domingo, 23 de febrero de 2014

Todo es agua




Conocí tardíamente la obra de David Foster Wallace gracias a uno de los alumnos de los que más he aprendido, Álvaro Marcos, ahora doctorando en la New Social Research School de Nueva York y cantante de Atención Tsunami. Trabajaba conmigo en una tesina sobre la importancia moral y política de la atención (una tesina a la que vuelvo de vez en cuando) y me habló de DFW entusiásticamente. Compré La Broma Infinita en inglés y casi me desmayo al recibir el paquete de 1079 páginas. Pero comencé a leerlo con paciencia y ayuda de la guía de lectura que facilita Wikipedia. Y fue un amor absoluto. No creo que se pueda encontrar en la literatura un relato mejor de lo que es la experiencia contemporánea de existir. Americana, sí, pero también de todos por extensión globalizante de esa forma de vida.

Leí otros libros de relatos, el desolador Extinción, los corrosivos Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer y Entrevistas breves con hombres repulsivos, sus ensayos críticos, su famoso discurso Esto es agua. Ahora acabo de leer obsesiva, bulímicamente, su reciente biografía escrita  por el crítico D.T. Max Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Es un libro más que recomendable. No importa no haber leído a DFW ni que no se aprecie su obra. Es un relato sobre la relación entre literatura y vida, sobre perturbaciones mentales y vocaciones profesionales. 

El caso DFW es peculiar. Pertenece a la saga de los escritores cuya vida es literaria. Un misterio oculto bajo sus recurrentes depresiones, un escalofrío tras su suicidio. La biografía responde a muchas preguntas, y afortunadamente abre otras muchas sobre la ética de la creatividad. DFW estaba en el punto de bifurcación de dos fuerzas contradictoras que impulsaban su vida. Por un lado una monomaníaca necesidad de competir por el reconocimiento, de dejar la firma de su extraordinaria inteligencia en todas sus obras. Sus adiciones a la marihuana y al alcohol le ayudaban a sobrellevar el miedo y la ansiedad ante el fracaso. Su competitividad y su inacabable angustia iban juntas y se reafirmaban mutuamente. Cada obra le producía varias crisis de pánico. La última, El rey pálido, fue mortal. No pudo soportar el temor a no ser capaz de terminar un relato que cumpliese las expectativas que había generado. Por otro lado DFW deseaba comprender su vida, la de su generación, la de su país y la de la existencia humana. Quería que la forma literaria se abriese al conocimiento. DFW era tan filósofo como escritor. Exigía que la escritura mostrase un camino moral, el del extrañamiento en un mundo de distracción e invasión mediática. Necesitaba explicarse su afición a la televisión y al cine popular. Escribía para saber lo que nos pasa. Las dos fuerzas se equilibraban y nos dan cuenta de la complejidad de su pensamiento y obra, como lo expresa esta cita de "Esto es agua":

El tipo de libertad que es realmente importante implica atención y responsabilidad y disciplina y esfuerzo y ser capaz,  sinceramente, de preocuparse por las otras personas y de sacrificarse por ellas, una y otra vez, en  las más  insignificantemente minúsculas y poco sexys  maneras, todos los días. Esa es la verdadera  libertad. Eso  es  haber  aprendido como  pensar. La alternativa es la inconsciencia, la falla de origen, la competitividad a empujones –la persistente sensación constante de haber tenido y perdido algo infinito. 

DFW es el escritor que acabó con la postmodernidad como condición cultural. Acabó con la barroca metaficción y el ejercicio frívolo de cohetería literaria. Pero sobre todo acabó con la posmodernidad  filosóficamente. Porque DFW era filósofo. No se puede decir que "sobre todo" era filósofo pero sus escritos, tanto los de ficción como los teóricos, manifiestan un trasfondo metafísico profundo y lleno de recursos. Había escrito una tesis doctoral muy técnica sobre libre albedrío. Pero sobre todo había pensado mucho en un tono wittgensteiniano sobre la normatividad del lenguaje, sobre lo que el lenguaje nos muestra de la vida. Era aficionado a leer a Stanley Cavell (aunque en una conferencia le acusó de ser oscuro e ininteligible. Comparto con él esta ambivalencia). De Cavell había tomado la creencia de que la moral del trabajo intelectual obliga a lograr un tono propio en el que se aúnan ética y estética. Después de pasar por su obra quedan al descubierto todos los trucos frívolos de una época que mostró que la ironía no era sino el arma de los débiles y acráticos. 

