viernes, 31 de octubre de 2014

Lo(s) que somos. O la conspiración del desamparo




Hay novelas que hacen visible lo real desde lugares emboscados desde los que nunca podrán mirar los ojos del  periodista, sociólogo o el filósofo. Su verdad se manifiesta, se desvela diría Heidegger, lenta, ambiguamente, como un barco en la niebla, primero como el aullido de una sirena, luego como una sombra, al final como un volumen perceptible. Lo singular de la historia debe resistirse a una fácil universalización so pena de caer en el cliché (todas las malas novelas se parecen, las buenas lo son cada una a su modo), pero no por ello hay que despreciar la idea de que existan una suerte de particulares en los que reconocemos universales  que nos conciernen. Quizá porque en los recodos de los personajes y los matices de las voces vislumbramos algunas zonas oscuras de nuestras propias cuevas y sombras que se mueven en nuestra propia niebla. Al comenzar a leer El Comité de la Noche de Belén Gopegui me sentí transportado, como si fuese el tropezón proustiano en el adoquín, a la primera lectura de La Madre de Gorki. No me refiero a lo que puedan tener en común ambos relatos, sino a la experiencia casi física de entrar en la casa de seres desamparados y encontrar allí el baúl de tus indeterminaciones. No recuerdo ya bien el argumento ni los personajes, sólo que aquella historia lejana de desolaciones y despertares resonaba en la piel de mis contradicciones de adolescente. Sabía que aquella historia me estaba haciendo ver un universal particular que aún no lograba descifrar del todo.

Encuentro en las novelas de Belén Gopegui dos hilos que me han enganchado desde hace años, desde que la oí por primera vez como la voz discordante en la frivolidad insufrible de los años celebratorios que llamamos Transición. El primero es el de la construcción y disolución de las identidades, relaciones y afectos bajo la condición del capitalismo. El segundo es la dialéctica de la voluntad de resistencia y la compasión por las contradicciones de quienes se encuentran ante alternativas que les desbordan. Como si ambos polos fueran necesarios para crear un mismo campo de fuerzas.


La novela es una meditación sobre lo que somos. No sobre el yo que somos sino sobre el lo que somos: lo que hacemos, lo que nos dejan hacer, lo que nos asusta, lo que nos permiten ser, lo que queremos ser, lo que podemos ser. Pero también sobre cómo este lo puede transformarse en un los cuando las voluntades se acogen a estas nuevas formas de agrupación que no son ni masas ni multitudes, ni siquiera redes (en el sentido cada vez más vacío de fuerza social) sino lo que habría que llamar conspiraciones.  El los que somos se manifiesta en las conspiraciones en las que nuestra voluntad de resistencia se enreda en ocasiones, aquellas precisamente en las que la vulnerabilidad, el desamparo y la impotencia ante el destino parecen estar a punto de disolver nuestra subjetividad en una acomodación rendida a lo real, herir definitivamente nuestra imaginación y romper los lazos con el pasado que nos empuja.

El término “conspiración”  tiene mala fama. Parece aludir a lo oscuro, a la noche, a comités clandestinos, a seres malévolos que atacan a traición, guerrilleros que subvierten el orden a través del engaño, la manipulación, la indiferencia por las víctimas. Dostoievski, Conrad, y tantos otros han dibujado el mal puro a través de los retratos de una conspiración. En El comité de la noche se narra también una conspiración. En realidad varias conspiraciones o quizá dos conspiraciones, las que constituyen dos tipos de los que son.  
“Respirar-con-en-la-acción” reflejaría en términos burdos la etimología de conspiración (cum-spirare-actio). A veces como resistencia, a veces también como forma de opresión. Julian Assange ha sostenido la teoría de que el mundo contemporáneo se organiza a través de estas nuevas formas que son las conspiraciones. No tienen cabeza, no tienen un alma común, no son sujetos en el sentido de un yo sino en el sentido de un lo (las llamadas teorías de la conspiración confunden ambas formas de identidad). Pero, como Belén Gopegui teoriza-narra en esta novela, hay otras formas de conspiración. Conspiraciones que restituyen la dignidad. Conspiraciones que resuelven la angustia del existencialismo basada en el principio de mortalidad en una expresión de voluntad de perseverancia que Hanna Arendt llamó el principio de natalidad.

