domingo, 26 de agosto de 2018

La erosión de las zonas grises y la economía de los afectos



Toda sociedad se construye sobre una economía de emociones que ligan a sus miembros. Desde la familia a las instituciones políticas y económicas pasando por las asociaciones de la vida cotidiana, los lazos que unen y separan están hechos de emociones que mueven los ánimos y convierten lo que no sería más que una manada animal en un complejo de posiciones y relaciones de poder y afecto. Una sociedad contiene igualmente una economía de conocimientos tanto teóricos como prácticos que permiten que esa sociedad se reproduzca como tal, que elabore planes de vida, se haga con los recursos de supervivencia y modifique el mundo para habitar en él.

Emociones y conocimientos se implican mutuamente en cada momento de la vida, cuando los grupos, las familias, las asociaciones e instituciones deliberan, discrepan, se enfrentan a los conflictos  diarios que promueve la existencia. Si los lazos de confianza nos anudan unos a otros y evitan que volvamos al estado de naturaleza, el desacuerdo y el conflicto son los motores que hacen de la sociedad un caleidoscopio en cambio continuo. Tomamos posiciones, adoptamos medidas, nos irritamos e indignamos, sentimos miedo o pánico al compás que nuestra mirada observa la realidad social caleidoscópica.

En esta continua dramaturgia diaria hay un mecanismo mental que nos hace fuertes en un cierto sentido y nos debilita en otro. Es el fenómeno de la polarización de grupo. Es un mecanismo que nos afecta a todos. Cuando hay un desacuerdo y ese desacuerdo es percibido en un grupo, en un breve intervalo de tiempo de deliberación el grupo se polariza alrededor de las dos opiniones en disputa. Una cena de navidad, una tertulia de sobremesa, un debate de comunidad de vecinos, una cuestión en la asociación o partido, los principios teóricos de un movimiento, una controversia en internet, un rato ante una tertulia televisiva,..., el fenómeno de la polarización de grupos está por todas partes y nos afecta a todos.

Los psicólogos sociales han estudiado este fenómeno desde los años sesenta del siglo pasado. Por sí mismo, como ocurre con todos nuestros mecanismos mentales y sociales, no es necesariamente ni bueno ni malo sino todo lo contrario. Se han propuesto al menos tres explicaciones para el mecanismo. La propia psicología social se polariza en la explicación, pero en realidad las tres son compatibles: la primera sostiene que una discusión de grupo es un filtro informativo, que hace que nos fijemos en aquellas informaciones que tienden a confirmar nuestras creencias, expectativas o visión del mundo, y que este filtro cognitivo explica la polarización. La segunda aplica lo que León Festinger llamó la teoría de la comparación social: estamos siempre evaluando y comparando nuestras acciones, decisiones y creencias, y esa adición a la evaluación comparada nos lleva a agruparnos rápidamente con quienes coinciden con nuestras decisiones. La tercera deriva de la teoría de la identidad social y defiende que necesitamos siempre sentirnos miembros de algo, que no tendría sentido nuestra vida sin lazos de identificación, da igual que sean ideológicos que deportivos o religiosos. La necesidad de sentirnos arropados con algún adjetivo promueve la polarización.

Desde que el mundo es mundo las sociedades han aprovechado este mecanismo para construir sociedades. El sargento instructor enseñará a los reclutas que su compañía es la mejor del batallón, que los otros son unos cagaos y que ellos son la sal de la tierra; el entrenador hará lo propio con los jugadores; ... el resultado es un grupo cohesionado que mira al otro con superioridad moral y afectiva. Esos lazos son centrales para que la sociedad se articule en unidades de acción y decisión. Esta es la fuerza de la polarización de grupos.

Aunque la primera vez que se estudió la polarización de grupo fue observando los consejos de administración de las empresas, la política y los movimientos sociales son el mayor espectáculo del mundo como ejercicios de polarización. Se han estudiado estos procesos en múltiples observaciones etnográficas: un grupo feminista en poco tiempo se polariza en posiciones controvertidas que generan una escalada de descalificaciones y tensiones que degradan la anterior sororidad. Un grupo de militancia por la igualdad genera particiones a una velocidad proporcional a las expectativas que tienen de triunfo o de fracaso (en ocasiones la percepción del posible triunfo acelera la división y en otras ocasiones lo hace el temor a la inevitable debacle).

El precio que paga la polarización de grupos es la pérdida en la economía del conocimiento que significa la erosión de las zonas grises. El concepto de zona gris lo empleó Primo Levi para paliar la posible superioridad moral que podrían sentir las víctimas supervivientes del lager, del campo de concentración, recordando las zonas grises donde las víctimas se convertían ocasionalmente en verdugos o simplemente en máquinas de supervivencia ajenas al dolor de los otros. La conciencia de la zona gris en la que habitamos socialmente es una conquista superior de la esfera pública. Una sociedad democrática es una sociedad que se sabe en conflicto, pero que también se sabe llena de zonas grises.

