viernes, 27 de agosto de 2010

Manuel va a su bola


Marjorie Murray ha realizado su tesis doctoral en antropología, en estudios de cultura material, haciendo su trabajo de campo en Madrid (Murray, M. (2009) “How Madrid Creates Individuality”, en Miller, D. (ed) Anthropology and the Individual Londres: Berg). Su informante ha sido Manuel Sierra, un conductor del metro de treinta y cinco años que está a punto de dejar su casa, donde convive con su familia en un piso de Vallecas de dos habitaciones. Su padre es fontanero y su madre asistenta y ama de casa. Manuel está a punto de trasladarse a un piso de protección oficial que le “ha tocado” a un precio inferior al del mercado. Recientemente “se ha echado” novia, y quizá se traslade al piso con ella, pero aún no habla con ella sobre cómo lo va a amueblar y decorar, aunque piensa mucho en ello. En su nuevo piso de dos habitaciones tendrá poco espacio y al menos quiere llevarse su historia del arte en varios tomos. Tiene claro, y su novia también, que no van a tener hijos, pero sí quizá adoptar una niña china: Hay demasiada superpoblación en el mundo, sostiene (Murray subraya que España es con Noruega el país con un índice más alto de adopciones, por encima de Suecia y a distancia del resto). Manuel es muy sociable: conoce los bares del centro y es conocido por muchos camareros. Malasaña, Huertas, Latina, Lavapiés son su territorio familiar. Ahora sale menos y sus conocidos en esos bares dicen que “desde que se ha echao novia pasa de ellos”. Está pensando comprarse un coche para sacar el perro al campo. Cuida su aspecto: no quiere ponerse lo que todos, elige con circunspección pero no se gasta demasiado. Valora más la calidad que la cantidad. Espera a las rebajas de los outlets del sur donde conoce un par de tiendas que se adaptan a sus gustos. En general va siempre arreglado fuera de casa, no dentro. Pasaría por tener una apariencia no lejana a la estética gay de Chueca, aunque nunca se reconocería de esa forma. Sabe qué ponerse y no sufre la angustia del “qué me pongo”, que el antropólogo Daniel Miller detecta en los londinenses, siempre obligados a parecer originales, pero al mismo tiempo fuertemente restringidos por reglas nunca explícitas que establecen lo que no sería conveniente llevar en según qué lugares y momentos. Los madrileños, nota Murray, son, pese a este imaginario individualista, gente notablemente uniforme en su vestimenta, fácilmente distinguibles en sus formatos de diferentes tribus. Manuel es simpático, sociable, pasa de políticos y puretas y en general quiere ir a su bola. Tiene una autoimagen fuertemente individualista. Su individualismo se ejerce en una voluntad de distinguirse de la masa: necesita lo sociable para su ejercicio. Tiene gustos y hobbies muy definidos: se ha comprado una cámara digital y fotografía las rosaledas, después pasa horas arreglando las fotos en el ordenador con programas que se ha bajado, y luego las cuelga en un blog que acaba de iniciar. Está orgulloso de sus fotos y las enseña a poco que se le pida. Le gustan los cómics, que se pasa con los amigos, y las películas, que también se baja de la red. En su casa, cena con sus padres y avisa si no va a ir. La ritualidad de la comida es muy importante: la cena, el cocido del sábado, las fiestas y sobre todo Navidad y los cumpleaños. No hablan apenas en la mesa, o comentan algo de las noticias que están viendo en la tele. Apenas emplean expresiones de cariño, y si lo hacen son sólo con el gato. Los Sierra aceptan el destino y no se plantean ansias por el futuro. Su madre no se queja de las tareas domésticas, pero sí de lo aburrido que es su marido. Consigue llevarle una vez por año al pueblo donde visita a su hermana. Manuel tiene una relación de dependencia/devoción con su madre que termina siendo la única cosa en la que declara creer. Aunque Murray no lo expresa, es fácil suponerle del Atleti. Madrid, como cosmos en donde se realiza una forma específica de individualidad diferente y similar en ciertos aspectos a las de Londres y París, dice Murray: una voluntad de sí que se ejercita, sin embargo, en una fuerte socialidad que, al mismo tiempo, impulsa un deseo de independencia y originalidad. Manuel realiza su individualidad a través de prácticas estéticas de vestido, de ejercicios artísticos, técnicas de autoconstrucción que le dan un fuerte sentido de independencia, a pesar de que a sus treinta y cuatro años sigue viviendo en casa y “queda” todas las semanas para salir con los amigos.
El individualismo que han teorizado filósofos y sociólogos en sus versiones más o menos conservadoras, más o menos “constructivistas”, no puede explicar la trayectoria de vida de Manuel, sus contradicciones y su imaginario, sus fuertes lazos y al mismo tiempo su voluntad de independencia. El yo de Manuel es un yo-en-Madrid que no puede ser descarnado de las vueltas y revueltas; del saber cuándo y cómo tomar cañas y cómo estar en la barra de un bar sin pasarse ni quedarse; del cómo diferenciarse sin ser “original”; del cómo mostrar sensibilidad y espíritu artístico sin que empiecen a mirarle como rarito. Modernidad tardía de un cosmos en el que los manueles y manuelas se autorrealizan en prácticas que construyen también un cosmos particular-universal. Hace poco en un periódico un crítico extranjero explicaba por qué el cine español no acabe de cuajar: los actores hacen de sí mismos, de español medio. Creen ser muy particulares, pero coinciden con un estereotipo único que los españoles reconocemos como familiar y el resto como extraño. El poder de la identidad.