No son estas líneas una crítica literaria de la novela. A veces se aprende mucho de estas críticas, pero los filósofos aprendemos poco de ellas.  Las obras de Beckett eran una maldita parodia de Joyce, las obras de David Foster Wallace son una agria parodia de la novela posmoderna.  Me importan poco sus renovaciones formales porque lo que inspira-conspira en los dos autores es una voz moral que a veces solo puede expresarse retorciendo la voz. La voz poética, los recursos narrativos de El comité de la noche son notables, pero lo que importa es que nos muestra que lo que somos no está terminado hasta que no descubramos los que somos. 


sábado, 25 de octubre de 2014

La vida exagerada de "El Pequeño Nicolás"



De haber contado con el ingenio necesario, habría deseado escribir una historia de la filosofía en la que se tratase solo de obras nunca escritas por los grandes autores. Figuraría en ella una posible tesis doctoral de Walter Benjamin sobre Los orígenes de la novela picaresca, una obra que habría de completar su meditación sobre la melancolía de los príncipes tiranos sobre las que versa su El origen del 'Trauerspiel' alemán. No sabemos cómo Benjamin se habría enfrentado a la tarea de pensar la crítica de estas obras primeras de la sociología occidental que fueron los relatos de vidas pícaras. Y, hablando del género, desearía también que alguien tuviera el ingenio de escribir la biografía de Francisco Nicolás Gómez, el llamado "Pequeño Nicolás" por la prensa.

Este fastuoso personaje ha recorrido en los últimos años todos los salones político-económicos de la Villa y Corte de Madrid, donde se adoban y cuecen los contratos, servicios, y toma y dacas que sostienen esta ciudad que nunca ha dejado de ser barroca. Cuando fue detenido hace unos días, había montado una supuesta comida con el rey y un empresario en Galicia. Fue la última de una larga historia de hazañas similares de las que no sabremos nunca con detalle cuáles fueron los réditos reales de los montajes en los que se presentaba como un "conseguidor" de favores ante quienes "ya sabes", de quienes depende "ese contrato", la asignación de "aquel puesto". En fin, un maestro de las relaciones insinuadas que obran el trabajo de abrir las voluntades de quienes poseen poder y dinero. Con toda la razón, está llenándose la prensa y medios de comunicación de artículos e intervenciones que denuncian la facilidad con la que un joven con algún desequilibrio y sueños de éxito se ha movido impunemente por los centros de poder económico y político. Las numerosas "selfies" del jovencito retratan, mejor que cualquier tratado de sociología, la pasta de la que está hecha esta sociedad y el personal que la habita. Pero lo que me interesa del asunto es la pregunta filosófica que desvela una vida imaginada como es la de nuestra curiosa criatura.

El pícaro es un personaje habilidoso en la búsqueda y hallazgo de escalones para subir a algún circulo de capital (económico, social, simbólico) al que no estaría destinado por nacimiento o condición. Es una suerte de etnógrafo que entiende directamente, sin necesidad de cuaderno de campo ni informadores, la trama oculta de las relaciones y reglas no escritas que constituyen el medio social en el que se mueve. Cuando me he encontrado con personas a las que cabría clasificar en esta categoría me he sentido fascinado por sus destrezas en el manejo de la relación social, pero, sobre todo, por sus habilidades narrativas sobre las que construyen fragmentos de biografía con los que se auto-presentan. Con ellos componen una suerte de identidad fingida que les permite realizar gestos y actos simbólicos que les consiguen sus pequeños beneficios.

Ciertamente, como sabemos por el género de la picaresca, son relatos de ascenso y fracaso. No porque  carezcan de las habilidades necesarias para moverse en las turbias aguas de los espacios de distinción, sino porque, como nos explicó muy bien Bourdieu, los círculos de poder están bien preparados para defenderse de las posibles ósmosis y la entrada de arribistas y esnobs. No serían círculos de poder si permitiesen la ampliación fácil, así que elaboran numerosas trampas y laberintos donde se pierden los que no nacieron para poblar esos estratos. El pícaro es casi siempre desenmascarado y sufre una caída desde los niveles en los que parecía moverse con soltura a otros más bajos en donde sufrirá de chanzas y pullas sobre su aventura. El mundo está lleno de pijoapartes que vuelven al barrio avergonzados. A veces el esclarecimiento de la ficción entraña tragedias sociales, como el asesino de su familia para prevenir que fuera descubierta su miserable condición de parado, o el desasosiego que creó el saber que quien se presentaba como representante de supervivientes de los campos de exterminio era un charlatán imaginativo. Otras veces, como el de la escritora que fingía tener una doble que cobraba las subvenciones de los aparatos culturales, la tragedia se vuelve comedia chusca que ensucia a todos los que participaron y, como es el caso del Pequeño Nicolás, desenmascara las faltas de control en las políticas de distinción social. Pero el fracaso probable prueba la solidez y resistencia de las barreras reales a la movilidad real. Los muros del poder suelen ser más fuertes que las estrategias de los fingidores. Y en esta constatación se encuentra una lección filosófica que quisiera extraer con brevedad.