Así es como estamos hechos. Cada momento histórico y cada formación social nos presentan diversos paisajes de polarización. Es parte de nuestro castigo como humanos. Sin embargo, algo nuevo ha ocurrido con la aparición de la sociedad de la mediación digital y las redes sociales. En sociedades anteriores, digamos Grecia, era la palabra y la asamblea el espacio de polarización. Actores y sofistas enseñaban cómo jugar con las discrepancias y cómo manejarlas. En la sociedad de la palabra escrita nació el periodismo como profesión gestora de la economía de los afectos y la polarización de grupos. Nacieron los periódicos y las empresas ordenadas a la polarización y la formación de identidades sociales. La emergencia de la sociedad-red está modificando radicalmente esta historia en la que nos hemos educado.

MacLuhan lo había predicho: los medios nos transforman, crean un entorno al que nos adaptamos. Lo que ha ocurrido ahora es que la escala y la cantidad está produciendo una transformación cualitativa. Los usuarios de buscadores como Google, de plataformas como Amazon, Booking, TripAdvisor; de redes como FaceBook; Twitter, Instagram, y otras han crecido hasta producir cifras que asombran (en 2018, FaceBook tiene 2.167 millones de usuarios, WhatsApp 1.300 millones (por cierto, también pertenece a FaceBook). Estas cifras están produciendo una transformación cualitativa en las dinámicas de polarización. Lo interesante es saber cómo lo hacen. A diferencia de los medios tradicionales de la palabra hablada o escrita, la sociedad red funciona mediante complejos de procesos informacionales que llamamos incorrectamente "algoritmos". En realidad son una mezcla de dos grandes clases de procesos: unas inteligencias artificiales que generan datos organizados, y otras inteligencias artificiales de minería de datos, o "analytics" que generan micro-categorizaciones cada vez más adecuadas al usuario (lo que observamos en los anuncios que nos llegan o en los amigos de Facebook que podemos ver). Ciertamente, estos procesos están orientados al beneficio. Son sistemas de producción masiva de publicidad. Pero no son inteligencias artificiales neutras. Producen una polarización sistémica artificial, que no obedece ya a las reglas ni de la asamblea ni de la prensa, sino que se ha convertido en una variable independiente que explica mucho de lo que ocurre en la política y la sociedad en el mundo contemporáneo.

No sólo la polarización, también otros fenómenos de los que hablo de vez en cuando en este blog, pero la polarización sistémica inducida por los algoritmos es probablemente en fenómeno más peligroso. Como la teoría no es suficiente, desde hace algún tiempo dedico horas a la etnografía de los procesos en red. Hay ya algunos libros que han hecho esto profesionalmente, quizás el más cercano y mejor es el del periodista Juan Soto Ivars, Arden las redes. Estudia casos muy ilustrativos e la sociedad en la que nos hemos convertido. Desde hace tiempo soy adicto a los tuits de Donald Trump (recomiendo mucho hacerlo), y ocasionalmente a los tags más polémicos del momento. He revisitado estos días, mientras investigo el asunto el tag #ErrejonAsiNo, que articuló el proceso de constitución de la forma actual de Podemos antes de VistaAlegre II. He recorrido la polémica feminista sobre la empatía en las relaciones heterosexuales. He vuelto sobre el proceso de división del PSOE de los últimos tiempos. En fin, he descendido a los infiernos en los que habitamos diariamente. Lo que me interesa relatar de todo esto es que la erosión de las zonas grises está siendo muy radical. Entramos en sociedades de claroscuro, donde los matices son percibidos como traición o debilidad. Lo sorprendente, lo terrible, es que las alternativas que subyacen a estas gigantomaquias son inexistentes: apenas unas cuantas medidas fácilmente debatibles separan a los grupos, sin embargo, cada vez más polarizados. Lo peor está aún por venir. Lo que hacen los algoritmos es colonizar nuestros mecanismos básicos de la economía de la emoción y el conocimiento para producir beneficio y control de la atención. Cuando reparemos en ello va a ser difícil de revertir el proceso.


La ilustración es un óleo de José Hernández













domingo, 19 de agosto de 2018

La fragilidad conquistada



Leo esta mañana una columna de opinión de Paul Krugman en el New York Times en la que se pregunta cómo es posible que los diputados y senadores republicanos estén dispuestos a asentir sin protestas a las políticas de su presidente Donald Trump que están poniendo en peligro la democracia en Estados Unidos y la estabilidad económica y política en el mundo. ¿Como es posible, se pregunta, que sean capaces de aceptar la idea generalizada que ha lanzado de que el cambio climático es el fruto de una gran conspiración de la comunidad científica contra su presidencia? Krugman se responde a sí mismo reconociendo que ni el Partido Republicano ni  el GOP (el Comité Nacional Republicano) están compuestos de locos sino de algo mucho más inquietante: de personas débiles que anteponen su carrera y puestos a los intereses generales. Son apparatchik(s) que han quemado ya  sus puentes morales al aceptar las primeras locuras del jefe.

