sábado, 30 de abril de 2011

Buscando entre la basura





El miércoles pasado, alguien, una empresa avisada, había organizado en Madrid la "Noche de los libros".  Las pequeñas librerías y las grandes librerías abrían sus locales hasta la madrugada y montaban presentaciones y firmas. Alguien, también empresa avisada, había organizado un partido definitivo, el gran momento en que habría de dilucidarse entre las dos grandes "filosofías", o sea, un Madrid-Barcelona. El miércoles pasado, a las siete de la tarde, Fabio había organizado en la librería Arrebato, en el corazón de Malasaña, en la Calle de la Palma 21, la pequeña vía contracultural de una ciudad que, por otras razones, ya es muy contracultural, una lectura y presentación del libro de poemas de Ben Clark, Basura. Ben Clark, amigo, jovencísimo, Premio de Poesía Hiperión por Los Hijos de los hijos de la ira, un libro fundamental para entender a las jóvenes generaciones que no entendemos, ha escrito poemas sobre la basura, desde la basura, tomando noticias buscadas entre la basura, bajo la basura, hacia la basura en que estamos convirtiendo el mundo. Estábamos allí los previsibles pocos, que tambíén sabíamos que allí se jugaba alguna confrontación entre dos filosofías. Ben se sentó, sacó de dos bolsas un montón de comida basura que distribuyó por la mesa, comenzó a abrir envases, a servirse sucedáneos de colacaos, de pastas, pastillas, cornflakes, comenzó a comer ansiosamente y a leer ansiosamente:

           Si llenamos el Nilo de desechos
           seguirá todo el Nilo en la palabra
          Nilo,
          Pero con la basura es diferente:
         será si así se llama o no será.
         Y una vez bautizado, entonces sí:
         el Nilo envenenado en la palabra
         -- y toda la basura en la palabra--
         basura.



Jugaba Ben con las palabras y con la basura, con las palabras basura y con los paisajes infinitos de basura. Nuestras vidas son los ríos que llevan la basura a los basureros infinitos.

        Para saber a qué se referían
       le añadían "basura" a las palabras:

       hipotecas, comida, televisión, contratos...
      Ya no hubo confusiones pero nadie
      quiso indagar por qué fue tan sencillo.



Ben hablaba de buscadores de basura, de sintecho que leen, los únicos que leen, todos los periódicos y saben de qué hablan, de mendigos encontrados cadáveres en la basura, o envenenados por la basura en la Plaza de Callao de Madrid. Nos hablaba de los seres que cada noche vemos salir de no sé donde y examinar, clasificar, reordenar, los cubos de basura. De los programas, de las noticias. De la "sopa de plástico", esa zona del Pacífico dos veces Texas, que es un mar de los sargazos ya de plástico. De la obsolescencia programada: de nuestra obsolescencia programada.
Hubo que acabar. Había que asistir a la confrontación definitiva entre dos filosofías.

http://www.facebook.com/pages/Editorial-Delirio/100401073341635?sk=info

domingo, 24 de abril de 2011

La banalidad del bien

La protagonista de  La edad de hierro de Coetzee (había esrito en la primera versión "Elisabeth Costello", pero Ana Martínez me recuerda que la memoria me traiciona. No sé por qué siempre he pensado que la protagonista era E. Costello, quizá pos mi pasión por ella como alter ego de Coetzee) que vivimos en una época en la que ser una persona decente no basta. La época actual exige una moral heroica que se acomode a un tiempo desapacible donde el mal reina en un paisaje desolado. Sus palabras se referían a la Sudáfrica de los peores momentos de la represión y apartheid, pero bien pueden aplicarse a los tiempos que nos tocan. Con todos mis respetos a Coetzee y a su personaje, ambos tan queridos, tengo que discrepar. Savater escribió también un libro de moral, La tarea del héroe. Elementos de una ética trágica, donde sostenía ideas similares. También discrepo. Del mismo modo que Hanna Arendt nos enseñó que lo terrible del mal es que se ampara en la cotidianidad de quienes reciben y ejecutan órdenes que no cuestionan, y que la profundidad de ese mal cala hasta los estratos últimos de la trama de las sociedades, precisamente porque convierte en normal el ejercicio del daño, una simétrica mirada debería llevarnos a escrutar en la moral cotidiana las mores de buena voluntad. Ser héroe, ciertamente, no es fácil. Pero tampoco excesivamente difícil. Los héroes lo son relativamente a una peripatheia, a la peripecia circunstancial que les obliga a tomar una decisión no siempre pensada y que nace de sus tripas, a veces contra su mejor juicio, porque el curso de las cosas se ha salido de madre y se llega a un punto donde todo se torna. Ahí, casi todos tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades de ser héroes o villanos. "Lo difícil es vivir bien", sostiene el cura de Roma, cittá aperta unos instantes antes de que le fusilen. Y es cierto. Lo difícil es construir sociedades decentes, donde el sentido de lo justo y la reacción de compasión por el débil estén empotradas en la fábrica de lo cotidiano.
En 1935 Enrique Santos Discépolo escribió una de las letras de tango más lúcidas de la filosofía contemporánea:  Cambalache. Todo argentino decente la conoce y tal vez la ha cantado después de algunos tragos (recuerdo ahora a unos amigos hace muchos años cantándola en la madrugada, y el cuerpo se me vuelve tango). Se me ocurre que es el mejor lamento de la mucha gente decente. No la olvidemos nunca:

Que el mundo fue y será una porquería,
ya lo sé...
¡En el quinientos seis
y en el dos mil también!
Que siempre ha habido chorros,
maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos,
varones y dublé...
Pero que el siglo veinte
es un despliegue
de maldad insolente
ya no hay quién lo niegue.
Vivimos revolcaos en un merengue
y en el mismo lodo
todos manoseaos...
¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor!...

¡Ignorante, sabio, chorro,
generoso o estafador!...
¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos ni escalafón,
los inmorales nos han igualao.
Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
da lo mismo que sea cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón...
¡Qué falta de respeto,
qué atropello a la razón!
¡Cualquiera es un señor!

¡Cualquiera es un ladrón!
Mezclao con Stavisky va Don Bosco
y "La Mignon",
Don Chicho y Napoleón,
Carnera y San Martín...
Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida
y herida por un sable sin remache
ves llorar la Biblia
contra un calefón.

¡Siglo veinte cambalache
problemático y febril!...
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil.

¡Dale nomás! ¡dale que va!
¡Que allá en el horno
nos vamo a encontrar!
No pienses más,
sentate a un lao.
Que a nadie importa
si naciste honrao.
Es lo mismo el que labura
noche y día, como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura,
o está fuera de la ley.

martes, 19 de abril de 2011

De dioses y hombres

He discutido últimamente varias veces con gente de alrededor algunas de las últimas rozaduras que se han dado por aquí (por Madrid) a causa de dos notorias acciones simbólicas que han producido una catarata de reacciones también simbólicas: una, en la capilla (católica) de la Universidad Complutense, donde un grupo de alumnas leyeron unos textos antifeministas de miembros de la Iglesia y dejaron ver parte de su cuerpo en un acto reivindicativo. Otra, la propuesta (prohibida) de una procesión atea por el barrio de Lavapiés, el barrio más multicultural de todas las españas y probablemente de todas las europas.
Las reacciones han sido las esperables. Me guardo el comentario sobre ambas, que sería distinto, matizado, complejo y largo.
Estos días un párroco explicaba a los que visitábamos el pequeño pero hermoso museo de la parroquia que los musulmanes nunca habían dejado restos de otras religiones allí donde habían llegado y habían destruido las anteriores. Invocaba Sevilla y Granada como ejemplos. Me mordí la lengua  y pensé que tenemos pendiente hablar todos de religión, política y cultura. El filósofo americano John Rawls ya puso esta cuestión como un punto central de una sociedad bien ordenada, donde los ciudadanos no se limiten a soportar al otro por imperativo legal y puedan llegar a vivir bajo un consenso básico sobre cuestiones esenciales.
Las grandes religiones siempre han basculado a lo largo de la historia entre una opción política y una opción espiritual. Entre los funcionarios y los profetas. Todas. Algunas más que otras: en el judaísmo, el islam y el catolicismo las opciones espirituales han sido tan poderosas como minoritarias y sospechosas, calificadas como misticismo. La opción política, el "dios está con nosotros", ha sido la más favorecida y los miembros de la jerarquía han actuado a lo largo de la historia como actores políticos. En ciertos momentos, como actores determinantes de la historia. En las varias versiones del protestantismo y algunas religiones orientales la dimensión política ha tenido menor fuerza que la espiritual. En los movimientos milenaristas, utópicos, revolucionarios, sociales, etc., también se han dado las dos dimensiones política y espiritual. Generalmente también ha predominado lo político sobre lo espiritual, el lenguaje de vanguardias, militantes, masas, sobre los mitos de la alteridad del mundo.
Es una tontería pensar que las cosas van a cambiar en el próximo futuro, pero quizá en algún momento pudiéramos reivindicar que los patrimonios culturales se convirtiesen en patrimonios comunes. Así como la Biblia recopiló mitos y narraciones de todos los pueblos y religiones con las que se encontró; así como el cristianismo acomodó a su lenguaje y liturgia todos los mitos y rituales de las religiones ancestrales o de la antigüedad clásica; así como los revolucionarios acomodaron a sus discursos los lenguajes religiosos, deberíamos revisar nuestra historia cultural para reparar en que es una. Llena de ruido y furia, llena de violencia y dolor. Pero una, tensa, plural. Una cultura que desenterrase los relatos perdidos, las voces olvidadas, los daños sufridos.
Mil y una historias comunes que podríamos contarnos unos a otros sin sentirnos portadores de la voz elegida.  No serán  comunes las creencias (o increencias) ni  los ritos ni las jerarquías, pero sí podrían serlo los relatos. Nadie debería convertirse en dueño de los relatos de los que venimos todos. Lessing escribió Nathan el Sabio como un relato más, pero en estos días se me ocurre que es también un relato de relatos sobre cómo leer las historias del otro.

