sábado, 21 de mayo de 2022

La escala humana



Humanismos y antihumanismos son siempre cuestión de escala. Las unidades de medida definen la escala en la que nace el sentido y el valor. En la escala cósmica desaparece la vida y con ella lo humano. Produce el vértigo de los espacios infinitos que aquejaba a Pascal. En la escala de la historia natural, la especie humana es una recién llegada al reino de la vida y según algunos es una especie efímera que desaparecerá como otras pandemias que le ocurren a los seres vivos. En la escala de la historia, la violencia, el poder y la opresión definen los sucesivos marcos sociales que, a su vez, construyen al modo de crueles demiurgos a los individuos y sus agrupaciones. Cada humanismo y cada antihumanismo se sitúa en una escala y con ella toma sus medidas. 

Protágoras, el adversario de Platón, es conocido por trazar una de las primeras enunciaciones del humanismo al situar al ser humano como la medida de todas las cosas. Frente a él estaban las religiones y las cosmologías de los primeros filósofos. Seguramente pensó "si todo es agua, nada importa, la toalla también es agua". Como un Guadiana que emergiese en ciertos espacios y tiempos de la historia, el humanismo renueva la máxima del sofista cada vez que la cultura de desquicia y pierde la escala. Los florentinos contra el poder papal e imperial; los flamencos contra el poder del Leviatán de los nuevos estados; los ilustrados contra el despotismo; los románticos contra la burguesía; los proletarios contra el capital; las mujeres contra el patriarcado. Los movimientos sociales que transforman la historia comienzan por redefinir el canon de lo humano. El eco-socialismo feminista de Haraway redefine lo humano en una zona de confluencia de lo técnico, lo animal y lo social. Podremos seguir defendiendo la máxima protagórica a condición de resituar la escala. 

No el individuo, no la nación, no la clase, no la identidad apriori: la escala humana define el punto de vista desde el sentido y el significado desde la apelación a una humanidad no esencialista, no algo que tengamos en común sino algo que se construye en la historia apelando al único punto de vista que permite cuidarse de otros, de la vida y de las generaciones futuras: la apelación a la humanidad como lugar desde el que es posible enunciar medidas de supervivencia, de emergencia, de posibilidad. Sin apelar a la humanidad es imposible entender por qué la opresión es un daño que excluye a personas y grupos del carácter de seres humanos completos. 

Otras formas de vida se hacen presentes en la historia por las fuerzas que definen las interacciones biológicas, en un mundo de simbiontes y parásitos. Una gran parte de la historia humana es también, como la historia de cualquier especie, un relato de subproductos y resultados no queridos ni deseados. De hecho una gran parte de la historia social así como individual es un subproducto, un ensamblamiento de acciones de todo tipo de actantes. Pero esos ensamblamientos por sí mismos no definen un punto de vista, ni siquiera el de la contingencia del ensamblamiento. La apelación a la humanidad no es un extrañamiento de esas continuas acumulaciones de resultados no previstos, no deseados, no buscados. La apelación a la humanidad implica la capacidad de relato y de imaginación, por más que  relato e imaginación sean frágiles y evanescentes, pero es la unidad sobre la que se establece el sentido. Entraña la conciencia de esa fragilidad pero por ello mismo la voluntad de renovación de aquello que estaba en la base de la llamada de Protágoras: estamos solos en el universo. Nadie cuida de los humanos ni nadie cuidará de la vida si no son los humanos: ni Dios, ni Gaia, ni la Historia. 

domingo, 15 de mayo de 2022

La escritura en invierno. J.M. Coetzee y el antagonismo entre representación y verdad

 


Coincide mi lectura de Hombre lento de J.M. Coetzee con la contingencia de que he acumulado últimamente lecturas de varios ejemplares del género, por llamarlo así, escritura en invierno, donde el autor hace declaración de cuerpos y almas vulnerados o de hastío con el mundo y nostalgia de lo pasado: los Diarios  de Rafael Chirbes, tan abundante en autodeprecación como en desprecio a otra gente; el reciente libro de Eloy Fernández Porta, Los brotes negros, en donde  nos informa de sus recientes periodos de ansiedad y depresión; otro ejercicio de la nueva nostalgia del imaginario perdido de la clase obrera que revisa  Antonio Gómez Villar en Los olvidados: en este caso Los rotos. Las costuras abiertas de la clase obrera, del ubicuo periodista Antonio Maestre, donde se abre a las perplejidades  y tristezas de su vuelta al barrio donde creció en una familia obrera; De años anteriores está por ahí el texto de Santiago López Petit, Hijos de la noche, en el que describía su fibromialgia como una resistencia política del cuerpo, o el más declarativo de Rafael Narbona, Miedo de ser dos, en el que daba noticia de su experiencia de coexistencia con procesos bipolares. En un tono menos de autoconfesión que de queja por las derrotas que ha seguido la realidad, a mayor velocidad que la vida cotidiana de su autor, está el erudito texto de osé María Ripalda Filosofía en tiempo de descuento o de Hegel a la velocidad de la luz. Estos y otros más que podría citar son variaciones de un cierto tipo de escritura masculina autodeclarativa y seguidora de la vieja tradición de la confesión de las debilidades propias o del fracaso de la realidad. Llamo esta agrupación, más subjetiva que objetiva, "escritura en invierno" porque, sea por causa de la edad, sea por causa de una alegada derrota cultural, social o política, se queja la voz para hablar de lo propio y ajeno en tono dolido y desesperado. Hombre lento de Coetzee, un libro escrito en el otoño vital del autor pero con una paradójica lucidez filosófica y maestría literaria, sitúa en el diván de la vida de su personaje a estos ejercicios de vida cansada y convierte el relato en una inquisición filosófica sobre la verdad y el autoengaño tanto así en la escritura como en la vida.

Coetzee pertenece a una tradición literaria que hace de la literatura un modo de pensar filosófico en donde la ficción indaga sobre los dilemas permanentes de la existencia. Cervantes, Tolstoi, Dostoievski, Beckett, están siempre presentes en su obra, a veces como tema, a veces en continuidad con sus preocupaciones. En el último Coetzee, sin embargo, el tono filosófico domina la misma fábrica de la ficción. Si en sus primeras obras la historia, y en particular la barbarie de su Sudáfrica, se hace relato metafórico como en Vida y época de Michael K. o Esperando a los bárbaros, en su última etapa, la que comienza con Desgracia y se hace patente en Diario de un mal año, Hombre lento hombre lento y La infancia de Jesús, la escritura se desdobla en el relato en sí y en un metarrelato que cuestiona tanto a los personajes como al propio acto de escribir y la posición tanto del narrador como del autor. La voz que representa estas irrupciones suele estar encomendada al personaje de Elisabeth Costello, una señora irritante que convierte el hilo de la fábula en preguntas sobre las elecciones que el autor ha tomado en la escritura.

A diferencia de las vanguardias, obsesionadas por la ruptura de las formas clásicas del relato con una intención intrínsecamente literaria de explorar nuevas herramientas, para Coetzee, situar el acto de escribir y representar bajo el foco de la reflexión y la pregunta es un acto moral en el que la verosimilitud de la ficción, y sus mismos artificios constructivos, que él domina tan bien, dejan paso a una pregunta por la verdad en la ficción, por la verdad oculta tras los mecanismos de autoengaño tanto de los personajes como presentes en el mismo hecho de escribir. Aunque no son autores que le sean cercanos, en esta etapa Coetzee deja entrever una veta existencialista como la de Irish Murdoch o el mismo Sartre.

La fábula de Hombre lento son los dilemas de un sesentón, Paul Rayment, quien pierde una pierna en un accidente y se niega a llevar una prótesis, por lo que su vida comienza a depender de los cuidados de varias asistentas sociales y en particular de la croata Marijana Jokic por la que desarrolla un afecto básicamente erótico y a la que ofrece como estrategia para conseguir sus favores encargarse de su hijo Drago Jokic, al que acoge en casa por un tiempo. En este relato, precisamente en el momento cumbre en que Rayment declara su pasión irrumpe Elisabeth Costello, la escritora australiana que en la ficción se hizo famosa recontando el Ulises de Joyce desde la perspectiva de Molly Bloom y que se ha convertido en una activista de las vidas de los animales. Costello ocupa tanto la casa como el propio relato al que somete a una persistente crítica especular, algo parecido a los primeros capítulos de El Quijote. Las preguntas de Costello van dirigidas a indagar en la verdad profunda de las decisiones que toma Rayment, en apariencia altruistas, de hecho probablemente más oscuras. Hombre lento es una obra poliédrica, con muchas formas de lectura, pero quisiera referirme a una de las posibles: una meditación sobre qué es lo humano en el invierno de la vida, eso que llamamos vejez.

La vejez no es algo que se viva como un descenso lento y continuo, sino algo que nos sucede casi en un momento de transición en la vida, como le ocurre a Paul Rayment cuando un accidente le envía al hospital y le devuelve a casa sin una pierna. Un día te levantas, ocurre algo, y sabes con certeza que ya eres viejo. Antes todo era una existencia más o menos arreglada en que había comparaciones pero no convicciones. Coetzee nos lleva a una historia en la que importa menos la vida del personajes que la de la persona que ha dedicado su vida a la cultura, sea en la modalidad de la ficción, del arte en general o del pensamiento en particular. Paul se niega a aceptar una nueva funcionalidad provista por la técnica y sustituta de las funciones corporales. Prefiere los cuidados a las prótesis, sin que tampoco los cuidados le agraden. Sin embargo, la vejez (o discapacidad) le cae encima y abre una historia de aprendizaje en su nueva condición, algo así como una Bildungsroman heterodoxa de aprender a morir lentamente.

En Hombre lento se entrecruzan ortogonalmente la tensión de qué es escribir o pensar, sabiendo que lo que se escribe tiene una vida propia más allá de lo que pretende representar, cuál es la posición de la autoría en un tiempo de otoño o invierno, de distancia respecto a las viejas normas que articulan el espacio estético o conceptual, las reglas del arte y, por otro lado, una meditación profunda sobre las trampas del autoengaño en la condición de la vejez, precisamente cuando estas trampas cubren más el territorio, haciendo de la vida un campo minado, y más dañinas, como esas minas que hacen perder las piernas.

Paul ha perdido una pierna, pero eso es lo de menos, su discapacidad es más profunda, nace de la incapacidad de gestión de su economía moral. La vejez es, en un polo, un tiempo de hospitalidad y de reflexión; en el otro polo, representa una creciente incapacidad de dominio de las emociones, (especialmente las más ácidas) y una etapa de autoengaños y empecinamientos.

Paul no es mala persona, así concluye la novela con este juicio de Marijana, tras una historia de tensiones entre ella y aquel. Ha acogido a su hijo, acoge a su crítica más feroz, Elisabeth Costello, y manifiesta un claro desinterés por lo económico. Su límite está en su colección de fotografías de autor en las que ha depositado su vínculo simbólico con lo real, al modo del punctus de Barthes. Se enfrenta a Drago, que le ha sustraído una fotografía para jugar con ella digitalmente y es incapaz de entender las razones benjaminianas que el joven le da, que acuden a que la fotografía es múltiplemente repetible y transformable, y poco fiable como vínculo con lo real. Paul es hospitalario y profundamente atado a la representación. Es, diríamos, un boomer que nació en la era modernista, la era de la representación. No es mala persona pero sus razones están llenas de trampas.

Al igual que en Desgracia, que comienza también con la historia de un viejo que desea eróticamente, Paul no es consciente de que sus deseos y su expresión en la forma de las demandas que hace a Marijana son deseos de alguien que tiene poder. Es aquí donde se muestra la más profunda discapacidad de Rayment: una discapacidad moral que le impide entender su posición enunciativa. Elisabeth Costello se lo explica, al igual que la hija del viejo profesor en Desgracia le desvela los puntos ciegos que llenan su vida. Está en una situación de poder, no tendría problemas si quisiera para seguir manteniendo una vida erótica, pero de un modo similar a la historia del Rey David con Betsabé, la esposa de su general, se ha empecinado en destruir una familia para satisfacer su deseo. No le importa gastarse sus ahorros ni llenar su casa con habitantes como Drago y sus amigos.

Coetzee siente que su personaje se le escapa y hace que los requerimientos de Elizabeth Costello de visibilizar la verdad profunda del personaje sean infructuosos. Probablemente, porque Coetzee ha reconocido el fracaso radical de la literatura y el pensamiento para hacer emerger la verdad profunda en el alma. En un hermoso ensayo sobre las trampas de la literatura de autoconfesión, Coetzee repasa gloriosos ejemplos de la literatura autodeclarativa: Montaigne, Rousseau, Tolstoi, Dostoievski. En todos ellos encuentra una irreprimible sospecha sobre las capas que bajo los textos confesionales se oculta una verdad sobre la propia condición de quien hace ficción de su vida y creencias. En los Ensayos de Montaigne, Coetzee encuentra que la sinceridad sobre las propias miserias es solamente acerca de los pecados veniales; las Confesiones de Rousseau, como ya nos contaron Starobinsky y después Bernard Williams, están llenas de un más que sospechoso ejercicio donde el filósofo quiere hacernos concluir la rectitud de su carácter en la trastienda de sus ocasionales errores; en La sonata a Kreutzer,  Tolstoi da cuenta a través de la confesión de un personaje, de la manifiesta incapacidad de encontrar la verdad en la ficción, dejándonos con la pregunta de si la escritura no es otro modo de engaño. Coetzee, en este escrito examina también Memorias del subsuelo de Dostoievski una obra cumbre de la escritura en invierno y de la confesión más que probable del propio autor. Que por cierto, la historia del irritante personaje de Dostoievski con Anya, en la segunda parte de la novela, está explícitamente presente en Hombre lento

Como antes Sartre, como Irish Murdoch, como Beckett, Coetzee, sabe que la incapacidad de distinguir la verdad del autoengaño es un déficit que aqueja a quienes les ocurre la vejez de pronto y sienten la necesidad de justificar su propia vida bajo una ficción literaria o filosófica. Tanto el autor, como el personaje, pero también el lector, quedan sumidos en el escepticismo cuando ese doble que en Coetzee representa la pesada de Costello hace preguntas inoportunas a quien vive, escribe o lee. Sartre, más que Wittgenstein, diagnostica con perspicacia la inevitabilidad de este escepticismo sobre sí: la vejez es darse cuenta de que uno no ha sido lo que quería ser ni quería ser lo que ha sido. 


domingo, 8 de mayo de 2022

Etica del desdoblamiento

 



 

J. M. Coetzee practica en su novela Hombre lento el ejercicio de desdoblamiento que ya realizó Unamuno en Niebla: poner al autor especularmente frente al espejo de un personaje y hacerle pensar sobre la ética de quien escribe sobre la condición humana.  Paul Rayment es un hombre mayor que tras un accidente pierde una pierna y es atendido por una asistenta de origen croata Marijana, por la que siente un otoñal deseo sexual. En esa historia, que es narrada con la maestría habitual en Coetzee, y que nos lleva por los fríos campos de la decadencia que es la vejez, con sus penurias corporales y las no menos molestas emocionales, irrumpe el irónico alter ego habitual de Coetzee, Elizabeth Costello, la escritora animalista, activista del punto de vista moral. A partir de ese momento, la novela se abre literalmente al antagonismo entre el personaje y el autor, quienes debaten sobre la ética de la ficción y la tensión entre la moralidad y la obediencia a una suerte de verdad que no tiene que ver necesariamente con el carácter ficcional del personaje sino con una fidelidad profunda a los hechos que relata la novela y a su significado moral sin disfraces.

Coetzee ha escrito mucho sobre la ética y epistemología del acto de escribir, otra forma de decir el acto de vivir, particularmente en El buen relato, en el que da cuenta de sus conversaciones con la psiquiatra Arabella Kurtz. Traigo a cuento estas dos obras de Coetzee no solo por su valor literario sino sobre todo por la valentía de escarbar en la herida que produce el acto de escribir sobre el que habitualmente se ponen paños calientes en literatura y sin excepciones en filosofía.

En filosofía raramente se encarnan las ideas en personajes, pero no por ello es menos evidente que quien escribe se desdobla en sí mismo y sus ideas o las ideas y prácticas de otro sobre las que discurre y juzga. Platón lo practicó asiduamente en sus Diálogos, en los que no somos capaces de distinguir con claridad entre el Sócrates como personaje real y el Sócrates que imagina ser Platón redivivo en sus escenas de controversia. Como nos enseñan en secundaria, Sócrates es el maestro de la ironía, que él entiende como una trampa que pone a sus contertulios haciendo como que no sabe y en la que caen todos ingenuamente. Sócrates maestro de jesuitas y confesores ha sido también maestro de la escritura filosófica en la que el desdoblamiento contiene siempre una trampa tendida al lector para que caiga en las redes del autor y termine convencido de su superioridad intelectual y moral.

El canon de filosofía, el canon del bachillerato, que sigue dejando al margen tanta escritura filosófica imprescindible, especialmente femenina y ocasionalmente literaria y científica, es un desarrollo de la vía platónica del desdoblamiento. Nunca el pensamiento se cuestiona ante el espejo de su propia creación y de su desenvolvimiento, nunca el filósofo (aquí escribo en masculino) deja entrever sus dudas. No esas que sí están presentes y que forman parte del esquema formal del argumento, que consisten en las preguntas irónicas sobre las posiciones ajenas disfrazadas de preguntas propias, que pronto serán respondidas por un autor omnisciente, sino esas otras donde se cuestiona la propia sinceridad del pensar y el escribir sobre ello.

No lo hacemos nunca. Nadie, ni siquiera Nietzsche, o sobre todo él, tan lejano y al tiempo tan cercano a Platón. Mucho menos Descartes en sus Meditaciones y con él toda la gran filosofía de la modernidad y el romanticismo. Solo Montaigne en los Ensayos y Cervantes en El Quijote se alejan de la omnisciencia y la superioridad moral y se atreven a explorar el terrorífico bosque del desdoblamiento. Lo que nos atrae de Simone Weil, María Zambrano e Iris Murdoch es justamente lo contrario, el que, como la obediencia de la Weil, la realidad impone la tensión entre la gravedad y la gracia y hace habitar la escritura en una casa desolada de incertidumbres.

Sé que no soy capaz de ser fiel al desgarramiento entre la verdad y la ficción, entre el deseo de certeza y el de verdad. Sé que hemos abandonado la ética de la autenticidad porque, como los personajes de Sartre (quizás lo más parecido a Coetzee en este punto), tendríamos que reconocer y aceptar que no queremos ser lo que somos ni somos lo que queremos ser, precisamente esa mentira que contamos al lector desde la altura de un discurso ya amañado entre conceptos y desde esa red ocultada en una maraña de citas de autores y de aparato académico.