Es más que loable la valentía de Krugman (no es imposible que pronto se comience a perseguir judicialmente a periodistas críticos, del mismo modo que ya se habla de enviar a prisión a John Brennan, quien fuera director de la CIA y ahora uno de los adversarios declarados de Trump). Pero dudo que las explicaciones puramente psicológicas como las de Krugman sean la respuesta a este tipo de preguntas que uno se puede hacer en muchos países con respecto a las élites políticas y económicas y por circunstancias similares. Hasta cierto punto es una posición optimista el creer en la locura de Trump y en la debilidad de la voluntad de los políticos que le sostienen. Recuerda lamentablemente juicios similares que se hicieron en los años treinta del siglo pasado en los primeros momentos del ascenso de Hitler al poder en Alemania. Como Hitler (disculpas por la comparación tan épica), Trump es un agente racional que aprovecha las mediaciones y posibilidades de su momento histórico. En un sentido bastante estricto Trump no es sino un producto como lo son tanta gente similar que abunda en los entornos políticos cercanos. La pregunta es qué es lo que ha hecho posible la emergencia de esta gente.

¿Cómo es posible que el conspiracionismo se convierta en una teoría aceptable para tantos millones de votantes?, ¿cómo es posible que la división ellos/nosotros, la polarización sistemática de la vida social y de la percepción política sean más fuertes que la conciencia de los hechos? En una famosa entrevista entre el ultraconservador Newt Gingrich y la presentadora de las noticias de la mañana de la CNN Alisyn Camerota, en julio de 2016, la periodista preguntaba al político sobre cómo podía seguir afirmando que Estados Unidos estaba padeciendo una inusitada oleada de crímenes cuando las estadísticas afirmaban todo lo contrario. Gingrich no tuvo reparo en responder que las estadísticas no eran significativas, que lo importante era su propia percepción del estado de peligro. En el enlace anterior está la transcripción de la entrevista y aconsejaría a quien pueda hacerlo su lectura como ejemplo significativo de lo que ocurre.

Nos equivocaríamos si pensásemos que Gingrich estaba mintiendo. No, sus afirmaciones las podría haber repetido cualquiera de los que llevaron a Trump al poder. Simplemente estaba dejando a un lado los hechos. Gingrich vive en el mismo mundo que vivimos todos, un mundo post-factual, un mundo de posverdades. Pero tampoco es decir mucho aplicar este conocido adjetivo que se puso de moda precisamente ese año de 2016. La cuestión importante es qué ha ocurrido en la estructura epistémica de la cultura contemporánea para que los hechos importen menos que las propias convicciones ideológicas, vitales, partidistas. Me atrevo a sugerir que la respuesta está en lo que le ha ocurrido al nuevo entramado cultural y económico, al modo en el que la nueva forma de economía, que llamamos con diversos adjetivos, entre los que yo creo que el más exacto es capitalismo cognitivo, configura nuestra actitud epistémica como la fuente principal de producción económica.

Nuestro cuerpo y nuestra mente han sido diseñados por la evolución. Lo que en otros momentos de la historia fue una adaptación en entornos de escasez alimentaria e informacional son hoy formas de fragilidad fisiológica y mental. Nos gustan sobre todo los azúcares, las grasas y los hidratos de carbono (cualquier padre experimenta muy pronto cuáles son los impulsos alimenticios de los bebés), y eso se explica muy bien pues en los entornos de escasez alimentaria en los que siempre vivió la humanidad y sus ancestros, el exigente metabolismo del cerebro necesita estos aportes energéticos. Las mentes avanzadas de los simios que nos antecedieron evolucionaron para detectar los alimentos necesarios. Hoy, lo que en otro tiempo nos protegió ahora nos vuelve frágiles. En un doble sentido: frágiles fisiológicamente, pues terminamos padeciendo obesidad, tensión alta, etc. y frágiles ante un mercado que explota con habilidad nuestras propias debilidades.

Lo que ocurre en la alimentación se aplica de forma mucho más sistemática a las estructuras de nuestra mente. Los psicólogos Tverski y Kahneman y otra larguísima serie de investigadores han ido demostrando que nuestro sistema cuasi-automático de decisión y juicio opera usando estrategias rápidas que muchas veces fueron efectivas, aunque ahora los llamemos "sesgos". Sabemos que estas estrategias y heurísticas son sistemáticas: afectan tanto a legos como a expertos. No nos libramos nadie de ellas porque son fruto de la evolución de nuestro cerebro, configurado por una compleja interacción del neocortex cognitivo y del sistema límbico emocional. Se han descrito numerosos efectos. Cito aquí solamente algunos de ellos, los más importantes para mi argumento: el sesgo de confirmación, por el que nos fijamos más en la evidencia que apoya nuestras previas expectativas que en las contraevidencias; el sesgo de la hiper-confianza, por el que tenemos un exceso de confianza en nuestras capacidades (aquí se permiten todo tipo de chistes sobre los varones y el tamaño de sus genitales, un tópico de la sobreconfianza); el sesgo de la aversión al riesgo, por el que optamos siempre por la alternativa que ofrece menos riesgo independientemente de la equiprobabilidad de riesgos y beneficios; el sesgo llamado de "las uvas verdes" por la fábula de Esopo: tendemos a decaer en el deseo de lo que observamos como difícil de conseguir. En fin, hay una lista enorme.

