domingo, 29 de abril de 2018

Epistemología del sufrimiento




Explicaba en clase la fragilidad de la racionalidad humana, el difícil equilibrio de la mente y el cuerpo entre la acción y el deseo, entre las condiciones de vida y los yoes imaginarios a los que nos acogemos para soportar la realidad. Hablaba de los sesgos, los mecanismos mentales y la endeblez humana que se manifiesta en la opacidad y la dificultad de autoconocimiento o la debilidad de la voluntad. Sostenía que nuestra identidad se encuentra muy alejada de las descripciones ideales del yo que encontramos en la filosofía, y de cómo el moralismo puede producir normas de imposible cumplimiento, aumentando así los ejercicios de autoengaño, de mala fe o simplemente, generando hipocresía social. Lo cierto, comentaba, es que somos así, y en lo que consiste nuestra racionalidad, a escala humana y no divina, es en hacernos cargo de la realidad contando con nuestros túneles temperamentales, bordeando siempre el desequilibrio, la ansiedad, la depresión, la anomia o, peor aún, la euforia del insolente.

Me preguntaba, y trasladaba la cuestión a la clase, si todas estas formas en las que se expresa la extraña historia de la mente en la sociedad, derivada de una interacción a la vez intensa y frágil entre lo cognitivo y lo emotivo, si eso nos vuelve irracionales, o debemos pensarnos como defectuosos de fábrica o algo similar. Mi opinión era la contraria. Nuestro cuerpo, la mente y la sociedad han sido construidos por la evolución o la historia, en trayectorias erráticas, y así es como somos. El problema, sostenía, es cuando se aprovechan nuestras debilidades para producir dominio, desigualdad o, últimamente, mercancía. La publicidad, ejemplificaba, vive de convertir en negocio el "wishful thinking", el modo de articularse nuestros juicios sobre la realidad sobre la intensidad de nuestros deseos; el poder vive del fenómeno del decaimiento de la voluntad, el denominado efecto de las "uvas verdes", por la fábula de La zorra y las uvas, que decidió que en realidad no le gustaban las uvas de difícil acceso. El poder, decía, aprovecha el efecto para generar la convicción de que cambiar de forma de organización social es extremadamente difícil, produciendo así el decaimiento del deseo de hacerlo.

Explicaba también cómo esta sociedad de la industria de la felicidad ha construido un inmenso negocio sobre el sufrimiento humano a través de las franquicias de la autoayuda, las empresas del capital erótico y el mercado de la wellness y el coaching. Entonces me interpeló irritada una alumna. "Todo eso está muy bien -dijo- pero a mucha gente le ayudan esas cosas".  Mi respuesta rápida fue que sí, que tenía razón, que donde yo encontraba el problema era en las bases sobre las que se sostenía la industria de la felicidad, que era la adición que producía el hacer creer que la solución estaba dentro de uno cuando la causa era externa, y que esa impotencia era la base del negocio. No la convencí, ni yo mismo estaba muy convencido de la respuesta, por lo que vuelvo a repensar lo que tendría que haber sido entonces.

El sufrimiento pertenece al espectro de lo que el neurólogo Antonio Damasio, en  En busca de Spinoza, llama "sentimientos".  En la base de nuestro comportamiento están los mecanismos regulativos como el hambre, la sed, el deseo sexual, etc., más arriba están los sistemas básicos de monitorización del cuerpo como el placer y el dolor, por encima, están las reacciones emocionales, que son activaciones evaluativas que el cerebro hace ante los estímulos externos e internos. Por último, están los sentimientos que nacen de una cartografía superior del estado del cuerpo y de su relación con el entorno. Los sentimientos son así lo más valioso de la condición humana porque son algo así como la percepción de la percepción, el juicio afectivo sobre nuestro estado. El sufrimiento, como la euforia, la alegría, la nostalgia o el amor, pertenecen a esta forma superior de conciencia en la que consiste estar vivo. (NB: se puede discrepar de esta teoría de Damasio, y considerar que los sentimientos son parte componente de las emociones, pero esto no afecta a mi argumento).

El caso general de los sentimientos, como sabemos desde Pascal, es que pertenecen a las zonas oscuras de nuestro autoconocimiento ("El corazón tiene razones que la razón no entiende"). Nuestro estado puede ser de sufrimiento, pero nuestro conocimiento puede no ser suficiente para entenderlo y, mucho menos, para transformarlo. Lo mismo que ocurre con otras formas de percepción, es una fuente de información pero no necesariamente de conocimiento. Esta condición de opacidad ha sido siempre aprovechada para generar resignación y adaptación a la situación de sumisión. La filosofía cristiana, continuadora en muchas formas de la filosofía estoica, ha tendido a confundir lo que es una fuente de información con la realidad misma. Ni la realidad a la que accedemos por los sentidos ni a la que accedemos por los sentimientos es transparente. Está modulada por nuestras estructuras informacionales. Del mismo modo que nuestro sistema visual accede a los colores pero no a las temperaturas, porque los sensores de la retina no son sensibles más abajo de las frecuencias electromagnéticas que identificamos como "rojo", nuestros sentimientos tienen también limitaciones de acceso en la cartografía de nuestro cuerpo y sus relaciones con el entorno.