La vida y obra de DFW ejemplifican como pocas (habría que recordar, claro, a Roberto Bolaño, un escritor muy cercano al talante y la significación de DFW) los dilemas de quienes se toman en serio el trabajo cultural. Hace años que no distingo entre literatura y filosofía. No por las reglas del arte, claro, sino porque ambas convergen en la búsqueda de la sabiduría a través del esfuerzo sobre el lenguaje. Narrativo, poético en una, conceptual en la otra. A veces hibridando los modos y las formas. Pero siempre sometidas al dilema de la profundidad y la exigencia moral. Escribir es levantar la mano contra uno mismo. Someterse a una ordalía en la que se prueba la capacidad de supervivencia a las exigencias de la consistencia, la creatividad, la profundidad. Las tentaciones de la facilidad, de lanzar fuegos artificiales o, peor aún, la de rendirse y refugiarse en el perpetuo lamento contra la academia o el mundo editorial son insoportables. El desequilibrio entre la habilidad profesional y el compromiso con la vida es un riesgo permanente. La patológica necesidad de reconocimiento y la angustia que pesa sobre la autoconfianza son los horizontes tensos que se ven al levantarse cada mañana. 

Todo es agua, pero los viejos peces logran distanciarse suficientemente para saber que todo es agua. Esa distancia es su pasión. Cada vez que acompaño a alguien en los inicios de una tesis doctoral siento el frío de quien sabe de la dureza de la senda que espera. Cada vez que he vuelto a comprobar cómo esa persona logra hacerse con las riendas de la escritura bajo las presiones trágicas de la creación me reconcilio con la fuerza de la vida. Como el viejo peregrino que aúna fuerzas para levantarse y dar un paso más. Se podría pensar que la trayectoria de DFW fue una muestra de infelicidad, desasosiego y autodestrucción. Pero es falso. No importa que al final se bajara del autobús antes de tiempo. Vivió cada instante de su vida con una intensidad que no podrán conocer quienes confunden la vida y el éxito, los cínicos, los frívolos, los hijos de la posmodernidad. La desesperación y la felicidad no son incompatibles. La felicidad real, la humana, solo es incompatible con la estupidez y la superficialidad. Es la lección de DFW. 



domingo, 16 de febrero de 2014

Fragilidad del afecto





Estaba dándole vueltas a cómo escribir una nota sobre los apegos, vínculos y lazos afectivos cuando una recomendación de Germán Cano me llevó a leer esta novela de Elvira Navarro, La trabajadora. Es un relato notable por varias razones: el tema, el tono y el trasfondo. Elvira Navarro nos ofrece una historia nada lejana en el que la precariedad laboral y la precariedad afectiva y mental se entrelazan. El tono (para usar un término musical nada narratológico) conecta con pericia la desolación de la ciudad (bueno, no la ciudad en general sino del Madrid de los barrios del sur) con la desolación de una vida extrañada de sí. El trasfondo, el que me interesa ahora, es el de la capacidad de la narrativa para hacernos pensar, o sea, de las relaciones entre filosofía y novela. 

La autora ha sido valiente. Se arriesga a que su narrativa sea calificada como "social" e inmediatamente estigmatizada como "realista", "formalmente pobre", antigua en general. La pericia técnica quedará ocluida por el estereotipo. Belén Gopegui ha sido un ejemplo claro de esta oclusión que provoca el cultismo que nos domina. Está feo hablar de dinero y política en la mesa literaria. Es la primera regla de urbanidad para tener futuro. No me extraña que sean mujeres las novelistas que tienen los redaños suficientes para decir que no. 

El relato presenta un tema de vieja controversia, la relación entre la fragilidad mental y la explotación laboral. Es la historia de dos mujeres con problemas psicológicos. En palabras de la autora: "Hay una confrontación con dos personajes, dos mujeres, y las dos tienen problemas de salud mental. Una de ellas los tiene desde hace tiempo y de una manera muy bruta construye su vida desde la patología. La otra, desde una lógica más normal, tiene ataques de ansiedad por el tema laboral y aspira a recuperar su salud"*.  La novela no es un panfleto sobre esquizofrenia y capitalismo por la inteligente mirada que confronta las dos posibilidades de vulnerabilidad: la endógena y la exógena. Dos mujeres conviven con sus demonios en el espacio y tiempo de un piso de Aluche en los grises tiempos que nieblan el Madrid de ahora. Se entrecruzan dos soledades como se mezclan el agua y el aceite. Una convive con su soledad y su falta de autoestima como forma de identidad, la otra no logra concentrar su atención ni en su vida ni en su trabajo a causa de la precariedad en que hunde el nuevo capitalismo de la "externalización" a una generación de gente mucho más preparada que sus jefes. La novela nos invita a observar estas dos vidas cruzadas con la creciente aprensión de que el tema nos concierne con inevitable cercanía. 