Los psicólogos y economistas los denominan sesgos equivocadamente: fueron estrategias evolutivamente avanzadas en un mundo escaso de información, donde los signos eran ambiguos y las amenazas permanentes. Configuraron así reglas pragmáticas que generalmente funcionaban. Sin embargo, en un mundo inundado por la información, generan una fragilidad cognitiva estructural que ha sido aprovechada por el sistema. Nuestra economía se sostiene ahora sobre el control y la expropiación sistémica de la atención, sobre la negación voluntaria de lo que no nos gusta, sobre la adición continua a todo lo que confirma nuestra manera de ver las cosas. Sobre esta explotación de los sesgos se sostiene la publicidad, el turismo, la economía de los artefactos, las burbujas inmobiliarias, la propaganda de la emprendeduría, la política de lo emocional, etc. Es la fuente básica de expropiación de la plusvalía, como en los tiempos del capitalismo industrial lo fue del tiempo de trabajo y del esfuerzo físico.

La política explota nuestra fragilidad lo mismo que lo hacen Amazon y Apple, lo mismo que lo hacen las religiones espectáculo y los medios de comunicación, cada vez más adictos al clickbait (titulares aparatosos que nada o muy poco tienen que ver con el contenido). Todo el sistema no es sino una forma de extraer beneficio de nuestras fragilidades cognitivas. Es muy sorprendente que el posmodernismo aborreciera tanto a la epistemología cuando precisamente se ha convertido en la fuente básica de la explotación. Ya no se hace necesaria la mentira (una estrategia pobre, como afirma el sabio refrán de que antes se alcanza a un mentiroso que a un cojo). No es necesaria. Basta con emplear adecuadamente el sesgo de confirmación, lo que nos hace decir como Gingrich que las estadísticas no importan, que nuestra intuición y sentimiento aciertan. Las estadísticas pueden decir que el fenómeno migratorio ha decrecido continuamente en los últimos años, que los países ricos necesitan demográfica y económicamente emigración. Las estadísticas pueden afirmar que las muertes por terrorismo han decrecido también continuamente, que los medios de control se han hecho más poderosos que nunca. Da lo mismo. Las intuiciones y los sentimientos no fallan: nos amenazan en las fronteras salvajes que van a destruirnos. No importa que el descuido de las obras públicas cause catástrofes de tráfico; no importa que la desigualdad y el olvido en las barriadas sea una fuente peligrosísima de desesperación. Nuestra intuición no se equivoca. Los hechos no importan.




La ilustración es de Egon Schiele



domingo, 12 de agosto de 2018

La sociedad de la sabiduría




Describimos nuestra sociedad contemporánea a veces como "sociedad de la información", a veces como "sociedad del conocimiento". Nunca lo podríamos hacer como "sociedad de la sabiduría". Si la información es la capacidad para interpretar los datos, y el conocimiento la facultad que nos permite discriminar las informaciones correctas y justificadas, la sabiduría es la virtud para discernir los límites del conocimiento, generar prudencia en su uso y capacidad crítica sobre sus defectos. La sabiduría no es en nuestro mundo una virtud intelectual personal o colectiva se sea especialmente apreciada. Por el contrario, hay razones para creer que lo que llamamos sociedad del conocimiento puede estar generando una pérdida colectiva de sabiduría, una paradójica acumulación de conocimiento y una progresiva pérdida de sensibilidad hacia la sabiduría. Hay muchos indicadores de ello, sin embargo, querría hoy centrarme en tres procesos que me parecen particularmente preocupantes:


Super-especialización e ignorancia: Como todos sabemos, el gran teórico de la especialización y la división del trabajo fue Adam Smith, quien comienza su clásico La riqueza de las naciones afirmando que la división del trabajo explica los grandes desarrollos de la productividad, habilidad y juicio humanos. Sería difícil criticar esta visión profética del mundo contemporáneo, pero sería un error aún mayor no reparar en las oscuridades y puntos ciegos que produce la super especialización. La cultura, la ciencia y las técnicas contemporáneas se benefician y sufren a la vez de los procesos de super-especialización. Los viejos modelos de educación generalista que fueron inventados por la revolución cultural romántica de Humboldt están desapareciendo rápidamente de todos los sistemas educativos mundiales. La especialización afecta al conocimiento como a todas las demás dimensiones de la vida y también aquí produce efectos ambivalentes. Los ejemplos pueden hallarse por doquier, pero son fácilmente observables en algo de lo que casi todos tenemos una experiencia directa: la superespecialización en los sistemas sanitarios contemporáneos.