jueves, 26 de agosto de 2010

Máscaras que nos hacen

En los años de tensión política antes de la democracia, uno de los rituales obligatorios de iniciación para un estudiante “comprometido” era “trabajar” política y en ocasiones materialmente en un medio obrero: una fábrica, un barrio. El trabajo implicaba necesariamente mezclarse en estilos de vida que, dependiendo de los orígenes, podían resultar completamente desconocidos si el estudiante pertenecía a la burguesía o, por el contrario, familiares, literalmente familiares por origen, pero en todo caso ya abandonados. Pues ser estudiante comprometido consistía principalmente en un ejercicio de ascetismo: humildad y pobreza en los vestidos, casi siempre vaqueros y guerreras de apariencia militar, boinas, barbas descuidadas. Varones y mujeres cultivaban por igual una apariencia ascética. Las mujeres abandonaban todo maquillaje, sólo se permitían pantalones cuando más gastados mejor, ropas holgadas que disimulasen sus formas, los varones se esforzaban en lo serio, adusto, militante. El estudiante comprometido ocultaba con pudor la sensualidad, junto con sus deseos, lo contrario que los varones y mujeres proletarios, quienes exhibían orgullosamente sus músculos y curvas, que en sus gestos y palabras tendían siempre a lo picante, lo insinuante, y que, desgraciadamente, veían a aquellos tontos como un sucedáneo de los curas que habían tenido que aguantar antes de la comunión. Sus ideales de vida chocaban como trenes: los realmente proletarios cuidaban mucho su aspecto, se arreglaban con cuidado para salir de fiesta, eran sobreabundantes en el consumo de comida y bebida, gastaban lo que podían, hablaban sin recato de sus deseos de consumo, ofrecían sus cuerpos y sus vidas con entusiasmo. El estudiante se encontraba distanciado precisamente por su imaginario de lo que era la vida proletaria. Muchos años más tarde, los años del grunge, los estudiantes repetían las mismas estrategias de distinción: zapatillas desatadas, camisetas y jerséis holgados y llevados abigarradamente unos encima de otros para manifestar descuido (un cuidado descuido).

Cuando se pasan varios años en la enseñanza universitaria no es difícil observar cómo va mutando la apariencia de los estudiantes desde la exuberancia que traen de la secundaria (no los de clase burguesa, que ya han aprendido en el bachillerato las formas de distinción) hacia una apariencia de seriedad y profundidad, pasando por una etapa de cuidado descuido desafiante. Es un efecto del cultivo material que tiene la cultura universitaria. En realidad sus hábitos pertenecen a lo que Nietzsche ya había calificado como ideal ascético:

“El sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también su voluntad, su poder, su interés. Su derecho a existir depende en todo de aquel ideal […] El asceta trata la vida como un camino errado que se acaba por tener que desandar hasta el punto en que comienza; o como un error, al que se refuta –se le debe refutar--- mediante la acción: pues ese error exige que se le siga, e impone, donde puede, su valoración de la existencia. ¿Qué significa esto? Tal espantosa manera de valorar no está inscrita en la historia del hombre como un caso de excepción y una rareza: es uno de los hechos más extendidos y más duraderos que existen.”