Se equivocó el movimiento de la antipsiquiatría de los años 70 del siglo pasado al sostener que toda enfermedad mental era una rebelión contra la sociedad. Fueron los tiempos de exaltación de la esquizofrenia. Había una falacia lógica en sus razonamientos, al tomar casos particulares como generales. Pero se ha equivocado mucho más la psiquiatría de los protocolos de salud al convertir todo en un problema farmacéutico. Como si los complexos de causas-razones no importasen y sólo hubiese que atender a los síntomas. Como si el trabajo del sistema de salud acabase su función al devolver al enfermo al sistema productivo sin preguntar por las causas. Mal nos hubiera ido en la epidemiología si se hubiese adoptado la misma actitud. 

Me inquieta de la novela la confrontación de dos fenomenologías de la soledad: la de quien ha convertido su cueva afectiva en su refugio y la de quien nada con desesperación para llegar a una playa lejana en una tormenta que la supera. La inteligencia del relato está en plantearnos la pregunta que ejemplifican las vidas de estas dos mujeres, no en explicarnos la respuesta ni en imponernos la solución. 

La literatura me parece cada vez más uno de los lugares donde hay que buscar la respuesta a los interrogantes sobre lo que somos. Quienes se dedican, o nos dedicamos, a pensar sobre identidad, filosofía de la mente, folkpsychology y racionalidad estamos acostumbrados a atender solamente a las frías informaciones de las revistas de psicología experimental o las escolásticas elucubraciones de los filósofos. Pero experimentos como el que nos ofrece esta novela prueba la enorme confusión de la filosofía y las ciencias sociales contemporáneas que pretenden buscar las llaves bajo la farola porque allí es donde hay luz. 

La novela confronta, al modo trágico en el que Ismene y Antígona se enfrentan, dos modos de estar en el mundo bajo el oscuro manto de la soledad: la inducida por la senda personal y la generada por la contaminación del orden capitalista. Sabemos que hay una oculta relación entre las dos vidas dañadas. Sabemos por la novela que las dos soledades se ignoran. Una metáfora de cómo somos. De cómo estamos. 










*Ver más en: http://www.20minutos.es/noticia/2038363/0/la-trabajadora-libro-novela/patologia-asociada/precariedad/#xtor=AD-15&xts=467263


domingo, 9 de febrero de 2014

Arte, política y malentendidos





El despertar de la conciencia de William H. Hunt (1853) es uno de los cuadros más notables e intrigantes del movimiento prerrafaelita. John Ruskin escribió una crítica de la obra que se convirtió en uno de los más importantes manifiestos de este movimiento, una de cuyas señas de identidad era la implicación del arte y la moralidad. Se fija  Ruskin en el detalle con el que está elaborado el cuadro. Los múltiples objetos se convierten de la mano del pintor en símbolos más que en representaciones. Su crítica es concluyente: todo apunta a señalar la vulgaridad de la estancia y  hacernos inferir la vulgaridad de su habitante, el burguesito que intenta seducir con una sonrisa falsa y una no menos falsa canción a la mujer. Ella acaba de darse cuenta de la tela de araña en la que está atrapada y se levanta con un gesto de complicada interpretación mientras el insecto que la sujeta desgrana con desganado ademán los últimos compases de la canción. El cuadro se entiende mucho mejor desde atrás hacia adelante. Un espejo nos muestra la espalda de la doncella como si pretendiese escapar por la ventana a un jardín que, ahora sí, muestra los signos de la obra prerrafaelita: la belleza que nace de la naturaleza. Por el contrario, la claustrofóbica estancia decorada con la retórica sobreabundancia burguesa que odiaban los miembros de esta hermandad, nos desgrana el decálogo de lo que consideraban que NO es arte y que se resume en una palabra: decoración.