En una entrada anterior me referí a la distinción que hace Simone Weil entre estados de desgracia y sufrimiento. El estado de desgracia es, para Weil, un estado de postración y pasividad en el que la víctima se encierra en su cuerpo y es incapaz de comprender la realidad, incluida la razón de su propio sufrimiento. Esta condición superior de sufrimiento implica una conciencia mucho más clara de las razones o causas, implica también una autoafirmación de la posición en el mundo. Se puede aceptar o no, se puede intentar cambiar la realidad o no, pero quien sale del estado de desgracia no está derrotado por más que siga en la condición de sufrimiento.

En lo que se basan las industrias de la felicidad es, por el contrario, en hacer negocio con el estado de desgracia, en convertir en mercancía nuestra ignorancia. Se dirá que la literatura de autoayuda se basa en lo contrario, en el "examínate, que tú puedes si quieres". Cierto, pero en este consejo que articula todo un enorme sector de la economía, la cultura y la ideología dominantes, hay una trampa básica que nace precisamente en esta promesa del autoconocimiento. Si la realidad, y especialmente las realidades social y mental, no son transparentes, deforman las estructuras y causas, la pretensión del autoconocimiento es paralela a error básico de la forma ortodoxa de fenomenología, la del creer que por una descripción más fina de los estados mentales se accede mejor a la realidad objetiva. Desde el psicoanálisis sabemos que nuestra mente deforma nuestras percepciones para soportar la angustia. El sueño de la ataraxia y la impavidez, para el autoexamen produce tantas ignorancias nuevas, tantos autoengaños, como los que ya existían en origen.

¿Cómo ha resuelto la especie humana el persistente problema de la opacidad y autoignorancia? De un modo similar al que ha conseguido en la realidad física: mediante la organización social del conocimiento. Constituyendo redes que son a la vez redes epistémicas y emocionales. La ciencia es una de ellas. En el espacio cercano, en los espacios íntimos, las redes familiares, comunitarias, fueron a la vez fuentes de conocimiento (heteroconocimiento) y de cuidado y compasión. La fractura de estas redes, en una sociedad cada vez más individualista y competitiva, deja en el mercado la función del conocimiento en el espejo de la mirada de los otros, y nos lleva a esta nueva industria de la soledad y el sufrimiento. El problema de esta industria no es que no solucione el sufrimiento (que puede tener o no solución, es al fin y al cabo una percepción que cartografía nuestro estado) sino que nos hunde y ancla en el estado de desgracia, en la ignorancia y aceptación pasiva de tal ignorancia, sobre las causas, condición y posibles soluciones del sufrimiento. La industria del sufrimiento no es distinta al viejo consejo cuando a uno le duelen las muelas: si se piensa intensamente en el dolor (mindfulness, llaman a esta técnica ahora) el dolor se palia. No hace falta entonces que el cuidado dental esté en manos de la seguridad social.


La escultura de la ilustración es de Lidó Rico.








domingo, 22 de abril de 2018

Esperando a Moloch





Esta primavera ha traído con las lluvias varios libros que palian la pertinaz sequía en la que nos ha sumido el pensamiento único

Sostienen Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández, dos sociólogos de la empresa, en su nuevo libro Poder y Sacrificio. Los nuevos discursos de la empresa, que la era neoliberal hay que entenderla como una nueva religión. Tiene sus mitos y rituales que se expresan en los nuevos discursos y prácticas que infectan a empresas e instituciones. Una teología del sacrificio: para aplacar a los mercados, los tentáculos de Moloch, fue sacrificado todo resto de poder colectivo o institución pública. Primero fueron los sindicatos, luego las empresas estatales, más tarde los servicios públicos. Se sacrificaron empresas enteras una vez que fueron esquilmadas por la furia acaparadora del nuevo sacerdocio managerial. Se reinstauró la práctica de la confesión con sus exámenes de conciencia, dolor de los pecados y propósito de la enmienda de los fieles. El estado de precariedad y pobreza fue convertido en pecado original y se crearon nuevos rituales de purificación.
























Alberto Santamaría, nuestro gran teórico de las torceduras de la cultura neoliberal, exploró en un doloroso trabajo de campo estos rituales que se organizan en cursos de empresa, que se imponen a los parados y cuyos libros piadosos llenan las librerías. Durante un año asistió a cursos de coaching, a discursos de las grandes fundaciones bancarias, fundadas para extender la nueva religión como otrora las órdenes predicadoras, y de su dura experiencia nos trajo su iluminador estudio, el imprescindible Los límites de lo posible, Política, Cultura y Capitalismo Afectivo en donde recorre los mitos del nuevo culto a lo guay, a lo chachi de la creatividad, la flexibilidad, la devoción a las nuevas pasiones y la promesa de la salvación individual. Como hicieron tantas religiones, el nuevo evangelio se apodera del lenguaje de los infieles y cada expresión de indignación y descontento es ahora resemantizada en un canto a la emprendeduría, al arrepentimiento de las dudas y a las virtudes del mercado




Remedios Zafra, en El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, relata la pasión de Sibila, una joven creativa abrumada por las nuevas formas de pecado y redención que son el fracaso y el reconocimiento. Un reconocimiento que ya no se traduce en un salario mejor, sino en los bienes inmateriales que reparte el nuevo sacerdocio a su fieles: sonrisas, palmadas en la espalda, presunto prestigio. El pecado se castiga cono un sufrimiento, un dolor de conciencia, insoportable  pues convierte el propio cuerpo en castigo del fracaso. El daño a la autoestima se vive como síntoma moral de la corrupción del alma, que no habrá dedicado suficiente entusiasmo y devoción. Se le exige a Sibila nuevas formas de latría, dulía e hiperdulía, es decir de adoración y veneración a Moloch, a sus santos y vírgenes. Su horizonte vital se dilata desde la miseria cotidiana a un futurible paraíso de bienestar que, ya sabe, encontrará en otra vida, pues la presente será un largo camino de proyectos y fracasos, de precariedad y supervivencia.

























