domingo, 27 de noviembre de 2016

Canciones de experiencia



Experiencia y compromiso son modos de vivir que se implican: se sostienen o caen juntos. La canción de la experiencia es para el filósofo John Dewey la canción de la vida humana. El modo particular en que los humanos habitamos el mundo. Es, también, sostiene, la medida por la que pesamos el valor de una filosofía: si no contribuye a enriquecer la experiencia no es más que palabrería.

En su imprescindible obra Experiencia y naturaleza, da cuenta de dos continuidades en las que vivimos: por un lado, la naturaleza. El flujo causal es continuo*, la naturaleza no es sino un río continuo de causas y efectos, una dinámica indiferenciada de materia y energía. Por otro lado, la conciencia: con William James, John Dewey insiste en que nuestra vida mental es también un flujo continuo sin relato ni distinciones, un reflejo de las conexiones neuronales que suceden sin pausa mientras el cerebro vive.


Las distinciones entran en el universo con la vida. Para un ser vivo, para un animal,  llegar a la vida y abandonarla son dos hechos relevantes no dos puntos indiferenciados del discurrir de los cambios químicos. Son cortaduras en el flujo causal que definen el intervalo singular que es una vida.  Para un ser vivo, y especialmente para un organismo animal, el momento de su llegada a la vida y el momento de su abandono son elementos definitorios de su existencia. Son momentos, diríamos si hubiese surgido la semántica, significativos. En el crecimiento y desarrollo del animal otros momentos indicarán la senda de su existencia. En los seres humanos, como animales, la historia natural del cuerpo se organiza como una historia especificada por los  momentos centrales de desarrollo, y junto a ella, la historia natural de su conciencia. Para una persona consciente, inmersa ya en el entorno de otras personas conscientes, la historia natural se parte en  puntos significativos, se organiza en sucesos: imágenes, palabras, situaciones, sueños, dolores, emociones. En su maduración psicológica, la mezcla indiferenciada de sucesos se irá partiendo en situaciones, caras y objetos, emociones y dolores, en planes y recuerdos, en un relato continuo, más tarde, que dará lugar a la identidad biográfica.



Corrientes continuas: la del cuerpo metabolizando sustancias e intercambiando movimientos, materia y energía con el entorno inmediato; la de la mente, negociando con otros, interminablemente, las descripciones de la situación y las reacciones adecuadas. La vida humana irá partiendo el mundo, dice Dewey, en dos grandes clases de momentos: medios y fines. Pues con la vida y la mente entran en la historia natural esos momentos que son fines de algo: de intenciones, de planes, de su cumplimiento y todos los pasos intermedios que culminan en ellos. Es entonces cuando llega la experiencia: el estar en el mundo bajo las condiciones de cumplimiento o de fracaso, de ensayo y error. Dos clases de experiencia: la experiencia desnuda de hacer y lograr o de no hacer, o de sufrir y gozar; y la experiencia elaborada que se constituye en relato de aprendizaje las contingencias de la vida.

La experiencia existe sólo porque los cuerpos y las mentes se implican en el mundo, porque las personas viven su historia como historia, como algo más que una acumulación de medios y fines, de sucesos y ocurrencias. Como una trama de deseos, planes y fracasos, de decisiones trágicas y de arrepentimientos y vergüenzas.

Querría haber titulado esta entrada con la unión de dos palabras ya pasadas de moda: “teoría” y “praxis”. Porque de eso se trata cuando hablamos de experiencia. De la teoría y la praxis, de la forma de implicarse en la realidad que va más allá del mero padecer la existencia y de las maneras de estar que tienen que ver con la gravedad y la gracia: con la tensión entre las fuerzas del poder y las capacidades de resistencia. La teoría, que no es sino un atlas de mapas del tiempo, proyectos y valores, estrategias y habilidades para resolver problemas. La praxis, que Aristóteles distinguía de la tejné y del logos, no  habilidad ni habitus, tampoco  representación. Es implicación en la realidad bajo la sombra de una identidad práctica: personal, colectiva. La praxis es lo que hacemos cuando nos unimos para cambiar las cosas, para convertir los impulsos, indignaciones o sueños en decisiones de acción sometidas a la evaluación continua de esas fronteras de ser que llamamos “valores”.

