domingo, 28 de mayo de 2017

Estados de desgracia



La relación entre la aflicción y padecimientos humanos y la política es muy estrecha aunque este vínculo no sea claramente visible debido a la perversión ideológica que consiste en remitir el daño a la naturaleza de la vida. Las religiones suelen ser habituales soportes de esta naturalización del dolor al anclar en la condición humana de caída la inevitabilidad del sufrimiento: “parirás hijos con dolor y ganarás el pan con el sudor de tu frente”, como si el dolor del parto y el sudor del trabajo fuesen el paradigma del sufrimiento. Simone Weil, en un profundo escrito titulado La desgracia y el amor de Dios, establece una distinción que nos ayuda a salir de esta perversión, a pesar de que su texto fue redactado desde sus experiencias y convicciones religiosas. Es la distinción entre lo que llama “desgracia” y el “sufrimiento”. La desgracia, dice, es un estado de hundimiento que fractura la capacidad agente. El sufrimiento, por el contrario, es una forma de dolor o padecimiento al que se da sentido y que produce no solo un debilitamiento sino una ampliación de la agencia.

Ilustra Weil su distinción precisamente con el ejemplo bíblico: el dolor del parto que, nos aclara, en general, no deja huella en el alma. Más bien es una manifestación de vida y de amor a la vida. Es asumido como todo lo antitético de una desgracia. El estado de desgracia es distinto del dolor; es, primero de todo, un estado, algo producto de un daño. Es un modo de habitar el mundo en el que no se encuentra respuesta al padecimiento. En el estado de desgracia no se halla sentido y la persona que lo sufre se sumerge en la condición de víctima. Quizás haya desgracias que tengan orígenes naturales, pero la inmensa mayoría de las desgracias son debidas a causas sociales: la violencia, la tortura, el exilio, la pobreza, la exclusión y marginalidad, la opresión. Para la víctima en estado de desgracia, el simple hecho de pensar el futuro se vuelve casi imposible; el pasado se impone no como memoria sino como retorno inmisericorde. Lo peor de la desgracia, afirma Weil, es que la víctima sufre una quiebra en su alma. Puede que ni siquiera distinga las causas de los efectos, que se crea culpable en vez de víctima. La misma compasión y la capacidad de cuidado de los otros se deteriora. Si acaso encuentra algún consuelo, lo será en la visión del mal que otros comparten: “mal de muchos, consuelo de tontos” dice el refrán castellano. La desgracia es, definitivamente, la condición caída de la humanidad. Pero la desgracia, nos enseña Weil, no es un producto natural, es el estado en el que caemos por causas sociales.

A diferencia de la desgracia, el dolor, la enfermedad y la muerte son parte de la vida. La vida no es menos hermosa porque haya dolor y muerte, como el mar no deja de serlo porque sus olas produzcan naufragios. El dolor es un producto de nuestro cerebro, un necesario precio para evitar peligros, y la muerte es parte de la reproducción de la vida. Todo esto puede ser asumido sin caer en la desgracia que es un producto de lo que los filósofos morales llaman daño: un padecimiento que podría haber sido evitado y que no lo ha sido por causas de la violencia, el poder y el espíritu de dominio o de indiferencia al dolor de otros.

A las víctimas, las compadecemos, ocasionalmente las socorremos y las recordamos, pero, en esto coincido con Simone Weil, deseamos que salgan del estado de desgracia. El sufrimiento, afirma, ocurre no cuando deja de existir el padecimiento y la aflicción, sino cuando adquieren sentido. Se puede tener una enfermedad o haber sufrido violencias y torturas y sin embargo haber logrado superar el estado de desgracia cuando se da sentido a lo que ocurre. No estoy con Weil, de hecho no soy capaz de entenderlo, en que esa superación pueda darla la religión y el amor de Dios. Hay otras capacidades humanas que sí pueden darnos la superación de la desgracia y su conversión en sufrimiento.