Tiene razón Nietzsche: los ideales ascéticos son uno de los hechos más extendidos y más duraderos. Porque también son una de los más eficientes estrategias de identidad. Nada da mejor la apariencia de profunda aristocracia que la humildad, la pobreza, la castidad en los arreglos de la existencia. Nada más alto que lo bajo, nada más profundo que la superficie. El desprendimiento como una cuidadosa estrategia de ordenamiento de sí. El estudiante que quería “integrarse” con los obreros descubría que no podía, pero no era capaz de admitir en sí mismo que era precisamente la distancia que establecía su ascetismo la causa sui, la razón de aquél. Deseos contradictorios: poder y ser amado.

domingo, 22 de agosto de 2010

Coprolalia y transparencia

Estoy leyendo entre carcajadas y distancia ®O$ de Eloy Fernández Porta, con la misma ambigua actitud que leí Afterpop y Homo sampler. Eloy Fernández Porta pertenece a la nueva generación de críticos culturales para quienes la cultura no tiene corralitos. Todo sirve (no todo vale). Todo es relevante: la distinción entre cultura popular y cultura elevada es un signo más de voluntad de distinción, no menos peligrosa que la distinción entre cultura científica y cultura humanística. El libro es, más que recomendable, obligatorio como ejemplo de un estilo que ya se está anunciando como la aportación propia del país al pensamiento contemporáneo. Con Beatriz Preciado, con Agustín Fernández Mallo, con... una nueva generación de autores que reivindican el sarcasmo en lugar de la ironía, la coprolalia en lugar de la jerga filosófica. Vale. De acuerdo. Estoy con ellos como estuve con el cine de Almodóvar. Son una conquista del lenguaje.
La tesis es simple: el capitalismo contemporáneo se ha convertido en un capitalismo de producción industrial de identidades emocionales a través de estrategias imaginístico-comerciales. El desarrollo es divertido: comics, anuncios, textos, caricaturas del lenguaje filosófico, etc. La industria cultural como constructora de identidades.
Sorprendentemente: el perro de los Baskerville no ladra. Exemplum docet, exempla confundit: faltan ejemplos cercanos precisamente sobre las industrias culturales que están conformando las identidades emocionales de los españoles medios: las culturas de los babelia, las culturas de los culturales, ... etc., las industrias editoriales como estrategias de identidad.
La coprolalia como sustituto de la jerga de la autenticidad: no hablar con términos elevados sino lo más bajo posible. La nueva autenticidad de la espontaneidad cultural sin reparos, un sobrino de Rameau que no tiene pelos en la lengua, un auténtico de nuevo cuño. La transparencia de quien ya no cree en la transparencia.
Es la tragedia contemporánea de la cultura española. Imitarnos a nosotros mismos, tan naturales siempre, tan auténticos que terminamos siendo ininteligibles. Como el cine español. Como la cultura española: todos coleguillas.

jueves, 19 de agosto de 2010

La pasión de Sorel


"
¿Dónde estamos cuando pensamos?" --se pregunta Hanna Arendt. En realidad deberíamos preguntarnos: ¿quiénes somos cuando pensamos?". Reflexionar es tomar distancia de sí, ponerse en lugar de otro: un otro generalizado que somos o deberíamos ser. Este ideal de reflexión es desde el Romanticismo objeto de una controversia con la que en algún momento tenemos que encontrarnos si, como Sócrates, pensamos que una vida no examinada no es una vida digna de ser vivida.
Stendhal construyó sus personajes sobre la tensión entre vida y reflexión. Sus personajes intentan ser naturales, seguir su verdadero yo en vez de seguir las convenciones (Julian Sorel en El Rojo y el Negro, se abandona a sí mismo cuando deja de pretender el triunfo social y se apasiona amorosamente). Más tarde, Nietzsche, en su Ecce Homo proclamó también como ideal "llega a ser lo que eres", ama tu propio destino. Paul Valery acabó cruelmente con este ideal romántico: en primer lugar, la división entre ser natural o seguir las convenciones es en sí misma ya una convención; en segundo lugar, pretender ser natural implica que tomamos a un yo ideal como referencia y nos ponemos en su lugar para comprobar que estamos avanzando hacia ese ideal. Sartre encontró en Valery la inspiración para su análisis de la mala fe, que no es otra cosa que el síndrome de Stendhal. No es difícil encontrar abundantes ejemplos de mala fe: cada vez que alguien nos dice que quiere buscar su propio yo, que pretende ser el/ella mismo/a, se aparece el fantasma de Sorel. Como si esa búsqueda no fuese una forma incoherente de dejar de ser lo que uno es y buscar un yo inexistente.
Pero examinar la vida tendría que incorporar el salir de sí, el mirarse con distancia, el querer no engañarse.
¿Es posible hacer compatible estos dos ideales? Vivir o narrarse, confronta el personaje de La náusea, que ha decidido llevar un diario y decide que es una tarea imposible.
Tragedia del sujeto contemporáneo.