Ya no se usan palabras como "praxis" y "compromiso", ahora se habla más bien de "activismo", y de "activistas" para referirse a quienes lo practican. No voy a intentar resucitar usos perdidos pero sí a reivindicar la idea de que la teoría, la praxis, el compromiso y la implicación en la realidad están al servicio de esa forma de estar en el mundo que Dewey llamaba "experiencia". Quería reivindicar a Dewey, un filósofo que a su vez trató de reivindicar a Hegel y en parte a Marx en un proyecto de democracia radical basado en la experiencia. La idea de experiencia nos remite al aprendizaje guiado por las expectativas, al estar abierto a la necesidad de deliberar sobre los errores, a comprender la parte de la historia natural que significa vivir en democracia como si fuese un continuo experimento con nosotros mismos.

En el trasfondo está el viejo ideal de los románticos alemanes de que hay que organizar nuestra vida personal y colectiva como un proceso de "formación", de educación basada en la sensibilidad a las demandas de la realidad porque sólo esas demandas producen algo valioso o, para usar sus palabras tal vez demasiado épicas y cósmicas, "universal".  Quería que esta entrada tuviese un tono abiertamente metafísico y distante de los hechos del presente, pero estoy pensando en ellos, en particular en todas aquellas actitudes que no permiten aprender ni hacer de la historia experiencia, como si no fuese más que un escenario de lucha agónica entre fuerzas (que no sujetos) ciegas. Aprender, cambiar, transformarse, es lo que distingue la praxis y el compromiso del puro activismo. 








* Ahora diríamos, más informados, que sin más cortaduras que las discontinuidades cuánticas por debajo de la constante de Plank, pero esto es marginal al argumento de Dewey

** William Blake, uno de los románticos adelantados ingleses publico Canciones de inocencia y experiencia  para reivindicar la sensibilidad, que a él mismo le llevó a ser uno de los primeros en denunciar los aspectos oscuros de la revolución industrial que estaba comenzando en el Reino Unido

domingo, 20 de noviembre de 2016

Desahucios de la palabra





Entre la palabra y la acción, entre el lenguaje y el poder, hay grietas donde ocurren los malentendidos, la ininteligibilidad y la exclusión. En estas brechas las palabras desvelan la posición de los hablantes, más allá del discurso, en elconjunto de posiciones y relaciones que llamamos sociedad.

Pienso en estas fisuras mientras preparo una clase de máster sobre el concepto dramático de la acción, tomando como referencia la obra Oleanna de David Mamet que estrenó en 1992. Era la época de las llamadas Guerras de la Cultura en Estados Unidos. Se reaccionaba en los medios de comunicación contra la extensión de lo que se llamó lenguaje "políticamente correcto", así como contra la "invasión" de estudios feministas, queer, étnicos, y, en general, culturales en los espacios académicos (muchos periodistas y algunos escritores comenzaron entonces a expresarse en una "prosa cipotuda"  en expresión de Iñigo Lomana, un estilo que por similares razones están desarrollando ahora varios escritores españoles, Arturo Pérez Reverte a la cabeza: es el uso y abuso de expresiones soeces que pretenden protestar contra la corrección política en el lenguaje).Dejo para otra entrada la explicación del drama. Es, entre otras cosas, un drama sobre el poder y el lenguaje, sobre la exclusión del discurso y sobre un tipo de actos de habla que llamamos interpelaciones.

Una modalidad aplicada de la pragmática, la pragmática política, se ocupa de cómo los actos de habla hacen visible el poder tras el lenguaje. La pragmática pura es la parte de la lingüistica y filosofía del lenguaje que se ocupa de los actos de habla, del uso del lenguaje. La pragmática cultural, por  su parte, se ocupa de la etnografia de los contextos de uso, y la pragmática política de los estatus de autoridad y poder que tienen los hablantes. Un acto de habla  pone en práctica un plan del hablante para lograr que sus palabras le permitan conseguir algo a través de su expresión. Así, afirmar, preguntar, prometer, ordenar, perdonar, aprobar a un alumno, firmar una hipoteca o una condena a muerte ... son actos de habla. Que el acto tenga éxito o no depende de las condiciones  que estudia la pragmática. En el caso de la pragmática política, se trata de analizar las posiciones de autoridad que tienen los hablantes para realizar tales actos de habla. Por ejemplo, decir "te perdono" es un acto que sólo tiene éxito si quien lo profiere es la víctima de un daño intencionado.