A diferencia de lo que suele pensarse y escribirse, hay formas de reacciones afectivas calificadas como negativas que pueden realizar ese trabajo: hay formas de rencor y resentimiento que no fracturan la agencia, que no autoculpabilizan a la víctima, que no la alejan de su capacidad de compasión, cuidado y ayuda mutua. Hay modos de resentimiento que activan la lucidez para comprender las causas, para diferenciar lo que puede cambiarse y lo que no y, comprometerse en el cambio o aceptar el destino con lucidez y amor. Amor y resentimiento no están necesariamente separados. En sus formas activas están entrelazados y, de hecho, están en el fondo originario de la política, en su mejor acepción de modos de socialidad y comunidad que pretenden la transformación de las cosas.

En el origen de los estados, cuando la agencia humana se comenzó a distinguir de la imposición de los dioses, surgieron diversos géneros en donde la libertad se contraponía al poder. La tragedia griega fue uno de ellos, los libros sapienciales, alguno de los cuales se ha conservado en la Biblia, fueron otro de ellos. En esta literatura, espejo de los príncipes y los ciudadanos, se contrasta el poder de interpelación de los débiles contra la inmensidad del poder del estado o de los dioses. De todos ellos, Antígona, en la tradición griega, y el Libro de Job, en la semítica, son sin duda dos textos fundacionales de la filosofía política. El Libro de Job, quizás una réplica de libros similares sumerios, sapienciales, trata de un justo que cae en estado de desgracia por la apuesta de dos dioses: el más importante de todos, Yahvé, y un dios menor, Satán. Job no se arredra y no escucha a sus presuntos amigos que quieren convencerle de que la víctima lo será por algo merecido. Interpela a Yahvé, o Elohim o Eloaj, pidiéndole explicaciones por su decisión, con todo el rencor de quien no entiende por qué se le trata de esta forma. Y consigue que el mismo dios le responda, por mucho que lo haga con palabras amenazantes. Dios o el estado, aquí no importa: Job inaugura la agencia política en la nueva forma de la humanidad:

Estoy hastiado de mi vida
daré rienda suelta a mi pena
hablaré de mi amargura.
Diré a Eloaj: No me condenes
hazme saber por qué me encausas.
¿Acaso te beneficias de mi opresión
mientras desdeñas el fruto de tus manos y
fulguras en el consejo a los culpables?
¿Son tus ojos de carne?
¿Ves como ve un mortal?
Job 10, 1-4

La interpelación de Job al todopoderoso (dios o estado): "¿son tus ojos de carne?/¿ves como un mortal?" es la pregunta que nace desde el resentimiento de quien no entiende y desea comprender, de quien no se resigna a su estado de desgracia. 

En un hermoso ensayo, Suffering, politics and power, la filósofa Cynthia Halpern se plantea las diversas formas en las que se ha justificado el estado. Desde sus orígenes, la filosofía política se ha ocupado de los orígenes del estado. Orden, seguridad, justicia, libertad, etc., suelen ser conceptos con los que se elaboran los argumentos sobre los que se legitima su existencia. Halpern hace una relectura muy inteligente de Hobbes y de Nietzsche, dos autores muy maltratados por la tradición, fijándose en cómo la obra de aquellos funda la política en la negación del sufrimiento, en el sentido de desgracia del que habla Simone Weil. Los dos niegan la naturalización religiosa del sufrimiento. Ambos tienen una mirada lúcida y científica respecto al dolor. Hobbes por su visión moderna del cuerpo humano y de la mente como productora del dolor, Nietzsche, por su interés profundo en el estudio de la vida y de la psicología (él se consideraba psicólogo moral, más que otra cosa). Pero también ambos distinguen claramente entre el dolor y el daño, es decir, el sufrimiento evitable.

