domingo, 25 de noviembre de 2018

La trampa de la polarización



La polarización de actitudes es un rasgo muy humano de las controversias acerca de los más variados asuntos. Es un fenómeno que ha observado y estudiado la psicología social desde hace décadas: cuando en un grupo se dividen las opiniones respecto a un cierto asunto, el hecho de que cualquiera de las personas implicadas observe la existencia de dos opiniones hace que se refuerce la propia mucho más, sin que haya más razones o evidencias para ello que el observar la división. El resultado es que el grupo se polariza en dos bandos, aún cuando inicialmente las posiciones estuviesen relativamente cerca e incluso intersectasen o tuviesen un alto grado de acuerdo inicial.

No está muy claro por qué nos polarizamos tan rápidamente, aunque la hipótesis más plausible es que el fenómeno tiene que ver con nuestro cerebro social. Tenemos un sesgo cognitivo y emocional muy activo hacia acogernos a un grupo que incluye un cierto horror vacui, un rechazo visceral a sentirnos en tierra de nadie, desprotegidos de la compañía de los otros. De ahí que, al sentir que hay un grupo que piensa más o menos como nosotros, el cerebro hiperactúe para aumentar las probabilidades de ser acogido y reconocido. Más o menos ésta es la explicación del mecanismo subyacente a la polarización.

La polarización ha sido una constante y una fuerza motora de la cultura. La historia del pensamiento y de la ciencia nos muestra la persistencia de controversias que polarizan a científicos, pensadores o artistas alrededor de ideas o programas en polémicas que en ocasiones se alargan por siglos. La polarización es, además, un mecanismo cultural muy productivo para producir atención. Pocos campos culturales se libran de la adicción a su uso. En la filosofía analítica, por ejemplo, (que es la que me resulta más cercana) la presión por el "publish or die" que afecta a la academia mundial genera una inercia hacia la polarización como estrategia para conseguir la publicación de papers. Así, los jóvenes investigadores aprenden muy pronto que la forma más rápida de que el editor admita su artículo es que éste comience por una distinción real o ficticia de posiciones que luego son discutidas con premiosidad en el texto. Uno, que está habituado a leerse cantidades ingentes de papers a lo largo del año, observa que la mayoría de las veces esas distinciones no obedecen a posiciones reales y muchas más veces ni siquiera a desarrollos sustanciales de un concepto, sino que son meros artilugios para que el editor elija el artículo porque aumentará la polémica en la comunidad académica.

Estas querellas son la ley de la historia de la cultura. La filosofía observó pronto su existencia y a veces desarrolló buenos métodos para controlar la expansión de la polarización y si fuera posible resolverla. La dialéctica aristotélica (no la platónica) comienza siempre por un análisis histórico en el que se establecen los polos de una discusión y en el desarrollo del discurso se expone una nueva posición que supera la división mediante una propuesta conceptual más compleja. La filosofía escolástica tomó esta metodología de Aristóteles y la convirtió en método pedagógico. El escolasticismo como vicio, sin embargo, consiste en partir de una división ficticia orientada solamente a construir el discurso subsiguiente. Podríamos reconstruir la historia de la filosofía académica reciente atendiendo a las enervadas batallas conceptuales que un día escindieron a las disciplinas y que al cabo de diez años se han olvidado: el realismo, el internismo, ..., en fin. Material para la industria editorial

Esta es la trampa de la polarización que no solamente impregna la cultura sino que se ha convertido en una estrategia sistémica de una alta rentabilidad mediática y política. En los tiempos en que el poder político tiene espacios de posibilidad de acción muy estrechos, debido sobre todo a que el poder real se encuentra en otros ámbitos, en la economía particularmente, y a veces en la cultura, es habitual producir polarización y encrespamiento para generar adhesiones que no se producirían si el electorado fuese consciente de las capacidades reales de acción de sus líderes. El odio y rencor que produce la polarización es increíblemente eficiente. En el seno de los propios partidos la polarización suele ser también un mecanismo rentable para ascender y conquistar posiciones de poder internas. Especialmente en la tradición leninista, que lleva en su ADN la adicción a la agitprop, la producción de polarizaciones ha sido siempre un mecanismo de escala al poder interno. En el caso del troskismo esta adicción ha sido enfermiza, pero en el leninismo más ortodoxo ha sido también la regla. Una vez que un grupo leninista asciende al poder en un partido sólo hay que esperar un tiempo corto, a veces poco más de unos meses, para observar cómo se van desgranando facciones y fracciones de forma arborescente hasta que los dirigentes terminan observando que su grupo sólo les incluye a ellos. A gran escala, los medios de masas y las plataformas que sustentan las redes sociales han aprendido bien la lección y han convertido en un negocio la producción de polarización.

