lunes, 29 de agosto de 2011

Dos clases de déficit

No es la crisis económica sino las consecuencias que está teniendo sobre nuestra confianza en el mundo. Las crisis prueban a la gente y a las instituciones. Prueban el valor de las palabras. Por eso estamos tan perplejos, o tan indignados si cabe. Porque la crisis muestra la fragilidad de tantas palabras dadas.
Uno recuerda, pongamos por caso, las ácidas disputas sobre la fidelidad a la constitución que (no se nos ha olvidado) caracterizaron las épocas de gobierno del presidente Aznar. Se había aprendido el término "patriotismo constitucional", que Habermas había elaborado para distinguirlo del patriotismo sin adjetivos tan prono a patrioterismos y para reivindicar el orgullo que nace de la auto-nomía ( la capacidad de darnos leyes a nosotros mismos que por eso cumplimos); se había aprendido el término y lo empleaba con dureza contra quienes no creían que la Constitución (española) era perfecta e imperfectible, o contra quienes mostraban alguna  opinión desviacionista del verdadero espíritu constitucional que, tantas veces se ha repetido, costó tanto en nuestra ejemplar Transición.
Una carta. Una carta de Trichet a las autoridades cambiando la compra de deuda por un cambio constitucional parece haber puesto a prueba nuestro patriotismo constitucional y nuestro orgullo transicional . Vaya. Y no es que cambiar la Constitución sea malo, al contrario. Somos muchos los que pensamos que ya es tiempo de hacerlo. Incluso diríamos que cambiar también la Constitución europea sería algo más que urgente, precisamente en los tiempos que vivimos. Porque en tiempos de desolación es cuando hay que hacer mudanzas. Las cuestiones son qué y cómo cambiar.
En primer lugar: al prohibir el déficit por principio constitucional no se matiza qué tipo de déficit. Y hay dos clases de déficit. Hay un déficit que nace del derroche y de las políticas de exuberancia, que llena las calles de  parques con farolas de diseño, de trenes de alta velocidad y palacios de congresos sin-congresos, de automóviles para políticos, de .... Y hay un déficit que tiene una función estratégica para corregir las crisis cíclicas del capitalismo. Pues la economía es miope y tiende a ciclos complejos que exigen instrumentos de corrección. El déficit puede ser como el timón de un barco que sirve para corregir con cuidado y tiento los azares. El déficit puede ser un instrumento de austeridad. Pero es otra clase de déficit: el que nace de un compromiso colectivo con el futuro para hacer posible el presente. Es el déficit como un recurso estratégico que instaura el principio de soberanía de la política sobre la economía (qué ironía es que quienes están tan en contra del déficit estén pidiendo prestado para apostar por la rebaja de la deuda de estados y así ganar enormes cantidades en esta casa de juegos en la que se están convirtiendo los mercados financieros).
En segundo lugar: si hay que cambiar la Constitución hagámoslo de modo que nos sintamos orgullosos de ello, que sintamos el patriotismo de quienes son capaces de autolegislarse. Estamos de acuerdo con el presidente Aznar: seamos consecuentes ahora que toca decidir.
Porque al prohibir el déficit por principio se ha decidido sin consulta abandonar el principio de soberanía en un campo tan importante como la economía política. No es una simple medida ocasional dictada por las circunstancias, es un cambio de fondo en la estructura de los instrumentos políticos de un Estado. Es una renuncia sustancial al propio Estado.
No negaremos que ha existido derroche: al contrario. Éste es un país de nuevos ricos que se permiten gastos ostentosos y ostentóreos, de patriotas de domingo que son cobardes cuando hay que acometer la imprescindibles reformas institucionales que necesitamos. Es más fácil cambiar la constitución que cambiar las instituciones. Por lo que se ve. Alcohólicos que prohíben el alcohol  creyéndose que así han resuelto su problema: tendremos que limpiar las heridas con lejía. Pura mala fe, diría Sartre.
Para ampliar: Editorial Sin Permiso