La línea anarquista de pensamiento siempre ha sido muy reacia a pensar sobre el estado o aceptarlo. “Anarquía es orden sin gobierno”, leemos muchas veces escrito en los muros de la ciudad. Tiene razón el anarquismo es su escepticismo y desconfianza del estado cuando se asienta sobre conceptos abstractos como orden, seguridad, justicia, libertad y se olvida de lo real y concreta que es la desgracia. Quienes caen en desgracia quedan excluidos de la ciudadanía. Son descartados, se convierten en seres obscenos (fuera de escena, en sus raíces etimológicas). Es entonces cuando el rencor y el resentimiento pueden convertirse en actitudes reactivas de carácter político que transformen la situación, que den sentido al padecimiento y que permitan la comprensión de lo que ocurre y la transformación de la desgracia en sufrimiento y resistencia. Cuando los estados se convierten en estados de desgracia, las políticas del resentimiento son las únicas posibles para recordar a la sociedad que la única justificación posible del estado es que evita el sufrimiento evitable de sus ciudadanos. Por eso el anarquismo renace una y otra vez de sus cenizas organizativas (casi siempre desorganizativas) como una voz disidente que recuerda a nuestras olvidadizas memorias que la única secularización que importa es la que niega la condición de caída de la humanidad, que lo único que justifica la política es la salida del estado de desgracia. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Producciones de intimidad





La intimidad no es aislamiento sino producción de relaciones en segunda persona: "tú a tú", "cara a cara", donde el otro cuenta como alguien cuyos estados internos importan por ser él o ella y y por ser los suyos. Así, Robinson Crusoe no tenía intimidad, y poco a poco la logró ir teniendo en la medida en que reconoció a Viernes como persona. La intimidad es lo que define los espacios cotidianos donde se desarrolla la vida diaria. Se opone a la pura soledad, a la disolución en la multitud impersonal de la institución, la plaza o el centro comercial.

La intimidad es siempre un producto histórico de los espacios sociales y de cómo se ordenan mediante intervenciones que a veces son materiales y a veces son normas y costumbres. Así, no existió el concepto ni el valor de la intimidad mientras todo era intimidad: si en la aldea no hay intimidad es porque todo es intimidad. Las relaciones de familia, las de amor y odio son siempre en segunda persona y definen la vida de la aldea. La ciudad es el espacio en el que la intimidad comienza a existir como modo de producción de vida cotidiana. Así, la casa burguesa del barroco comienza a construir espacios normativamente diferenciados: dónde recibir a los clientes, dónde recibir a los amigos, dónde residir con las personas amadas. Las puertas definen lo que pueden hacer los cuerpos al otro lado: comprar, comer, dormir o hacer el amor.

La producción del espacio es la más básica forma de orden social y el primer producto de los modos de producción, intercambio y reproducción. Es muy ilustrativo seguir la relación que existe entre el desarrollo del capitalismo y las formas de estructuración de la vida cotidiana. He aludido ya a la casa barroca del precapitalismo artesanal y comercial. Una ciudad como Amsterdam ejemplifica las heterogeneización del espacio para delimitar físicamente los modos de  relación entre los cuerpos. Los pintores holandeses de la Escuela de Delft levantaron acta de este primer movimiento de invención de la intimidad. Sus telas se llenan con espacios interiores que invitan o excluyen

En el capitalismo industrial los espacios de segunda persona, las esferas de intimidad, quedaron reservados a los espacios de propiedad. La fábrica, la mina, acumulan masas sin permitir la intimidad. El trabajo en la cadena de montaje es la organización impersonal de los cuerpos destinada a la pura producción de bienes. Sólo en la comercialización y la vida familiar, básicamente en la esfera del consumo, se permite el desarrollo de ciertas formas de relación interpersonal cara a cara.

A medida que se desenvuelven los modos contemporáneos de capitalismo las esferas de intimidad van sufriendo cambios en interacción con aquellos. La socióloga Eva Illouz ha estudiado cómo el lenguaje del amor y el desarrollo del consumo se producen y desenvuelven juntos. La idea de familia basada en el amor y los planes de vida se asocian a planes de consumo juntos: casa, viaje, diversiones, ... Es la intimidad fundada sobre la proyección material de la existencia. Las emociones que articulan la intimidad y el entorno material de las relaciones personales se constituyen mutuamente. Los rituales de amistad se forman sobre espacios y actos como la comida, que puede ser en casa, si la casa lo permite, o en espacios comunes. El propio consumo, en sus fases iniciales se articula también sobre una suerte de relación de cierta intimidad que es la clientela.

