domingo, 25 de junio de 2017

La furia de Ayax





Las emociones humanas son sutiles y tienen matices que deben distinguirse para entender su funcionamiento, sobre todo cuando se extienden y son compartidas por multitudes o capas de la población, convirtiéndose así en políticamente activas. He escrito ya sobre el resentimiento como una emoción que es muy sugestiva como emoción política. Se trata de una emoción ligada al daño, que persiste mientras el mundo no haya resuelto aceptablemente dicho daño y vuelto a resituar a la víctima en su lugar en el mundo. Aunque hay formas nocivas de resentimiento, otras son muy positivas como base de la resistencia política contra la desigualdad y la falta de reconocimiento.  En cierta forma, la conciencia de clase y de opresión están ligadas a la activación del resentimiento, que se convierte así de pura demanda al mundo, en seña de identidad del grupo oprimido.

A diferencia del resentimiento, sin embargo, el odio es una emoción incapacitante y destructiva. Es una emoción fácilmente manipulable, de hecho la más fácil de construir y manipular. A diferencia del resentimiento, no es una pasión en sí misma política, es decir, que pueda despertar la conciencia de la opresión. Por el contrario, es una pasión manipulada, que destruye la agencia y se pone al servicio de intereses extraños. Es cierto que a veces el resentimiento deviene en odio, en vez de en conciencia de la opresión. Ocurre, precisamente, cuando es manipulado para desviar la atención de las causas reales del daño hacia otros objetos que son del interés de quienes lo manipulan.

Mientras que el resentimiento generalmente está ligado y producido por un daño, y se ordena a que la sociedad reconozca y arregle lo ocurrido, el odio es una emoción dirigida contra personas o grupos. Es una emoción cegadora cognitivamente, que se resuelve en sesgos estables por los que se culpabiliza a los objetos del odio de todos los males que sufre el que odia, independientemente de su aquellas personas tuvieron algo que ver, lo que generalmente no es el caso cuando el odio es parte de la estrategia política de alguien, interesado en cegar a la gente.

El odio está unido generalmente a lo que el psiquiatra estadounidense Josep Westermeier llamó Sindrome Amok. Es una violencia ciega y homicida que afecta en ocasiones a personas y grupos convirtiéndoles en puros instrumentos de agresión. Proviene de un término malayo, que hace referencia a esa violencia salvaje. Todas las culturas han reconocido esta forma de locura que transforma a la gente en algo así como animales con rabia. En la tragedia Ayax, Sófocles describe con acierto este síndrome: Ayax, quien se considera desfavorecido porque no le ha sido concedida la armadura de Aquiles, y se le ha donado a Odiseo, es cegado con una furia asesina por Atenea, quien le hace creer que una manada de reses son sus enemigos. Ayax mata animales y se lleva a otros a casa para torturarlos. Al final, Ayax acaba sucidándose. Sófocles mira con tanta compasión como distancia este final trágico de quien ha sido cegado por los dioses.

El odio, como le ocurre a Ayax, es una emoción que suele estar construida socialmente. Su capacidad para cegar a quien lo siente, haciéndole insensible a las causas, volviéndole incapaz de examinar el orden de lo real, haciéndole vivir en un mundo imaginario de culpas y castigos, hace del odio un instrumento eficiente y útil para el poder. Desvelar la manipulación subyacente, sin embargo, es muy difícil y es una de las tareas más importantes de los usos sociales de la epistemología, el de hacer visibles las metacegueras (la ceguera a la propia ceguera) y sus orígenes en las estrategias del poder.
Muchos conocerán el caso: en 1998, un muchacho gay, estudiante de la universidad de Wyoming, en Laramie, fue conducido al campo por dos jóvenes Aaron McKinney y Russell Henderson, haciéndole creer que le llevaban a su casa. Allí, atado a una valla, fue torturado, dejándole la cara ensangrentada. Durante dieciocho horas permaneció abandonado en una agonía interminable hasta que fue descubierto por un ciclista. Fue llevado al hospital, donde llegó en coma y falleció más tarde. Sus agresores volvieron al pueblo, en donde fueron detenidos casualmente por haberse metido en otra pelea. El sheriff relacionó las manchas de sangre de la culata de la pistola con la que le habían torturado con Mathew, y les detuvo.