Para quienes estamos cerca de la idea de que la identidad personal tiene componentes narrativos de manera esencial, estos casos son apasionantes. Son ejemplos que en apariencia darían la razón  a quienes proponen la objeción de que los relatos fingidos refutan la identidad narrativa. Las vidas imaginadas, arguyen, muestran la debilidad del relato como individualizador de la persona. Lo que no ha ocurrido, sostienen, no puede constituir la realidad singular de un ser histórico. Si acaso probarían que  hay yoes imaginarios, pero no que tales historias formen parte del yo verdadero (suponiendo que tal cosa tenga sentido). La identidad, si existe e importa, está anclada en hechos y no en posibles distorsiones narrativas. Pudieran ser, por ejemplo, las memorias conectadas en las que consiste la vida mental, o las transformaciones del cuerpo en el que se realiza la identidad, pues un cuerpo solamente puede ser ocupado por una identidad, o quizá por los actos de voluntad que solamente pueden ser producidos por un sujeto singular. En fin, las teorías de la identidad personal son múltiples como variedades de un botánico numeroso.

La tesis de la identidad narrativa sostiene que las experiencias no son meros sucesos que le ocurren al agente, sino articulaciones de hechos que son comprendidos como tramas que adquieren sentido en el acto de la articulación, como cuando, al ver que alguien echa a correr y vemos que está llegando el autobús, decimos, "quiere llegar a tiempo para tomarlo, tiene sentido su acto de echar a correr". Yo no soy lo que me ocurre, o lo que ha hecho de mí la naturaleza, sino la historia que estructura mi existencia como un relato con sentido. Quizá, a veces, contado por mí, cuando reflexiono; otras veces narrado por los otros que me miran con distancia, aprecio o todo lo contrario; siempre, organizada la secuencia de los hechos que me ocurren como una trama que puede ser narrada (por mí, por alguien). Mi digestión de la cena es una cadena real de hechos, pero no forma parte esencial de mi identidad personal por más que sea necesaria para la continuidad de mi cuerpo, aunque sí lo es mi experiencia cotidiana en la que se conforma mi particular manera de estar en el mundo, en el tejido sin costuras de innumerables sendas por las que discurre mi particular realidad vital. ¿Tiene alguna importancia en esta tela de la experiencia mi imaginación y la imaginación de los que intervienen en la articulación de la experiencia? Sí. Si no intervinieran las expectativas, los rencores y resentimientos, nuestras vidas y la interacción con los otros no serían sino cadenas de sucesos no distintos al funcionamiento de un motor mecánico.

Lo apasionante de la historia del pequeño Nicolás no es su capacidad de imaginación, que la tiene, sino su capacidad para explotar la imaginación de los otros basándose en estructuras estables de las formas de vida en las que habita. Y sus "historias" no son menos reales en sus efectos causales que otras identidades imaginadas que han conformado la trayectoria personal y colectiva. En la realidad humana, todo está contaminado de imaginación. Pero la imaginación tiene límites tan reales como ella misma. Todo forma parte de la realidad: lo real y lo posible juegan una eterna partida.

El ascenso y caída del pequeño Nicolás no es una refutación de la concepción narrativa de lo que somos, sino todo lo contrario, la prueba de que lo que somos se articula en múltiples secuencias que enredan lo real y lo imaginario, lo presente, lo pasado y la expectativa del futuro, mi relato y el relato de los otros. Y siempre, al fondo, el mundo y la realidad que establece los límites del sentido. Sin la historia del pequeño Nicolás nunca habríamos adivinado la oculta trama de vínculos narrativos que teje eso que antes se llamaba la "clase dominante".