El cuadro de Hunt, visto desde lejos, parece una estampa kitsch de seducción, un género que fue habitual en la Inglaterra del siglo XIX. El conquistador sonríe en el momento en que parece haber logrado su propósito. La habitación es un relato de los lugares de seducción y conquista masculina, como esos cuartos masculinos a los que Beatriz Preciado ha dedicado una magistral obra de crítica cultural en su estudio sobre cómo la revista Playboy construyó (justo cien años después) un cierto ideal de masculinidad descomprometida. La forma de la pintura es cuidadosa, una muestra de increíble habilitad técnica. Y sin embargo vemos que todo es trampantojo, ironía, distancia y sarcasmo. Hunt realiza aquí un maravilloso ejemplo de lo que es resignificar las formas. La más burguesa de las representaciones se ha convertido en representación de lo pequeñoburgués, de la vulgaridad, de todo lo recargado de quien no tiene más trasfondo que la acumulación  rococó de riquezas. El rostro del conquistador es el espejo oscuro de los ojos de la mujer que acaba se cobrar conciencia, como nosotros, de la vaciedad de la escena. El cuadro de Hunt es un manifiesto político porque es capaz de decir lo contrario de lo que representa. Lo hace con una maestría inigualable, con la fuerza de quien es capaz de lograr que los malentendidos se conviertan en sobreentendidos. En esto consiste el poder político del arte, en hacer manifiesto lo oculto por las vías indirectas de nuestra complicidad.

Todo en el arte puede ser entendido o malentendido. Las formas son medios que, más que representar, permiten interpretar la obra en un contexto. Las obras de arte solo existen como tales en contextos de interpretación en donde sobrevuelan las propias propiedades formalese incluso las intenciones del artista que las creó para convertirse en artefactos que nos transforman al encarnarlas en nuestro momento y situación. Es cierto que necesitamos conocer cosas sobre ellas para que rindan sus frutos. Como vampiros, debemos dejarlas entrar a nuestros cuartos para que realicen allí su obra. No son distintas a cualquier otro artefacto, que siempre demanda algún conocimiento para ponerse en marcha. Mas una vez que nos abrimos a ellas a la vez que se apropian de nosotros nos apropiamos también de su poder de revelación. Nos despiertan la conciencia.

Recordé este cuadro esta semana cuando Toni Gomila nos relataba, en su luminosa intervención en nuestro seminario de investigación,  su visión sobre la relación de la música y la moralidad. Sostiene Gomila que la música no puede ser considerada moral por su contenido, y por ello se convierte en un óptimo ejemplo de cómo el arte no puede serlo en virtud de lo que representa. Lo es, nos contaba, no por sus propiedades representacionales, tampoco por sus propiedades formales, sino por cómo la obra se instala en un contexto, entre las intenciones del compositor o intérprete y la recepción del auditorio. Es así como Bach podía convertirse, ejemplificaba, en ejercicio de insolencia, en manos de los guardianes de los campos de concentración, o el Requiem de Verdi en reacción de resistencia en las voces del coro de Terezin. Lo que vale para la música puede extenderse a todas las demás artes aunque tengan contenido representacional, o a pesar de que tengan contenido representacional. El arte se mueve en el territorio de los malentendidos, de lo que no puede ser interpretado sino oblicuamente, haciendo referencia a sí mismo, como si la obra fuese no más que una llamada al observador para que la sitúe en el lugar preciso y la haga hablar con palabras que no han sido escritas en ella, con imágenes que están más allá de las imágenes que presenta y con sonidos que son otros que los que nos ofrece. Como si a veces los aullidos fuesen lo que la obra quisiese que oyéramos más allá de sus apacibles armónicos. Como si lo kitsch escondiese lo sublime por efecto de negación, como si la vulgaridad de las Bovaries que todos somos se abriese a la oscuridad de nuestros sueños.


domingo, 2 de febrero de 2014

Interrupciones y malentendidos


Decía el filósofo inglés de origen judeo-ruso Max Black que la mayoría de las ciencias comienzan por una metáfora y acaban en álgebra. Tenía razón. La metáfora es la base del pensamiento humano. Vivimos y pensamos en metáforas y solo más tarde las vamos afinando en forma de modelos matemáticos de la realidad. Las ciencias sociales, en su afán de parecerse a las ciencias naturales, impostando la voz y el ademán, suelen seguir el camino contrario. Comienzan con un aparato barroco de ecuaciones y, a medida que se va mostrando que son meros artificios, terminan descubriendo las metáforas con las que construimos la vida cotidiana. Cuando te ocupas de zonas de la vida como la  racionalidad y  la acción, y te has hartado de axiomas de consistencia, de juegos competitivos y superjuegos, terminas descubriendo lo misteriosa que es una conversación como metáfora de la vida en común. Ya lo postulóTüring: el único test de inteligencia es una conversación inteligente.