Su juicio se convirtió en una noticia nacional y condujo al establecimiento jurídico del delito de odio. Mathew era un joven hermoso, de poca consistencia física, sociable y entusiasta, muy preocupado políticamente, que nunca ocultó su orientación y preferencias sexuales. En el juicio los defensores intentaron la defensa de que había sido Mathew quien se había aproximado a los dos asesinos provocándoles, decían, un “pánico homosexual”. Gracias al camarero, quien conocía a Mathew y recordaba la noche, se pudo cortocircuitar esta alegación que, posiblemente, hubiera llevado a una leve condena de los agresores. La madre de Shepard se convirtió en una activista contra el odio y la homofobia.

Poco después, Moises Kaufman, dramaturgo neoyorquino, propuso a su grupo, The Tectonic Theater Project, la realización de una obra sobre este caso que ya era muy conocido por la opinión pública. En lugar de hacer un guion y representarlo, los miembros del grupo decidieron viajar a Laramie y convivir con la gente del pueblo y realizar muchas entrevistas para informarse directamente sobre el caso e investigar cómo había sido vivido por la gente. La obra, The Laramie Project, se representó en el año 2000 en numerosos lugares y más tarde se convirtió en una película con el mismo título. Posteriormente, dio lugar a la Fundación Laramie Project-Mathew Shepard, que aún existe y participa activamente en campañas contra el odio.

La obra consiste en la representación de las entrevistas que realizaron los miembros del grupo. Cada uno de los actores se convierte en múltiples personajes que dibujan un muro de escenas que rehacen la historia. Más allá del relato de los hechos, lo más interesante de la obra es la profundidad con la que excava en las conciencias de la gente. En numerosas entrevistas se mezcla una superficial compasión por Mathew Shepard con un más sincero enfado porque se haya atraído la atención hacia el pueblo por este suceso. Todos declaran ser partidarios de “vivir y dejar vivir”.  Los miembros del grupo, intrigados por estas declaraciones, visitaron sistemáticamente las iglesias de las diversas acepciones del pueblo y asistieron a las homilías dominicales, donde se formaba sistemáticamente la conciencia de los fieles. Hablaron con los párrocos y les preguntaron su opinión. Bajo la usual condolencia, latía el odio profundo a los homosexuales, que era predicado desde los púlpitos, en una hipócrita distinción entre el “pecado” y “pecador”.

La homofobia, como el racismo, la xenofobia y el sexismo, las formas más activas de odio, son alimentadas por discursos sistemáticos que subyacen muchas veces a lenguajes políticamente correctos, pero activamente violentos en los estratos inferiores. Son discursos ordenados para desviar la atención y producir disposiciones estratégicas a la violencia. Aunque los discursos de odio son efectivos en todas las capas sociales, son particularmente eficaces en las personas con menos recursos culturales. Las capas medias bajas, los habitantes de zonas rurales abandonadas y depauperadas, de barrios sometidos a la presión de la emigración, los expulsados de los trabajos por la deslocalización, … En cada época y contexto se crean las condiciones para que lo que eran comunidades se conviertan en masas ciegas por el amok.

La construcción cultural del odio es la tarea básica de lo que Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”: religiones institucionales, periodistas, propagandistas,…, cuya función es la distorsión sistemática de las causas y, sobre todo, la creación de imaginarios emocionales que produzcan la conversión del otro en un zombi amenazante. La construcción cultural es muy comprensible gráficamente como “zombificación” del otro: en primer lugar, se elabora una teoría naturalizadora del mal que sufre el otro. Se le medicaliza, se le explica biológicamente, se le degrada a un puro cuerpo deseante. En segundo lugar se construye el asco al otro. El imaginario produce sutilmente emociones de desagrado y asco sistemático. En tercer lugar, se le convierte en cuerpo deseante que amenaza a los “nos-otros”, en cuerpos ciegos que quieren apropiarse de lo propio. En cuarto lugar, se justifica la violencia como recurso necesario contra esos zombis.