El abandono de la relación de vendedor-cliente en las modalidades de consumo contemporáneas es un signo de las nuevas formas económicas. Hablaba ayer con un amigo a quien habían despedido hace poco de su puesto de dependiente de un almacén de ropa en mi ciudad. "He tenido que abandonar el buscar trabajo en el ramo", me decía, "nadie quiere ya a un vendedor experto, solo a jóvenes expertas en doblar la ropa que dejan los clientes revuelta. No necesitan hablar con el cliente más que para indicarles donde encontrar algo". La desaparición lenta pero implacable de la librería basada en la relación directa con el vendedor es uno de los nuevos signos de la cultura que abandona la relación personal en el consumo. Ahora, las grandes franquicias o marcas tienen robots que recomiendan libros o artículos de consumo basándose en la proyección de los gustos personales que permiten los rastros de compra que ha hecho el cliente anteriormente.

Diversos autores han hablado de la "extimidad" como característica del mundo contemporáneo: la exposición permanente del yo en un espacio impersonal, público, sin hacer reservas de intimidad donde se desarrollen lazos afectivos. Es muy cierto. Pienso, por ejemplo, en las viejas formas de política: los partidos y sindicatos de los primeros tiempos se constituyeron sobre un modo particular de intimidad que se llamaba la "reunión". La reunión de la célula o del grupo, el lugar de encuentro semanal o mensual donde la identificación de las caras y la creación de lazos emocionales dotaba a la organización de una fuerza que nunca tendría la pura adscripción impersonal del votante. La conversión a formas reticulares (redes sociales) de las nuevas formas de política es paralela a la creación de franquicias en la economía de consumo. El seguidor solamente necesita acudir a la "app"  o a la red adecuada para ejercitar su compromiso político. Todo lo más, se le llamará a un acto impersonal donde no cuentan las relaciones cara a cara sino la coreografía de los lemas y gritos multitudinarios.

La homogeneización del espacio físico y social es el signo de las nuevas formas de economía. La empresa retira las puertas que delimitaban los despachos de los ejecutivos donde presuntamente se hablaban intimidades y secretos del la empresa. Nada hay ya secreto entre los cuerpos, sólo claves de acceso en ordenadores en una inmensa sala que disuelve las señales de estatus. El espacio urbano recuerda cada vez más a un inmenso centro comercial por donde circulan seres aislados que miran y eligen bienes sin crear el menor lazo afectivo entre los cuerpos. "Al calor de la barra de un bar" cantaba hace años Gabinete Caligari. Las barras se enfrían o desaparecen en las nuevas franquicias de ocio. Es paradójico, pero no extraño que el desarrollo del capitalismo destruya las condiciones sociales que lo hicieron posible.

La misma disolución de las formas tradicionales de familia, pareja o compromiso erótico de las que han hablado autores como Giddens o Bauman tiene que ver con las reorganizaciones socioeconómicas de la intimidad. No porque las emociones ya no cuenten, al contrario, el nuevo capitalismo es un capitalismo emocional: de producción industrial de "experiencias" y emociones, de "clientelización" afectiva. Solo que ya no se sostiene la economía sobre las esferas de intimidad, sino sobre los hábitos de extimidad.  El destejido de los lazos afectivos en los varios escenarios en los que discurre nuestra existencia es uno de los signos de destrucción de la vida cotidiana y su transformación en un sistema de signos vacío de estatus: todo se ordena a los indicadores de identidad de tribu o grupo cuando ya apenas tiene sentido la identidad de tribu o grupo.