Deben complementarse estos hallazgos ensayísticos con otros textos que describen con cuidado la realidad económica del nuevo capitalismo. Entre ellos, sin duda, el más iluminador es el de Esteban Hernández Los límites del deseo. Instrucciones de uso del capitalismo del siglo XXI,  publicado hace dos años y en donde se levanta con precisión un alzado de la ruina, un mapa de la destrucción creativa del capitalismo contemporáneo, un relato de la ira del nuevo dios de la avaricia.

Las religiones no tendrían la fuerza que tienen si no se apoyasen en profundos mecanismos psicológicos, si no expresasen la fractura de nuestra conciencia cuando se enfrenta a una realidad que resulta ser en sí misma contradictoria. Luis Enrique Alonso me dio una pista que es iluminadora. El nuevo culto se puede explicar desde el complejo mecanismo que el psicólogo y antropólogo George Bateson describió en los cincuenta como "Doble Vínculo".

El doble vínculo nace en la percepción de una contradicción: "no encuentro trabajo porque me piden experiencia, pero no podré tener experiencia de trabajo si no me contratan". La teoría del doble vínculo es una concreción de estos dilemas (trampa-22) en los que se encuentran las personas muchas veces. Se refiere a una tensión que se crea en el sujeto bajo condiciones de opresión y dominio. Consiste no en una imposición sino en una doble imposición que se expresa en una orden contradictoria: "debes hacer X, pero solamente si lo deseas con pasión". Esta orden contradictoria, claro, solamente funciona bajo condición de un fuerte vínculo basado en emociones. En algunas familias puede ocurrir que el padre o madre maltratadores sometan al hijo a un chantaje emocional "debes quererme mucho por todo lo que hago por ti". El daño que inflige esta presión emocional es constante y dibuja trayectorias completas de vida.

En el caso del capitalismo emocional, la nueva religión neoliberal, el dominio, como el de toda religión es sutil. Por un lado se ha construido una atmósfera oscura de amenaza, una suerte de panorama apocalíptico en el que se narran las prospectivas de una sociedad sin trabajo, sin pensiones, sin otra cosa que un miserable presente continuo. Por otro lado, se somete al nuevo fiel a una increíble presión psicológica de doble vínculo: "si quieres, puedes", "si pones entusiasmo, lo lograrás".  El mecanismo destructivo del doble vínculo se basa en que el sujeto amedrentado se halla en un estado de conciencia desgraciada: "yo quiero, pero no puedo". Bajo esta percepción está sometido a una tensión que se reproduce a sí misma y genera una forma de vida donde no ya la existencia material sino la misma existencia espiritual se torna precaria.

El lenguaje mismo, forma expresiva del dominio, se torna doble-lenguaje: "sé creativo" que significa "haz lo que te digo"; "se flexible y emprendedor", que significa "sométete a mis reglas"; "esfuérzate", que significa "trabaja para mí con entusiasmo y sin recompensa económica". Este Newspeak que tan gráficamente desarrolló Orwell en 1984 se ha convertido en la nueva lengua de la empresa y las instituciones.

La nueva religión ha creado también su nuevas jerarquías y sacerdocios. Luis Enrique Alonso lo explica como la creación de una nueva burocracia de control basada en el lenguaje de la creatividad y la flexibilidad. La vieja burocracia weberiana nacía de la división técnica y racional del trabajo. La burocracia era la forma en la que se ordenaba el trabajo experto en un orden piramidal de habilidades y experticias. La nueva burocracia se basa en un previo trabajo de socavamiento de la vieja burocracia, que es denostada por inútil y poco flexible. Pero la burocracia no desaparece, por el contrario, es sustituida por una nueva pléyade de agencias de control, de expertos encargados de establecer protocolos de comportamiento que hacen mucho más rigurosa la actividad presuntamente creativa. Es curioso entrar ahora en un taller de reparaciones. Donde había antes una división del trabajo en "chispas", "motores", "chapas" y un enorme desorden creativo, ahora nos sumergimos en una atmósfera de nueva clínica, de limpieza y asepsia. Los nuevos mecánicos obedecen a protocolos de acción absolutamente rígidos, aterrorizados por los controles de los nuevos burócratas de la calidad. La iglesia de la asepsia y la flexibilidad eternas.