El mecanismo es eficiente, barato, simple, fácilmente practicable, incluso, o sobre todo, sin muchos recursos culturales. No se necesita sofisticación, todo lo contrario. Cuanto más bruto sea el periodista, el político, el párroco, cuanto más capacidad tenga de reproducir los eslóganes, su eficiencia será mayor. Una vez puesto en marcha el dispositivo, se genera una subestructura social que es fácilmente utilizable políticamente. 

Todas las películas, novelas o cómics de zombis dejan saber que están hablando del ahora, pero ninguna ha sido tan explícita como la segunda temporada de The Walking Dead. El grupo de Rick Grimes está refugiado en la granja del antiguo veterinario Hershel Greene, quien se niega a aceptar el estado de las cosas y afirma la humanidad de los “caminantes”. De hecho, como descubrimos a lo largo de los episodios, ha dado también refugio a alguno de ellos en su granero y los cuida y alimenta. Toda la temporada gira alrededor del debate que plantea este último idealista a quien los pragmáticos peregrinos contemplan como si él fuese el verdadero zombi de este mundo en destrucción. En una escena que podría calificarse de postrimerías kantianas, los muertos vivientes del granero quedan en libertad, pero acaban de morir por la balacera de los no contaminados, quienes descubren que acaban de matar a Sophia, la niña a la que buscaban desde hacía tiempo.

Albert Camus, en La Peste, y esta temporada de The Walking Dead, dejan muy clara la paradoja de la construcción cultural del odio: mientras que los procesos de naturalización tratan de ver al otro como víctima de una infección contagiosa, la infección real la sufren los que son víctimas de esta ceguera. José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, de 1998 trató también esta paradoja de la contaminación. Cuando se crean vallas, las primeras víctimas de la peste son los supervivientes, que se creen los sanos.
 l

domingo, 18 de junio de 2017

Trabajos de la imaginación perdidos



La imaginación es la facultad que tenemos para representar lo ausente. Nace en el desacoplamiento de la mente y la realidad. Más que una simple evocación de lo no presente, la imaginación supone una cierta conciencia del desacoplamiento, del no estar, del no ser (y de lo que tendría que haber sido y no fue, o de lo que fue y no tendría que haber sido y, siempre, de lo que podría ser). Los niños manifiestan esta capacidad bastante pronto, cuando comienzan la forma de juego que los psicólogos llaman de “ficción”, cuando sustituyen un objeto por otro. En adelante, será su instrumento fundamental para descubrir y transformar el mundo.

En el Barroco fue denostada como “la loca de la casa”, origen de los pecados de pensamiento que tanto preocupaban a los confesores. Fue Kant quien, como en tantas otras cosas, produjo una revolución conceptual en el modo de entender la imaginación. La situó en el centro de todas nuestras formas de conciencia y acción. En la Crítica de la Razón Pura, situó la imaginación como la facultad que nos permite aplicar los esquemas al mundo, por tanto como una condición necesaria para tener conceptos. En la Crítica de la Razón Práctica situó la imaginación en el corazón del juicio moral: ponerse en el lugar del otro, para poder generar un imperativo moral, exige imaginación. En la Crítica del Juicio, entrevió que la imaginación es la facultad que nos permite crear y, sobre todo, juzgar lo nuevo, aquello para lo que aún no existen leyes. La imaginación, después de Kant, es parte esencial de la agencia en todas sus manifestaciones epistémica, moral o práctica.