Los modernos sistemas de salud están organizados sobre una estructura de especialidades arborescente cada vez más ramificada y especializada. La increíble capacidad terapéutica del sistema sanitario reside en buena medida en esta diferenciación y en las ventajas que proporciona, pero también es una fuente de peligrosas y dañinas cegueras. Así, a diferencia de la organización social del conocimiento, el cuerpo humano tiene una estructura orgánica que sobrevive en una relación continua con el medio ambiente. A medida que se degradan uno u otro polo aparecen horizontes de lo que se denomina comorbilidad, que no es sino la interdependencia de afecciones entre sistemas internos y sus relaciones con los hábitos y circunstancias de vida. Wikipedia define de esta forma el fenómeno: “En medicina, la comorbilidad describe el efecto de una enfermedad o enfermedades en un paciente cuya enfermedad primaria es otra distinta. Actualmente no existe un método aceptado para cuantificar este tipo de comorbilidad”. El fracaso de los sistemas sanitarios contemporáneos para tratar la comorbilidad es un ejemplo claro de la ignorancia producida por la hiper-especialización. La psiquiatra tratará la depresión de la paciente que se acerca a su consulta en el poco tiempo que dispone para la observación, tratará sus síntomas cuando pueda, pero no sabrá nada de si el despido del trabajo de su paciente, ahora separada y con dos hijos a su cargo, con una madre con Alzheimer a quien debe cuidar sin tiempos ni recursos, tiene algo que ver con su depresión irreversible. Tampoco el especialista que trata la diabetes melitus, una enfermedad que suele asociarse con ciertos grados de comorbilidad, sabrá nada ni querrá hacerlo sobre las condiciones de pobreza de su paciente y sobre si sus problemas cardíacos, sus hábitos de alimentación y falta de ejercicio tienen que ver con las posibilidades de vida que le da su trabajo o falta de él. Un hospital moderno es a la vez un enorme sistema de conocimientos y un laberinto de ignorancias y de falta de circulación del conocimiento. El cuerpo y el cerebro humanos son sistemas complejos, a la vez orgánicos y sociales, que contradicen la absolutización de la división social del trabajo. Son magníficas metáforas del conocimiento, que no es sino un producto de la actividad orgánica y social de cuerpos y mentes.

A medida que la super-especialización se impone, también lo hace la ignorancia del sistema y se degradan las redes de comunicación y las perspectivas holísticas sobre la complejidad. No es sorprendente pues que se abra espacio a las pseudociencias de la supuesta complejidad y holística de muchas de las llamadas medicinas alternativas, que no son sino formas de explotación comercial de la necesidad social de una comprensión amplia y sistémica, sea en la medicina, en la psicología o en cualquiera de los dominios de lo real.

La marginación de las humanidades: las humanidades no producen el tipo de conocimiento que generan las ciencias e ingenierías, pero no por ello son menos importantes en la estructura epistémica de la sociedad. En ellas reside la capacidad de construir valores y significados, transformar los hechos históricos en relatos de experiencia y reproducir el patrimonio y la memoria histórica de la sociedad. Su aportación fundamental a la cultura es la de transformar el conocimiento en sabiduría, que no es sino la capacidad crítica para entender los límites y el uso del conocimiento teórico y práctico, la habilidad hermenéutica para comprender las artes y las obras humanas, el sentido moral para reflexionar sobre el alcance y consecuencias de las acciones más allá de su mero valor instrumental. El conjunto de las humanidades constituye el más importante de los medios por los que las sociedades y sus colectivos generan identidades y por los que tales sociedades se reproducen sin sentir vergüenza de sí mismas. En las grandes reformas de todos los niveles de la enseñanza que ocurrieron a partir del Romanticismo y sus extensiones, la enseñanza de las humanidades se consideró un elemento esencial de la educación concebida como formación integral de la persona. Su desgracia es que su valor funcional y normativo queda oscurecido por la devaluación que establecen los mecanismos mercantiles que genera la cultura gerencial del conocimiento. A lo largo de las últimas décadas se han levantado poderosas fuerzas ideológicas para tratar de convencer a la población de la inutilidad de dedicar fondos a preservar la cultura humanística en las instituciones encargadas de ello, en los diversos niveles de la educación y, en general, en los medios de comunicación, de donde desaparecen los programas y espacios dedicados a la construcción de una esfera crítica y reflexiva.

Son muchas las voces que se han alzado defendiendo la profunda relación que existe entre el nivel de cultura humanística y la calidad democrática de los estados y de la esfera pública que los sostiene. No tengo la menor duda de ello, pero la naturaleza de mi queja tiene una pretensión más limitada. La marginación de las humanidades es, desde mi punto de vista, un proceso que afecta a la calidad general del sistema de conocimiento. Genera una degradación del sistema al rebajar el nivel de la cultura científica. El grado creciente de separación de la cultura humanística y la científica daña a ambos polos, impide la comprensión de todos los nuevos campos ligados a la información, que sólo pueden comprenderse como territorios intermedios o híbridos, de lo que se ha denominado una “tercera cultura”. Y también, y sobre todo, daña a las capacidades epistémicas de una población y a la calidad de su sistema de investigación. En el sistema orgánico del conocimiento, las humanidades cumplen funciones sistémicas que metafóricamente son análogas a todos los sistemas aparentemente secundarios de los organismos, que no afectan a las funciones vitales en plazos cortos, pero sí en la salud general del sistema. Las arquitecturas conceptuales sobre las que se construyen los grandes programas de investigación tienen siempre resonancias de significado que implican compromisos metafísicos y epistemológicos, que no son muchas veces siquiera notados por los investigadores, productos de un sistema de enseñanza cada vez más orientado a la pragmática concesión de títulos con valor de mercado.