domingo, 19 de octubre de 2014

Carta a una joven filósofa



Estimada Giuliana:
Querría comenzar agradeciéndote los trabajos que me envías. Trabajos de tu carrera y de tus primeros intentos para publicar, palabras que nacen tanto de tus lecturas como de tus más profundas preocupaciones por la vida, el conocimiento, la realidad en la que vivimos, las prospectivas de lo que nos cabe esperar y la irritación por lo que pudo ser. Los he leído con mucha atención e interés y, si quieres, podemos comentar en posteriores cartas algunas de las ideas que inspiran tus textos y las formas de tus razonamientos. Pero tengo que decirte que no soy capaz de responder a las preguntas que me diriges y que te angustian porque parecen volverse sobre tu misma identidad. Me preguntas si después de leer estos textos te puedo decir si creo que tienes capacidades como filósofa y si creo que aportarás algo sustancial a la filosofía. Es una pregunta con la que me parece que tendrás que convivir a lo largo de tu vida y que nunca será respondida por la voz de otros.
Es cierto que en la vida cultural y en el mundo académico el prestigio es algo que nace de las apreciaciones de otros, de tus iguales en los espacios de dedicación profesional sobre todo. La fama es algo más contingente que depende de las derivas comerciales, algo que atrae con poderosa fuerza a muchos espíritus, doma las identidades y termina por hacer que los discursos se acomoden a los gustos que hacen posible ese estado deletéreo en el que se sumerge el orgullo cegando muchas veces la lucidez sobre la condición propia. Es cierto también que el prestigio no está tan expuesto a esos riesgos pues lo que parece indicar es la resonancia que tus palabras han tenido sobre quienes, como tú, necesitan del discurso ajeno para construir el propio y acuden a encontrarse contigo en los contextos discursivos que forman el complejo entramado de nuestra vida cultural con la curiosidad y el anhelo de comprensión y de verdad.  Pero los peligros del prestigio no son menores que los de la fama cuando se constituyen en señores que dirigen tu vida y tu trabajo. El mundo académico está lleno de vidas torcidas que han ofrecido sus virtudes al precario premio del reconocimiento ajeno. No es difícil identificarlas. Son como fantasmas que recorren los espacios académicos implorando pequeñas participaciones en el juego de la autoridad; espíritus dañados que no se sacian nunca porque el reconocimiento ajeno no puede llenar los hondos vacíos que deja la incapacidad de convivir con la pregunta sobre el valor propio.  Grandes y trágicos pensadores como Goethe y Thomas Mann dedicaron relatos de perplejidad a estas vidas caídas que han poblado las generaciones de creadores desde que la modernidad se constituyó como un juego interminable de jugadores en la ruleta del reconocimiento.
No te diré que desprecies el prestigio ni la fama. Son regalos  que los otros nos hacen y que debemos tomar como dones que nos ofrecen, pero nunca como señales de nuestra propia valía sino como indicadores de nuestros lazos de dependencia de la voz ajena, que no es menos frágil y ciega que la propia. La respuesta al prestigio tendría que ser el agradecimiento y no el orgullo. Y por ello mismo, es peligroso entrar en la vorágine del resentimiento si sientes que no has logrado ni el prestigio ni la fama que mereces. El resentimiento es la respuesta natural a un daño que se nos ha infligido y no ha sido resuelto, es una forma de protección del yo frente a las injusticias del mundo, pero mal consejero sobre la dirección de tus sendas en la vida. Si crees que te mereces un reconocimiento que no has tenido puede ser que estés equivocada sobre qué es lo que nos merecemos de los otros.  Porque podría ser que a veces nos cieguen los deseos y no veamos cómo los otros cuidan de nosotros sin subirse a las balanzas que pueblan los áridos campos de los espacios académicos.
Qué merecemos por nuestros trabajos es algo que no debemos preguntar sin dejar al descubierto las entretelas de la fragilidad de nuestro autoconocimiento pues ¿qué es merecer en el mundo de la cultura?, ¿dónde nace el valor de las ideas y de su expresión en la escritura filosófica?, ¿cómo es posible que la lectura de unos textos, que una vez publicados nos son ajenos, ponga en cuestión el valor de nuestras vidas?  Nada merecemos si no es el regalo de los vínculos que nos unen al mundo cotidiano: el amor, el aprecio y el cuidado de los otros con quienes nos unen esos mismos lazos sobre los que se sostiene el mundo.
No te diré tampoco que no te mires en los espejos de los ojos ajenos. Nada hay peor que el pecado del orgullo ciego de quien cree habitar en la genialidad no reconocida. Quienes escriben desde la indiferencia a los lectores no expresan sino un grito de debilidad y a veces odio a los otros por quienes no tienen la menor estima ni, sobre todo, sienten la menor necesidad de su ayuda. No son pocos quienes se refugian en los grandes nombres y autores del pasado para evitar reconocer que ha sigo gente de su tiempo la que les ha influido en sus ideas. Forenses manifiestos, vivirán siempre entre cadáveres sin aprecio por la vida. Aprender a escuchar, nos dice Foucault  (lo escribió en un tiempo en el que él mismo tuvo que aprenderlo) es algo difícil pero necesario para lograr alcanzar el momento de poder decir algo en voz alta. No te importe que los otros influyan en tu trayectoria, al contrario, cuantos más vaivenes den tus ideas y textos mostrarás que estás abierta a las palabras que escuchas, que las valoras y las sientes como propias. Somos como ciegos que necesitan indicaciones para encontrar caminos.
Tendrás miedo, lo sé, cuando escuches palabras y leas textos que no entiendas o no creas entender y que te sumerjan en las aguas de la duda sobre tus capacidades de comprensión. Cuando te sientas acorralada por la angustia debes saber que quienes dijeron o escribieron aquellas palabras posiblemente no estén en mejor situación que tú. Nadie es completamente dueño del discurso y los significados se esconden entre ramajes verbales de jergas y galimatías que no deben asustar. Como tampoco te debe asustar la aparente claridad de muchos textos. La claridad, como sabían los monjes medievales, es una propiedad divina que infunde luz, pero no es ciertamente una propiedad sencilla de entender. A veces, como en los templos cistercienses,  es difundida por pantallas opacas que dejan pasar la luz sin transparentar la imagen. Y, por el contrario, muchas aparentes claridades no son sino fuente de preguntas no reconocidas o que no nos atrevemos a preguntar. También los pantanos tienen su propia claridad que nace de las luces de los fuegos fatuos que nacen en la podredumbre del fondo.
Y, lo que me es más difícil de decirte, tampoco querría que de mis palabras infirieses que la única solución es ser fiel a ti misma. Es dudoso que nos debamos a nosotros mismos más fidelidad que la que debemos a los otros. En realidad nos debemos lealtad, sinceridad y cuidado, pero la fidelidad huyó del mundo con los dioses. Donde no hay fe solo cabe la voluntad de seguir juntos. Y tu existencia contigo misma, como persona y como filósofa, nunca será una existencia sencilla y solo te cabe ser leal con tus propios planes pero nunca deberás confiar totalmente tu vida a lo que en un tiempo creíste que era la esencia de tu identidad. Es difícil sentir que el espacio y el tiempo están abiertos, cuando todo parece indicarnos que nuestras vidas intelectuales ya están hechas. No es cierto.  No nos cabe saber lo que está en el futuro, salvo las luces de nuestra imaginación deseante, pero quizá no sea tan complicado aprender del pasado. Ábrete al futuro y entrégate al pasado. Alguien que se llamaba como tú, Giuliana, en el relato “Il deserto rosso”, de Michenangelo Antonioni, es interrogada por su hijo acerca de si los pájaros morirán porque las nubes amarillas de la fábrica les harán perecer. Ella, que está en una duda como la tuya, responde “no, porque ya han aprendido que no deben atravesarlas”. No sabrás nunca lo que oculta la niebla, pero quizás aprendas algo sobre las nubes venenosas.