La polarización es un vicio epistémico que nos aqueja de la misma familia que otro grupo de fenómenos que calificamos como "posverdad". Son formas características del capitalismo cognitivo que convierte el espectáculo en industria. Porque lo dañino de la polarización es que genera una niebla o nube cognitiva que impide ver claramente los conflictos. De hecho la polarización suele originarse en algún conflicto subyacente que, sin embargo, es ocultado por la dinámica de la génesis de banderías. En la tradición dialéctica hegeliana y marxista se distingue bien entre conflictos y meras polarizaciones ficticias. Los conflictos obedecen a contradicciones reales, es decir a tensiones entre fuerzas históricas y subjetividades que nacen de asimetrías profundas en el poder que solamente pueden ser resueltos mediante transformaciones prácticas de la sociedad que superan los orígenes del conflicto. En las polarizaciones ficticias se suele desplazar el conflicto profundo hacia debates simbólicos que terminan olvidando cuáles eran las fuentes del daño.

La "aufhebung" hegeliana, encardinada en la tradición aristotélica era un momento de superación al tiempo que conservaba los polos de la división anterior. Tal superación solamente es posible, como observó muy bien Marx, cuando se dirige hacia contradicciones fundamentales y propone y genera una transformación práctica real. Marx mismo, sin embargo, y con él la tradición leninista, no acabó de entender bien las articulaciones de las contradicciones reales de la sociedad de su tiempo. Su análisis en El Capital se centró en el conflicto entre capital y trabajo en la forma industrial de producción y de acumulación capitalista de su momento. Olvidó sin embargo otras formas de acumulación primitiva que no desaparecieron sino que siguieron siendo una base sustancial del sistema capitalista: el trabajo femenino, por ejemplo, la explotación imperialista y feudal del trabajo semiesclavo de las colonias, la génesis de monopolios que no eran modos simples de extracción de plusvalías de los trabajadores, sino mecanismos de explotación complejos que implicaban la subordinación de empresas enteras. De hecho no pudo ser consciente de los modos de capitalismo mutados basados en la expropiación del espacio, más que el tiempo o en las técnicas científicas post industriales basadas en una ordenación flexible del trabajo. Pese a todo, la dialéctica sigue siendo válida como metodología para detectar por debajo de las polarizaciones cuáles son los conflictos reales y cuáles serían las exigencias prácticas de su superación. La dificultad es que estos análisis exigen muchas veces separarse de los grupos en controversia para observar cómo sus aparentes irreconciliables posiciones no lo son cuando se analiza con tranquilidad la arquitectura del conflicto originario, que a veces es él mismo un producto complejo de contradicciones reales que no se resuelven fácilmente en aislado.

En cualquier caso, es muy terapéutico observar cuándo la polarización es simple modo de explotar nuestros deseos de compañía y reclutarlos para intereses inconfesables de poder y cuándo la polarización refleja un conflicto no soluble de modo simple porque se apoya en una contradicción fundamental.




Ilustración By unbekannter mittelalterlicher Künstler - Dresdener Bilderhandschrift des Sachselspiegels, hrsg. v. Karl v. Amira, Leipzig 1902, Neudruck hrsg. v. Heinrich Lück, Graz 2002, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=12840412

domingo, 18 de noviembre de 2018

Geografía de la soledad



En otra entrada anterior, "La soledad era esto", hablé de dos características fenomenológicas de la soledad que aqueja a nuestras sociedades como una de las patologías de la modernización acelerada bajo las condiciones particulares y dañinas en las que se ha producido. Hablaba del confinamiento y el desarraigo como daños que produce el aislamiento al que nos conducen las formas de vida bajo este complejo sociocultural y económico que calificamos como capitalismo tardío. La soledad puede originarse en los avatares de la vida personal, en este sentido es una característica de la condición humana. En este sentido personal es incluso una experiencia inevitable, necesaria y posiblemente positiva. Hay un grado de soledad y aislamiento que no se elimina por la compañía y el amor sino que depende de la fábrica de la subjetividad y la identidad narrativa de las personas. Sin embargo, no son estas soledades contingentes o necesarias las que constituyen el daño social sistémico de nuestro modelo de modernización. La dañina es la producida por causas sociales, económicas o culturales que se imponen a grandes capas de la población. En particular, por las distorsiones espacio-temporales de nuestras formas de vida.