En la transformación del mundo, la imaginación es el componente esencial para mantener las grandes emociones políticas: el resentimiento y la esperanza. El Libro del Éxodo es un tratado sobre la imaginación política. Moisés consiguió levantar los deseos de resistencia de su pueblo haciéndoles imaginar otro mundo posible, una tierra de libertad y de bienestar. Cuando desfallecían, y comenzaban a pensar que la esclavitud al fin y al cabo no era tan mala, apeló a la imaginación del pueblo para activar su memoria del sufrimiento y la opresión. En el mundo helénico, la Odisea es el otro gran tratado sobre los usos políticos de la imaginación. Ni Ulises ni sus compañeros habrían soportado las dificultades ni habrían logrado escapar a las seducciones sin la imaginación de la patria. 

El declive de la imaginación en política coincide con el ascenso de formas políticas incapaces de desacoplarse de lo real. La peor de todas es la política gerencial, que sostiene que los partidos están en el espacio político para la “gestión” de los aparatos del estado. Se distingue siempre a los burócratas por el olor que despiden por falta de imaginación. A los dos minutos de hablar con ellos ya te están contando lo importante que es la humilde gestión de las instituciones. Lo mismo ocurre con los intelectuales empeñados en la “educación para/de la ciudadanía”, también empeñados en hacer que el personal acepte las limitaciones de lo real. En gran medida, el éxito de la Transición española consistió en desactivar la imaginación. El burócrata que sufre de discapacidad en la imaginación siempre tiene a punto esta respuesta a las demandas: “no hay otra alternativa”.

No solo los burócratas conservadores, también los radicales e intelectuales del pensamiento negativo son muchas veces agentes eficientes en la desactivación de la imaginación. Marx fue, en este aspecto, uno de los más influyentes negadores de la imaginación, contra los teóricos  y activistas del socialismo utópico, a los que calificaba de fantasiosos. Para Marx, la única política posible era la del viejo topo que minaba los aparatos del capitalismo, dejando al momento de la revolución la tarea de crear un mundo nuevo. La única vez que se permitió una debilidad imaginativa fue cuando concedió que la Comuna de París podría pensarse como una anticipación del comunismo. Pero la Comuna fue producto de una emergencia para paliar un desastre: el que produjo la burguesía y el gobierno que abandonaron París a su suerte con el enemigo a las puertas. Si fue posible una alternativa lo fue porque el pueblo parisino, pese a los partidos políticos, sí sabía imaginar otras formas de organizar el mundo. Más tarde, el pensamiento negativo, en sus versiones adorniana o sartriana, continuaron la tradición de entender la crítica como pura negación. Sólo los situacionistas y sus versiones populares en los levantamientos de la costa oeste de Estados Unidos, lo que se formó la cultura mal calificada como “hippie” asentaron la resistencia sobre la imaginación. En esa ola, Eros y civilización de Marcuse recogió la utopía de una sociedad más allá del trabajo entendido como condena.

Hay otras formas  alternativas posibles. Son políticas de lo ausente: políticas de la memoria (la deflación de la memoria en las modalidades posmodernas de filosofía de la historia han sido muy eficientes en su desarme político) que, como Moisés con su pueblo, mantengan vivo el resentimiento contra la opresión. Políticas de la esperanza, que conviertan los programas políticos en deseos de futuro y de que otro mundo sea posible. Lamentablemente, las modalidades de la política basadas en el eslogan y los rituales del barullo y los denuestos tampoco logran activar la esperanza, la gran pasión política. Frente a lo que creen los múltiples elitistas que habitan el mundo, la gente de abajo tiene bastante claro lo que quiere y desconfía de toda política que se aleje de su imaginación de cómo debe estar ordenada la vida para ser aceptable. Toda persona tiene una imaginación vívida de lo que le gustaría hacer en la vida, de la vida que le gustaría para sus hijos o nietos. Cuando un programa político, lleno de recovecos ideológicos, es incapaz de conectar con esos sueños, de activar la expectativa de que son posibles y de que lo son para todos, la desconexión es automática. No es por casualidad que asistamos a una de esas grandes operaciones culturales que aúna a partidos, medios de comunicación y banqueros. Bajo la superficial crítica al populismo el objetivo final es  desarrollar una política preventiva contra el despertar de la imaginación. Es una estrategia que tiene como horizonte la restauración de la burocracia y del pensamiento único sobre la realidad.