Estimada Giuliana, solo me queda  hacerte saber que estamos juntos en el destino incierto de las preguntas sin respuesta, pero que estos lazos no tendrían por qué ser menos firmes que los engañosos oráculos de los señores de la sociedad del espectáculo en la que habitamos. 

sábado, 11 de octubre de 2014

(Post)Humanismo femenino





El nuevo siglo comenzó como un siglo anti-humanista. Se impuso Heidegger sobre Sartre y con él todos los pensadores que consideraron venenoso el humanismo: estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas et alii. Y en cierto sentido este antihumanismo del siglo pasado estaba justificado. El humanismo viejo, que viene desde la oposición renacentista a los racionalistas aristotélicos, que contrapone la sequedad del conocimiento abstracto a la humedad del intelecto culturalista, basada en el "cultivo" de las grandes obras sagradas de la cultura, en un sueño de "hombre" como categoría moral, en la exclusión de lo que no se acomodaba a la imagen ideal de "hombre": lo femenino, bárbaro, lo salvaje, lo abyecto, lo animal; en la separación radical del cuerpo y el espíritu. Ese humanismo quedó enterrado en tantas fosas comunes del pasado siglo o evaporado en los crematorios de la historia. Después de Auschwitz e Hiroshima el viejo humanismo ha muerto de inanición. 

También es cierto que el antihumanismo ha sido -perdón por las generalizaciones- una construcción en buena parte masculina. Capacidad crítica, ingenio para comprender las razones del fracaso del humanismo pero también, me parece, ceguera ante las posibilidades de reconceptualización de lo que llamamos humano como suelo de nuestro fondo común. Por el contrario, en la reivindicación de nuevas formas de humanismo, después de los apocalipsis en los que nos ha sumido el mundo contemporáneo, han sido -también en general- mujeres filósofas y pensadoras (tendría que recordar a las escritoras, Virginia Woolf, Iris Murdoch, Clarice Lispector, a las artistas plásticas como Louise Bourgeois, pero me centro en las filósofas) quienes han realizado las aportaciones más profundas y originales. Muy en esbozo, para adaptarme al formato de entrada de blog, subrayaré lo que para mí son las aportaciones fundamentales al humanismo nuevo y a las nuevas humanidades.