Ilustración de Guy Denning

domingo, 15 de abril de 2018

Dialéctica de la condición de estudiante



Un año antes de que The Beatles publicasen Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, en 1967, alguien de la Internacional Situacionista, a petición de de la asociación estudiantil AFGES de Estrasburgo redactó un texto que circuló profusamente como panfleto por las universidades en los preámbulos de mayo del 68. Se titulaba De la miseria en el medio estudiantil. Fue traducido y publicado en 2008 por El Viejo Topo, y prologado por Carlos Sevilla y Miguel Urbán, quienes, por cierto, en 2013 coordinarían una suerte de homenaje a aquel panfleto en las postrimerías de las revueltas contra Bolonia:  De la nueva miseria. La universidad en crisis y la nueva rebelión estudiantil. Este año, cincuenta años más tarde de Mayo68 es un momento necesario para volver sobre aquél texto (aquí). El objeto de estas líneas es plantear algunas preguntas sobre la condición de estudiante, suscitadas por el panfleto y apoyadas en la fenomenología que mi propia experiencia me permite analizar. El motivo es una vieja controversia que aún perdura, hoy renovada con agrios sabores, la de la condición de clase del estudiante, una más de otras identidades que, sin ser necesariamente proletarias, se abren al deseo de otras formas de vida. 

Merece la pena recordar aquel diagnóstico situacionista en un par de citas algo extensas:
El estudiante es un ser dividido entre un estatuto presente y un estatuto futuro netamente separados, y cuyo límite va a ser mecánicamente traspasado. Su conciencia  esquizofrénica le permite aislarse en una “sociedad de iniciación”, ignora su futuro y se maravilla de la unidad mística que le ofrece un presente al abrigo de la historia. El motivo de cambio de la verdad oficial, es decir, económica, es muy fácil de desenmascarar: resulta duro mirar de frente la realidad estudiantil. En una “sociedad de abundancia”, el estatus actual del estudiante es la pobreza extrema. Originarios en un 80 % de capas cuya renta es superior a la de un obrero, el 90 % de ellos disponen de una renta inferior a la del más simple asalariado. La miseria del estudiante está más allá de la miseria de la sociedad del espectáculo, de la nueva miseria del nuevo proletariado. En un tiempo en que una parte creciente de la juventud se libera cada vez más de prejuicios morales y de la autoridad familiar para entrar lo antes posible en las relaciones de explotación abierta, el estudiante se mantiene a todos los niveles en una “’minoría prolongada”, irresponsable y dócil. Si bien su tardía crisis juvenil lo enfrenta un poco a su familia, acepta sin dificultades ser tratado como un niño en las diversas instituciones que rigen su vida cotidiana 
Sobre esta condición objetiva se sostienen las muchas contradicciones de la vida del estudiante que el panfleto describe con sarcasmo (su vida bohemia, sus hábitos de pseudodistinción intelectual,...), pero tal forma de vida tiene una proyección más amplia que nos recuerda el texto: las recurrentes revueltas de los movimientos juveniles que llenan el mundo urbano contemporáneo:
La ideología dominante y sus órganos cotidianos según mecanismos experimentados de inversión de la realidad, no pueden más que reducir este movimiento histórico real a una pseudo-categoría socio-natural: la Idea de la Juventud (que estaría en la esencia del rebelarse). De este modo, se somete una nueva juventud de la rebelión a la eterna rebelión de la juventud, renaciendo en cada generación para esfumarse cuando “el joven es ganado por la seriedad de la producción y por la actividad, de cara a fines concretos y verdaderos”. La “rebelión de los jóvenes” ha sido y es todavía objeto de una verdadera inflación periodística que crea el espectáculo de una “rebelión” posible que se da a contemplar para impedir que se la viva, la esfera aberrante -ya integrada- necesaria al funcionamiento del sistema social; esta rebelión contra la sociedad, paradójicamente la tranquiliza porque está considerada como parcial, en el apartheid de los “problemas” de la juventud -como hay problemas de la mujer o un problema negro- y no dura más que durante una parte de la vida. En realidad, si es que hay un problema de la “juventud” en la sociedad moderna es que la crisis profunda de esta sociedad es sentida con más acuidad por la juventud

Si leemos conjuntamente estas dos citas, extraemos dos afirmaciones útiles para entender la nueva realidad social: la primera, la miseria real de la vida estudiantil, aún dentro de la opulencia de la sociedad de consumo; la segunda, la incorporación de su subjetividad a la recurrente resistencia de la juventud, como estadio más sensible a las miserias reales de nuestro mundo. A estas dos tesis, querría añadir una propia que presento a discusión: las contradicciones de la condición de estudiante, las que amplía su condición de juventud, han anticipado las que ahora y en el futuro será la de un grupo social cada vez mayor y pronto mayoritario: la condición de vida en el precariado laboral y vital. Estas observaciones sobre la condición frágil de amplias capas de la población deberían llevarnos a superar algunas discusiones, para mí bastante tontas, sobre si la izquierda ha perdido o no el norte y el contacto con la clase trabajadora. Al final, éste es el motivo último de mi recuerdo del famoso texto. 

Pido disculpas por tener que acudir al relato de mi propia experiencia, pero, a pesar de llevar toda mi vida en contacto con el medio estudiantil, sigue siendo la que mejor conozco. Las contradicciones del estudiante fueron las mías y en ellas se formó mi también tensa y a veces contradictoria visión del mundo que sospecho, al menos esa es mi esperanza, comparto con mucha gente y tal vez pueda ayudar a traer cierta sensatez a muchas proclamas que no son capaces de atender ni a las condiciones objetivas ni las subjetivas de nuestra condición contemporánea.