La pragmática política estudia cómo los actos de habla desvelan las posiciones de autoridad y poder que los hablantes tienen en el espacio social donde se produce el discurso. Los fallos en los actos de habla muestran entonces cómo hablantes u oyentes o bien no tienen la acreditación de autoridad que pretenden o no cumplen los compromisos implícitos en sus actos. Entonces, la autoridad se degrada y se convierte en puro poder o dominio.  A veces el poder se disfraza de autoridad y entonces, en el discurso, se generan malentendidos, imposibilidades de comprensión o exclusiones del significado. Por ejemplo, Catherine Mackinnon expresa con esta hermosas palabras cómo una víctima de abusos (sexuales o de otro tipo) puede ser excluida de una comunidad lingüística por el hecho de que la fisura que separa las palabras de los significados y los hechos se amplía y no es capaz de suturarse en los actos de habla: 
“Consideremos lo que eso (el abuso) hace a la relación de una persona con la expresión: con el lenguaje, el habla, el mundo del pensamiento y la comunicación. Te das cuenta de que el lenguaje no te pertenece, que no puedes usar lo que sabes, que conocimiento no es lo que adquieres de tu vida, que información no es algo que surja de tu experiencia. Te das cuenta de que pensar sobre lo que te ocurrió no cuenta como “pensar”,  aunque aparentemente lo haga. Te das cuenta de que tu realidad subsiste en algún lugar por debajo de lo socialmente real –totalmente expuesta pero invisible, gritando aunque inaudible, incesantemente pensada y sin embargo impensable, “expresión” que es inexpresable, más allá de las palabras. Te das cuenta que el habla no es lo que tú dices sino lo que tus abusadores te han hecho”
Una interpelación es un acto de habla muy particular. Implica, a diferencia de las preguntas (que muestran la penuria epistémica del hablante: preguntar es decir claramente que no se sabe algo), las interpelaciones ponen de manifiesto una suerte de vulnerabilidad ontológica de quien es interpelado. Así, el poder absoluto no es interpelable, pero los diputados hacen interpelaciones en el parlamento porque tienen derecho y poder para mostrar que el poder no es absoluto.  Lo interesante de las interpelaciones es que hacen que el interpelado recuerde y tenga que reflexionar. Es conocido el ejemplo de Althusser del policía que te dice por la calle "¡Eh, tú!". Esta interpelación apela a tu precaria situación de poder obligándote a hacer memoria por si acaso has cometido algún delito o pecado que no conoces. Althusser sostiene que las interpelaciones del poder son el origen de la subjetividad y, en definitiva, lo que produce los "sujetos" que componen y domina el estado.

Judith Butler, en uno de los textos fundacionales de la pragmática política, La vida psíquica del poder, discute con razón lo autoritario y mecánico de la teoría althusseriana de la interpelación: el sujeto interpelado, afirma ella, debe tener ya una subjetividad capaz de resistir a la pregunta o examinar su memoria. Para Butler, la interpelación es parte de un juego continuo en el que unos a otros nos constituimos como sujetos apelando a los estados del otro. Es un mecanismo básico de producción de la subjetividad desde la intersubjetividad. Constituir una comunidad es algo que generamos a través de interpelaciones en las que nos vemos reflejados en los ojos de los otros.

La interpelación puede que tampoco funcione cuando el otro es excluido de la comunidad de habla; cuando no es tratado como sujeto digno de tener la palabra y de expresarse. El caso que narra Mackinnon es muy claro. Las interrogaciones a las víctimas son muchas veces interpelaciones fracasadas. Las interpelaciones retóricas de muchos discursos políticos son falsas interpelaciones: el otro es tratado como inútil incapaz de dar justificaciones de sus actos. Se trata al otro como instrumento de una estrategia en donde los actos de habla son oblicuos. No pasan por la producción de subjetividad, tan solo intentan o consiguen producir terror o ira.

La interpelación fracasa también cuando el oyente no se siente interpelado. Sentirse como tal es tomar al otro en serio: saber que su pregunta cuestiona nuestro estatus. Sentirse interpelados por el otro es reconocer nuestra vulnerabilidad ontológica como seres que están enredados en tejidos de poder y que necesitan saberse en las palabras de otros. Es reconocer la autoridad hermenéutica del otro como alguien que pone en cuestión nuestra conciencia. Y del mismo modo, interpelar es reconocer la libertad de la subjetividad ajena, la competencia para hacer y decir, saberle dueño de su agencia y no simple instrumento para los propios fines.