La más dañina de las formas de soledad es la que no se nota ni vive como tal, sino que, como una atmósfera contaminada, se respira en todas las relaciones sociales, incluso aquellas que parecerían festivas como las fiestas de trabajo, las visitas a museos o las manifestaciones que movilizan a multitudes de soledades agrupadas. Olivia Laing, en La ciudad solitaria, ha descrito la cultura de la sociedad desde su perspectiva de observadora del arte y las formas de vida de la ciudad cosmopolita. No se admite ni llega a la conciencia, y quizás sea la forma en la que la sociedad contemporánea esté modelando nuestro inconsciente (ya social). Hay un ilustrativo experimento que realizan los sociólogos críticos cuando se encuentran en un grupo amplio (alumnos, por ejemplo). Si se les pregunta en qué grupo social se situarían y situarían a su familia, la mayoría responde que en la clase media. Si se les pregunta por el salario que entra en su casa, por la posibilidad de tener una casa, o de tener hijos, o de planificar el futuro, digamos a diez o quince años vista, las respuestas van cambiando.

La invisibilidad del empobrecimiento de las clases medias y la de la soledad están relacionadas por lazos causales que tienen que ver con la profunda distorsión espacio temporal que produce el modelo económico ligado a la metropolización de la vida. Jorge Moruno, en No tengo tiempo. Geografías de la precariedad, ha descrito con mirada perspicaz la relación entre la precarización de la existencia, la ideología del triunfo social y la economía de la flexibilización. La falta de tiempo y la soledad es menos patente pero no menos real. Si preguntásemos por la topografía social de la soledad seguramente las respuestas nombrarían de forma paradigmática a los ancianos encerrados en sus casas y cuidados por mujeres emigrantes. Por supuesto, pero la producción de soledad por la falta de tiempo alcanza cada vez más a otras capas de edad, cada vez más jóvenes. "Quedamos un día", dices a un amigo, "nos llamamos", "vale, miro la agenda", pero la reunión tarda semanas en poderse llevar a cabo. No tenemos tiempo. Esta transformación es mucho más radical de lo que parece pues termina afectando a todas las dimensiones de la vida. Un índice interesante de la soledad es el crecimiento de las apps de citas sociales: Tinder, 3nder, Badoo, Cuddll, Bristlr, Bumble, Coffee Meets Bagel,Grind, Hapnn, Huggle, Momo, Yellow,... Estas son las que recoge Wikipedia y nos informa de su explosivo crecimiento en el mundo. El fenómeno está recibiendo mucha atención de la psicología social por los efectos sobre las subjetividades afectivas: los ejercicios de creación de perfil, que implica políticas de imagen propia en otras redes como Instagram, las cegueras y autoengaños en la descripción de cada persona, el efecto de independización de las relaciones afectivas y las relaciones sociales o eróticas. Las redes de contactos son solamente uno de los indicadores del destejido social producido por la falta de tiempo.

Mucho más perniciosa es la falta de espacio, a veces disfrazada de sobra de espacio. La primera destrucción del espacio común se produjo paradójicamente en las épocas de bonanza económica, cuando se extendió la moda americana de los suburbios de adosados y casas individuales. La clase media se trasladó a estas zonas alejadas del centro, abandonando sus tiendas, lugares de paseo y cercanía de amistades. Aparecieron los centros comerciales y los grandes supermercados como lugares de consumo obligados por la distancia. David Harvey, el geógrafo radical de Filadelfia, ha dedicado numerosos libros a describir esta destrucción del espacio social al compás de la ampliación del espacio urbano. Hay pocas cosas tan deprimentes como observar (nos) a la gente empujando los carros de la compra en los hiper o paseando cansinos por los centros comerciales. Observar a tanta gente que acude allí no ya por necesidad sino simplemente para sentirse en contacto con gente. Comprar algo intentando comprar compañía. A grandes capas de la población se le vendió un ideal de vida en los anuncios inmobiliarios cuando lo que se les vendía era la expropiación de sus lazos sociales. La era de la precarización del espacio aún no había llegado: entonces había viviendas para todos y promesas de bienestar, aunque produjesen soledad y desarraigo.