Las políticas de la imaginación, por último, no pueden existir sino como políticas culturales. Políticas que fortalecen la agcncia política al hacer presente lo ausente. Porque la cultura es el reino de la imaginación. Fue el gran instrumento del romanticismo revolucionario y lo fue después, cada vez que las políticas de lo posible se han enfrentado a las políticas de lo real. El arte, la ciencia y la técnica nacieron y perduran como una negación de la realidad y como un ritual de lo posible. Una política que aspire a cambiar el mundo y no a cambiar las mentes para que se adapten al mundo deberá situar en el núcleo de sus planes el trabajar en la educación y la cultura como terapia para la grave enfermedad de nuestros tiempos que Jameson diagnosticó: "hoy, escribió, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". Las políticas culturales no son suficientes, claro. Pero son necesarias, imprescindibles. Muchas funciones que le han sido encomendadas a los medios de comunicación de masas y a los nuevos sistemas educativos tienen como finalidad el control de la imaginación, bien desarmándola en forma de fantasía inoperante, bien como educación ordenada a la pura adquisición de títulos mercancía. 

Políticas de la imaginación. Políticas de la agencia. 

domingo, 11 de junio de 2017

Políticas del honor, políticas de la responsabilidad.





Escucho esta semana una magnífica conferencia de Stephen Darwall: "Respeto como honor y como responsabilidad", que forma parte de su libro Honor, History and Relationship, segundo volumen de su colección de ensayos sobre la ética de la segunda persona, que él ha desarrollado y teorizado. Es un ensayo de los que te dejan pensando y, sobre todo, te iluminan muchos rincones oscuros de muchos lugares. Vaya, que te enseña a mirar. Una relación básica en nuestro comportamiento moral, casi la más básica, sobre la que podríamos construir casi todo, es la de respeto al otro. En la ética kantiana era ya una de las columnas que sustentaban su moral. Darwall, más allá de esta ética, distingue entre lo que es el respeto en las culturas del honor, que se sostiene sobre las propiedades del estatus de una persona, y lo que es el respeto a una persona como segunda persona: alguien en particular a quien debemos respeto como persona singular que está ante nosotros como tal. Los derechos humanos, y en general toda la moral, afirma, se sostiene sobre la relación en segunda persona.

No voy a discutir aquí la tesis de Darwall, yo estaba convencido de ella mucho antes de haberle leído, gracias a Toni Gomila, nuestro más importante filósofo de la mente, quien desarrolló la idea de la segunda persona como motor del desarrollo psicológico en los años noventa y a mis simpatías por Buber y Levinas, que fueron los padres de la idea de fundar la ética sobre la respuesta al "tú" que constituye la esencia del otro como otro. Hay, sin embargo un punto de la conferencia que me dejó pensativo. Darwall comienza su libro adhiriéndose a la tesis optimista de Steven Pinker, en el libro Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones, en el que se sostiene que pese a todas las guerras, la violencia ha decrecido en la historia gracias a que la Ilustración sustituyó la moral del honor por la moral humanitaria. Las dos tesis, la de Darwall y la de Pinker, son, pues, celebraciones de la Ilustración. Esto es lo que me parece menos interesante. Mi impresión es que este tono celebratorio de lo ilustrado oculta, o simplemente no ve o no quiere ver, las zonas oscuras de la "cultura" de la Ilustración. En particular, me parece que no quiere reconocer las numerosas modalidades de la cultura del honor que se han instalado como estructurales en nuestra sociedad.