Un perceptivo análisis de Cristina Peralta del cuadro de Artemisia Gentileschi y del poema de Shekespeare sobre La violación de Lucrecia, y este poema de Estefanía Rodero, me llevan a las fracturas del lenguaje que producen los deshaucios del discurso, cuando el otro, la otra, son malentendidos sistemáticamente y se les pregunta retóricamente, como el torturador a la víctima, como el policía que sólo pregunta lo que sabe; como la mayéutica socrática que sitúa al otro en un espacio de ceguera en el que el hablante sabe que el otro no sabe lo que sabe; como tantas interacciones que la pragmática política nos permite adivinar y aclarar sobre cuándo el poder invade el discurso produciendo distorsiones semánticas y hermenéuticas.




El lenguaje es sutil. Desvela las tramas de poder de un modo que a veces las acciones no consiguen mostrar. La prosa cipotuda que abjura de lo políticamente correcto, abjura también de lo éticamente correcto. Sabe, y sabe que sabe, que comete injusticias semánticas y hermenéuticas. Lo sabe y por eso lo hace. Pero al tiempo transparenta las posiciones de poder y las actitudes autoritarias. Por más que luego se declare arte o estrategia política.

PD: para quienes le interese el tema, los trabajos de Judith Butler, ya citados, los de Miranda Fricker, de Sally Hasslanger o de Saray Ayala son ejemplos de pragmática política. Quizás no sea casual que sean todas autoras.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Pluralismo radical




Volver a los orígenes, me digo. ¿Cómo pensar la transformación del mundo bajo las condiciones de un capitalismo mucho más dinámico que sus críticos? Desgraciadamente, las formas burocráticas han mostrado la misma capacidad adaptativa que el capitalismo que dicen combatir o suavizar y se han convertido en un simbionte que sobrevive en los márgenes del sistema realimentándose de la resistencia sin ser capaz de generar otra cosa que una vago sueño de "otra cosa", como si el socialismo fuese una fase siguiente a la del capitalismo; como si los deseos de cambio se hubiesen instalado en un eterno "mientras tanto". Claude Lefort recuerda el Prefacio a la segunda edición de sus Elementos de una crítica de la burocracia los momentos en los que se fue distanciando del marxismo realmente existente a finales de los años cincuenta: "Me parecía que Marx había desconocido la desvinculación de lo político de lo económico, de lo jurídico, de lo científico, de lo estético, el sentido de la libre diferenciación de los modos de existencia, de los modos de hacer, de los modos de conocimiento, del despliegue y del conflicto de las opiniones, el sentido de la distinción entre lo público y lo privado, el sentido de la afirmación de los individuos y de la creatividad individual en relación con las formas de autoridad supuestamente detentadoras del poder social". En definitiva, decía, aunque la crítica de Marx al capitalismo sigue siendo pertinente, su error fue confundir la democracia con un régimen y con un conjunto de instituciones determinadas históricamente.

La democracia no es un régimen de instituciones que se usan instrumentalmente y se superan en la calle cuando no se ven productivas. La democracia es una forma de vivir y organizarse en todos los niveles de la existencia, una suerte de dramaturgia real que, al tiempo que representa, trata los conflictos que son inherentes a la vida en común sin agruparlos bajo la bandera de un futuro lejano donde serán superados. Porque el conflicto es la regla que impulsa la transformación del mundo y también el medio en el que se realiza.

Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que la esperanza y deseos de cambio de la gente se desenvuelve de formas diferentes casi siempre en conflicto entre sí y bajo modos de opacidad y desconocimiento de la propia sociedad que los origina. ¿Cómo explicarles a los bienintencionados militantes que su progresismo público escondía modos patriarcales absolutos de organizar la vida? Quizás Gil de Biedma, expulsado del PCE (porque, decían los dirigentes, los homosexuales son más vulnerables a chantajes) pudiera explicar algo sobre cegueras y metacegueras. El conflicto se extiende y forma parte de nuestra trama de la vida porque nuestras esperanzas son distintas y se abren camino en direcciones diferentes: los deseos de identidad de los pueblos; la aspiración a un mundo sin patriarcalismo; la necesidad de sobrevivir a nuestra civilización; el sueño de una vida cotidiana no colonizada por la bulimia de consumo; la lucha por no hablar la lengua del amo y saberse, sin embargo, habitantes de esa lengua. Cada momento de cambio en la sociedad viene precedido de los mismos gritos: "nos estáis dejando fuera"; "no nos representáis"; "nosotr@s también somos".

Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que la idea de que los movimientos sociales confluyen y convergen en una misma calle de dirección única no sólo es utópica sino profundamente autoritaria. Se instala el autoritarismo en la oculta presuposición de que todo vale mientras sirva instrumentalmente, aunque solo sea para unos cuantos votos más. No: el conflicto ha de admitirse como origen dramático de ese invento que llamamos democracia y que no es sino el modo de situarse en el conflicto sin reordenarlo y resignificarlo desde las cúspides burocráticas.

Radicales libres: la mejor parte de la humanidad que conozco está formada por radicales libres. Gente radical que transforma su vida cotidiana y quiere transformar el mundo pero no quiere dejar de sentirse libre. Gente que no confunde la lealtad con la obediencia, ni las afiliaciones con sumisiones. Gente que se instala en el conflicto como modo de cambiar su condición. Que aprende cada día de las lecciones que les dan las otras y los otros sobre las propias cegueras. Que se sabe contradictoria en sus aspiraciones y que por ello no circula por el mundo con una carta de moralidades. Gente que sabe que las revoluciones se viven en la vida diaria, no se sueñan para mañana. Gente que sabe que el mundo se cose y se descose en la vida cotidiana, que aceptan el amor y el conflicto con la misma tranquilidad que se acepta la vida y la muerte.

Todo esto ya está inventado desde hace más de dos mil años. Protágoras y su afines del partido demócrata ateniense sabían ya que las personas no necesitan que nadie les eduque en la democracia. Que se ejerce sola solamente con dejar que la gente se exprese libremente y que organice su existencia según un principio básico: la experiencia es la medida de todas las cosas, de las que han sido y de las que serán, de las contingentes y de las necesarias. Lo sabían todos los disidentes de la historia contra la tentación autoritaria.

Porque la esencia del capitalismo es la organización autoritaria de la existencia. No importa a qué forma de capital se subordine: económico, político, social, cultural, simbólico. Supuestos liberalismos que esconden un profundo autoritarismo y supuestos movimientos emancipatorios que esconden una organización burocrática autoritaria. Las formas de resistencia no pueden dejar la esperanza para mañana: instalarse en la radicalidad implica que los modos de asociarnos sean ya un modo de transformar la vida cotidiana, de aceptar el conflicto, de federar desesperanzas que no se encuentran entre sí.

La forma democrática nace de saberse bajo la condición de opacidad y de auto-inconsistencia, de aceptar el conflicto como el científico acepta el experimento, arriesgándose al fracaso para aprender de él. La forma democrática, sostenía Dewey es una forma en la que la sociedad experimenta consigo misma para desvelar las cegueras y metacegueras propias. Solo así, al final de una vida, podremos decir: yo viví la revolución.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Los déficits simbólicos



Al final, ni el estado laico ni la izquierda tradicional han sabido o logrado manejar bien la dimensión simbólica de la esfera pública y, con ella, el espacio donde se generan los significados y sentidos de la vida.  Ciertamente, los ateos producen (producimos) nuestro propio universo referencial, y probablemente no es menos rico que el de las religiones. Pero también es cierto que la fracción de la población que se siente o declara atea es muy pequeña, según informan las estadísticas. Y, además, el ateísmo es un modo de vida que se vive en solitario, a veces muy en solitario, por lo que no produce los efectos movilizadores de comunidad que consiguen las prácticas religiosas o parareligiosas. La gran mayoría deja discurrir su vida entre el descreimiento no deliberado o la práctica ritual.

He conversado esta última semana varias e intensas veces con Elio Masferrer Kan, un antropólogo de las religiones argentino-mexicano que ha estudiado las prácticas religiosas a lo largo y ancho de Iberoamérica. Ahora estudia con minuciosidad de investigador de campo los cambios que están ocurriendo en las religiosidades cristianas con la extensión de las iglesias evangelistas y las dificultades de reacción que tiene la Iglesia Católica. El trabajo de campo, cuando se hace con la distancia (respetuosa) que él  tiene, introduciéndose en las comunidades y ritos que están muy lejos de su visión del mundo, me resulta intrigante, admirable y me hace envidiar este modo de investigación tan alejada del análisis conceptual al que me dedico. El caso es que, mientras me iba informando de las derivas de la teología de la liberación entre las comunidades campesinas, de los modos de trabajo del Opus Dei, o de las larguísimas sesiones evangelistas, hemos hablado mucho del mundo simbólico, que incluye la religiosidad pero abarca también todos los sistemas simbólicos que sostienen la vida común.