Una conversación entre gente normal muestra muy claramente que la fábrica última de nuestra intersubjetividad no puede ser pensada desde modelos egocéntricos e intelectualistas de los seres humanos, como si dos "cuasi-psicólogos" jugaran a interpretarse y predecirse mutuamente, como postulan tantas teorías simples de nuestra "psicología folk". La estructura básica de nuestra interacción  es siempre la de un drama, no la de un juego entre científicos en pequeñito. En un drama siempre hay un conflicto básico entre personas que ponen en común sus esperanzas, deseos y temores. Desde el niño que se angustia cuando no ve a la mamá a las complejas sinuosidades de los debates de adultos, el drama conforma el tejido de nuestra acción. Deseamos lo que el otro puede darnos o negarnos, aspiramos a que el otro nos entienda y reconozca. Cuando explicamos en clase, iniciamos un debate, preguntamos a alguien en la calle por una dirección o pedimos turno en la carnicería creamos una situación dramática en la que tratamos de desenvolvernos y resolver el conflicto inicial.

En el modelo conversacional se observa que el juego de interpretaciones y reinterpretaciones parte siempre de una actitud personal muy complicada de entender: el deseo de no ser malentendido. No hay gente más peligrosa que la que dice lo que piensa a bote pronto porque ser malentendido es lo que habitualmente ocurre en una conversación. Nuestras palabras aparentemente dicen lo que pensamos pero eso no significa que el otro entienda nuestros motivos, cuando lo normal es que ni siquiera uno mismo entienda los motivos de las palabras que acaba de soltar. Las malas experiencias que tenemos con los mails enviados en caliente nos muestran muy claramente la importancia de los malentendidos en el drama cotidiano. El malentendido prolonga y amplía el drama, lo extiende a la sospecha sobre la intención ajena y lo traslada a nuevos ámbitos de conflicto. El malentendido es la expresión clara de la dificultad que tiene reconocer al otro. Por eso nuestro principal temor es el de no ser malentendido. Es aquí donde se origina la llamada "teoría de la mente", o psicología espontánea de los humanos. Sortear malentendidos es lo que hacemos al conversar. A veces no lo logramos, y la conversación se vuelve un drama trágico. A veces los convertimos en juego, en "albureo", como ejercitan magistralmente los mejicanos, y aquello se transforma en una comedia divertida. A veces el malentendido se malentiende y todo deriva en furia y ruido. Un par de copas basta para desarmarnos de nuestros temores a ser malentendidos.

En el drama es también esencial la interrupción. Lo aprendí en el libro de Bonnie Honig que comentaba en la anterior entrada del blog. Al interrumpir al otro transformamos el espacio de interacción. Quien interrumpe hace saber al otro que tiene voz y que quiere ser escuchado, que la conversación no es un juego de monólogos por turnos. Cuando estás en clase notas el miedo a interrumpir de los alumnos y notas también tu desánimo y melancolía cuando al cabo de una hora nadie te ha interrumpido. Te has apoderado de un tiempo que no es tuyo y nadie ha reivindicado su propia voz en tu presencia. Te vas con la tristeza de quien ha querido conversar y solo ha encontrado silencio. El drama de una clase muestra cómo el conflicto se ha quedado irresuelto por la irrupción del poder del discurso. Nunca podrás saber los malentendidos que has generado. Que sabes múltiples,que sospechas peligrosos o ridículos, que temes persistentes e insolubles.

Que la acción humana sea drama explica (así lo explicó Aristóteles) que el teatro sea el mejor espejo de la acción, el lugar privilegiado para entender la racionalidad, mejor que cualquier libro de microeconomía o psicología cognitiva. Si volvemos una y otra vez a Antígona o a Otelo, el Moro de Venecia es porque hemos vivido múltiples veces y en múltiples escalas los dramas que allí se relatan, porque ponemos a prueba nuestra capacidad para sortear los malentendidos y las sospechas. El drama del mentiroso es la condena a un eterno malentendido, a una existencia que solo puede acabar en la falta de reconocimiento. Su aparente éxito en la manipulación de la mente ajena esconde un profundo fracaso conversacional. El drama de quien no interrumpe nunca no es menor. Será arrinconado en el espacio del discurso y su falta de voz, su incapacidad para resolver malentendidos terminará por ser malentendida.

Así lo cantaba Nina Simone: "Oh Lord!, don't let me be misunderstood" Ella sí sabía.