jueves, 12 de agosto de 2010

Los mitos de la caída


Relatos de origen que como casi todos los mitos ejercen una fuerza oculta en las constelaciones del discurso. La caída es uno de los más viejos relatos de las religiones que han ido constituyendo nuestra trayectoria: la caída del ángel (
non serviam); la caída del hombre que comió del árbol de la ciencia del bien y del mal. Toda la historia de la cultura occidental tiene una tema dominante: el ser humano está en pecado por orgullo y debe ser redimido. Este relato de caída y redención ha operado en todas fuerzas filosóficas e ideológicas.
Relatos de salvación: necesitamos un salvador, un héroe, un mesías, etc. Necesitamos levantarnos ...
Relatos nihilistas: Nietzsche: el ser humano ha caído en la trampa moral de la debilidad; convencer a otros para que le levanten a uno. Heidegger: el ser humano ha olvidado el ser y ha caído aherrojado en el ente, un ser-ahí. Wittgenstein: el ser humano ha caído en el embrujo del lenguaje y en la metafísica.
Relatos de resistencia: estéticas de la resistencia a las que Brea dedica el último número de Estudios Visuales. Estéticas de la derrota que convierte la vida en un mientras tanto, un lugar de nadie en la espera del mesías y la salvación.
Relatos de identidad de los que no nos desprendemos sino haciendo versiones con nuevos personajes y tramas que apenas cambian lo que no es sino una forma de vivir el tiempo como tiempo de espera. No hay filósofo que no oculte un pequeño redentor en su baúl.
Orfeo, Cristo, Prometeo, Fausto,..., relatos de caídas, ángeles y redentores.
Freud tuvo razón en casi todos los mitos constitutivos, leídos como interpretaciones metafóricas de nuestros troncos emocionales, personales y colectivos, psicológicos y culturales. Sorprendentemente se olvidó de los relatos de la caída, mucho más sorprendentemente puesto que pertenece a una cultura donde Fausto es la forma en la que todo intelectual se sueña.
Tenía razón Borges: toda metafísica tiene un mito detrás. Y viceversa.

viernes, 6 de agosto de 2010

Miedo a las palabras


E
l día 3 de marzo de 1982 Michel Foucault habla ante un abarrotado auditorio que asiste a su curso en el Collége de Francia. El curso está muy avanzado, ha sido dedicado a los textos moralistas de la antiguedad, desde Sócrates a Séneca y Marco Aurelio. Foucault opone a la ascesis cristiana como renuncia a sí la ascesis filosófica antigua como subjetivación del discurso de verdad:

" Se trata de reunirse consigo mismo con un momento esencial que no es el de la objetivación de sí en un discurso de verdad sino el de la subjetivación de un discurso de verdad en una práctica y un ejercicio de sí sobre sí mismo. Ése es el tipo de diferencia fundamental que, en el fondo, intento poner de manifiesto desde el inicio del curso. Procedimiento de subjetivación del discurso de verdad: esto es lo que encontraremos expresado sin cesar en los textos de Séneca cuando dice, acerca del saber, acerca del lenguaje del filósofo, acerca de la lectura, acerca de la escritura, de las notas que se toman, etcétera, que se trata de hacer propias (facere suum) las cosas que sabemos, hacer propios los discursos que escuchamos, hacer propios los discursos que reconocemos como verdaderos o que la tradición filosófica transmite como tales. Hacer propia la verdad; convertirse en sujeto de enunciación del discurso de verdad; ése es a mi juicio, el corazón mismo de esta ascesis filosófica"

Las palabras de Foucault hablan por sí mismas mejor que yo, pero querría hacerlas propias para explicar y explicarme mi relación con el lenguaje y la cultura. A estas alturas ya voy entendiendo que el autoengaño es la forma de mentira más común. Nace más del miedo a las palabras que del miedo a la realidad. Apropiarse del discurso como sujeto que enuncia no como objeto al que se refiere un discurso. Entender como apropiarse del discurso.
Si, como Salomón, a uno le gustaría pedir en la vida entendimiento antes que cualquier otra cosa es porque lo que está pidiendo es que el miedo a las palabras acabe. Que la voz sea la voz propia. No como quien repite ilimitadamente lo que escucha, sino como quien al dar voz a un discurso es como si fuera enunciado por primera vez. En eso consiste ser autor, en ser original porque el discurso se origina en uno, no necesariamente porque sea nuevo.