El abandono de las investigaciones de baja intensidad tecnológica. La insensibilidad hacia lo que he llamado “sabiduría”, que no es sino una virtud epistémica compleja, se expresa con intensidad en la falta de aprecio por parte de los administradores hacia los conocimientos e innovaciones que no tienen un valor alto en el mercado de la excelencia. No me refiero a la investigación básica, que, aunque ha sido sometida a restricciones, todavía preserva cierta estima. El problema está en el conocimiento teórico y técnico aparentemente inútil, que tiene un carácter local y no cuenta en el mercado de las ventajas tecnológicas. El conocimiento histórico y cultural local, por ejemplo, tan ligado a las lenguas autóctonas, generalmente sin repercusión en las grandes plataformas de representación dominadas por el inglés. Mucho menos notado es la pérdida de diversidad técnica que conlleva la creciente estandarización y uniformización de nuestra cultura material técnica. Se ha extendido un cierto sentimiento fatalista acerca del desarrollo tecnológico, como si las sendas fuesen marcadas por una fuerza incontrolable que dejase sistemáticamente en la cuneta restos obsolescentes de conocimientos y artefactos. Ahora bien, la realidad es que la inmensa red que constituye la cultura cambia de formas nada deterministas. Por el contrario, el determinismo no es sino una estrategia ideológica más empleada como marketing de los nuevos productos.

A lo largo de los últimos años, he colaborado con un grupo amigo de ingeniería impartiendo cursos breves sobre el tema de las tecnologías apropiadas. He aprendido mucho de este grupo, que ha combinado su actividad investigadora en fluidos con un compromiso constante en ongs de ayuda al desarrollo y lucha contra la pobreza. En este contexto hemos discutido numerosas veces el problema de la investigación tecnológica dirigida a paliar situaciones de pobreza en el que los recursos de los proyectos posibles son escasos y las constricciones de implantación muy numerosas y astringentes. Por ejemplo, el problema del acceso al agua en lugares de pobreza y escasez de recursos. Uno de los casos que hemos discutido con los alumnos es el de la investigación en bombas de extracción de agua bajo constricciones sociales como las que enuncia este Proyecto: diseñar una bomba de agua que permita extraer agua de un pozo de 50 metros de profundidad a una mujer anciana que debe extraer y transportar al menos 50 litros diarios a su aldea. Debe realizarse con materiales obtenibles fácilmente, resistentes a temperaturas de 50 grados centígrados, debe ser posible repararla mediante recursos disponibles en la aldea y debe tener un plazo largo de vida. ¿Es este proyecto una investigación de tecnología punta? No, claramente, pero sí es una prueba básica de ingenio humano en nuestra sociedad tecnológica. Se han propuesto numerosos diseños a problemas como este, algunos con la incorporación de tecnologías avanzadas como los motores eléctricos movidos por energía solar, pero la mayoría plantean a medio plazo dificultades de mantenimiento que terminan generando más dependencia que la que trataban de evitar. Investigar bajo estas condiciones de minimalismo tecnológico no es un episodio marginal en la economía del conocimiento, sino uno de los objetivos que tendrían que ser fundamentales en un mundo de desigualdad y escasez de recursos creciente. Sin embargo, el mito determinista lleva a la degradación y poco aprecio por toda investigación que no pueda ser transformada en la novedad anual del mercado de innovaciones.

La invisibilización de toda investigación localmente orientada es paralela a la pérdida de diversidad cognitiva presente en los conocimientos ancestrales, que salvo la explotación y expropiación de la que son objeto por algunas empresas farmacéuticas, apenas recibe atención por parte de la sociedad del conocimiento. Y sin embargo, esta pérdida de diversidad es parte de la desertización no solo cognitiva del espacio social. Pensemos, por ejemplo, en el cultivo de cereal en un territorio tan difícil como la meseta castellana, otrora una de las despensas de cereales de Europa. Actualmente, los agricultores pueden acceder a semillas modificadas genéticamente que permiten buenas cosechas bajo las condiciones estadísticamente medias. Sin embargo, cuando las condiciones metereológicas son adversas, y en el altiplano castellano son recurrentes, estas semillas tienden a ser menos efectivas que las viejas variedades.  Me han contado que un campesino avisado de la estepa, renuente al uso de las semillas que ofrece el mercado inmediato, viaja todos los años a Marruecos, a zonas de clima difícil, donde aún se conservan variedades de trigo ancestrales que aunque parecen producir menos cosecha los años buenos resisten mucho mejor los años secos y fríos. Gracias a la sabiduría de los cultivadores del Atlas, que le venden sus semillas, consigue mantener una tasa media de productividad suficiente para sostener su, cada día, más frágil empresa. Cuando se pierda esta diversidad ecológica y cognitiva, como de hecho ya ocurre, lo que resta es una estepa desierta.

La ilustración es una fotografía de Robert Doineau

domingo, 5 de agosto de 2018

Informe sobre la miopía



Es difícil saber lo que nos pasa. De hecho, casi siempre nos pasa que no sabemos lo que nos pasa. Nos ocurre en el plano personal y, aún más, en el colectivo. Como intuyó Spinoza, tratamos de tirar hacia adelante del carro de la vida pero los caminos que hacemos (aquello de "se hace camino al andar") están limitados y obligados por topografías que ignoramos más allá del horizonte inmediato. Nos enredamos en terribles discusiones cuando lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa.