No es pues extraño que las formas de resistencia contemporánea atiendan a la preservación o producción de intimidades: las ocupaciones de espacios vacíos para re-organizar zonas y espacios de vida en común, de ocio, creación, contacto. No es pues extraño que la autoridad siga y persiga sistemáticamente estos proyectos: deshauciándolos o, peor aún, comprándolos y transformado esos espacios en "continentes culturales" sometidos a las nuevas formas de franquicia cultural.

domingo, 14 de mayo de 2017

Gusto y clase (también social)




El gusto fue el recurso al que Kant recurrió para resolver un intrincado problema: el de cómo evaluar acciones u obras que, por ser producto de una actividad creadora e imaginativa, no estaban aún sometidas a normas universales como las que, según nuestro filósofo, rigen en el terreno de las razones teórica y práctica. Kant estaba pensando en el caso particular del arte, pero hay muchos otros campos en los que se presenta este problema y que tienen también (o más incluso) una significación para nuestro modo de pensar la realidad común. Uno de ellos es el de los signos materiales por los que las personas y grupos constituyen sus identidades sociales: la moda, el gesto, los hábitos de consumo, los temas de conversación, las elecciones léxicas,…, en fin, todo eso que Pierre Bourdieu ha calificado como capital cultural y simbólico, que se va formando a través de prácticas de “distinción”, es decir, de prácticas orientadas a señalar las fronteras del propio grupo. Fue una pena que Bourdieu y los teóricos marxistas de los estudios culturales (Raymond Williams &Co.) no se leyeran mutuamente porque se habrían enriquecido mucho con la perspectiva del otro. La cuestión que quiero plantear es cómo el gusto, que Kant pensaba como algo común a la humanidad, o al menos a una sociedad, sin embargo, en las sociedades fracturadas por las clases, se convierte en un instrumento de enorme potencial político al formar parte de las estrategias de formación de identidades colectivas.

Las nuevas ideas que aportaron Thompson, Hoggart, Williams, Hall, es que las clases sociales son hechos históricos que se constituyen a la vez económica y culturalmente. Decía Thompson que la clase obrera asistió a su propio nacimiento, en cuanto fue producto en parte de un proceso externo, causal, de situación de grandes estratos sociales en la posición económica del proletariado, y en parte por la constitución de señas de identidad propias relacionadas con las dinámicas culturales de las otras clases y estratos sociales. En este marco querría llamar la atención hacia algo que no es notado suficientemente, en particular por los teóricos y diseñadores de los medios de comunicación: que las identidades se construyen por un proceso dialéctico, que comienza en la negación del otro: “nosotros no somos como ellos” y que, en una compleja dinámica, acaba internalizando los estereotipos que los otros crean del propio grupo, en particular los denigratorios, de modo que el grupo subalterno acaba reconociéndose en los estereotipos que se han formado precisamente para situarle en posición subalterna.

En cuanto a la prácticas de distinción, que no son sino estrategias para definir y defender la posición de privilegio en el espacio social, son muchos los ejemplos de estos procesos y muchos de ellos son muy entretenidos de observar cuando se adopta una mirada un poco distante: la velocidad a la que se ha difundido, por ejemplo, la cultura del vino, la reciente adición de los jubilados por los smartphones, tablets y demás gadgets; el postureo literario  y musical de la joven clase ilustrada; la estridencia de las corbatas de los trajes de los conservadores; la adición a los vaqueros y camisas sport por parte de nuestros nuevos jóvenes políticos (quizás influidos por sus imaginarios de cómo viste la clase obrera), etc. Cada cual participamos de modos variados en este carnaval de tácticas simbólicas.