El humanismo es muchas cosas, pero lo que me parece cardinal de su trayectoria es recordar cuál es la escala desde la que debemos y podemos pensar nuestro lugar en el universo, la historia, la sociedad, la cultura o la fábrica de lo mental. Mi acusación básica contra el antihumanismo viene de las voces antiguas de los sofistas griegos (tan denostados, tan incomprendidos) y especialmente de Protágoras: "el hombre es la medida de todas la cosas. De las que existen porque son, de las que no existen porque no son"; del pasado y del futuro, en tanto que el tiempo tiene también una escala humana, como la tiene el espacio cuando lo pensamos como lugar en el que habitamos. Las varias formas de antihumanismo contemporáneo son esencialmente pérdidas de escala. La experiencia humana, la relación que tenemos con el mundo y que puede ser elaborada en forma de significado, de transformación propia y colectiva, se disuelve en espacios abstractos que no importa cuál sea su naturaleza: el universo, la historia, la sociedad, la cultura, el lenguaje,...La experiencia no excluye por abajo a todas las formas de vida que se relacionan con el mundo compartiendo con los humanos la capacidad de sufrir ni la esperanza del placer. No excluye tampoco, por arriba, la capacidad colectiva para aprender de los errores y modificar la historia. La aportación femenina a la metafísica contemporánea ha sido el recordar cuáles son las facetas de la experiencia humana que no pueden ser disueltas en las escalas cósmicas de los grandes pensadores.

La primera es Simone Weil. Ella nos lleva hacia la centralidad de la atención y a la conciencia del sufrimiento como realizadores de la existencia humana. La atención, a diferencia de las formas tradicionales de dicotomías como cuerpo-mente, representación-voluntad, razón-emoción, interno-externo, es una movilización completa de todos los recursos para establecer y mantener una relación de intercambio con el mundo. La experiencia humana tiene sus fuentes en la atención que le prestamos al mundo, a los otros, a nosotros como cuerpomente. Y especialmente está hecha de la conciencia del sufrimiento. Mientras que los intelectuales solemos pensar el mundo de los otros como se piensa desde una mesa de escritorio, Simone Weil decidió entrar en una fábrica, en una cadena de montaje, para saber qué se siente cuando tienes que levantar el dedo para ir a hacer pis, o cuando cuentas las horas que te quedan de pie en minutos interminables. Eso es la escala de la experiencia. 


La segunda es Hanna Arendt, quien reivindicó contra la metafísica de la mortalidad y el nihilismo heredado de sus maestros el principio de natalidad. La biografía de Hanna Arendt es casi un resumen de la experiencia humana de nuestra época, pero su pensamiento es sin duda uno de los más lúcidos de todas las épocas. Contra el nihilismo sobre el que se construyen los pesimismos contemporáneos funda la existencia en la idea de que lo humano, esencialmente humano, consiste en comenzar y el comenzar es lo que define la acción: transformación del mundo desde su inicio. El comienzo es lo que define lo humano y en el universo hay comienzos porque hay humanos que inician nuevas cadenas causales. 


La tercera es Rossi Braidotti, quien representa los entrecruces que tienen las identidades contemporáneas. Su propuesta de identidades nomades (no meramente nómadas) es una forma de recoger las múltiples fracturas y rupturas de las dicotomías que han regido nuestras categorías. Tiene la idea del nomadismo metafísico una particular virtud de la que carecen otras formas de expresar nuestra peculiar forma de existencia (rizomas, ciborgs, ...). Combina, como los nómadas, una peculiar experiencia del espacio y el tiempo, de lo cultural y transcultural. El nómada habita por forma de vida en diferentes lugares y tiempos y es su existencia viajera la que cualifica su punto de vista sobre lo real. El nómada no es ni el viajero romántico ni el turista posmoderno. Pero tampoco es el peregrino. Tampoco el ulises que regresa al hogar ancestrar ni el moisés de la tierra prometida. 



La cuarta es Judith Butler, una de las filósofas más estigmatizadas de la historia por sus múltiples compromisos (a veces por filósofas que tienen, también ellas, un estatus de "casta" como Martha Nussbaum). Butler comenzó reivindicando un feminismo más allá de las sexualidades heteronormativas sobre las que se han asentado muchos puntos ciegos del feminismo e igualitarismo contemporáneos. Pero, después del 11-M y de las reacciones que han transformado al mundo, se pregunta qué es ella, judia, pero anti-autoritarismo israelí, newyorkina, pero contra la ceguera norteamericana sobre las víctimas de sus guerras imperiales, mujer, pero distante de los feminismos de buen tono, reivindicativa de lo otro, lo "queer", que está más allá del debate igualdad/diferencia. Su aportación ha sido una reivindicación de la vulnerabilidad humana y del derecho al duelo de todas las víctimas, y no sólo de las nuestras, de la necesidad de que nuestros mundos personales sean interpretados por los relatos ajenos. 