David Harvey ha sostenido que la apropiación del espacio ha sido el motor real del capitalismo, más que la apropiación del tiempo, tal como conjeturó Marx. Por supuesto la apropiación planetaria en la forma de la explotación de los recursos y el control estratégico de enormes territorios, pero también y sobre todo la apropiación de los espacios cercanos de vida. Esteban Hernández lo describía recientemente en un artículo referido a Londres: primero los millonarios compraron las casas de los ricos; los ricos compraron y se trasladaron a las casas de la clase media alta; la clase media alta desplazó a la clase media baja que se trasladó a los suburbios populares. Y comenzó un ciclo malvado de expropiación de los espacios de vida. En Madrid, cada día aparece un nuevo edificio cubierto por andamios y anunciado por empresas inmobiliarias que son participadas o poseídas por los grandes fondos internacionales que viajan como manadas de buitres consumiendo los restos de nuestras vidas.

Aún no estamos calibrando suficientemente lo que significa la precarización del espacio. Los salarios actuales permiten apenas compartir piso alquilando una habitación a precios escandalosos. Compartir un piso. Quizás alguien piense en la vida alegre estudiantil o en los sueños de un Erasmus: fiestas, música, relaciones sociales. La realidad de quienes tienen que vivir de su trabajo, de su precaria situación de trabajos alternativos o de su paro sistémico compartiendo piso es aterradora para sus biografías y planes de vida. La imposibilidad de formar lazos permanentes, de construir familias, de pensar en el futuro es su horizonte cotidiano. Al igual que ocurre con la clase media, que no se reconoce en sus formas de progresiva pauperización, tampoco la falta de espacio parece haber calado suficientemente como deterioro social. Quizás no se aprecia suficientemente la relación que hay entre muchas de las reacciones masculinas de resentimiento y las experiencias de divorcio y exilio a un piso compartido. Isaac Rosa, en alguna entrevista tras la publicación de la triste historia de amor de Final feliz, hablaba de cómo los divorcios aparecen ya como parte del imaginario necesario de las relaciones amorosas, pero no sus precios en soledad y precariedad de espacio.

En el otro extremo, el de las formas de vida a las que no ha llegado la modernización, encontramos una producción de soledad asociada a la sobra de espacio. Me refiero a la soledad de los territorios vacíos y vaciados por la emigración forzada. Pienso en la Península Ibérica, en el inmenso desierto de la península interior y la raya de Portugal, pero también en la vida cotidiana de pueblos y ciudades que han quedado al margen de la modernización. No es visible la soledad. Se observan por la calle multitudes jubiladas que viven sus años en medio de viajes y actividades promocionadas por las ayudas sociales (al fin y al cabo son una fuente sustancial de votos). Viven una suerte de último estado de bienestar a pesar de que por las calles apenas se vean jóvenes, especialmente cuando en verano las universidades vacían las ciudades de provincias, y raramente niños. Es una soledad generacional invisible cuyo mayor perversión es el no ser notada.

Nos refugiamos, para soportar la soledad en los lazos familiares, último lugar de resistencia frente a la producción sistémica de incomunicación, confinamiento y desarraigo. Pero sabemos muy bien que estos lazos familiares acaban pronto, con la misma rapidez que se han destruido el tiempo y espacio comunes.






domingo, 11 de noviembre de 2018

La fuerza de los lazos débiles: el resentimiento







Esta entrada complementa la de la anterior semana sobre la confianza y es mi comentario al reciente libro de mis compañeros Carlos Thiebaut y Antonio Gómez Ramos: Las razones de la amargura, un profundo ensayo sobre el resentimiento al que no harán justicia estas breves líneas,.