Lo que resulta más interesante, y que son dialécticas que circulan por debajo de las tácticas de distinción, es que las identidades de clase son en gran medida construidas por la mirada ajena. Aquí es donde opera el potencial político de las valoraciones de gusto. Pienso en una película muy generacional, Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) (he preguntado varias veces a los alumnos y casi nadie la ha visto. Trata de un chico trabajador, Toni Manero (John Travolta), que los sábados se convierte en el rey de la pista y trata de ligar con una chica de mayor educación que él, Stephanie Mangano (Karen Lynn). Es un conflicto entre ganar un concurso de baile y seguir siendo el manix de la pandilla o salir del barrio a buscar mejores horizontes de vida. Fue una película que contribuyó como pocas a crear el estereotipo del “hortera” como calificación de gusto del chico de barrio). “Travolta”, en mi generación, pasó a significar el ejemplo de mal gusto en el vestido, la gestualidad y las formas de consumo y presencia. No había nada inocente en aquella película, construida sobre la estructura dramática de una pareja en la que una de las partes, la chica, desea abandonar el barrio. El mensaje de “tú puedes, si quieres” fue un mensaje constante desde entonces.
No es difícil correlacionar la ola del neoliberalismo thatcheriano y reaganiano con irremisible asignación de mal gusto a los chicos y chica de clase baja en sus rituales de diversión e identidad. Lo interesante de la película es que los de abajo terminan definiéndose por ese mismo estigma. Se crea así un juego que puede ser de sumisión o, por el contrario, de resistencia: La construcción de lo de abajo es al tiempo elaboración de lo de arriba y a la inversa. Cada grupo asume la mirada del otro como calificativo y a veces se constituye en identificador: el hip hop y la estética del “hoodie” (el capuchón) no son reacciones ajenas a las acciones de producción mediática de marginalidad y alarma social por el supuesto peligro de ciertos barrios. Si construyes un estereotipo no es improbable que se convierta pronto en seña de orgullo del otro, y lo denigratorio pase a convertirse en juicio normativo de gusto.

El buen o mal gusto es algo muy cambiante y relativo. Es cierto que la voluntad ornamental de los chicos del barrio les llevaba (me refiero a aquella moda travoltiana) a cierta estridencia en los colores de la ropa, a tallas ajustadas y a solapas agrandadas, pero que esas elecciones sean de mal gusto es lo que está en cuestión. Una boda de la alta burguesía, para mi gusto, es un desfile horrísono de agresiones a la sensibilidad, precisamente por esa hipertrofia de la voluntad ornamental de la que acusan a las clases bajas, pero seguramente ello levantarán la nariz con displicencia ante mi facha y vestimenta. Cada elección de distinción produce una aportación a la construcción de la imagen del otro y, dialécticamente, a la construcción de la propia. Cuando uno lee, por ejemplo, los textos que acompañan a las descripciones de las mansiones burguesas de la revista Nuevo Estilo (que tiene ciertas pretensiones artísticas, para diferenciarse de El mueble o Casa y Jardín) o los relatos de atuendo en Vogue, uno encuentra una muy interesante estilística discursiva (a ver si un día encuentro un rato para parodiarla) que está ordenada a construir los muros tras los que se siente defendido el buen gusto y la “clase” de sus usuarios.

Simplemente estoy constatando, no criticando. Las producciones identitarias de estas maniobras sociales tienen mucho de divertido: la imposición del traje oscuro masculino en las empresas, algo que se parece mucho a la imposición del uniforme escolar en los colegios de pago, produce, como reacción, esas curiosas carreras para que la distinción se note por encima o por debajo de lo que parecería uniformante: el corte, el tejido, la textura, los zapatos, la corbata,…, todo ello recalifica la distinción en el marco de lo igual. En otros contextos, más alternativos e indies, la voluntad de “vestir a mi modo”, sin imitar ni seguir la moda, produce por el contrario una increíble uniformidad (hay algunos estudios antropológicos sobre esta homogeneidad sostenida sobre la voluntad de independencia individual).  Cuando uno llega a provincias y ve a la pequeña burguesía en el paseo dominical, es imposible no notar lo bien que visten, es decir, cómo han seguido sin renuencia los consejos del dependiente de la tienda de novedades. Otra uniformidad basada en la voluntad ornamental de “salir arreglado”. No solo Toni Manero y sus trajes horteras: la voluntad ornamental es uno de los componentes de las tácticas de distinción.