El antropólogo y sociólogo Pierre Bourdieu, que comenzó su carrera investigando en las formas de vida de la Kabila argelina, desveló más tarde en su obra cuánto de las culturas del honor se han instalado como prácticas esenciales de nuestra sociedad. Sus dos tesis básicas son a) que hay formas de desigualdad y jerarquía que no son solamente económicas (el capital social, el capital cultural y simbólico (el capital erótico que ha estudiado José Luis Moreno Pestaña)), y b) que una forma estructural de nuestras prácticas son las prácticas de distinción, por las que las personas y grupos van trazando límites de acceso a sus estatus de poder, en sus variadas formas. La cultura contemporánea, nos hace ver Bourdieu, es un complejo de campos de distinción  en los que se acumulan sustitutos del "honor" de las sociedades premodernas, en otras modalidades que tienen que ver con la visibilidad y diversas formas de poder simbólico. La tesis de Bourdieu es que el mercado no solamente es un sistema de intercambio económico sino que se extiende a los campos simbólicos, culturales y a la vida cotidiana en una carrera por la acumulación de nuevas formas de honor.

El famoseo, por ejemplo, se ha convertido en la gasolina que alimenta los motores de la sociedad del espectáculo en la que habitamos. Desde los profesionales de la fama a cualquier persona que use las redes como escalera de su propia visibilidad, la visibilidad se traduce en una de las más poderosas formas de honor contemporáneo. Hay otras formas perversas de culturas del honor que se han instalado también como estructurales. De ellas, me interesa cada vez más la cultura de los rankings, que también se ha convertido en un elemento arquitectónico de nuestra sociedad. Es una cultura que nace de la mercantilización de todas las formas de existencia. La información que necesitan los ilimitados mercados, en sus diversas formas, se extrae a través de ciertos "indicadores de calidad" que jerarquizan a empresas, instituciones de todo tipo (entre ellas las educativas y sanitarias) o directamente personas, como ocurre en los ámbitos de la academia y la ciencia, en donde el "índice H" es ya la nueva modalidad del honor.

La medievalización creciente de la política, a través de la fosilización de la forma partido es otra de las consecuencias perversas de nuestras sociedades. No es accidental que el término "barones" haya dejado de designar a un estatus de honor de la sociedad estamental para designar a una forma de estatus territorial de la política. Los partidos políticos se convierten también en sistemas jerárquicos en los que se establecen distinciones entre simpatizantes, militantes y cargos, que, a su vez hacen carrera acumulando puntos de "honor". Tampoco es casual que en el censo que realiza por ahora Podemos se pida a los militantes que justifiquen documentalmente su práctica y que presenten la historia de su pasado activista. Cursus honorum.

En fin, podría seguir desenvolviendo la alfombra de la persistencia de la cultura del honor en nuestra sociedad. No sé si la tasa de violencia ha descendido en la historia, no creo que sea una cuestión de cantidad. Pero de lo que estoy seguro es de no ha sido por el abandono de la cultura del honor. Darwall y Pinker, en su celebración de la cultura contemporánea, sospecho, tienen una profunda fe en el progreso moral de los pueblos sobre el que soy profundamente escéptico. Darwall tiene razón en que ha de fundamentarse la moral sobre la responsabilidad. Accountability, es la término de responsabilidad que él usa, que ya se ha extendido por casi todos los ámbitos y que no puede ocultar su relación con lo económico.(Nietzsche denunciaba precisamente la hipocresía de la moral sustentada sobre el llevar las cuentas de las deudas, y abogaba por una moral de la generosidad). En todo caso, la responsabilidad es un horizonte que, más allá de la moral, debería ser un horizonte político. Pasar de las culturas del honor a las culturas de la responsabilidad no es solo una tarea de la moral sino de cómo ordenamos el mundo en formas de socialidad que no estén basadas en acumulaciones de capital, sea este económico o simbólico.