A diferencia de la confianza, cuyo nombre como emoción, sentimiento o largo afecto se remonta a la literatura más antigua, al resentimiento se le da nombre muy tardíamente y se teoriza sobre él aún mucho más tarde. En la introducción al libro que tengo como referencia se explica la contemporaneidad del término, básicamente en la obra de Nietzsche, quien lo usa como explicación de la subversión de los valores nobles a favor de la vida. Cuando el resentimiento se hace creativo, sostiene Nietzsche, nace la moral. La moral, nos cuenta en su genealogía, se origina en el sacerdote que lleva las cuentas de las deudas y humillaciones y promete un castigo eterno. Desde Nietzsche, que se consideraba a sí mismo psicólogo social antes que cualquier otra calificación, es corriente tomar el resentimiento como un afecto negativo, del que habría que salir o quizás curarse.

En estas breves líneas querría mostrar otra mirada. El resentimiento es, desde mi punto de vista, una forma de vínculo social tan complejo y poderoso como la confianza. Es, como aquélla, uno de los cementos básicos de la sociedad, entendida ahora como sociedad en permanente antagonismo y en un devenir histórico de daños, traiciones y opresión. Es el bajo continuo en la polifonía del poder.

Hay una incuestionable paradoja en la teoría de Nietzsche. Él, que aparentemente denuesta el resentimiento, lo ejercita con todos sus matices en sus aforismos, apotegmas y consideraciones intempestivas. Su escritura es una escritura resentida. Como lo es la de las grandes columnas sobre las que se alza la literatura contemporánea: Melville, Dostoievski, Kafka, Proust, Virginia Woolf, Samuel Beckett. El  modernismo es la reacción resentida contra la cultura burguesa decadente. Es la venganza literaria contra una sociedad que no se puede cambiar de otro modo que doblando su lenguaje.

Si la confianza es un lazo que nos une al futuro, se dice del resentimiento que nos ata al pasado. De ahí su simetría. La confianza nace en las expectativas y la imaginación, el resentimiento en la memoria. Es sorprendente que Kant, quien levanta la fábrica del pensamiento contemporáneo, por acción o reacción, diese tanta importancia a la imaginación y olvidase el lugar de la memoria. Como sabemos, la imaginación es, para Kant, un componente nuclear de la espontaneidad, que es lo que distingue la mente humana de una mente puramente reactiva y pasiva. Habla de ella en dos momentos centrales de su sistema: en la Crítica de la razón pura, afirma que la imaginación es lo que nos permite aplicar los conceptos al material de la sensibilidad. Sin ella, pues, no entenderíamos el mundo. En la Crítica de la razón práctica, la imaginación opera como la condición de posibilidad del pensamiento moral. Sin ella no podríamos ponernos en el lugar del otro y por tanto formular los imperativos morales. Sin embargo olvida la memoria, como si no fuese también un componente central de la espontaneidad junto a la imaginación. A diferencia de la Ilustración kantiana, y tal vez de la Ilustración en general, el Barroco fue, sin embargo, una era de pensamiento sobre la memoria. Nacida de fuentes agustinianas, la meditación sobre la memoria recorre la literatura y la filosofía barrocas. Por recordar solo una famosa cita cervantina a la que Borges le dedicó su ensayo más influyente (El Quijote de Pierre Menard): "la verdad, cuya madre es la historia..."

El resentimiento nace en la memoria y es por ello un modo cognitivo-afectivo de la espontaneidad, es decir, de nuestra capacidad de reacción participativa al mundo basada en la subjetividad y la identidad moral. El resentimiento construye sobre la memoria la experiencia del sufrimiento, el daño y la opresión. No se trata, como suele afirmarse, de un seguir atado al pasado. Por el contrario es una elaboración continua del presente que se origina en la experiencia y el saber de la parte débil en la relación humana de poder. Es, pues, una forma de experiencia humana que media y tranforma la memoria haciendo que preserve un juicio negativo sobre el mundo y la sociedad que han olvidado culpablemente el daño que hicieron o que siguen haciendo.

Suelen ponerse los escritos del austriaco Jean Améry como ejemplo de resentimiento (Más allá de la culpa y la expiación, Levantar la mano contra uno mismo). El propio nombre de Améry ya es un ejercicio de resentimiento: Hans Mayer, de padre judío y madre católica, resistente y torturado por las SS, deportado a Auschwitz, Buchenwald y liberado en Bergen-Belsen cambia su nombre con la intención de borrar su origen germánico. Pero tarda en escribir resentidamente. Sólo cuando observa que Europa está olvidando y que los viejos victimarios vuelven al poder en los años sesenta eleva su lamento y su reivindicación del resentimiento. Pues el resentimiento es el remedio contra la enfermedad del olvido. En las conocidas Tesis de filosofía de la historia Walter Benjamin advierte que si el fascismo triunfase serían los propios muertos los que estarían en peligro. Su visión de la historia como cadena de derrotas es sin duda la mejor definición del resentimiento como vínculo.

El resentimiento es el vínculo de los débiles. Raramente se expresa directamente. Siempre lo hace oblicuamente: mediante el artilugio de la escritura o mediante lo que Michel de Certeau llamaba las "tácticas" de los oprimidos: el comentario en voz baja, el pequeño hurto al amo. Ahora no recuerdo la autora del testimonio del trabajo que recordaba a una rebelde cuya forma de expresión era ampliar un minuto el tiempo que le daban para ir al baño o fumar un cigarrillo, y que a la vuelta era premiado con sonrisas cabizbajas por sus compañeras.

No es extraño que el resentimiento de los débiles sea la causa productiva de la imaginación torcida de los poderosos. Se ha estudiado cómo las imaginaciones pervertidas de los esclavistas blancos en el Sur estadounidense, su obsesivo miedo y terror a que sus esposas tuviesen alguna relación con un negro, tiene mucho que ver con el miedo al resentimiento del esclavo. la amplia literatura denigratoria de la Revolución Francesa, y de tantas otras revoluciones, que termina conformando todo un género expresa el profundo terror a la ira de las masas. Schiller, en sus influyentes Cartas sobre la educación estética de la humanidad califica de bárbaro el "sensorialismo" desatado del resentimiento que se ha expresado en la Revolución, incapaz de ser controlado por la razón. Su juicio se repite desde entonces tras cada revolución derrotada. Hanna Arendt continua la tradición al comparar positivamente la revolución americana con la francesa, olvidando quizás que la revolución americana instaura el derecho a la violencia individual como un punto de la Constitución. No es improbable  tampoco que en el imaginario patriarcal operen como fuerzas poderosas los miedos ancestrales al resentimiento femenino. En los chistes machistas eflorecen estas ansiedades. También en los sutiles, oblicuos y persistentes ataques al feminismo que colorean tantos discursos en la prensa contemporánea disfrazados de reflexiones maduras sobre la política. También en el nuevo doctrinario contra la emigración que conforma el fascismo contemporáneo. No es la emigración sino el miedo al resentimiento del débil lo que opera como el principal motor de la imaginación política contemporánea.

Si la confianza nos ata, también lo hace el resentimiento. La confianza reproduce los vínculos sociales. El resentimiento la memoria de los damnificados, la esperanza de futuro y la solidaridad de los de abajo.


La ilustración es de Odilón Redon: "La araña que llora"

domingo, 4 de noviembre de 2018

Los vínculos vulnerables: la confianza




Una sociedad se diferencia de una masa o una horda porque está articulada por poderosos vínculos afectivos y epistémicos. Uno de ellos es el poder, el otro, la confianza. Ésta última es el cemento básico de cualquier asociación de humanos. Constituye el suelo sobre el que se apoyan nuestros pies, la arquitectura de lo que la filosofía llama "lo cotidiano". Es la base de nuestras relaciones más cercanas, de la amistad y el amor, que no pueden subsistir sin la confianza. En último extremo, es también la condición de posibilidad de la integración de todos las dimensiones del sujeto, por tanto de la identidad personal. La mayor de las críticas que puede hacerse al orden neoliberal que se extiende por el mundo es que es una poderosa máquina destructora de confianza allí donde se impone.

Una de las dos dimensiones de la confianza es la afectiva. Rocío Orsi, una aguda filósofa desaparecida demasiado pronto, recordaba en su libro El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles, que la palabra griega para la confianza, pistis, tiene la misma raíz que otro término fundamental para la filosofía y la sociedad griegas, philía, cuya traducción varía del amor a la amistad o la fraternidad. Esta comunidad de fondo nos habla de su naturaleza de afecto, que para Spinoza constituye la fuerza del sujeto y de su experiencia encarnada. La otra dimensión de la confianza es la epistémica. La confianza tiene mucho que ver con una actitud epistémica cercana a la fe (por ello la actitud simétrica de la confianza que es la fidelidad). Confiamos en alguien para algo. Y esa confianza implica una entrega vulnerable al otro de nuestras expectativas. Una máquina, una inteligencia artificial o un puente tienen fiabilidad. Solo las personas producen confianza. Es un vínculo basado en la voluntad de hacerse previsible, de generar planes conjuntos con el otro o los otros.

La confianza tiene una forma básica de carácter general sobre la que está construida nuestra vida cotidiana y múltiples formas específicas, tantas como nuestras relaciones y entornos personales. Subimos al avión o al tren; acudimos a la consulta de la doctora; cedemos nuestros ahorros al banco; obedecemos a los códigos y las leyes. Todas estas prácticas se erigen sobre la confianza básica. Confiamos en que nuestra pareja recoja al niño en la guardería a su hora; confiamos en los hijos adolescentes cuando salen por la noche y vuelven de madrugada; la joven que vuelve a casa a altas horas espera no ser atacada por el varón con el que se cruza. Cuando se pierde la confianza básica en el mundo se desquicia la identidad. Lo mismo que cuando la confianza en otra persona se ve traicionada. En los dos casos, la confianza es al tiempo el más robusto y el más vulnerable de los vínculos que nos atan al mundo y a los otros.

Sorprendentemente, no encontramos demasiada iluminación en la historia de la filosofía sobre la cuestión de la confianza, tal vez por la dificultad que entraña su tratamiento, tal vez porque en las sociedades premodernas era invisible precisamente porque, al igual que el oxígeno o el agua, era el medio sobre el que se constituían las sociedades. Paradójicamente, en nuestra sociedad contemporánea la literatura sobre el concepto de confianza ha crecido hasta constituir en sí misma una inmensa biblioteca. Patricia Revuelta escribió una magnífica tesis doctoral sobre el concepto (La confianza en cuestión), en cuya realización tuve el privilegio de acompañarla como tutor (me gusta más el término inglés "advisor", "consejero", que el autoritario "director" de nuestro sistema educativo). Patricia fue desenvolviendo todas los acercamientos contemporáneos al concepto y las insuficiencias que tienen. Definía bien el difícil problema de la confianza con el viejo chiste de los físicos sobre el abejorro: no tiene alas ni fuerza suficiente para soportar el peso de su cuerpo y, sin embargo, ahí va, de flor en flor. Así la confianza, un vínculo tan improbable como vulnerable, sin el que la humanidad no existiría.

Ha crecido la literatura sobre el tema porque se ha descubierto su vulnerabilidad en nuestras sociedades en todos y cada uno de los estratos que la forman. La política puede existir como poder, pero si aspira al buen gobierno, eso que llamamos con el horrísono término de "gobernanza" tendrá que asentarse sobre la confianza. Un sistema entra en crisis cuando alcanza el nivel de "crisis de confianza". Una vez que tal amenaza se cierne, la solución es compleja, si es que existe. Una democracia, basada en la forma de representación, es un orden de confianza. Cuando se corrompe y los representantes la traicionan se provoca la anomia y el distanciamiento de la política de los ciudadanos, el peor de los daños que se puede causar al orden social. Los mercados, o al menos los mercados cuando existían como sistemas de intercambio y distribución de bienes y mercancías, se sostienen sobre la confianza. La crisis económica actual se originó en una crisis de confianza (durante un tiempo los bancos dejaron de prestarse dinero porque nadie confiaba en nadie. Tuvo que ser el estado el que empleó billones de dólares y euros de sus ciudadanos para resetear el sistema). El capitalismo financiero actual, asentado en inmensos fondos de capital que recorren el mundo a la velocidad de la luz, muchas veces guiados por simples inteligencias artificiales de inversión, asentándose en los lugares donde se prevé un beneficio inmediato y huyendo a la misma velocidad cuando se espera algún riesgo, es un mecanismo de destrucción de la confianza. El viejo sistema de mercado, que describió Franz Capra en su película "Qué bello es vivir", era fruto de la confianza entre proveedores y clientes, como narra la historia del banquero que daba la vida antes que defraudar la confianza depositada en él por sus clientes y vecinos.