Lo que no tiene nada de divertido es la capacidad exclusionaria que tienen los juicios de buen o mal gusto. No se trata de normas de gusto sino de capacidad de consumo. Recuerdo hace años (ya bastantes), cuando aparecieron en las tiendas los vaqueros con descosidos y rotos, que me asombraba de lo carísimos que podrían llegar a ser unos pantalones que mi madre me hubiera tirado a la basura sin dudar. Pero era el precio lo que producía la clase. La clase, en su doble significado. La producción de identidades a través de los códigos de acceso. No pocas veces, las discusiones sobre calidad de tal o cual obra (literaria, plástica, musical, fílmica) dejan ver las entretelas de los deseos de abandonar el barrio. Las compañías que elegimos, marcadas por los juicios de gusto también a veces lo están marcadas por los sinuosos senderos por los que se constituyen las clases en sus trayectorias de dominación o subalternidad. 

domingo, 7 de mayo de 2017

La cultura material del aislamiento


Hacemos cosas para hacer mundos pero a veces las cosas deshacen nuestro mundo.  Creamos entornos buscando el bienestar y en esos entornos crece la semilla del aislamiento y la soledad. Elevamos hospitales  ultracientíficos que se convierten en nidos de bacterias resistentes en los que tememos tener que entrar a repararnos.  Llenamos la ciudad de cámaras para protegernos de los malos y nuestras ciudades dan realidad al Gran Hermano del 1984 de Orwell haciendo del espacio común un espacio vigilado. Es el Efecto Venganza de las cosas (The Things Bites Back. The Revenge of the Unintended Consequences) con las que construimos los entornos en los que vivimos y en los que somos. Algunos ejemplos son aleccionadores. Me voy a referir solo a alguno particularmente didáctico, pero mi propósito es general: señalar cómo la cultura no puede ser pensada de manera simple como un medio de crecimiento y perfección sino también, muchas veces, de destrucción y desarbolamiento de las naves de nuestros destinos.

El 1 de julio de 1979 Sony entregaba al mercado su Walkman, un artefacto que se vendió por cientos de millones y fue replicado en numerosas marcas, después transformado en el CD portátil, más tarde miniaturizado en los MP3 y últimamente abandonado en favor de los nuevos Smartphones multifunción. El nuevo aparato permitía un acceso generalizado, relativamente barato a la música. Permitía llevar encima, con poco peso (a diferencia del icónico "loro" de las culturas de la esquina de barrio) el equipo de alta fidelidad con el disco preferido. Por supuesto, fue una gran conquista de la industria de los gagdets que poblaron nuestra vida cotidiana. Pero también una parte no marginal de lo que podríamos llamar la construcción industrial del aislamiento. Esta clase artificial de aparatos, en conjunción con otras relacionadas, ha ido elevando ladrillo a ladrillo la base material de la cultura del individualismo y neoliberalismo en la que crecemos. Ésta es mi tesis: a veces pensamos las ideologías, como reza su nombre, como mecanismos intelectuales que se componen de ideas, cuando son realmente prácticas que se asientan en nuestros entornos de artefactos.

A nadie se le puede ocultar que el walkman y objetos similares no fue solamente un medio de reproducir música sino también un medio de producirla, es más, de transformar el lugar de la música en el conjunto de la cultura. Desde que la humanidad es humanidad, y posiblemente antes, la música ha sido uno de los principales productores de identidad. El ritmo, las armonías y melodías han sido generadores de sentimientos de pertenencia y filiación. No hay religiones sin músicas. Tampoco naciones ni estados. La música fue siempre la expresión de los sentimientos colectivos cuando se sentían como colectivos. La reunión de los cuerpos y la música se han acompañado siempre. De ahí la diversidad de las músicas: los himnos y las danzas, las canciones de trabajo y de cuna, la serenata y el carnaval. Algunos que llegamos a vivir en la sociedad rural que aún subsistía antes de la emigración masiva, oímos aún los cantos en las eras y los lavaderos. Alguna vez que hice de "mono", de ayudante en la construcción, me maravillaba la voz del jefe de cuadrilla comenzando una copla que era inmediatamente replicada por los paletas. Cuando John Ford, en Qué verde era mi valle, quiso dar cuenta de cómo el industrialismo iba a fracturar los lazos comunitarios, comenzó su película con un canto de los mineros entonado coralmente a la salida de la mina. En el Coro de los esclavos de Nabuco, Verdi puso música a las aspiraciones del pueblo italiano oprimido por el imperio del norte. Aún necesitamos volver a la Crónica sentimental de España, de Manuel Vázquez Montalbán si queremos rememorar o conocer qué fue la vida cotidiana bajo el franquismo.