Recuerdo haber sido muy consciente de mis propias contradicciones como persona y como estudiante. Contradicciones que me persiguieron (y persiguen, de otros modos) a lo largo de aquellos años. En el curso 1975-76 yo estudiaba el último año, el 5º, de la carrera de Filosofía. Quienes lo vivieron, saben que fue un año muy duro, lleno de huelgas y levantamientos. Parecía por algún momento que la universidad y los obreros terminarían alzándose en una única revuelta. Tras los sucesos de Vitoria, en marzo de 1976, cuando la policía disparó sobre 4.000 obreros reunidos en asamblea en la Iglesia de San Francisco de Asís, en el barrio obrero de Zaramaga, la universidad reaccionó en una unánime huelga general que recordó en muchos sentidos al mayo francés. Como a la sazón yo me encontraba muy implicado en aquellos movimientos, la editorial ZERO/ZYX, que era la plataforma cultural de un movimiento perteneciente a la corriente de la autonomía obrera, en el que militaba, me propuso que escribiera con urgencia una historia del movimiento estudiantil. Fue mi primera propuesta editorial. No llegué a terminarla debido a mis contradicciones, que son las que comparto como experiencia. Como militante (ahora se llaman "activistas") me sentía muy orgulloso de aquella encomienda, pero como estudiante no pude terminar de redactarla. Tenía que acabar el curso, lo que implicaba en la universidad en que estudiaba, no solamente aprobar las asignaturas y realizar un examen entero de carrera para convalidar el título civil (era la Universidad Pontificia de Salamanca, y teníamos que realizar aquél examen si queríamos tener el título. Por cierto, el presidente del tribunal que me examinó era Carlos París) sino también presentar una tesina. No podía permitirme dejar nada para septiembre, ni en mi casa hubiesen entendido que mis notas no fuesen sobresalientes. Así que en mayo suspendí lo que llevaba redactado y me puse a la tarea de acabar mi carrera. No llegué a relatar la historia del movimiento estudiantil, cierto, pero en las cincuenta páginas que llegué a redactar sí logré enunciar las contradicciones de la vida del estudiante que basándome en la experiencia, y sin haber leído el panfleto que comento, coincidía completamente con las observaciones que he citado más arriba. 

Desde adolescente mi vida discurrió entre el entorno de estudiantes y el entorno obrero. Por la época de Sgt. Pepper, mis amigos de finde eran dependientes de comercio y trabajadores. Más tarde, de estudiante universitario, dedicaba cuatro dias a la semana a dos clubs o asociaciones jóvenes de un barrio obrero, donde seguí manteniendo una cultura esquizoide entre mis amigos trabajadores y el mundo universitario. No coincidíamos en los gustos, o sí (tuve que aprenderme las canciones de Pablo Abraira), se reían de mí por mis comentarios políticos. Ellos tenían dinero por su sueldo, yo no. Les gorroneaba los tintos con gas y el tabaco rubio (yo solo podía permitirme el paquete de Celtas Cortos que me agredió por muchos años). Yo leía mucho y ellos no, pero me gorroneaban las explicaciones filosóficas y literarias.  En mi organización se reían de mí por mis comentarios filosóficos y me denigraban como intelectual. Y yo me reía de mí mismo por no saber dónde estaba mi mundo. Me incorporé pronto a la universidad como becario y tuve que modular o abandonar la vita activa militante. Una hija, una beca, una tesis, una mili, todo a la vez, exigen mucho tiempo. Mis contradicciones no me abandonaron en una existencia de precario que, por suerte para mí, terminó cuando obtuve un trabajo estable y dejé de ser joven revoltoso. Nunca abandoné, sin embargo, la doble mirada de quien observa el mundo desde el trabajo y desde la condición tensa de estudiante. Siempre me entendí bien con mis amigos de clase (en los dos sentidos de clase). Me tenían bien calado cuando me miraban con sorna, y yo también a ellos cuando los miraba con simpatía. Con algunos continúo la amistad y la mutua mezcla de desconfianza y simpatía.

Hoy sigo con las mismas contradicciones. Algunos de mis antiguos alumnos de doctorado, hoy amigos en una absoluta precariedad, provenientes de la clase obrera de Getafe, a quienes engañamos y engañé haciéndoles creer que si hacían los deberes tendrían un trabajo digno, me miran también con ironía. Con la misma ironía con que miran (ya sarcasmo) a los nuevos gestores políticos de la izquierda que presumen de currículo activista y de sus compromisos con ONGs o plataformas antidesahucios. Con la misma ironía con que miran a los reivindicadores de una clase obrera que posiblemente no conocen ni de lejos. Les entiendo perfectamente. Su mirada enciende de nuevo la conciencia de mis contradicciones.  Desde que fui consciente de ellas me produjo una infinita distancia la expresión "alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura" que en aquellos tiempos (no sé si ahora) proclamaba el PCE. No hay alianza posible sin entender las contradicciones mutuas, también las internas. Sin entender que las miserias objetivas son diferentes y se entrecruzan. La existencia del estudiante, hoy la del precario permanente, es una existencia con un pie dentro y otro fuera de la sociedad del espectáculo. Las crecientes proximidades no pueden ocultar, ni deben, las lejanías y tensiones.






domingo, 8 de abril de 2018

Resistencia a lo inevitable




La gran paradoja de las relaciones entre el orden social y económico y el modelo tecnológico que permea todos los intersticios de nuestra cultura material es que se está invirtiendo una inmensa cantidad de esfuerzo intelectual y económico en convencernos de la inevitabilidad de las transformaciones que producirán las llamadas nuevas tecnologías. Un ejemplo notorio es el libro de Klaus Schwach La cuarta revolución industrial. Fue redactado para la reunión del Foro Económico Mundial, que conocemos como "Davos", por su lugar de reunión, en 2016 y que, en la versión española, prologa Ana Botín, actual presidenta del Banco de Santander.