Las políticas de la responsabilidad (aceptemos el término de "accountability") son y deben ser políticas de la construcción de sujetos colectivos ante los que dar cuenta. La segunda persona es el estrato básico, pero lo es también en su forma plural: ser responsable ante vosotros. Ni los mercados, ni las masas, ni siquiera el pueblo, son términos de segunda persona. Sólo cuando aparece el vosotros aparece también la responsabilidad genuina.

domingo, 4 de junio de 2017

Cambio y repetición





Hacer una tortilla con un huevo es fácil, hacer un huevo con una tortilla no lo es. La causa está en la naturaleza de nuestro universo, que obedece a una de las leyes más profundas, la llamada Segunda Ley de la Termodinámica cuya formulación matemática
es difícil de entender y difícil de explicar. Fue intuida por Sadi Carnot en 1824, pero llevó cincuenta años más el formularla y entenderla, si es que aún se ha logrado del todo. El término S denota una función de estado de un sistema que se llamó entropía, que, dicho muy brevemente, caracteriza algo así como el orden o estructura de dicho sistema. También, explicado muy rápidamente, enuncia, que, en las transferencias de energía, incluso en los procesos cíclicos que parecen reversibles, la entropía tiende a incrementarse marginalmente. Hoy sabemos más de su universalidad gracias al trabajo del famoso físico Stephen Hawkins. Pero también sabemos más de su misterio a causa de su carácter intrínsecamente probabilístico. Hace del mundo un gran casino, donde localmente se producen milagros pero donde el caos (la banca) siempre gana.

La vida está hecha de procesos cíclicos. Es ella misma un enorme conjunto de procesos cíclicos de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte. La vida parece ser una violación local de esta ley de hierro del universo, pero de hecho no lo es: cada renovación de la vida, cada ejercicio de la selección natural que transforma las especies, parece ser una conquista de orden, pero no lo es. Porque no lo es, la vida es vida: los ciclos son pseudociclos, necesitan renovar la energía que se pierde en el trabajo del sistema.

La sociedad y la cultura, así mismo, están formadas por cuasi-ciclos que renuevan y reproducen sin descanso el orden de los vínculos comunitarios. La cultura no es sino el gran invento humano para luchar contra la persistente amenaza del caos. Está basada en la memoria, que fue el gran invento del cerebro, para preservar el orden en el organismo. De hecho, la cultura es esencialmente una construcción de la memoria de las sociedades para preservar su existencia e identidad. Así, en el Creciente Fértil, que ligaba a Egipto con Mesopotamia, nacieron relatos de lucha del orden contra el caos que se convirtieron en las religiones encargadas de preservar sus respectivas sociedades. El Génesis es uno de los relatos que se ha conservado. Narra una de aquellas batallas contra el caos para crear y conservar el orden.

Mens in Black (Sonnefeld, 1997) y sus dos secuelas son un divertido nuevo ejercicio de aleccionar sobre esta lucha contra el caos (repito a mis alumnos que es en la serie B de Hollywood donde se pueden encontrar las películas más metafísicas): Tomm Lee Jones y Will Smith representan a dos personaje que son una suerte de ángeles encargados de proteger a la Tierra contra agentes del caos venidos de fuera. Disponen de un extraño gadget que borra la memoria de la lucha contra los monstruos que acaba de suceder. Así, las sociedades viven tranquilas sin sospechar la amenaza del caos.

Si la cultura es memoria también es olvido. Muchos de los dispositivos culturales tienen la función, como el dispositivo de los hombres de negro, de hacer olvidar los sufrimientos pasados y el caos que amenaza el futuro. De todos los componentes de la cultura, mitos, prácticas, artefactos, los rituales son los mecanismos más importantes en la reproducción de lo social. Son acciones que tienen un cierto sentido mágico: hacen cosas, pero lo que hacen tiene otro significado que el de los gestos. Convocan el orden allí donde amenazaba el caos. Por ejemplo el saludo, que repetimos ritualmente cada vez que nos encontramos. Su función es hacernos saber que nuestros vínculos permanecen, que la relación que tenemos no se ha deteriorado por más que hayamos tenido roces o discusiones. El saludo es un conjunto de gestos muy regulado por convenciones. Cada forma de saludo determina el tipo de relación que tenemos: un beso en la boca, dos besos en la mejilla, un abrazo fuerte, un abrazo leve, un apretón de manos, un complicado conjunto de chocar los puños,...cada forma de los gestos establece el nivel de relación. Los rituales están hechos de gestos mágicos que no pueden ser equivocados sin arruinar el efecto y producir el caos. No besas en la boca a tu compañero de trabajo al llegar a una reunión sin producir las sonrisas del resto; no le das la mano a tu pareja al despertarte, a menos que quieras arruinar definitivamente la relación,... Los ritos deben ser exactos en su continua batalla por el orden.