La esfera de la política no es tan diferente a las discusiones de sobremesa sobre dietas y salud. Cada quien ha mirado lo suyo en internet y cree saber lo que hay que hacer para preservar la vida o procurar la justicia. Se arman controversias enconadas sobre lo que es real y lo que es imaginario, sobre la táctica, la estrategia, la buena o mala espina que dan las élites o los gurús de la buena alimentación. No es para alarmarse. Estamos hechos así. Los humanos montamos la sociedad que nos construyó y reprodujo como humanos con una extraña mezcla de artesanía y psicología popular e ignorancia y mitología.

Aunque hablaba en general, de lo que quería hablar es de lo que nos pasa en economía, política, sociedad y cultura en nuestros entornos más inmediatos. Vivimos ciclos de depresión y exaltación, de audacia y desesperanza, de claridad y tontuna, como si la sociedad, y nosotros con ella padeciésemos de un trastorno bipolar mal cuidado. Ahora, en la Pell de Brau, en Sefarad, en ese invento que delimitan mares, montañas y emociones encontradas, entramos en el ensimismamiento que sigue a las derrotas y victorias que no son ni derrotas ni victorias, que solo dejan sabores agridulces y dificultadas de digestión. Me refiero a la controversia estratégica generada a propósito del libro de Daniel Bernabé La trampa de la diversidad, que aduce que el neoliberalismo habría triunfado en su propósito de dividir a la izquierda usando las reclamaciones de desigualdad de diverso signo como fuentes de identidades que fracturarían la conciencia de clase. Mi última entrada fue un comentario sobre ese libro. No voy a volver sobre él, aunque recomiendo con entusiasmo la réplica que ha hecho Alerto Garzón recientemente en Eldiario.es  Mi propósito es comentar las dificultades que explican ésta y controversias similares ampliando algunos supuestos implícitos en su crítica de la crítica del libro.

Vayamos al problema de la opacidad de lo social que está en la base de las controversias. Una sociedad no es una colección de individuos. Es un espacio de posiciones que definen los lugares que ocupan las personas y que está definido por relaciones multidimensionales de poder. Técnicamente, es un espacio pluridimensional, tanto como lo son las fuerzas que estructuran las formas de poder. Quienes tienen una visión muy simple de la sociedad piensan que las relaciones sociales determinantes son básicamente económicas, y en particular las posiciones que ocupan los individuos en las relaciones de producción. Estas posiciones, de acuerdo a esta visión simplista, ordenarían la sociedad en clases sociales que o bien se refieren a la relación de propiedad o bien toman como referencia los ingresos relativos de las personas o familias. Sea cual sea el criterio usado, esta dimensión suele nominarse como "capital económico".  Es la noción que suele usarse cuando se habla de clase alta, media y trabajadora, de forma simplificada. Pero hay otras relaciones de poder que definen las posiciones. Está el poder social o capital social, que depende de las relaciones sociales que mantenga la persona, y que tiene componentes muy heterogéneos, como por ejemplo, el género, la raza o etnia y, sobre todo, las relaciones personales que establecen las posibilidades de cada individuo por su pertenencia a un cierto círculo. Está, en tercer lugar, el capital cultural, que deviene del poder que las personas tienen por su formación y acceso a los bienes culturales. Hay tantas formas de "capital" como formas sociales de poder, algunas muy generales, como las que he enunciado y otras que resultan de especificidades de las anteriores: el capital político, un modo de capital social; el capìtal erótico, también otra modalidad entre lo social y lo cultural, que establece las posibilidades de las personas en función de sus capacidades de seducción de otras personas; el capital simbólico, que permite a las personas determinar o influir sobre los sentidos y significados de las acciones de otros (el poder religioso, por ejemplo es una forma de capital simbólico, como lo es el deportivo, mediático y otros similares).

En un sentido puramente descriptivo, podemos hablar de "clases" refiriéndonos a la topografía de estas posiciones. Así, las posiciones superiores definen las clases altas y las inferiores las clases bajas. Pero todo este discurso no tiene mucho recorrido político ni social si no nos referimos a dos nuevos componentes que siempre han traído de cabeza a quienes han pensado sobre la desigualdad social. Me refiero, en primer lugar, a la experiencia subjetiva de la posición social y, en segundo lugar, a la agencia o capacidad de determinación consciente de la propia posición. Estas dos dimensiones son prácticas, en el sentido que implican formas de conocimiento y acción práctica de las personas que no están dadas automáticamente por la posición sino que dependen de la experiencia y conciencia de ella. Lo importante es que ambas son interdependientes. La conciencia subjetiva y la agencia social se refuerzan mutuamente. En su tratado sobre La distinción, Pierre Bourdieu daba cuenta de cómo los círculos privilegiados establecen estrategias de exclusión para no dejar entrar en el círculo a personas de círculos inferiores. La conciencia y la agencia se inter-determinan: las prácticas de elección de ropa, de vivienda, automóviles, la gestualidad y tantos otros componentes de la agencia se organizan para crear barreras de clase y evitar a los parvenues. Las clases altas, así, se convierten en agentes de su propio estatus mediante formas de agencia colectiva que tienden a establecer diferencias económicas, sociales, culturales y simbólicas. Cuando estas estrategias se mantienen en el tiempo se generan identidades de clase.