Klaus Schwach fue el inventor de este foro que reúne anualmente a las personas más poderosas del planeta para "mejorar la situación del planeta" y vislumbrar los cambios que se avecinan en la economía y la sociedad. De hecho es un complejo aparato de propaganda de aquellos cambios que interesan a los grandes poderes mundiales. No sería posible este aparato sin un trasfondo metafísico que llena de determinismo y lenguaje profético lo que no son sino análisis muy parciales de las tendencias socioeconómicas. El primer párrafo del prólogo de Ana Botín al libro de Schwach es un buen ejemplo de este determinismo:
La historia muestra que, una vez que las revoluciones industriales se ponen en marcha, el cambio se produce con rapidez. Los emprendedores convierten los inventos en innovaciones comerciales, estas dan lugar a nuevas compañías que crecen aceleradamente y, por último, los consumidores demandan los nuevos productos y servicios que mejoran su calidad de vida. Una vez que el engranaje de este proceso comienza a funcionar, la industria, la economía y la sociedad se transforman a toda velocidad.
Aunque parezca extraño, este lenguaje es novedoso y es fruto de una de tantas apropiaciones de ideas de la izquierda con propósitos nuevos: no el de promover un mundo sostenible y justo, sino el de de reforzar el actual modelo de capitalismo depredador. Schwach comienza, como Ana Botín, elaborando una teoría de la revolución:
La palabra «revolución» indica un cambio abrupto y radical. Las revoluciones se han producido a lo largo de la historia cuando nuevas tecnologías y formas novedosas de percibir el mundo desencadenan un cambio profundo en los sistemas económicos y las estructuras sociales. Dado que la historia se utiliza como un marco de referencia, la brusquedad de estos cambios puede tardar años en desplegarse.
Lo interesante de este nuevo lenguaje es que admite la revolución como horizonte, e incluso anticipa su inevitabilidad, recordando, en absoluto de forma inconsciente o no deliberada, la vieja profecía de Marx:
Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo cual no es más que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social
No es sorprendente: una de las lecturas de esta tesis marxiana ha sido una concepción determinista del cambio social que ha impregnado las políticas socialdemócratas desde el programa de Gotha hasta el momento contemporáneo, y que tuvo una de sus expresiones más avanzadas en el texto de Schumpeter Capitalismo, socialismo y democracia de 1943. Schumpeter fue el teórico visionario de la importancia de la tecnología en la transformación económica. Herederos suyos fueron en los años sesenta Chris Freeman y su discípulo Keith Pavitt, creadores del SPRU (Science Policy Research Unity) en la Universidad de Sussex, cuyas tesis son ahora popularizadas por Mariana Mazzucato (El estado emprendedor). Las nuevas ideas de innovación y "emprendimiento" nacieron y se han desarrollado en un medio ambiente socialista (todos estos autores lo fueron o son declaradamente), en donde se aceptaba la idea marxiana de que el dinamismo tecnológico que la misma economía exigía produciría necesariamente una superación del capitalismo. Por supuesto, a diferencias de las tesis Botín-Schwach, siempre que el proyecto fuese impulsado y controlado por un estado garante  y propulsor de la igualdad y la justicia.

Los nuevos profetas del pensamiento disruptivo, del emprendedor e innovador se han apropiado de estas ideas con un nuevo giro: el cambio tecnológico significará una nueva oportunidad de negocios, una ilimitada fuente de oportunidades de ganancias siempre que los dirigentes abandonen, dice Schwach, el viejo pensamiento lineal y adopten el pensamiento disruptivo. No está muy claro qué quiere decir nuestro visionario por este pensamiento, aunque lo que uno infiere del libro (lo he leído varias veces para intentar descubrir su secreto) es que consiste en una compleja dialéctica de comprender hacia dónde van las tendencias de la tecnología contemporánea y adaptarse rápidamente a ellas emprendiendo nuevas empresas basadas en estas tendencias. Nada ajeno a una de las formas de determinismo más dañinas: si no puedes cambiar algo, adáptate rápidamente a ello.