La quinta es Bonnie Honnig, una filósofa política recientemente llegada al debate. Su reivindicación de un humanismo agonista y una política de (la) emergencia es una posición renovadora frente al punto de vista, aún escindido, entre lo corporal, el zoe, y lo politizado, el bios. La gran mayoría de los filósofos (en masculino) recientes, en la izquierda del pensamiento, hablar de una recuperación de lo corporal en una suerte de biopolítica (de Foucault a Agamben o a Negri). En su discusión de Antígona y en sus obras sobre la emergencia, Honnig propone una vieja idea del feminismo olvidada en los nuevos lectores de Spinoza: lo corporal se hace político en una transformación del espacio público (y no simplemente a la inversa, como sostienen los infinitos defensores de los mecanismos y dispositivos biopolíticos).

No están todas: ni las mujeres ni las ideas que nos han enseñado a pensar. Pero, después de ellas ya podemos decir que el humanismo del futuro será femenino o no será. 

domingo, 5 de octubre de 2014

Grito y palabra




¿Cuándo el grito y la palabra devienen gesto político?, ¿qué es la acción política? No es casual que estas dos preguntas sean tan difíciles de responder como estas otras: "¿cuándo el gesto y el objeto se hacen arte?", "¿qué es el arte?" Porque las respuestas posibles cavan hasta allí donde la pala se dobla en la arqueología de nuestros suelos colectivos, donde se asienta eso que unos llaman  "lo cotidiano" y otros "el mundo de la vida".  Y lo que hace tan dificultosas las respuestas es que en las mismas preguntas se oculta una tensión que, cuando la desvelamos, se hace visible con ella la urdimbre frágil de nuestra vida colectiva, de lo común que  teje la cultura, pero que también impregna a las formas de lo social y, en general, aquello que deben llamarse "formas de vida" porque son los lugares, tiempos y armaduras sobre las que constituimos el sentido de nuestras identidades.

Tampoco es casual que hayan sido mujeres filósofas políticas las más sensibles a la importancia de estas preguntas. No es casual, simplemente, porque haya cuestiones de género en la filosofía, como nos han ido enseñando las mujeres filósofas a los varones inatentos, sino también y sobre todo porque la experiencia consciente, política, de ser mujer en un mundo patriarcal ha ido afinando las sensibilidades hacia ciertos resortes de la vida colectiva que nos son comunes a todos, pero que sólo las mujeres libres detectaron y ellas nos fueron haciendo ver con paciencia, cuidado y perseverancia, o al menos a quienes no cerraron también consciente, políticamente, los ojos y oídos. Porque no es inusual, sino todo lo contrario, que el lenguaje políticamente correcto oculte cegueras hacia lo que está realmente en cuestión, que va mucho más lejos y mucho más abajo de la discriminación de géneros, y que plantea preguntas irremediables sobre lo que consideramos humano y sobre qué vida merece la pena ser vivida. "Yo estoy por la igualdad", se dice a veces, sin reparar en lo desigual que es la reclamación de la igualdad para quienes están dentro y para quienes están fuera. Y han sido muchas mujeres pensadoras, en el entrecruce de sus varias experiencias de exclusión pero también de vínculos con la vida, quienes que nos han ido haciendo ver pacientemente que la cuestión de los espacios públicos donde se aplican mecánicamente los eslóganes políticos son pantanos donde se hunden las mejores intenciones.

Estoy entregado a un debate entre la visión de Antígona de Judith Butler (Antigone's Claim) y la de Bonnie Honnig (Antigone Interrupted). El mito de Antígona es uno de los tres o cuatro relatos que configuran nuestros dilemas públicos colectivos: (en mi opinión) el relato de Pilatos, que refiere al chivo expiatorio y al origen de la comunidad; el juicio de Sócrates, que relata la ruptura entre las búsquedas de lo correcto y las prosecuciones de lo justo; la historia de Edipo, que nos arroja a la condición de actores que saben y no saben lo que hacen o quieren;  y Antígona. Antígona es especial, es el mito en el que se entrecruzan las líneas de fuerza que sostienen el humanismo como proyecto político y no como mero adorno cultural de la academia y los salones. La Antígona de Sófocles está en el trasfondo del pensamiento político contemporáneo en el que se confrontan ética y política. Ya no podemos leer la Fenomenología del Espíritu de Hegel sin Antígona, como narrativa del enfrentamiento entre la ley de la sangre y la ley del estado, ni entender las commociones que recorren el mundo sino es como un enfrentamiento entre las leyes que instaura el poder vigente y otras leyes que reclama la resistencia. Hegel, y con él una larguísima tradición de pensadores y pensadoras, entienden que la exigencia de Antígona de enterrar a su hermano Polinices contra el edicto de Creonte es la exigencia de algo que está antes o más allá de la política. Creen que es la reivindicación del suelo que hace posible la política, que podría encontrarse en la ética (es la continua reivindicación cristianizante de Antígona) o en el trasfondo común de nuestra especie, de seres capaces de compasión más allá de las diferencias de política, clase, género o ideología.