miércoles, 24 de agosto de 2011

Dos clases de culpa

La culpa es una medida objetiva de la responsabilidad de un agente (personal o colectivo) en la producción por acción u omisión de un daño a una víctima. Un daño es un mal innecesario, que podría haberse evitado. En este primer sentido objetivo, la culpa tiene un reflejo en la mente del agente que es la emoción de culpa. Es una emoción suscitada por el reconocimiento personal de la culpa, es decir, del daño infligido por nuestra responsabilidad. En este primer sentido, también, la culpa como emoción es un componente básico de la moralidad puesto que implica personalmente al agente en la responsabilidad del daño objetivo (el otro sentimiento o emoción básico es el resentimiento, la emoción que siente la víctima por un daño inmerecido). Este primer sentido de culpa (y de su correlato emocional) es un elemento sustancial del cemento de la sociedad. Sin la medida de la responsabilidad y de la capacidad para implicar personalmente a las personas la sociedad se vuelve anómica, incapaz de estatuir sus propias sendas y deja de ser una sociedad para convertirse en masa.
Hay un segundo sentido de culpa que ha sido estudiado desde siempre en la tradición psicoanalítica. En este segundo sentido, la culpa es un componente básico de la angustia. La angustia, a su vez, en la tradición psicoanalítica, es el estado básico emocional de la especie humana. La angustia es la reacción a los impulsos básicos humanos de violencia y deseo (thanatos y eros) que en su complejo desenvolvimiento van conformando lo que llamamos sujeto y subjetividad. Los impulsos básicos son a-morales en el mismo sentido que lo son las funciones biológicas. Son impulsos de supervivencia, explicados por Spinoza como características esenciales de los seres vivos. Su desarrollo e interacción se produce en la especie humana en un contexto social que los modula y convierte en las disposiciones de acción básicas que a veces se llaman carácter, pero que en general son las formas en las que el sujeto reacciona ante lo real. La angustia es una reacción elemental. No es simplemente miedo, que es una emoción episódica que depende de la circunstancia o de una representación, sino una forma básica de subjetividad en la que el sujeto siente la amenaza a su propia estabilidad debido a la complejidad de los lazos que le atan a lo real. Los viejos relatos edípicos de los  freudianos son una forma de explicar (u oscurecer) la angustia. La culpa, en este segundo sentido, es una elaboración de la angustia que se produce por el miedo a los oscuros demonios que nos pueblan. Es un sentido de lo que está más allá de donde vemos o nos atrevemos a ver.
La culpa, digamos interior, es cambiante, indeterminada, ilegible, pues borra sus huellas. Pero muy manipulable. En las relaciones afectivas, que como todas las relaciones humanas implican una modelación mutua de las mentes, la creación de culpa es una modalidad habitual de imponer poder sobre el otro. De hecho es la forma básica. Lo es porque la culpa, en este segundo sentido, es una medida de la fragilidad del sujeto. Y por ello una fuente de poder.
No es casual, pues, que muchas formas institucionales como son las religiones hayan hecho uso de esta segunda forma de culpa pues es una de las fuentes más abundantes de heteronomía y autoanulación. A veces se convierte en algunas culturas en una característica de la relación social. Pero también en una debilidad, si no enfermedad, de la agencia. (No puedo sino recordar una frase típica que se repetía en el franquismo, sobre todo en el franquismo interior que poblaba la mente peninsular: "los españoles somos ingobernables y no podemos vivir en libertad". Era una de las modalidades de la culpa inducida. Muy efectiva. Es el miedo a la libertad como esencia de la mente autoritaria (y esclava))