miércoles, 13 de abril de 2011

La soledad de Robespierre

Me avergüenzan mucho mis oceánicas lagunas culturales. No porque se muestre mi incultura como el parvenu que es desenmascarado en una reunión de clase alta, no porque se descubran las entretelas de mi débil "capital cultural", no. Me avergüenza porque, para quienes nos dedicamos a esto, es una obligación conocer las grandes obras que nos han constituido porque los clásicos son la obra viva de la fábrica de lo humano, junto con las gestas de quienes cambiaron la historia con su sacrificio. Y este último término me lleva a una de mis lagunas, que por suerte me la ha señalado una invitación amable de gente inteligente a una tertulia sobre La muerte de Danton de Georg Büchner, un autor alemán del primer tercio del siglo XIX, que falleció en la más temprana juventud y que nos dejó dos maravillas. Una, a la que me refiero, y otra ,Woyzeck, a la que tendré que dedicar en algún momento un post y que recomiendo leer o ver en cualquiera de sus representaciones. La muerte de Danton es una obra sobre los últimos días de Danton, el revolucionario vividor y moderado sacrificado por Robespierre, el puro de la revolución. Danton representa la moderación, la negación al terror, y también el amor a la vida amable, al placer y a la lejanía del sufrimiento. La obra es compleja pero al final se reduce al debate entre dos modelos de sujetos en la historia. Como toda mi vida me he sentido (a lo mejor autoengañado) como una suerte de danton, demasiado moderado para los revolucionarios, demasiado revolucionario para los moderados, demasiado lleno de contradicciones, y por ello difícilmente comprendido (sobre todo por mí mismo), no me plantea problemas ponerme ahora en el lugar de Robespierre tal como lo representa Büchner.
Robespierre habla con el expeditivo y funcionarial Saint-Just a quien no le plantea problema diez o diez mil cabezas en el cesto de la guillotina. Pero Robespierre tiene que firmar la muerte de sus compañeros de revolución, quienes han ido con él hasta el momento en que las sendas se han separado:

"ROBESPIERRE (solo): Efectivamente, el Mesías sanguinario que sacrifica sin que lo sacrifiquen. Él los redimió con su sangre, yo los redimo con la suya propia. Él los hizo pecar y yo cargo con el pecado. A él le cupo el placer del sufrimiento; a mí me queda el tormento del verdugo.
¿Quién habrá sido más abnegado, él o yo... Aunque hay algo de locura con esta idea... ¿A qué estar siempre pendientes solo de lo mismo? Verdaderamente, al Hijo del Hombre lo crucifican en cada uno de nosotros; todos nos debatimos sudando sangre en el Huerto de los Olivos, pero nadie redime a nadie con sus heridas....(...) Todos me abandonan...Todo está desierto y vacío...Estoy solo"

En el lenguaje políticamente correcto de ahora nadie quiere ser Robespierre, pero todo aquél que goza (es un sarcasmo) del poder es un Robespierre. Y siempre termina en un debate como este breve soliloquio que no le impide firmar la sentencia de su antiguo camarada. Intento acercarme a Robespierre en mi infinita lejanía. Hay una religión (quizá) que tiene que ver con la víctima que se queja de que no hay justicia en este mundo, pero hay otra religión que no es sino el lamento de la soledad del Robespierre de turno que se queja de por qué no le quieren. Y sospecho que esta religión es practicada por muchos que no se reconocerían bajo advocaciones tradicionales. Me gustaría decir con la cabeza alta que todos somos Danton. Temo pensar que todos somos Robespierre.

miércoles, 6 de abril de 2011

Apocalipsis moderno



Hay grafitos y carteles que valen por un tratado de filosofía. Este cartel que convoca a una manifestación mañana en Antón Martín, lugar cargado de significados en Madrid, por su centralidad en los momentos de la transición, pues era donde estaba el despacho de abogados laboralistas que ametrallaron las brigadas negras en un enero terrible de los tiempos más vulnerables de nuestra historia, un cruce donde ahora se erige una enorme escultura abrazo de Genovés, que representó en su tiempo el abrazo de los familiares y amigos a los que salían un día amnistiados de la cárcel, una puerta al barrio más pluricultural de Madrid, una ciudad todavía, todavía, abierta, este cartel digo, cuenta una historia que vale por la Historia de una generación. No sé si atreverme a ir a la manifestación: ni soy joven, ni estoy falto de casa, ni de curro, ni de pensión, ni de futuro pero estoy sintiendo el peso de la culpa de haber criado a una generación a la que prometimos todo y ahora la entregamos a la desesperanza para calmar a los mercados. Como en la Edad Media, en Castilla, los pueblos aterrorizados entregaban a sus doncellas para calmar a las hordas amenazantes del sur. La letanía del cartel nos debería hacer pensar: empieza sin futuro y termina sin miedo. Es un grito que ahora no se oye todavía en el parlamento, a pocas cuadras de Antón Martín, pero puede que no tarde en taladrar los oídos de los leones de bronce.
Esa es la forma en la que vivimos el apocalipsis ahora. En la Edad Media esperaban el fin del mundo. Ahora lo llamamos "crisis". Frank Kermode, en un maravilloso libro que apenas se lee ya: El sentido del fin, cuenta cómo la modernidad vive el apocalipsis permanente bajo la categoría de crisis. La crisis en un imaginario bajo el que ordenamos el tiempo: un tiempo pasado, presente y futuro que se articula desde un pasado equivocado hacia un futuro que se ignora y teme. La crisis es el imaginario que permite todos los desmanes. Del mismo modo que en los tiempos del milenarismo la cercanía del fin del mundo permitió todo tipo de decisiones bajo la categoría de la desesperanza, el miedo a los mercados está sirviendo para destruir el poco tejido social que nos sostenía.
Sólo nos sostiene ya una frase que pronuncia una generación que no nos merecemos: "sin miedo"

domingo, 3 de abril de 2011

Caminos de la experiencia

De repente, la primavera. Unos breves días de sol permiten escaparse a la sierra (la Sierra de Béjar, en este caso) a recorrer caminos de bosque (la nieve no invita a subir más).  El agua que baja de los neveros convierte el paseo en puro rumor: gargantas, chorreras, arroyos, regatos, manantiales, escurrideras. Todo es agua. Y las flores primeras: narcisos, prímulas, violetas, espinos. Sólo hay que hacer el esfuerzo de caminar para sentir el placer de hacerlo. Te alejas un par de kilómetros de lo urbano y desaparece la multitud que inunda las calles del pueblo (Candelario, en este caso). Muy pocos se atreven a dejarse llevar por los caminos de herradura y por las sendas forestales que ascienden entre corrales de amiales ya perdidos y  majadas en ruinas hasta los pinares. Como si el sucedáneo de vida rural en el que se han convertido los pueblos turísticos fuese suficiente para sentir lo diferente de la ciudad, como si esos pueblos no fuesen ya otra cosa que imaginarios de la ciudad.
Somos los humanos animales de experiencia. Tenemos experiencias, a diferencia de otros mamíferos que tienen sensaciones. Nuestras experiencias son inmersiones en el entorno guiadas por, y productoras de, significados. Transformamos el alimento en cocina, el movimiento en viaje, la reproducción en sexualidad, los afectos en emociones, el territorio en paisaje. La experiencia es a la vez un comienzo y un resultado. Se tiene experiencia porque se busca tener experiencia. Se enriquecen las experiencias con el esfuerzo de la acción significativa, como cuando hacemos que nuestra hambre espere a la experiencia de cocinar con cuidado, con tiempo, con amor a lo bien hecho. La experiencia de la experiencia comienza pronto, apenas avanzada la niñez que se comienza a convertir en pubertad: el preadolescente se convierte en adicto a las experiencias. Experiencias rápidas, intensas al comienzo y faltas de matices, pero experiencias. Si tiene paciencia, si su mundo se ilumina con la riqueza que la realidad ofrece, aprenderá a tener experiencias mucho más densas y llenas de dimensiones, abiertas a estratos de lo real que no sospechaba que existieran, como esas sendas que al comienzo parecen ser impracticables y al cabo de unos minutos nos llevan a una milagrosa cascada que se abre entre las lanchas. Si no tiene paciencia, como el turista ocasional, su vida quedará encerrada en la comida rápida, el sexo mecánico, la lectura de bestsellers, el viaje en todoterreno y su mundo se confundirá con la consola. Si no tiene paciencia seguirá siendo adolescente hasta que se jubile, o quizás entonces lo seguirá siendo aún más.
De repente, la primavera: un don de la experiencia que sólo pide un poco de esfuerzo y paciencia.