Una de sus predicciones es la ya extendida tesis del fin del trabajo:
"comparemos Detroit en 1990 (por entonces un importante centro de industrias tradicionales) con Silicon Valley en 2014. En 1990, las tres mayores empresas de Detroit tenían una capitalización de mercado combinada de 36.000 millones de dólares, unos ingresos de 250.000 millones de dólares y 1,2 millones de empleados. En 2014, las tres mayores empresas de Silicon Valley tenían una capitalización de mercado considerablemente más alta (1,09 billones de dólares) y generaban más o menos los mismos ingresos (247.000 millones de dólares), pero tenían diez veces menos empleados (137.000)."
Esta idea de que sobrará el noventa por ciento del trabajo actual opera como un potentísimo muelle impulsor de la "inevitabilidad" de lo que se considera inevitable. Por un lado, se promociona uno de los grandes negocios del momento: la ilimitada oferta de cursos, másteres, titulaciones y centros educativos especializada en la adaptación a este cambio inevitable vendiendo una especie de boletos de salvación para la futura e inevitable pérdida del noventa por ciento de los puestos de trabajo. Por otro lado, la misma idea de la inevitabilidad instaura el terror colectivo como la más efectiva estructura de sentimiento contemporáneo. El terror al infierno de las épocas de la hegemonía religiosa ha sido reemplazado por este nuevo escenario de horror que contamina las consciencias y las moldea en una loca carrera de aceptación de lo inevitable y de la necesidad de llegar a los puestos de primera fila antes de que se acaben las oportunidades.

Es difícil desmontar este aparato ideológico. Por un lado, es cierto que los cambios en la tecnología transforman las posibilidades y por ello transforman también los imaginarios, incluidos aquellos que son necesarios para reproducir el conocimiento técnico y elaborar nuevos diseños. Por otro lado, el inmenso poder del nuevo capitalismo financiero produce la ilusión de que es un producto necesario de estos cambios tecnológicos, cuando no es más que una de las posibilidades, precisamente la que conduce a un mundo de pesadilla. La vieja idea socialdemócrata que insistía en la necesidad de un control estatal del cambio se ha resignificado de forma absoluta: el estado sigue siento central, cada vez más, pero en tanto que estado que sostenga con su poder militar e imperial la inevitabilidad del nuevo modelo de uberización del mundo: grandes plataformas que conecten a una multitud de "autoempresarios" en sus bicicletas (activos propios) y móviles (conexión tecnológica) compitiendo en jornadas interminables por distribuir mercancías cada vez más rápido y a menos precio de transporte.

Mis compañeros Jorge Martínez Crespo y Ulpiano Ruiz-Rivas, dos ingenieros del Grupo de Tecnologías apropiadas de la Universidad Carlos III de Madrid, con quienes colaboro en diversas clases en las que tratamos de resistir el pensamiento determinista, nos recuerdan en un magnífico artículo que pronto publicará la revista Libre Pensamiento, que la innovación tecnológica tiene muchos adjetivos y que podemos introducir constricciones sociales al propio diseño e implementación de las innovaciones. Que hay que comenzar a desarrollar tecnologías alternativas para luchar contra la pobreza y el desastre ambiental. Ellos y el grupo de tecnologías alternativas están promocionando la investigación en "herramientas baratas, de pequeña escala, hechas con materiales locales, en contraposición a la innovación dirigida exclusivamente al consumo de una minoría (a escala mundial) privilegiada.

Los cambios tecnológicos no están escritos. Una vez que desvelamos la desnudez ideológica del determinismo se abre una enorme puerta a una investigación alternativa, al desarrollo de nuevos proyectos de investigación con una intención de resistencia al capitalismo. Ellos proponen algunos criterios, en los que llevamos trabajando algún tiempo. Son tecnologías posibles que tienen una nueva visión:
Poco costosas o amortizables en un largo periodo de tiempo. Sencillas de usar y mantener, y con necesidades de herramientas o equipamiento mínimas. Modulares y/o de pequeña escala.Construidas con materiales accesibles localmente.Basadas en fuentes energéticas renovables, descentralizadas y poco intensivas: energía humana o animal, solar, metano, microhidráulica, eólica, etc.Con costes de operación bajos o nulos.Generadoras de residuos de bajo impacto ambiental o reciclables.Con un hueco destacado a la creatividad y el desarrollo local. De gran disponibilidad, robustez y/o durabilidad o con reemplazos asequibles.
Hay un diagnóstico detrás de este programa: el desastre ambiental no solamente lo produce el hiperconsumo industrial del mundo desarrollado, sino también la miseria técnica de la pobreza en la que está sumida una gran parte de la población mundial. Revertir la pobreza en igualdad y transformar el mundo en un mundo más justo y sostenible son objetivos que caen o se sostienen juntos. Este proyecto es también tecnológico y no solamente social y económico. Es un proyecto de una nueva política de innovación alejada de las profecías de lo inevitable. No va a ser sencillo cambiar la dirección del tren de la historia (esta metáfora ya es en sí misma determinista), pero, por el momento, sigue siendo necesario desvelar el carácter ideológico de los profetas de la inevitabilidad.


















domingo, 1 de abril de 2018

cultura material y materialismo cultural





Una de las partes más complejas y con más lagunas y agujeros explicativos del marxismo es el materialismo histórico. En el siglo pasado aspiraba a ser una ciencia de la historia, hoy, por suerte, tiene una conciencia más modesta de su capacidad explicativa. Sus versiones deterministas, según las cuales la conciencia y la cultura son producto y reflejo de las relaciones de producción, ya han sido puestas irreversiblemente en entredicho. Los grandes teóricos del siglo XX, Lukács, Gramsci, la escuela de Franckfurt y la nueva izquierda criticaron las carencias que tenía el materialismo histórico en lo que respecta a la cultura. Ahora, el marxismo se ha convertido en una perspectiva de análisis de la sociedad capitalista que recoge las aportaciones que se han hecho a la función de la cultura como forma de reproducir la sociedad, incluidos el sistema económico y el estado. Me ocurre, sin embargo, cuando leo el pensamiento político y económico radical contemporáneo, que me asalta la pregunta de si no se habrá perdido el materialismo en el camino.

