viernes, 18 de julio de 2014

Mito, poesía y sobresalto





Continúo esta corta serie de entradas sobre filosofía y literatura con estas breves digresiones sobre el mito:

Estoy revisando estos días algunos clásicos sobre el mito (el Myth de G.S. Kirk, Levi Strauss, claro, Barthes, el larguísimo pero interesante El trabajo sobre el mito de Hans Blumemberg), recuerdo las viejas doctrinas de la des-mitologización, y termino enredado en una considerable madeja deshilachada. Sigo perplejo por la elusividad de algo que identificamos bien pero somos incapaces de teorizar. Encuentro que las más extendidas ideas sobre el mito son insuficientes porque muchos mitos no caen bajo su alcance, y que alguna de ellas es patentemente falsa.

El mito no es una forma primitiva de pensamiento, por más que se encuentre en las culturas sin escritura, en las que la narración hablada es la forma cultural esencial para transmitir el saber de la tribu. Es una forma primigenia de pensamiento, pero lo continúa siendo en las culturas avanzadas, sofisticadas científica y culturalmente. Nada hay más falso que el mito del paso del mito al logos, como si representase un modo de pensamiento mágico que fuera reemplazado por el pensamiento racional. Éste es otro de los mitos que crearon los griegos y que se ha transmitido con el poder de un virus por la historia occidental. El mito no es una forma cultural religiosa, aunque haya muchas cosas en común en los orígenes de ambas. Hay muchos mitos que no tienen que ver con dioses sino con personajes humanos en situaciones humanas. El mito no es la otra cara de los ritos (algunos han creído que no hay mitos sin rituales ni ritos sin mitos, pero no es cierto).  El mito no es una forma de cuento popular. Los mitos tienen un poder sobre la cultura que no alcanzan a tener los cuentos (salvo aquellos que alcanzan el estatus de mito: ya comenté en otra entrada la observación de Steiner de que los mitos que perduran son muy pocos).

Blumemberg ofrece una idea sugestiva. Sostiene que el mito nace como un intento de introducir orden en la experiencia originaria de miedo o sobresalto. Está Blumemberg muy influido por la idea de Rodolf Otto del sentimiento de lo sagrado, de lo numinoso. El mito, nos dice, comenzaría dando nombres, poniendo rostros y caracteres a lo que se teme e ignora. Minotauros, gorgonas y medusas que acechan en la oscuridad. El nombrar apacigua la angustia. Más aún si la historia narra la aventura de quienes se enfrentaron a monstruos del pasado más malignos que los actuales y acabaron con ellos. O se adentraron en los lugares oscuros donde reina el terror y volvieron de allí fortalecidos por la experiencia (el mito de la bajada a los infiernos es persistente en nuestra senda greco-semítica y continúa en las modernas novelas de detectives. No es ajeno a este mito el magnetismo de la reciente serie True Detective).

La hipótesis de Blumemberg en coherente con uno de los hilos que tejen el pensamiento contemporáneo, la idea de que la angustia es la trama última de la que nace la experiencia humana. Freud y Melanie Klein nos enseñaron que la subjetivación es la reacción a la angustia. Heidegger y el existencialismo la convirtieron en la primera de las verdades metafísicas. La angustia y su forma cultural, el sentido de vacío y absurdo, es el tema del modernismo estético que recorre nuestro tiempo. Explicaría esta teoría la persistencia del mito en las más diversas formas culturales. La mitologización sería una suerte de conjuro del terror, una reacción ante el sobresalto. Explicaría también el eterno enfrentamiento del pensamiento ilustrado con el mito. En el elogio de Epicuro del De rerum natura, Lucrecio canta a quien subió a los cielos para descubrir lo posible y de esta forma exorcizó los terrores de los humanos dominados por la religión. Que Lucrecio cuente un mito para acabar con los mitos no es sorprendente, como no lo es el que casi todos los catecismos progresistas desmitologizadores hagan uso descarado e inconsistente del mito de Prometeo. Los mitos también son necesarios para luchar contra el mito.

