domingo, 26 de junio de 2022

Los cuerpos pacientes (fenomenología)

 


Cuenta Andrew Feenberg una anécdota que le hizo pensar en los cuerpos en estado de dependencia: asistiendo a un partido de fútbol de su hijo en el colegio, uno de los compañeros, particularmente bruto en el juego, lesionó a un niño que quedó en el sueño. El jugador gritó "¡eh, padres!" y, efectivamente, los padres corrieron al campo haciéndose cargo de aquél cuerpo que dejaba de ser parte del juego para pasar a un estado pasivo de ser cuidado y curado. En la filosofía contemporánea tendemos (yo el primero) a subrayar la agencia, es decir, la modalidad en la que el cuerpo está en estado activo y hace cosas, trabaja, se objetiva en un mundo que es producto de su acción transformadora.  La acción -pensaba Hannah Arendt- es el comienzo de una cadena causal cuyo inicio es la voluntad personal. Se introduce así una asimetría fenomenológica que hace de la intencionalidad una calle unidireccional, quizás mediada por herramientas, utensilios, vestidos, y en general artefactos.

Y sin embargo en una parte sustancial de nuestra vida el cuerpo se relaciona con el mundo de forma dependiente de otros. Foucault centró su filosofía en estas partes de la vida que denominó "cuerpos sumisos", pensando en los grandes dispositivos del biopoder: clínicas, escuelas, prisiones. Y es cierto porque son los espacios en que los cuerpos son sometidos a la mirada y el orden de otros. Pese a ello, la dependencia es una de las experiencias más fundamentales de la vida y no siempre es una experiencia de poder, en el sentido foucaultiano, que en esa etapa tenía aún resabios individualistas y liberales, aún en su actitud crítica frente al estado. La experiencia de dependencia es también experiencia de cuidado y atención por parte de otros. De hecho es la experiencia básica que inicia la vida, cuando el niño corretea conquistando el espacio contra sus padres hasta ese momento en que ya no se sabe mirado y vuelve la cabeza lleno de ansiedad.

Poco se ha trabajado sobre la experiencia paciente, tal vez porque se escribe siempre desde una posición de poder y autoridad, incluso en los cuidados. Con todo, la experiencia primigenia de ser cuidados no nos abandona nunca, incluso en los momentos en que nuestras vidas las ordenan otros. La ambivalencia de la vida ordenada por los otros: en el ejército, el soldado soporta las órdenes de oficiales y sargentos y sufre la continua humillación. A cambio su vida es predecible, sigue patrones estables. En mi paso por el ejército en el servicio militar observábamos la crisis de ansiedad que sufrían los jóvenes que se aproximaban a la fecha de licencia y se sabían pronto en modo libre. Se generaba así un extraño sentimiento de esperanza y desconsuelo. Un sentimiento que nos ha abordado a todos quienes hemos pasado por las instituciones educativas: cada graduación (sin fiestas o con ellas) tenía el doble componente de la alegría y la angustia. Hay testimonios de que incluso el final de la cárcel conlleva esa ambigüedad emocional en los que dejarán pronto de ser reclusos. 

Habiendo llegado a ciertas edades, la experiencia paciente va tomando el mando. Es raro el mes en que nuestro cuerpo no se pone en manos de los servicios médicos, en esa forma desmañada en que suprimimos la vergüenza de ser mirados y manipulados la sustituimos por una suerte de paciencia, la emoción constitutiva del cuerpo paciente. Va por géneros, quizás. Los varones suelen padecer terror a ser pacientes e incluso los más hipocondríacos retrasan la visita para evitar convertirse en pacientes.

Desde Kant, definimos el agravio y el daño por la objetificación de nuestros cuerpos. El filósofo incluso definía la Ilustración como la salida de la niñez de la humanidad, por el atreverse, por la actividad. Y no obstante, la experiencia última y más profunda de ser humanos es la experiencia de ser dependientes de otros. Sartre, siempre tan agudo, hablaba sobre las relaciones sexuales acudiendo también a esa objetivación del cuerpo en las manos del otro, y sería mala fe pensar la sexualidad solo como actividad, sin tener en cuenta los placeres de la pasividad y el cuidado. 

El modo agencia del ser humano tiende a producir metacegueras sobre nuestras dependencias corporales. Tiende a producir desmemoria de la atención del otro, a generar la ilusión de no ser mirado y movido. Quienes nos ocupamos de la educación tendemos muchas veces a seguir esta senda del olvido y a reproducir el individualismo, la competencia, la independencia y la autonomía. En los tiempos difíciles el entrenamiento tiene que girar hacia la cooperación y la dependencia. Así en los deportes de equipo y sobre todo en el entrenamiento militar, donde se activa la supresión de lo individual para fomentar la conciencia de la dependencia de los otros, hasta grabarla literalmente en la piel. 