Me preocupa la cuestión de la religiosidad. La Iglesia Católica ha sido aquí, y en casi todos sitios, salvo en el efímero momento de la teología de la liberación, el intelectual orgánico real y efectivo de las formaciones sociales capitalistas del sur de Europa y de Iberoamérica. La izquierda tradicional, seguidora de un marxismo dogmático aprendido en las divulgaciones, nunca ha sabido entender ni contrarrestar este fenómeno (excluyo el anarquismo español, que acertó bastante en cómo manejarse en los imaginarios y mundos simbólicos de proletarios y campesinos).

Controversias como la de Ratzinger y Habermas equivocan mucho el núcleo central del problema, demasiado preocupados por las relaciones Iglesia-Estado y demasiado despreocupados de los imaginarios y la fuerza simbólica. La Iglesia Católica lo paga con esta invasión (irreversible) de los evangelistas y religiosidades afines, los estados laicos con las radicalizaciones violentas de jóvenes sin futuro que encuentran en los mensajes fundamentalistas lo que no les ofrece su entorno. Es importante el laicismo del estado en todos los dominios de las políticas públicas, especialmente las educativas, pero dejar intacto el dominio simbólico significa dejar el campo libre a la hegemonía de las iglesias como intelectuales orgánicos. Y en todo caso, estos discursos de fundamentos políticos de la res publica son tan abstractos y aburridos que duermen a las ovejas, por académicas e intelectuales que sean, cuanto más al resto de la vecindad. 

De poco sirve denigrar a los fieles (más o menos convencidos) como si fueran ciegos o idiotas si no se proponen, crean y generan espacios simbólicos ciudadanos donde sea posible desarrollar eso que los antropólogos llaman religiosidad, pero que podríamos considerar también actitudes estético-morales ante la vida. No se trata de crear religiones ateas, al modo de la revolución francesa o del estalinismo, sino todo lo contrario. Sustituir dioses por dioses (la Historia, la Revolución, la Nación, o lo que sea) no es sino practicar lo que han hecho siempre las iglesias y religiones: generar violencia simbólica con iconoclasias y ortodoxias.

Sigue pendiente la creación de un espacio común simbólico que el arte contemporáneo tampoco ha sabido o logrado crear. Demasiado preocupados por sus campos de prácticas, por sus vanguardias y transformaciones formales, o simplemente por las cotizaciones de sus obras, artistas y literatos raramente han contribuido a crear o fortalecer las tramas simbólicas que tejen las comunidades. En ciertos momentos y lugares, la música y su entorno asociado se han aproximado a esta construcción, aunque fuese en la forma de oleadas generacionales que se consumían al tiempo que triunfaban en los medios de masas.  En otros momentos han sido los movimientos nacionalistas los que también se han acercado a estas formas de religiosidad no eclesial, pero sus objetivos neorrománticos de aspiración a un estado han dado poco de si en la vida cotidiana.

El grupo de marxistas renovadores de Birmingham (Thompson, Hogart, Williams) se tomó muy en serio esta cuestión. Habían aprendido, como profesores de educación de adultos, la compleja cultura de la clase trabajadora inglesa. Raymond Williams teorizó la cultura como aquello que nos es común, como el territorio de los significados. Durante dos o tres décadas intentaron explorar la fuerza transformadora de la cultura atendiendo a facetas distintas de las expresiones culturales, especialmente al espacio simbólico que vehicula y construye la literatura.  Wagner había iniciado esta exploración en el post-romanticismo alemán, y Antonio Machado, y en cierto modo Unamuno, lo hicieron en el post-romanticismo modernista español. Por supuesto Antonio Gramsci, quien inspira mucho de lo que estoy escribiendo aquí.


Tomarse la cultura simbólica en serio implica adoptar dos actitudes que pudieran considerarse contradictorias: considerar que la cultura es lo común, lo que nos reproduce como sociedad y lo que nos mantiene unidos mediante lazos de comunidad y, al tiempo saber que la cultura es un espacio de conflicto. El espacio simbólico es conflictivo y se habita en él bajo condición hegemónica, subalterna, o de exclusión. Eso significa que la disputa por la hegemonía no puede poner en peligro el territorio común, sino que ha de transformarlo, ampliarlo, incluyendo voces y prácticas que pudieran considerarse contradictorias sin eliminarlas. Desvelar el carácter ideológico de ciertas prácticas y creencias, hacer crítica cultural no puede estar reñido con la capacidad de intuir y analizar que en toda práctica hay una contradicción latente entre elementos utópicos e intereses terrenales. Es en ese territorio intermedio, en el que está inmerso también el analista, sometido a las mismas contradicciones, donde se construye realmente el espacio simbólico común.