Me cautiva la idea de que el origen del mito está próximo a la experiencia poética, que introduce en la narración algo de lo que carece la simple fábula, que conecta con las fibras constitutivas de la trama humana asombrada y asustada por el cosmos y sus pobladores. Cada generación responde a sus miedos creando sus mitos, intentando poner nombre al desasosiego y modelando mediante el lenguaje y la imagen el caos de la agitación. El poeta, sucesor del chamán, da voz a lo innombrable y eleva una salmodia para introducir orden en la confusión. Esta fuerza poetizadora alcanza a todas las formas culturales. No se entiende de otra forma que ciertas ramas científicas, extrañas, poco útiles y complejas, como la astronomía, la biología y la paleontología atraigan la fascinación tanto como la ira. Son ciencias mitopoiéticas creadoras de mitos cósmicos en los que se asoma el temor al tiempo y al espacio.

El mito de los mitos es el viaje de vuelta (el hijo pródigo, Odiseo). Se ancla en lo que Nietzsche consideraba el origen de la moral, el eterno retorno. El sueño de una vuelta a un lugar seguro y perdido. Sabemos que la vida es la huida y el exilio de aquel lugar y sin embargo persiste el sueño de la vuelta. Odiseo no es reconocido cuando vuelve y no reconoce tampoco la casa del padre. No sabemos tampoco si fue amado o si fue un eterno extraño. De la Odisea a El Caballero Oscuro, el seno originario pretende resolver el terror del futuro. Necesitamos saber que alguien volvió al hogar.

(Este blog cerrará dos semanas para permitir que su autor recupere sus fuerzas soñando con mundos leves donde los colibrís llenan los rincones de selvas infinitas)

viernes, 11 de julio de 2014

Los afueras de Antígona





Es difícil que a quien le guste la filosofía no se vea confrontado muchas veces con la Antígona de Sófocles. George Steiner en su Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, se pregunta por qué seguimos volviendo a los mitos griegos, por qué la historia occidental ha producido después tan pocos mitos universales (sólo admite cuatro mitos posteriores: Fausto, Hamlet, Don Juan y Don Quijote). Steiner se responde, cercano aquí a Heidegger y al romanticismo alemán, diciendo que "Ningún cuerpo de mitos después de los griegos fue tan inherente a la urdimbre y a los caracteres sintácticos del lenguaje. Ninguna fábula después de Grecia, ni siquiera la de Fausto, posee este orden de lógica genética, es decir, ninguna otra tiene parentesco tan estrecho con los modos del discurso en que los mitos son narrados y transmitidos". Viene a decir Steiner que, al provenir de una larga tradición oral, se une en ellos la forma del lenguaje y la forma de la fábula.

Y, dejando al lado ese eurocentrismo tan alemán, Steiner tiene razón. Los tiempos verbales y los casos se acomodan a las formas conversacionales primigenias en las que fueron posibles las historias que transmitían el saber del clan de generación en generación. Desde luego lo tiene en Antígona, un mito que parece haber sido escrito en vocativo, lleno de interpelaciones: a y desde el poder. Hace unas semanas hablaba de la interrupción como acto de habla que llena Antígona. Hace casi cinco años, en una entrada de este blog, comentaba que Antígona es una obra sobre el grito, como si estuviera en los límites del lenguaje. En todo caso, es una obra en la que el lenguaje conecta con la vida. Es una obra (también) sobre los actos de habla, sobre cómo al estar en el lenguaje encontramos y perdemos un sitio en el mundo. 

Hegel ha determinado casi todas las interpretaciones posteriores de Antígona. En la Fenomenología considera que es un enfrentamiento entre la ley de la familia y la ley del Estado. Más tarde se traducirá, siguiendo la influencia del antropólogo Lewis Morgan (que tanto influyó sobre Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado) como una confrontación entre el matriarcado que atardece y el patriarcado que asoma. Una corriente de feminismo seguirá esta línea leyendo Antígona como el enfrentamiento de la ley del cuidado contra la ley de la violencia del poder. Lo femenino y la familia contra lo patriarcal y la política. 