Estos caminos se recorren en parte consciente y en parte inconscientemente. La agencia y la conciencia no son nunca lúcidas, sino miopes, con una forma de miopía producida por la opacidad de la sociedad a su propia estructura. Las "clases medias" se construyen mediante conciencias y agencias en parte lúcidas y en parte miopes: se imitan las formas visibles de las clases superiores, como si así se pudiese alcanzar el estatus (el empleado de banca que compra con esfuerzo un automóvil de marca, los padres que envían a sus hijos a colegios costosos, la búsqueda en rebajas de ropas de marca que serían de imposible acceso en temporada,... etc.). La conciencia y agencia aquí se mueven entre el deseo de ser como los de arriba y el miedo a que los de más abajo terminen arrebatando el propio estatus de alguna forma.

Cuando observamos estos caminos en largos relatos históricos podemos hablar de identidades de clase. De hecho, en general, de identidades: son productos históricos híbridos formador tanto por las posiciones objetivas como por las prácticas de distinción en las que se crean a la vez lazos de solidaridad y estrategias de exclusión. La clase obrera industrial decimonónica, así, se definió mediante estrategias de "nosotros/ellos", donde el nosotros/ellos agrupaba por arriba a la aristocracia  y la burguesía y por abajo al campesinado, al que reconocían básicamente como lumpen de recién llegados a las ciudades. Sólo en ciertos momentos históricos de grandes crisis se produjeron ocasionales atisbos de la común posición "de abajo", pero siempre fue complicada la formación de sendas históricas de identidad común.

Los círculos superiores, las élites y las clases dominantes no son más lúcidas que las subordinadas. Tienen tantas contradicciones y tensiones como las de abajo. Se mueven por impulsos miopes de miedo y deseo y estas fuerzas básicas generan tantas formas de solidaridad como tensiones autodestructivas. No es cierto que la izquierda (digamos, la conciencia plebeya) esté siempre dividida frente a la unión de los de arriba. Al contrario. Las estrategias de distinción son salvajes y la historia muestra que las élites reales tienden a hundir a los competidores, generando círculos de poder cada vez más poderosos y más restringidos en número. Pero también frágiles por su propia naturaleza de depredadores en competencia. Las ideologías, el neoliberalismo, por ejemplo, tienden a suavizar todos estos movimientos tectónicos, tratando de dar sentidos a las agencias de los grupos y las personas. Las ideologías son, así, estructuras complejas prácticas que en parte refuerzan y en parte justifican los movimientos tectónicos en las dinámicas de las posiciones sociales. Las ideologías no son meros engaños, son estrategias colectivas de sentido creadas por estas estrategias de preservación de la posición social, de reproducción de la posición, más precisamente.

Todo este largo prólogo viene a cuento de las controversias en la izquierda. Uno de los grandes proyectos de lo que identificamos como izquierda ha sido siempre la unión de los de abajo, de quienes no tienen que perder sino sus cadenas, para logran una sociedad más justa. Pero esta búsqueda de la unidad, sin tener en cuenta la multidimensionalidad de la sociedad y su topografía de posiciones ha resultado una y otra vez errónea por el mito de la objetividad de la clase. Es incierto que la conciencia de los de abajo sea que no tienen que perder sino sus cadenas. Al contrario, lo que define una y otra vez a los de abajo son los miedos a perder las cuotas de capital sea éste económico, social o cultural. Las trampas no vienen de las identidades, sino de la propia complejidad de las posiciones sociales. El pequeño autónomo ve al funcionario como un parásito que vive a su costa, por más que los salarios y las penalidades sean similares. El obrero blanco de las zonas desindustrializadas odia al hispano que recoge fruta en California; el jubilado andaluz teme al marroquí que acude a los trabajos estacionales,... Todos temen e incluso odian a quienes se acercan con un cierto capital simbólico, como es el que representa el lenguaje político, ...

He estado revisando, por curiosidad, la página de Wikipedia dedicada a Izquierda Unida. Quienes vivimos la Transición recordamos bien el momento de ilusión de posible convergencia de movimientos sociales tras los siete millones de votos contra la OTAN, el sueño de una izquierda diferente que no fuese una suma de partidos sino una "confluencia" de movimientos. Recomiendo muchísimo a quienes no lo conozcan o recuerden que empleen unos minutos en releer esta historia. El resultado es agridulce. Una y otra vez nos encontramos con sueños rotos a causa de malentender el problema de la miopía constitutiva de la acción personal y colectiva. Una y otra vez se malentienden los movimientos de la gente que quiere sobrevivir y tener planes de vida. Una y otra vez se malentiende al poder dominante, al que se considera erróneamente como homogéneo, inteligente y todopoderoso.