La experiencia de pasividad, de heteronomía, de obediencia y dependencia es tan primigenia como la contraria. Creo que solamente Simone Weil pensó sobre ello de un modo que ni era crítico, al modo de la filosofía de la autonomía, ni autoritario, como lo son las filosofías de la sumisión al poder. Está por hacer una fenomenología y también una ética de la dependencia que no sea la de la filosofía conventual o militarista. 

sábado, 4 de junio de 2022

Epistemologías de la reacción




Esto fue siempre una carrera coevolutiva del cazador y la presa, como la velocidad del guepardo y la agilidad del impala. Las insurgencias de los oprimidos suelen terminar frente a legiones antidisturbios, detenciones y cárceles, Al cabo del tiempo suceden los desánimos, divisiones, anomias y reflujos en general. Empiezan entonces nuevos escenarios de tensión en donde los grupos privilegiados desarrollan legislaciones, ordenamientos y nuevos discursos ideológicos que nacen de sus ansiedades y miedos a que el espacio social se descomponga. En el otro extremo, a las manifestaciones les suceden estrategias de resistencia, de reflexiones para dar nombres y conceptos a lo aprendido y desarrollo de nuevas prácticas por debajo del radar y la inspección que ocurren bajo un paisaje de ojos abatidos y almas deprimidas. Se ha hablado y escrito mucho sobre los momentos de revolución, sobre el tiempo de las cerezas, como canta aquel himno de la Comuna, y muy poco sobre tiempos y años de derrota, como si la vergüenza impidiera crear un relato que no sea el de la memoria de la represión o las múltiples reproches de debilidad o traición. Es un error que cometen muchas veces tanto la historiografía como los aparatos de quienes un día representaron a las insolencias multitudinarias y ahora están fuera de los focos, quizás sin trabajo y en esa triste condición que cantaba Pedro Ruy-Blas  en "A los que hirió el amor". Pero esos largos tiempos de reflujo son tiempos creativos, tiempos de adaptación y rearme de la insurgencia y la contrainsurgencia, de la resistencia y la reacción. Veamos:

La cultura, con sus prácticas, entornos materiales, rituales y discursos es el modo en que una sociedad se reproduce en sus estructuras y dominaciones. Esta reproducción exige tanto conocimiento como ignorancia. Si una sociedad no puede existir sin enormes cantidades de conocimientos tampoco puede hacerlo sin opacidades estructurales, sin puntos ciegos y sin estrategias industriales de negacionismo, de "no querer saber". La ignorancia estructural, la voluntaria y la involuntaria es una parte nuclear de la cultura. En los alegados tiempos de derrota es cuando las zonas estratégicas de los mecanismos materiales de reproducción, la cultura, vaya, se recomponen en nuevas prácticas, espacios, rituales y discursos. Estos tiempos son más difíciles de analizar porque hay que mirar alternativamente arriba y abajo, a cómo las oclusiones e iluminaciones van cambiando en los modos newtonianos de acción y reacción.

Hagamos memoria de las últimas seis décadas en el planeta: a la ordenación y pacto social que reordenó el mundo tras la II Guerra mundial, un pacto de aparente estabilidad y dominio en los planos estratégico, económico y político, le sucedió un par de décadas de insurgencia: descoloniales, de abandono del trabajo en las economías más avanzadas, de huelgas salvajes y sabotajes en las más y las menos avanzadas, de nuevos movimientos que expresaban no simplemente ira por la desigualdad, sino sobre todo deseos de otra vida y alumbramientos de esas posibilidades. Fueron esos tiempos en los que se fue construyendo la reacción que el filósofo francés Grégoire Chamayou ha documentado con el cuidado por los datos de un historiador avezado en La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. Una reacción que produjo un apariencia ideológica que transformaba los deseos de otra vida en utopías rebajadas de una imaginaria clase media y los impulsos libertarios en formas libertarianas, que doblaban, resignificaban y desarmaban los nuevos conceptos, vocabularios y prácticas, y, sobre todo y bajo todo, una reordenación de los modos de organización de la vida y el trabajo: las viejas formas fordianas del industrialismo cambiaron. Las cadenas de montaje se deslocalizaron a los países donde la mano de obra estuviese a precio de saldo y las policías externas e internas fuesen más expeditivas; nacieron nuevas formas de empresa organizadas por el compromiso con la marca, la ansiedad de los directivos por el beneficio (los accionistas quedaron en la sombra, dejando el trabajo sucio a los CEOs, pero exigiendo crecientes tasas de retornos). Una mezcla de discurso liberal y estado autoritario de las cosas. 