El materialismo es una actitud filosófica variada y no sencilla de entender. Hay materialismos reduccionistas, materialismos emergentistas, materialismos de la superveniencia,... No es el objeto de estas líneas entrar en este jardín de variedades cuya explicación es muy técnica. Lo que sí se puede observar es que es habitual entender por materialismo histórico algo que difícilmente es un materialismo genuino. Así, cuando leemos a Althusser sobre las relaciones entre estructura económica y superestructura cultural y las supuestas relaciones de "determinación en última instancia" lo que tenemos es un reduccionismo de lo individual a lo social, de la conciencia a las relaciones de producción. Pero esto es materialismo solo a medias: las relaciones de producción (y reproducción y distribución) se entienden como relaciones de propiedad, de posición y capital social, pero tienen poco que ver con la base material de la existencia humana.

Muchas discusiones políticas en las que nadamos inmersos enfrentan una suerte de materialismo histórico cazurro a un supuesto culturalismo volátil. Así, se proclama que hay que cerrar ya la revolución de mayo del 68, orientada hacia cambios en la  vida cotidiana, en las relaciones de dominación que se dan en ámbitos de nuestras prácticas, como las relaciones de género, de libertad sexual u odio racial, y volver a los básico, a las transformaciones en las relaciones de producción, sin cuyos efectos es imposible combatir la desigualdad creciente. Del otro lado, se postula que la lucha de clases se traduce hoy en una compleja articulación de identidades subyugadas que reclaman, como identidades plebeyas, una posición de poder contra los patricios. Comparten ambas posiciones una visión ingenua y aún decimonónica y cuasi-romántica de la cultura, como si esta fuese sólo una superestructura de costumbres, ideas, identidades o algo similar. Los primeros creen que una modificación de las relaciones económicas producirá por sí misma una transformación de todos los modos de injusticia, o al menos permitirá tal transformación. Lenin, por lo menos, no era tan ingenuo. Cuando definió el comunismo como "soviets mas electrificación" sabía bien que los cambios socioeconómicos pueden ser necesarios pero no suficientes. Del lado de las nuevas políticas "post-fundacionalistas" el problema no es menor. Sostienen que la hegemonía (el que un grupo domine los significados, y por ello las orientaciones políticas) puede ser suficiente para una política transformadora. Se tiene como horizonte únicamente la relación política (el bios, para usar el repetido término del repetido Agamben), como si la reproducción social, la reproducción de la nuda vita, del zoé, del animal que somos, en el borde del agotamiento de un planeta, fuese una cuestión menor, que uno podrá encargar a los técnicos cuando se alcance la hegemonía.

El antropólogo Dan Sperber ha propuesto hace unos años la mejor versión existente del materialismo cultural basado en la idea de superveniencia: cualquier diferencia cultural tiene una base material. Es curioso, porque Marx, quien no se declaraba marxista, en sus Grundisse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política), el largo libro de notas y reflexiones que precedió a la redacción de El Capital, desarrolló muchas ideas que permitirían reconstruir el materialismo histórico en un sentido muy correcto de materialismo consistente con la definición de Sperber. Marx era hijo de su tiempo y todas sus reflexiones se relacionan con la base material de la producción y reproducción de la civilización que le tocó vivir. Pero comenzó a pensar en la economía desde la base material y desde el trabajo como transformación de la base material.

En los Grundisse asistimos al antagonismo entre trabajo y capital, pero también y sobre todo a las formas en las que nace el capitalismo desde una base material industrial, de fábricas y talleres. Hoy, desgraciadamente, el estudio de la base material de la reproducción social está quedando en manos de los gurús de Davos como Kaus Schwab (La cuarta revolución industrial) que dibujan a su antojo el paisaje de los entornos técnicos nuevos para abundar en un mensaje único: "someteos a cualquier salario que os ofrezcan", dentro de poco ya no habrá trabajo. Ellos sí saben ser materialistas culturales: definen una base material para una cultura que quieren crear y están creando.

Necesitamos urgentemente volver a pensar la idea de trabajo en los nuevos entornos y mostrar cómo no solamente no sobra trabajo sino que hará falta en un planeta que decida trabajar para las generaciones futuras. El materialismo no es solamente descriptivo. También puede ser normativo y prescriptivo: nos puede ayudar a pensar una cultura material para un mundo sostenible donde el trabajo del cuidado sustituya al trabajo meramente productivo, donde la categoría trabajo no desaparezca absorbida por la fantasmagoría de la mercancía. También, una cultura material de un mundo post-industrial, con nuevas modalidades de interacción en las que la materia se despliega en energía e información. Un materialismo cultural donde los nichos técnicos y los nichos ecológicos se acoplan como simbiontes y no como parásitos. Si algo nos enseña la historia reciente es que el control capitalista del planeta se ha producido a través de la creación de una cultura material que controla el deseo mediante un entorno de artefactos gadgets y apps. Pensar un mundo postcapitalista debe implicar nuevas culturas materiales que reeduquen el deseo. Sin una transformación de la cultura material el socialismo seguirá siendo una palabra aburrida que solamente evoqua burocracias, normas, arquitecturas organizativas, términos vacíos.