Judit Butler se ha revelado en Antigone's Claim contra esta lectura que mantiene la dicotomía de lo femenino en la esfera de lo intimo y lo doméstico frente al espacio público. Todas estas interpretaciones terminan devaluando la demanda de Antígona, llevándola al terreno de lo pre-político. Pero la figura de Antígona está en otro lugar. Me llevaría demasiado espacio explicar con claridad la interpretación de Butler, pero se resume en que ella ve que Antígona ha renunciado y se sitúa más allá de la ley de la familia. Se distancia de su hermana, de su prometido, y de toda función identificable con el matriarcado. En su lamento final deja claro que su discurso es político: "Pues nunca, ni aunque hubiera sido madre de hijos, ni aunque mi esposo muerto se estuviera corrompiendo, hubiera tomado sobre mí esta tarea en contra de la voluntad de los ciudadanos. ¿En virtud de qué principio hablo así? Si un esposo se muere otro podría tener, y un hijo de otro hombre si hubiera perdido uno, pero cuando el padre y la madre están ocultos en el Hades no podría jamás nacer un hermano".  Antígona se eleva en portavoz de quienes no pueden ser reproducidos, de los muertos que merecen ser llorados, de la memoria que ha sido prohibida. Para ello no le importa renunciar a su estatus de mujer o, como dirá, de híbrido entre lo vivo y lo muerto, entre el futuro y la memoria.

La interpelación (muchas veces en la forma de interrupción) es el acto de habla que recorre Antígona. La interpelación, sostenía Althuser, es la forma en la que la ideología se reproduce convirtiéndonos en sujetos. Su ejemplo es el policía llamándonos, "¡Eh, tú!, ante cuya palabra nos volvemos aludidos y culpables, convertidos en responsables. En parte sí. Pero no, no es la única ni la más importante de las formas de interpelación, hay otras formas con las que el sujeto irrumpe en el lenguaje y declara su lugar.




La interpelación es un modo y camino de subjetivación más extraño de lo que imaginamos. Adquiere la fuerza de un acto vocativo, que da nombre al otro y le hace reconocer lo que el otro se negaba a ver. 

En un artículo iluminador, que me ha sugerido Saray Ayala, de Rebecca Kukla, se analizan las formas en las que el lenguaje puede silenciar. En una posición de debilidad, como la de una trabajadora ante su jefe que hace un comentario sexista, la hablante es expulsada del lenguaje porque su situación le impide responder adecuadamente. Los actos de habla tienen condiciones sociales rituales y convencionales para que surtan efecto. No todo el mundo puede decir según qué palabras para que estas surtan efecto. Algunas son palabras de poder: "Estáis casados", "culpable", "suspenso", otras son de autoridad: "te perdono", "te lo prometo", "te quiero". Hay que estar en un lugar determinado en el mundo para que las palabras hagan cosas. Pero en la interpelación, a veces, la interpelante se sale de su lugar en el mundo y desde allí nombra al interpelado: "¡Eh, tú!, ¿quíén eres tú para instaurar estas leyes?". El precio de la interpelación de Antígona es salirse del topos que le había sido asignado por la sociedad. Desde fuera, ya no familia, ya no mujer, puede interpelar en nombre de los ciudadanos de Tebas descontentos y mirar a Creonte a los ojos. Su ley no es la ley de la sangre sino la ley de la voz, el lugar donde nace el lenguaje.  

domingo, 6 de julio de 2014

La sabiduría de Mersault





¿Dónde está la sabiduría que perdí en el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que perdí en la información? (T.S. Eliot)


He leído estos días de atrás La caída, donde Albert Camus narra la experiencia de un extraño juez que descubre su vida empantanada en una ciénaga de sinsentido y reacciona pasando de la superficialidad y el egoísmo al cinismo y el resentimiento. Estos días, también, he escuchado una conferencia de Pascal Engel sobre el conocimiento en la literatura. Defiende Engel la idea de que la literatura posee y transmite conocimiento. Un conocimiento, añade, que es en parte "conocimiento-que", conocimiento teórico, (sobre personajes-tipo) pero que se realiza como "conocimiento-cómo", conocimiento práctico. Una historia literaria sería un "modo de presentación", algo que se presenta como lo hace una experiencia, que no podemos entender sólo teóricamente, pero que contiene más que puro sentimiento. 