Bonnie Honnig, que une su profesión de filósofa política con su convicción feminista, no está de acuerdo y yo me uno a su desacuerdo. Antígona no está más allá de la política, sea por arriba, en la ética, como reivindica la tradición cristianizante, o por abajo, en la ley de la sangre, como reivindican Hegel, Lacan y Judith Butler, con quienes las discrepancias en los matices, me parece, adquieren relevancia sobre nuestra consideración de los espacios públicos.

En el relato de Sófocles (que deberíamos pensar como un espejo oscuro de la democracia ateniense), Antígona expresa su respuesta al decreto de Creonte que prohíbe el entierro de su hermano Polinices, el disidente y traidor, el que ha atacado a la polis, de dos maneras distintas. La primera es mediante un ritual de duelo y memoria, donde, como nos cuenta el soldado que la ha detenido, profiere gritos ininteligibles, (como los de un pájaro, nos dice, y la referencia de Sófocles enciende las más sensibles neuronas del horror cuando alude a formas de vida que los mamíferos no entendemos). La segunda es en su canto funeral, en su propia elegía antes de morir, en la que explica a los ciudadanos de Tebas la naturaleza de su sacrificio. Judith Butler considera que Antígona representa la reivindicación del duelo por la fragilidad y su reclamación de que sea honrada la memoria también de las víctimas del otro lado significa la aparición de una suerte de humanismo basado en la común vulnerabilidad de los mortales, contra los marcos de violencia que diferencian amigos y enemigos.

Es cierto, Antígona representa esta actitud, pero, sostiene Honnig, su acción no está en algo opuesto a la política. Por el contrario, todas las acciones de Antígona están medidas para que tengan consecuencias y levanten y movilicen a los ciudadanos de Tebas. Grita, sí, de dolor y desolación, es cierto, pero grita para que se la oiga y la detengan, para convertirse en alguien que denuncia la arbitrariedad del poder. Su canto fúnebre es un canto de nostalgia por la vida, también es cierto. Pero cuando Creonte la interrumpe para que acabe, con insolencia y sarcasmo, ella reacciona con un orgullo que nace de la perfecta comprensión del significado político del duelo:

"¿En virtud de qué principio hablo así? Si un esposo se muere, otro podría tener, y un  hijo de otro hombre si hubiera perdido uno, pero cuando el padre y la madre están ocultos en el Hades no podría jamás nacer un hermano".

Durísimas palabras que han llevado a muchos a no creer que fuera Sófocles quien se atreviera a escribirlas. Pero son palabras que los atenienses entendían. Estaban acostumbrados a oír que los muertos en la batalla deben ser reemplazados por la familia que queda en casa. Antígona eleva un canto por la no reemplazabilidad de su hermano Polinices, y por esta singularidad está dispuesta a morir.

Su discurso es político en un sentido instituyente de la política, no en el administrativo que defiende el tirano Creonte (que busca legitimación en su capacidad de gestión, como todos los burócratas de la política). Antígona, en su grito y en su discurso, convierte su gesto en una señal de los límites de la polis, de su capacidad para dejar fuera a gente que, sin embargo, es irreemplazable. Antígonas como las Madres de la Plaza de Mayo, en su silencio y sus pañuelos lograron también convertir su gesto en símbolo de la frontera política.


Los grandes filósofos políticos contemporáneos, digamos Habermas y Rawls (a quienes se debe leer cuidadosamente y entre líneas, no son grandes por casualidad), plantean la acción política en un terreno en el que lo común se asienta, o bien en las reclamaciones de validez que están en la base de cualquier acto lingüístico (la acción comunicativa), o bien en las reclamaciones de razonabilidad que están en la base de cualquier acto político.  Pero lo que Antígona revela son las líneas que definen la parte política del discurso. Porque también hay un reparto político de las palabras y en cada momento y lugar el espacio de las conversaciones queda organizado por pretensiones que son políticas, es decir, por los deseos de que nuestra existencia en común sea organizada de otro modo. Para ellos, como para el coro de los ancianos, su grito y su gesto estarían más allá de la razonabilidad. Pero no es así. Antígona hace preguntas que cuestionan las estructuras básicas del pensamiento político mejor establecido. Su grito conspiratorio dice "esto es política".  Convierte en acción los rituales que otros pensaron fuera de la política, fuera del discurso y del ágora, transforma lo doméstico en público, el amor en revuelta y conspiración. Pide un nuevo reparto de la palabra.