miércoles, 17 de agosto de 2011

Dos clases de perdón




La más que interesante instalación en el Retiro de doscientos confesionarios de un diseño dinámico, con reminiscencias marinas,  tal vez para navegar los procelosos mares de la modernidad, me ha llevado a revolver las páginas del reciente libro de mi admirado amigo David Konstan, filólogo e historiador de las emociones en el mundo antiguo y premoderno de la Universidad de Nueva York (NYU): Antes del perdón: orígenes de una idea moral. Sostiene allí  David Konstan que la idea de perdón como idea moral no existe en el mundo antiguo. Es una intrigante conclusión de alguien muy bien informado: como filólogo de primera línea conoce perfectamente la literatura griega y romana, por su ascendencia, conoce perfectamente la tradición judía, por interés y estudio, conoce de primera mano los textos de la primera literatura cristiana, por curiosidad insaciable, está muy al día de toda la reflexión filosófica y científica sobre la historia de la subjetividad.
El perdón es una creación moderna. Ésta es la idea.
No creo que tenga mucho futuro la controversia en la que se han embarcado muchos filósofos actuales de orientación científica como Daniel  Dennett o  Richard Dawkins, como representantes de una suerte de ateísmo científico, sobre el "hechizo" de las ideas religiosas. Lleva esta controversia y otras similares a la muy vieja idea de los dioses como inventos del miedo. Tengo la sospecha poco meditada de que la Ilustración ha sido poco capaz de pensar la experiencia de lo sagrado como una forma radical de relación con el mundo. Y una de sus consecuencias es la visión superficial y la crítica superficial de las religiones. Como si los creyentes fueran un poco más tontos que el resto y estuviesen en estados premodernos.
No tengo nada que decir de cuestiones de existencia y referencia (si existen o cuántos y quienes son los dioses verdaderos), ni de cuestiones de ritos, ni siquiera de las operaciones mediáticas incapaces de ocultar la intención política que ha llenado nuestras calles de kumbayás y harekrisnas ilusionados y sobreactuando en  simpatía y "juventud".
El punto del perdón es, me parece, el central en la deriva histórica que suponen algunas religiones que no solamente son modernas, sino que son creadoras originarias de la modernidad.
La antigüedad no contempla la idea de perdón, sólo entiende de aplacamiento del resentimiento. A los viejos dioses, al dios de la Biblia, se le aplaca. Al poder se le aplaca. Al vencedor se le aplaca. Es una gestión de las emociones que pueden producir ante el vencido e inferior las peores consecuencias. En la modernidad, nace una idea diferente: se condonan las deudas, los daños, se suspende el resentimiento. Pero hay un precio: el victimario, el pecador, debe someterse a un extraño proceso que tiene que ver, en primer lugar con la auto-inspección; que, en segundo lugar, debe llevar al reconocimiento de que hay una situación de deuda, que a veces ni siquiera tiene que ver con lo que se ha hecho, sino con lo que se ha deseado hacer; en tercer lugar, debe admitirse públicamente la situación de deuda; en cuarto lugar, debe entrarse en un estado emocional de culpa; en quinto lugar, debe admitirse y someterse de buen grado al castigo.
Sin este cambio no hubiera sido posible la modernidad. La modernidad es menos la idea de un progreso hacia un fin imaginado que la huida de una situación de mancha irremediable. Es algo que compartieron los reformados, los ilustrados y los contrarreformados. Cada uno puso el pecado donde le pareció bien.
Los doscientos confesionarios, obviamente, no están dirigidos a los puros sino a los pecadores que somos el resto.
Ciertamente hubo otra idea de perdón que tenía otras raíces más antiguas, que admitía el derecho a no confesar, que no exigía el arrepentimiento sino solamente la retribución a la víctima y el cumplimiento del castigo que socialmente se consideraba suficiente.
Son dos ideas de modernidad en las que cohabitamos. Yerran quienes consideran la instalación como una performance premoderna. Yo lo interpreto como uno de los signos de los tiempos.

viernes, 12 de agosto de 2011

Miedo humano, pánico bovino (ovino)

Allá por los años 80 del siglo pasado, un filósofo norteamericano, David Lewis, se preguntaba por si acaso pudiéramos establecer algún tipo de categoría que pudiese englobar emociones de una clase, el miedo por ejemplo, pero pertenecientes a especies muy diferentes: humanos, marcianos, pongamos por caso. La discusión es sofisticada y tiene que ver con temas como qué es lo que hace del miedo miedo, al menos desde el punto de vista de los tiempos y contextos en los que escribía Lewis. Me he acordado de aquella discusión pensando en estos avatares que sufren los "mercados" en estos tiempos, algo que viene repitiéndose desde el 2008 como la serpiente de verano que nos aqueja todos los años.
Según algunos analistas inteligentes, si uno observa las aparentes causas del pavor mercantil no encuentra una clara respuesta: primero Grecia, pero no, luego Portugal, tampoco, después España e Italia, no sé, me parece que no, después la deuda americana: va a ser que no, ahora Francia, pues vaya, tampoco. Se despejan las "dudas" mediante las adecuadas medidas de política económica y los mercados reaccionan con una histérica huida hacia otro lugar de temor. ¿Por qué? Estoy esperando volver al curso para que mis inteligentes amigos economistas me expliquen en qué consiste esa inteligencia de los mercados que viene suponiéndose desde Adam Smith. La explicación psicológica más plausible es el miedo. Nada más que miedo. Pero ¿qué miedo?
Muchos recordarán la secuencia de la película de Río Rojo de Howard Hawks, en la que los cowboys están intranquilos porque la tormenta que se acerca ha hecho cundir el pánico en el inmenso rebaño. Uno de ellos, el goloso, se acerca a la carreta e intenta meter el dedo en el azúcar. En el silencio del atardecer caen un montón de cacerolas y la estampida se propaga por todo el rebaño. Tardan horas en controlarla a base de disparos y peligros que cuestan alguna vida y al final  John Wayne, muy enfadado, está punto de matar al culpable, salvado a medias por un melancólico Montgomery Clift.
Por más que piense en el miedo que todos tenemos a lo desconocido no puedo entender estos fenómenos de masas sin pensar en los rebaños de vacas de Kentucky. No puede ser que esta gente tenga miedo al futuro como el resto de nosotros: un miedo que controlamos como personas adultas y que no nos lleva a salir gritando y golpeando a los vecinos cada vez que nos asustamos. ¿De qué está hecha esa gente? Estoy seguro que cuando tratan con sus empleados lo hacen con chulería y humos de grandes hombres (me los imagino varones, sí), pero cuando tratan con su dinero les sale el ovino que llevan dentro, y al que sólo johnwaynes pueden controlar a base de gritos y disparos.
Vaya por Darwin y Adam Smith. La inteligencia de los mercados vacunos.