La compleja mezcla de memoria y olvido, de eterno retorno y de creación, fue la materia con la que Nietzsche elaboró su literatura filosófica. Fue uno de los primeros en mostrar lo ritual de la tragedia griega, nacida de la celebración y ritos de muerte y sufrimiento de los dioses. Fue el primero en señalar el nihilismo cultural que amenazaba tras el asesinato de los dioses por la modernidad. Fue el primero, y creo que el único, en tratar con franqueza la difícil tarea de mezclar la memoria y el olvido sin caer en una forma jesuítica de moral ni en la frivolidad estética alejada de la vida y sus sufrimientos. Nadie como él fue tan consciente de cómo la cultura ancla sus raíces en la vida y en la persistente resistencia al desorden.

Es muy paradójico cómo las sociedades tratan esta eterna lucha contra el caos. Los conservadores, por ejemplo, tienden, como su nombre indica, a preservar el orden constituido y, por ello, son los más ardientes defensores de los rituales. Siguen los ritos religiosos con escrupulosa constancia, aunque no sean creyentes, convocan banquetes familiares, por más que su familia sea un caos (y aquí recuerdo  la inmensa película Celebración (Festen) (Vintenberg, 1998)). Sin embargo, ya Marx en el Manifiesto Comunista desveló el caos sobre el que se sostiene la burguesía: "todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas". Ello se debe, nos explica Marx, a que la dinámica del capitalismo es la de la continua destrucción de lo pasado, es una permanente innovación en una carrera por el beneficio en la que el caos amenaza en el horizonte.

Aún más paradójica es la cultura progresista o de izquierdas. Se precia de defender a la sociedad contra la injusticia (una de las formas demoníacas del caos), pero es tradicionalmente incapaz de articular rituales que preserven la esperanza de la gente en que el orden será mantenido. Los pocos rituales que suele apreciar esta cultura son tumultuosas manifestaciones de masas, que, aunque mantengan las hormonas de movilización entre los asistentes, no son precisamente rituales que fomenten los lazos sociales, por el contrario, están destinados a mostrar la posibilidad de la destrucción del orden existente. En su eterna lucha contra la religión, considerada el opio del pueblo, la cultura de izquierdas suele llevarse por delante todos los ritos asociados a ella, mediante los que las comunidades suelen renovar sus pactos de existencia. No es sorprendente, por otra parte, que en un mundo amenazado por la modernidad, las religiones no perezcan precisamente porque se asientan sobre los rituales más básicos de la vida, especialmente los rituales de paso: nacimiento, pubertad, matrimonio, duelo.

Respecto a los conservadores, no tengo la menor duda: hay que mostrarles, didácticamente, con tanta paciencia como persistencia, que el mundo que están construyendo amenaza con un caos definitivo. Que el orden aparente se sostiene sobre la destrucción sistemática de la vida, de las comunidades, de la memoria, de la democracia. Respecto a los progresistas, hay que desarrollar otra forma de pedagogía (pedagogía, sí, porque hay mucho de infantil en su cultura): llevarles a los lugares donde viven las clases subalternas para que observen de cerca lo profundamente rituales que son las culturas de los de abajo, el cómo, a medida que sufren la explotación, necesitan asideros comunes en forma de rituales. Esto es lo que supongo que Shiller tenía en la cabeza al escribir sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad.