persona decente se considera sumamente imperfecta, pero el hombre religioso se considera miserable[2]. Wittgenstein acierta en esta distinción entre imperfección y enfermedad, o entre la descripción negativa de lo que los humanos han hecho y la descripción desolada de lo que los humanos son. Esta frontera, la que separa la idea de daño de la de pecado. Son dos maneras de entender la imperfección. Desde la primera mirada, cabe la posibilidad de cambio, emancipación, perfeccionamiento y, como propone el humanismo cultural, autorrealización a través de la cultura que, a su vez, es una realización de la creatividad humana. Desde la segunda, el humano está en una condición irredenta, en el sentido de que su posible salvación, si la hay, vendrá de fuera. Y no es posible no recordar la entrevista a Heidegger en Der Spiegel: “Solo un dios podrá salvarnos”.

El diagnóstico del estado caído y dañado irreparablemente de la humanidad recorre como un bajo continuo la filosofía contemporánea que reacciona negativamente al optimismo romántico. Schopenhauer adelanta lo que Heidegger diagnosticará como el estado del dasein de tedio, superficialidad, olvido:

Que la existencia humana ha de ser una especie de error se desprende suficientemente de observar que el hombre es una concreción de necesidades cuya satisfacción, difícil de lograr, no le garantiza más que un estado indoloro en el que queda entregado al aburrimiento, el cual demuestra entonces directamente que la existencia en sí misma carece de valor: pues no es sino la sensación de su vacuidad. En efecto, si la vida, en cuyo anhelo consiste nuestra esencia y existencia, tuviera en sí misma un valor positivo y un contenido real, no podría existir el aburrimiento sino que la mera existencia en sí misma tendría que llenarnos y satisfacernos. Pero nosotros no estamos contentos de nuestra existencia de otra forma que aspirando a algo, y entonces la lejanía y los obstáculos hacen creer que el fin es satisfactorio —ilusión esta que desaparece tras alcanzarlo—; o bien dedicándonos a una ocupación puramente intelectual en la que en realidad nos salimos de la vida para considerarla desde fuera, igual que espectadores en los palcos.[3]  

La existencia humana como error. Un siglo más tarde, otro glorioso pesimista, Samuel Beckett, en Final de partida escenifica con sus dañados personajes este error de sistema:

CLOV : Algo sigue su curso. (Pausa.)

 HAMM : ¡Clov!

 CLOV (irritado) : ¿Qué ocurre?

 HAMM : ¿No estamos a punto de… de… significar algo?

 CLOV : ¿Significar? ¡Significar, nosotros! (Risa breve.) ¡Esta sí que es buena!

 HAMM : Me pregunto. (Pausa.) ¿Una inteligencia, que hubiera regresado a la tierra, no se sentiría tentada de formarse ideas a fuerza de observarnos? (Imitando la voz de la inteligencia.) ¡Ah, bueno, ya comprendo, sí, veo lo que hacen! (Clov se sobresalta, deja el catalejo y empieza a rascarse el bajo vientre con las manos. Voz normal.) E incluso sin ir tan lejos, nosotros mismos… (emocionado)… nosotros mismos… por momentos… (Vehemente.) ¡Y pensar que todo esto quizás hubiera servido de algo!

Estar a punto de significar algo, como si la agencia humana fuese tan solo un trabajo de Sísifo de intentar reiteradamente un sentido que está más allá de la situación. En el intermedio, el romántico antirromántico que fue Nietzsche pensó la cultura occidental como el hedor que despide un Dios muerto aún no enterrado, un miasma que produce la transvaloración de las fuerzas de la vida en una veneración del sufrimiento y el ascetismo, de la contención y la contabilidad de las culpas y las deudas. En Humano, demasiado humano, un texto en donde Nietzsche comienza a explorar lo que será su método genealógico[4], interpreta la condición de irredención como un olvido de las condiciones culturales que hicieron posible una cierta forma de frustración del deseo: “una determinada especie de falsa psicología, una determinada especie de fantasía en la interpretación de los motivos y vivencias son el presupuesto necesario para que uno se vuelva cristiano y sienta la necesidad de redención. Con la captación de este error de la razón y la fantasía, deja uno de ser cristiano”[5]. Nietzsche, como Marx, cree que se puede desvelar el carácter histórico de este error, el fetichismo del olvido de su origen cultural. Pero romper el conjuro, no es, como recuerda Germán Cano[6], una simple fantasmagoría, sino un error, algo que tiene cura. Este carácter intermedio hace de Nietzsche un autor en la zona de transición entre el humanismo que cree en una posibilidad de auto-transcendencia y el antihumanismo contemporáneo de Heidegger y sus discípulos, como Derrida y los neo-nietzscheanos franceses como Foucault.

Esta ambigüedad de Nietzsche se pone claramente de manifiesto en cómo Sartre, profundamente seguidor suyo, entiende que la condición caída, el nihilismo y la conciencia de absurdo no es antihumanista sino una forma de humanismo. En su influyente conferencia de 1945 “El existencialismo es un humanismo” opone un humanismo basado en la naturaleza a un humanismo basado en la condición, que no es sino la conciencia de los límites y la vulnerabilidad de la situación humana, donde la emancipación está en la aceptación de la imposibilidad de escapar al compromiso con la situación y la aspiración a una suerte de autenticidad:

[…] cuando en el plano de la autenticidad he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, más que querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos que querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esa voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, mientras que ella es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré deshonestos[7]

Heidegger responde irritado al reclutamiento que hace Sartre de su obra para el humanismo. La Carta sobre el humanismo, manifiesta un rechazo visceral y desprecio del humanismo basado en la vita activa que promueve Sartre. Para Heidegger, el humanismo es parte de la caída, una condición metafísica, una ilusión de auto-trascendencia basada en la capacidad de praxis. En ella opone el pensar al actuar

Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella, producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora bien, lo que ante todo «es» es el ser. El pensar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian. El pensar no se convierte en acción porque salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar sólo actúa en la medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también el más elevado, porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo obrar reside en el ser y se orienta a lo ente.[8]

No es inocente esta oposición. En apariencia, Heidegger parece continuar la gran tradición del humanismo cultural como trascendencia de una condición imperfecta, pero en la realidad, lo que ofrece es una suerte de posicionamiento puramente intelectual, un situarse en el lenguaje, lugar en el que ha encontrado la “casa del ser”. Poco distingue la actitud de Heidegger de la posición religiosa que encuentra fuera del ser humano la redención. Entre la providencia o los caminos de bosque del lenguaje hay poca diferencia. Derrida, sin embargo, se tomará muy en serio el antihumanismo que predica Heidegger y en Márgenes de la filosofía, la obra que le consagró como héroe de la posmodernidad, se proclama seguidor fiel del maestro y carga contra todos los apelativos del humanismo y la meditación que se había hecho en la postguerra de la realidad humana:

Lo que así se había llamado [realidad-humana], de manera pretendidamente neutra e indeterminada, no era otra cosa que la unidad metafísica del hombre y de Dios, la relación del hombre con Dios, el proyecto de hacerse Dios como proyecto constituyente de la realidad humana. El ateísmo no cambia nada en esta estructura fundamental. El ejemplo de la tentativa sartreana verifica notablemente esta proposición de Heidegger según la que «todo humanismo sigue siendo metafísica», siendo la metafísica el otro nombre de la onto-teología[9]

La operación derridiana de acusar al humanismo de haberse situado en lugar de Dios, de haber creado una onto-teología es tan astuta como eficiente: le permite agregar todos los posibles adjetivos a humanismo (ateo, cristiano, marxista, liberal…) y acusar a todos de aquello que precisamente el humanismo habría venido a criticar, a saber, la redención humana fuera del ser humano. La fuerza del giro derridiano es que parece oponer lo fragmentario de condición humana, la imposibilidad de grandes unidades a lo que el humanismo representaba de demanda de autonomía de la humanidad para construir un mundo y autoconstruirse. Se abre así la forma más característica del antihumanismo contemporáneo que, dentro de las fronteras fluidas del mito de la caída, acusará repetidamente al humanismo de impotencia, de orgullo de especie y de ceguera a sus propios orígenes históricos. Althusser afirmará en “El concepto de “hombres” constituye […] un punto de fuga del enunciado [“En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas,…] hacia las regiones de la ideología filosófica o vulgar. La tarea de la epistemología es aquí detener la fuga del enunciado fijando el sentido del concepto”. Más dura es la afirmación tan nietzscheana de Foucault sobre la “muerte del hombre” y su alegato contra una concepción de la cultura y la historia como relato de lo humano

La historia continúa, es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispensará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el sujeto podrá un día ⎼bajo la forma de la conciencia histórica⎼ apropiarse nuevamente de todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que puede muy bien llamar su morada. Hacer del análisis histórico el discurso del contenido y hacer de la conciencia humana el sujeto de todo devenir y de toda práctica son las dos caras de un sistema de pensamiento. El tiempo se concibe en él en término de totalización y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que toma de conciencia[10]

Foucault presenta su obra como una continuación del método genealógico de Nietzsche contra las continuidades de la filosofía, antropología e historia que siguen creyendo en lo “humano” y en la escala humana. Una concepción realmente histórica, espera Foucault, mostrará como lo humano es un invento que se disolverá con el tiempo. No hay posibilidad de totalizaciones, afirma, uniéndose a Derrida en su crítica radical a una concepción de la historia que no sea fragmentaria y antidialéctica, pues recuérdese que la idea de totalización desde Lukács a Sartre era lo que definía la actitud dialéctica ante la cultura, la capacidad de correlacionar tiempos y estratos sociales en situaciones concretas.

 



[1] Stephen Mulhall (2005) Philosophical Myths of the Fall, Princeton: Princeton University Press.

[2] Wittgenstein, (1980) Aforismos sobre cultura y Valor, traducción Elsa C. Frost, Madrid, Austral (1995) p. 179, cit. en Mulhall o.c. p. 9.

[3] Arthur Schopenhauer (2013) Parerga y Paralipómena II, traducción de Pilar López de Santamaría, Madrid, Trotta p. 303

[4] Diego Sánchez Meca (2014) “El pensamiento de Nietzsche entre 1876 7 1882”, Introducción a Obras Completas. Volumen III: Obras de Madurez I, Madrid: Tecnos.

[5] Friedrich Nietzsche (2014) Humano, demasiado humano, en o.c. p. 135.   

[6] “Nietzsche va a entender la crítica de la religión como un proceso de «desintoxicación» donde la inversión energética en la ilusión requiere de otra energía psíquica para superar el «mono del desencanto»” Germán Cano (2020) Transición Nietzsche, Valencia: Pre-Textos, p. 27

[7] Jean-Paul Sartre (1996) El existencialismo es un humanismo, traducción de Victoria de la edición de Gallimard, Barcelona: Edhasa, 2009, p. 78.

[8]  Martin Heidegger (1946) Carta sobre el humanismo, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, en Hitos, Madrid: Alianza, 2000. p. 259

[9] Jaques Derrida (1994) Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín, Madrid: Cátedra, p.154

[10] Michel Foucault (1969) La arqueología del saber, traducción de Aurelio Garzón, México: Siglo XXI, p. 20