domingo, 7 de agosto de 2011

El juego del ultimátum


La historia del juego (no su definición en forma matemática) consiste en un bien (pongamos, una tortilla) que debe ser dividido entre dos agentes. Uno de ellos, A, tiene el cuchillo para hacer la división (es el agente que hace una oferta que supone equitativa); el otro, B, tiene la capacidad de decidir: puede aceptar el trozo que le toca o no. Los resultados son que si B no acepta la oferta los dos pierden todo, si la acepta, la tortilla se reparte de acuerdo a la oferta. El juego se juega una vez, por lo que los agentes se encuentran ante una decisión que no pueden corregir sobre la marcha aprendiendo del contrario.
Uno abre los periódicos y parece que la economía, los mercados y los gobiernos del mundo, juegan el juego del ultimatum: los gobiernos hacen una oferta y los mercados deciden. El juego real es más complicado pues importa la información que se tenga sobre el otro agente, y a veces ocurre que los agentes reales se entremezclan, pero el juego describe grandes rasgos de la situación, como el llamado dilema del prisionero durante la Guerra Fría. Como se sabe bien en psicología de la Teoría de Juegos, una de las mejores estrategias en estos juegos es ser o fingir ser completamente irracional y loco: se suele contar la historia del ladrón que entra en casa y amenaza a la familia con una pistola a cambio de la bolsa. Si el cabeza de familia es suficientemente frío como para volverse loco y, pongamos por caso, tirar la llave al agua, el ladrón queda sin fuerza en la amenaza. Uno diría que las continuas descripciones de los mercados como histéricos, locos, etc. suenan bastante a esta estrategia.  El juego entonces pasa a una nueva fase en la que el bien a repartir se convierte en una apuesta sobre la racionalidad del otro. Si los dos se vuelven locos, el caos, si uno convence al otro de que está loco, gana. Los mercados juegan con la ventaja de que tienen una máscara que impide ver las caras y es más fácil hacer creer que están locos. La verdad, si yo fuese los gobiernos diría que la opción más racional es irme de vacaciones. Es curioso, estos dos días, cuando comenzaba la amenaza, la noticia de primera página de los grandes periódicos de opinión económica (Wall Street Journal, Financial Times y otros generalistas) era quíén estaba de vacaciones y quién no. Me pregunto por qué. ¿Y si todos hubiesen tomado la decisión de Berlusconi e irse a la playa dejando a Doña Ángela y sus mercados pensativos?
(Si alguien se pregunta qué bien se reparte aquí, está claro: es un mal. Es el reparto de la pobreza o las rebajas de las políticas que se han llamado el Estado del Bienestar (¿quién rayos le pondría este nombre?). Los gobiernos deben decidir cuánta desigualdad social son capaces de inyectar en el sistema antes de que salten los plomos, los mercados decidirán si es suficiente). El próximo gobierno conservador seguirá en el juego pese a lo que cree: podrá rebajar todo lo que quiera los bienes públicos, pero se endeudará por las políticas de seguridad (para aguantar la presión de la calle (Sol) y rebajas de impuestos (para aguantar la presión de la calle (Serranos). 

miércoles, 3 de agosto de 2011

imágenes prestadas

Tomo de flores en el ático estos ejercicios de poesía visual de Robert Montgomery y de Troche









Como en este admirado blog, tan profundo y perceptivo sobre la cultura visual, me invade la nostalgia por la colonización que sufren nuestros ojos, como si el espacio público de imágenes no fuese un espacio que debiéramos cuidar, como si la invasión de marcas y anuncios fuesen las únicas intervenciones posibles en el horizonte de nuestra mirada. Hace tiempo que he dejado de irritarme por las intervenciones de adolescentes en las vallas y puertas de nuestras ciudades: sus deseos de identidad, al menos, no producen más daños constatables que la limpieza de las paredes ni afectan a los estratos profundos de lo real como ocurre con la publicidad que invade la ciudad y la calle.
Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos poesía por las calles, escrita en los viejos soportes de la publicidad, en los mensajes ocultos del poder, en los puros muros del espacio público. Mientras tanto, mientras tanto, como adolescentes, podríamos ir dejando restos de poesía visual por las calles, como se dejan libros en los parques o sonrisas en el ascensor.
Hoy, que parece hundirse el mundo económico, hoy, ayer, que vaciaron Sol de sueños, hoy, que apenas si encuentro una estrella, quiero ver el mundo con imágenes prestadas.