La música produce efectos identitarios porque ocurre en entornos materiales que lo hacen posible. Abadías y catedrales se ordenaban en la simetría de coro y altar; la nobleza de corte, que había abandonado los muros de su predio, se reunía en los conciertos y bailes de salón;  las ciudades burguesas alrededor de los palacios de la ópera donde se construía su imaginario. Y el pueblo: no hay pueblo sin música, sin canciones colectivas que celebran sus momentos de vida y narra sus trabajos. La cultura de los esclavos: del espiritual al blues, del jazz al rock y al hip-hop; la cultura de los extrarradios de la España puritana: el flamenco que unía a gitanos con moriscos y judíos. El pueblo reutilizaba los entornos cotidianos como entornos rítmicos y melódicos. Campos, lavaderos, talleres o ventanas de corrala.

El origen ritual de la música y su entorno material se necesitan mutuamente: el rock fue hijo del concierto, de la radio y del disco. La música disco, lo dice su nombre, heredó del concierto la ritualidad del espacio de los cuerpos en proximidad. Fiebre del Sábado Noche (John Badman, 1977) narra la destrucción del barrio a través de la historia de un chulo de baile de fin de semana. Son curiosos pero poco casuales los efectos icónicos de la música en la cultura popular. Yo hice la mili en dos fases de ocho largos meses cada una: en la primera, 1979, el sargento chusquero nos interpelaba "oye tú, travolta, ¿dónde vas?", en 1983, mi segunda mili, el furriel ya había pillado el espíritu de la Transición: "¡eh!, pinkfloyd, ¡ven aquí!". Cada momento y espacio es habitado por un icono musical que es hijo de su trama material.

De ahí el walkman y otras muestras del mismo botón artefactual: el entorno técnico reproductor se ha convertido en productor de sonidos pero también en elemento que desteje los rituales de comunidad y afiliación. No me parece casual el declive del rock y el ascenso del walkman. Nuevas músicas para "sentirse bien", para el, " a mí me gusta, tío,...". No es casual tampoco la necesidad urgente de volver al concierto, a veces convertido ya en otra industria. Quizás sea injusto. Poco a poco se van perdiendo los signos musicales de identidad. A las "bandas musicales de mi vida" les suceden ahora las "playlists" donde se mezclan casi aleatoriamente géneros y tiempos. Las identidades en crisis tienen también sus músicas en disolución que acompañan a nuestro cuerpo, ahora solitario, encerrado entre dos cascos, empresario de sí mismo.

Remedios Zafra, con mucha perspicacia, en su ensayo Un cuarto propio (conectado) ha dado cuenta de las potencialidades de los nuevos entornos técnicos como son el ordenador, la red,... que permiten a la vez la soledad y la conexión. Estoy muy de acuerdo. Yo mismo soy un usuario habitual de las posibilidades que ofrecen las redes sociales y muchos de mis afectos se dispersan con las ondas electromagnéticas. Pero también es cierto que son remedos de comunidad y de rituales de pertenencia. Todo conspira en el entorno para convertir la atención en mercancía. Una atención a la pantalla que olvida al cuerpo vecino, que convierte los afectos en meras ocasiones de sms o de intercambio de selfies.

No es de extrañar, pues, que las formas de insumisión, los movimientos "occupy" vuelvan a los entornos físicos, a las estéticas de los sintecho y al calor de las asambleas sentados en el suelo, en su nostalgia del concierto y el canto coral colectivo. Cada entorno técnico tiene sus sombras, bajo las que discurren nuevas luces. La música y su base material es sólo un ejemplo de algo más extenso e invisible, que nos debería llevar a repensar de un modo nuevo lo que se llamaba materialismo histórico, que Marx comenzó pero dejó solamente esbozado y referido primordialmente a la economía, y que debereíamos extender a la cultura.