Los economistas han tratado de resolver lo paradójico del concepto con sus limitados medios que teorizan un sujeto autointeresado. Así, los múltiples intentos por modelar matemáticamente el concepto de confianza se orientan todos a considerar la confianza como un cálculo para la reducción del sentimiento del riesgo. Pero, como en tantas otras cosas, la aproximación económica a la conducta humana está viciada de raíz. Cuando hay confianza no hay cálculo, cuando hay cálculo entonces no hay confianza. Como anunciaba antes, la actitud epistémica que llamamos confianza tiene mucho más que ver con la fe que con la evidencia. No es extraño que sean los teólogos los que más se han ocupado de la confianza. No es extraño que la mayor de las paradojas teológicas, la apuesta de Pascal, muestre las entretelas de la creencia religiosa: si crees como resultado de un cálculo de expectativas, por muy segura que sea la apuesta, mala cosa. Si confías en la lealtad de tu pareja haciendo cuentas de su pasado, mala cosa. Cuando confías te echas en los brazos del otro sin cálculo.

Es mucho más interesante la aproximación moral a la confianza. De hecho, podríamos formular una ética edificada sobre la confianza más que sobre imperativos categóricos universales: vivir moralmente consiste básicamente en conducirse de modo que no se traicione la confianza que otros han depositado en uno. De ahí el profundo sentimiento de responsabilidad que sentimos cuando se ha depositado en nosotros alguna confianza. Quienes hemos sido padres y vivido la larga etapa de preguntas que te dirigían los hijos, cuando notas la confianza en sus ojos, te sientes tú mismo vulnerable y asustado por la posibilidad de que algún día o en algún momento dejen de confiar en ti. Quienes nos dedicamos a la educación sentimos este mismo abismo profundo de miedo a traicionar la confianza de tus alumnos o los padres que han dejado en tus manos la educación de sus hijos. Cada final de curso uno siente repetirse ese miedo a no haberlo hecho bien (el próximo junio se cumplirá mi cuadragésimo segundo curso, y en todos y cada uno de los finales he sentido el mismo peso de la responsabilidad). Vivir moralmente es también aprender a confiar en los otros. No solo tratarles con justicia, sino ser lo suficientemente valientes como para ponernos en sus manos, en confiarles nuestra vulnerabilidad.

De ahí el desastre moral del orden neoliberal. Cuando Margaret Thatcher afirmaba que ella no veía la sociedad, sino tan solo individuos y familias, de hecho elaboraba todo un programa de gobierno fundado sobre el egoísmo, la desconfianza y el poder. Desde la publicidad consumista a la política, el mundo se modela sobre la colonización de nuestra confianza. El vendedor de automóviles, el candidato político, el banquero, todos te piden la confianza. El negocio consiste en que te consideran tan cínico como ellos, saben, o esperan, que tú les des el dinero o el voto no porque creas a fe ciega que no lo van a traicionar, sino porque "confían" en que cansinamente has hecho un cálculo y les consideras el mal menor. Una sociedad bien ordenada, por el contrario, se funda en la autoridad y la lealtad. La autoridad no es el poder puro de dominio, por el contrario es un poder que se tiene porque otros confían en las decisiones de esa persona. La autoridad se gana por la lealtad a la confianza depositada. De ahí que sea tan fácil perderla y quedar únicamente como depositario de poder. La autoridad y la confianza van unidas: no hay autoridad sin confianza. No hay confianza sin autoridad. Cada vez que confiamos en el otro le concedemos autoridad para algo que nos afecta profundamente.

Se puede construir un programa de democracia radical sobre la noción de confianza: construir instituciones basadas en la autoridad y no en el poder; elaborar prácticas y reglas que hagan difícil ganarse la confianza de los representados y hagan fácil el castigo a la falta de lealtad. Crear redes y tejido social erigidos sobre la confianza mutua. Doscientos años de democracia frágil e imperfecta nos muestran que los tres pilares de la Revolución Francesa (libertad, igualdad, fraternidad) son insuficientes. Falta la confianza.

















La ilustración es un dibujo de Karolina Koryl