Stuart Hall y mucha otra gente levantó acta de la derrota al tiempo que daban cuenta de lo otro que estaba fuera de los focos: en las rebeldías en formas alternativas de vida, en la radicalización conceptual y organizativa de los movimientos de respuesta a otras formas de opresión no menos intensas y destructivas que el trabajo en la máquina: modos de represión en los espacios cercanos de la vida cotidiana; en las columnas culturales que reproducen la sociedad bajo la forma familia que construye géneros y estructuras afectivas; en la supremacía racial visible e invisible que reproduce una necesaria exclusión social, sin la que serían evidentes las estructuras de dominación sobre la mayoría; en la no menos necesaria destrucción sistémica del medio ambiente para soportar la base material de la sociedad liberal: el consumo adictivo, la especulación inmobiliaria, la base extractiva de la economía globalizada. Cada una de esas formas de resistencia se manifestó paralela y no siempre convergentemente en movimientos sociales que no tardaron, cada uno de ellos y en distintas propuestas, en desbordar teórica y prácticamente las fronteras y líneas rojas de la sociedad capitalista: en la primera década del siglo XXI la aparente derrota había dado lugar a una nueva cultura insurgente que apelaba a una nueva humanidad alterecológica, alterpatriarcal, altersupremacista, altercapitalista, una humanidad del noventa y nueve por ciento que incluyera la vida misma en su esplendorosa diversidad. 

El siglo XXI nacía bajo el signo de nuevas y explícitas insurgencias que recorrieron el planeta y se manifestaron en plazas y calles desde Tiananmen, Tahrir, Sol, Manhattan, a Seattle, Santiago, Buenos Aires, Ciudad de México, Kiev, ...Los tiempos y prácticas de resistencia que se habían ocultado allí donde parecía dominar sin alternativa el liberalismo autoritario, ahora llevaban de la mano nuevas formas de organización, nuevas palabras y conceptos, nuevos deseos comunes esperanzadoramente realizables. Llevamos una década de contrainsurgencia práctica y conceptual. Las élites repararon en la necesidad de nuevos discursos, nuevas contrautopías, nuevas movilizaciones rituales que legitimaran nuevas estrategias de sumisión y disciplina. Como en los años ochenta del siglo pasado, las estrategias se hicieron complejas: en primer lugar, la contrainsurgencia epistémica, a través de la resignificación y distorsión de los conceptos, a través de técnicas de diferenciación entre radicales y menos radicales, técnicas de estereotipia, estigmatización, complejas maniobras de ironía silenciadora. En otros niveles, se produjeron movilizaciones de aquellos grupos y colectivos que parecían sentirse desplazados por la misma máquina del capitalismo globalizador: los desplazados por la externalización de la economía a insoportables jornadas de trabajo "autónomo", los residuos de las sociedades rurales vaciadas de gente y reemplazadas por formas de agricultura industrial altamente capitalizada y con mano de obra emigrante y estacional, las fuerzas del orden que parecían haber perdido su suelo de ideales y compromisos, … 

Si en los años setenta y ochenta la reacción reclutó a las élites de las ciencias sociales que disfrazaron de ciencia y determinismos sus nuevos discursos de "necesidad técnica" de las transformaciones económicas y políticas, en el siglo XXI, la reacción actual ha reclutado a gente resentida y desmoralizada, presuntamente agraviada afectiva o materialmente por los movimientos sociales y organizó batallones tácticos de resignificación: nació el feminismo liberal, las estrategias contra lo que se llamó "lenguaje políticamente correcto", las caricaturas de feminazis, queer,, negros e hispanos dealers, gafapastas,... Se dividió el trabajo en una batalla que empleó las armas del adversario, armas gramscianas de la guerra de posiciones y desgaste: hacia abajo, las estrategias de división, de fractura. Estrategias eficientes de imaginarios de viejas esencias que habrían sido traicionadas (obrerismos nostálgicos elaborados por quienes habían huido del barrio y la fábrica y ahora tenían empleos precarios en medios de comunicación o asesorías de partido); hacia arriba, la creación de nuevas contrautopías aprovechando las transformaciones geoestratégicas: dioses, banderas, utopías de la comunidad perdida.

 Lenguajes de guerra y violencia que sirven de contrapunto ideológico a las estrategias de ironía y distorsión conceptual. En lo positivo, promesas de un nuevo altercomunitarismo: una lengua, una patria, un líder; una nueva fortaleza de lo seco frente a la inundación de los húmedos lodos que presuntamente nos han dejado sin el hogar de antaño. En lo negativo, una implacable guerra cultural y desarrollos de nuevos;y estigmatizaciones para señalar a la gente peligrosa. Impalas y guepardos. Entramos ahora en una era de creatividad invisible, de culturas bastardas que tardarán en aparecer. Como espárragos en primavera, solo son visibles pequeños y esporádicos abultamientos en el suelo del paisaje después de la batalla. Están ahí, pero hay que aguzar la vista. 

Todo esto, pensando sobre la teoría de las ideologías de Sally Haslanger