Recordé El extranjero, que tantas veces leí en la adolescencia, en donde aprendí no solo el conocimiento teórico de la historia de Mersault, un personaje que acaba en la cárcel por matar a un africano, sino también tuve la experiencia de "ésto es el absurdo",  una experiencia que no se adquiere como enseñanza de las obras de teoría existencialista y que demanda historias contadas con sabiduría. Me pregunté qué había aprendido ahora, al leer la historia del juez cínico contra el trasfondo de una pregunta sobre el conocimiento en literatura. Como en otras experiencias de la vida, tardaré en saber responder a esta pregunta. 

La sabiduría que nos da la literatura no es inmediata, no se produce en el acto de lectura, necesita una elaboración encarnada. La literatura, la poesía, el teatro, pero también el cine, las series de televisión, las novelas gráficas, .., tardan en depositar su conocimiento. Lo hacen cuando logran transformarnos, cuando dejan de ser un modo de presentación para convertirse en parte de nuestro carácter. El lector que aprende es el que se deja metamorfosear por las historias que la leído o visto, por los enigmáticos textos del poema o las sugestiones de la imagen. El arte tarda en hacer su trabajo. 

Como toda experiencia, necesita elaboración, ser rumiada y re-presentada, releída, revisitada. Por eso necesitamos también críticos que nos ayuden a hacer explícito lo que la obra ha hecho con nuestra vida (y también nos animen a dejarnos alterar por aquellas que aún no hemos leído). Quizá necesitemos también filósofos que den nombre a esa experiencia y nos digan "eso es el absurdo". Al final, el autor, la obra, las lecturas inteligentes y nuestro cuerpo conspiran juntos para modificar nuestra existencia. 

Se equivocan quienes adoptan una actitud intuicionista, de pura simpatía preverbal, ante el arte. Importan los sentimiento y la conmoción que nos causan las imágenes, los poemas, las historias. Pero aún no son experiencias. Son puras reverberaciones del mundo. Se equivocan también los cognitivistas que afirman que las obras de ficción simplemente "nos hacen creer" que estamos en un mundo aparte. El lugar de la otredad aún no es experiencia. Puede ser información o conocimiento sin llegar a ser sabiduría. Necesitamos hacer de la lectura metabolismo.

Esta compleja química explica las malas relaciones que desde Platón tienen los filósofos con el arte y la literatura. Algunos expulsan de su obra y vida la experiencia y otros pretenden que su obra es ya literatura. No es difícil encontrar a algunos filósofos cuyo trabajo especializado es claro, profundo, sofisticado pero que son incapaces de encontrarse con obras que no sean bestsellers o blockbusters, comida rápida para un espíritu distraído. Son incapaces de experiencia. No es tampoco difícil encontrar filósofos que confunden su escritura con la del artista y nos ofrecen enigmas, retruécanos, escritura que deslumbra sin alumbrarnos. Y cuando, ocasionalmente, se internan en la literatura se les ven rápidamente las entretelas y cosidos de una obra incapaz de hacer nada con nadie. 

La literatura es como la ciencia, la historia y la vida cotidiana, una fuente de experiencia para el filósofo y para cualquier persona. Es y debe ser también una fuente de conocimiento necesaria en el aula y en la escritura. Pero antes es necesario también dejarse alterar y saberse alterado por la obra. 

A veces se preguntan los filósofos por qué su trabajo se vuelve irrelevante en la sociedad. Algunos reaccionan con orgullo acusando al poder por cercenar la crítica y a sus profetas. Hay algo de cierto en la acusación, pero no hay que devaluar tanto la inteligencia del poder. Hay también una convicción de que la filosofía no consigue la capacidad transformadora que logra el arte, porque es incapaz de encarnarse. Quizá porque los filósofos deben aún aprender a leer por más que sepan escribir.