domingo, 30 de julio de 2017

Culturas de la violencia





Me resulta extraño escribir en vacaciones sobre el tema del título: "culturas de violencia", pero, como suele ocurrir, uno no siempre elige los momentos para pensar los temas, sino que son las agendas las que los determinan. Trabajo ahora, para una cita en octubre en Bogotá, sobre la novela de Gustavo Álvarez, escritor, periodista y político colombiano, Cóndores no entierran todos los días, que narra los orígenes de la violencia política en Colombia, en los años cincuenta, tras el asesinato en 1948 del líder Jorge Eliécer Gaitán, que dio paso a una etapa denominada La violencia, continuada más tarde por la guerrilla, los paramilitares, los narcos,... La novela, escrita en 1971, relata la formación de un sicario jefe de un grupo de asesinos que, en 1949, somete a la ciudad provinciana de Tulúa a un periodo de terror y matanzas.

La pregunta sobre cómo una persona "normal", un ciudadano de la calle, se convierte en asesino  ha sido tratada ocasionalmente en la literatura y el cine en contextos diversos, quizás porque solamente se pueda tratar en forma narrativa y no en modo conceptual. La pregunta, más general, de por qué los miembros de una sociedad se vuelven ciegos a la violencia, la toleran e incluso la justifican, ha sido tratada, en este caso sí, por pensadoras y pensadores a los que les ha preocupado el silencio social en contextos de violencia ambiental. Ni los relatos ni los argumentos filosóficos terminan de satisfacernos y nos dejan un poso de misterio ante la violencia. Mi única respuesta, muy en la línea de la ya clásica de Hanna Arendt, es que la violencia ensucia el juicio, crea atmósferas de opacidad donde las razones morales se disuelven. Incluso la de aquellas personas que parecerían haber mantenido la lucidez bajo condiciones de violencia y levantado su voz. Pues incluso estas personas estaban sometidas a la presión aplastante de dos fuerzas: levantar la voz contra toda forma de violencia o levantarla contra la de una de las partes, justificando entonces, implícita o explícitamente, la de la otra. En estas encrucijadas, también el juicio queda sometido a las derivas históricas y sufre de lo que los filósofos llamamos suerte moral, concepto que capta la idea de que el valor de ciertos juicios o decisiones no depende sólo de sus orígenes en el interior de la persona sino de la circunstancia histórica en que se emite o decide.

Para algunas generaciones afortunadas, la violencia es lo que está reflejándose en la pantalla o en el papel de la prensa. La ventana de las noticias habla de una violencia lejana, a la que uno accede más o menos pertrechado ya de los argumentos y conceptos que proveen los comentaristas, y que admiten que el espectador adopte rápidamente lo que podríamos llamar una actitud moral. Quiero decir que el juicio moral es relativamente sencillo de construir y expresar, puesto que la distancia admite también una cierta distancia psicológica. Nadie tarda más de un segundo en decidir si el Holocausto de los nazis fue un desastre moral o si, por el contrario, tenía alguna justificación. Pero cabe la sospecha de que esta rapidez sea un producto histórico y cultural.  Las víctimas de los campos supieron bien que esta espontaneidad era más bien un producto engañoso. La literatura de Améry, Primo Levi, Celan o Semprún no se entendería sin esta fundada sospecha. Para las generaciones desafortunadas, que viven más cerca de la violencia, la actitud moral no es siempre accesible, o no lo es más que como un modo de tomar parte. En situaciones de violencia, lo más generalizado es la actitud participante, en donde el juicio moral es sólo un recurso o instrumento en una red compleja de emociones, autoengaños, miedos o indignaciones.

Como pertenezco a una de esta segunda clase de generaciones, hablo en primera persona cuando hablo de la ceguera en la que uno habita en situaciones de violencia. Cuando la violencia se generaliza, se establecen nítidamente los bandos, las sociedades se embarcan en oscuras singladuras, y las decisiones de aceptar y justificar la violencia suelen darse con relativa facilidad. Los padres permiten a sus hijos alistarse e incluso les animan a ello. Más tarde, cuando la violencia se desarrolla e impregna todos los intersticios de la sociedad y las calles y pantallas se han llenado de cadáveres, la actitud participante suele mutar en otra cosa que tiene que ver con el hastío, el cansancio, el miedo y la incertidumbre. Entonces, cuando acaba la violencia y los hijos que sobrevivieron vuelven a casa se les recibe con recelo. Se les admite a la mesa siempre que no hablen demasiado de aquello. Siempre que no cuenten la verdad sobre la violencia.

Al fin de la batalla, los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras. La ceguera se manifiesta en la dificultad para asumir la historia. Quizás, conjeturo, una de las razones por las que la reciente y aclamada novela de Fernando Aramburu, Patria,  ha tenido tanto éxito es precisamente por los silencios que habitan en sus personajes más que por lo que muestra de manera visible. Ese no querer saber, dejando intactos, o casi intactos, los prejuicios y construcciones del otro, suelen ser los estados en los que la actitud participante reside cuando la violencia disminuye. La actitud moral ahora es más sencilla y cercana, y por ello más sospechosa de ser un subproducto de la historia del desastre moral.

Mirando ahora, en mi país, las hemerotecas, acude en apoyo a mi pesimismo un debate que hubo en los años noventa, en los momentos en que la guerra contra ETA cambiaba de signo. Me refiero a la discusión sobre el "escudo de Arquíloco" como figura de actitud moral, que dio origen a un libro de Juan Aranzadi sobre el mismo signo y del que es una buena descripción un artículo firmado por Fernando Savater en mayo del noventa y cinco. Arquíloco fue un poeta que abandonó la línea, tiró el escudo y se congratuló de ello afirmando que un escudo siempre puede sustituirse por otro, pero la propia vida no. Se trata de la posición de la "ética del fugitivo", la de quien decide tirar las armas y salir corriendo antes de continuar en la batalla. En las situaciones de violencia, los que siguen la actitud del poeta Arquíloco y deciden que es mejor vivir que seguir matando suelen tener un destino ambiguo: son contemplados con simpatía por algunas partes, menos por otras. En situaciones de violencia, quién es un traidor y quién un héroe suele ser difícil de decidir. En los años noventa, en España, la actitud de Arquíloco solía ser estigmatizada, a veces por quienes la habían tomado una o dos décadas antes. Así son las cosas en los periodos de muerte y desolación. Después, todos descansan, pero nadie, sospecho, quiere sentar a su mesa a un etarra o a un guardia civil para que cuenten su historia.

Se me responderá con razón que todo esto son pamplinas, que se me ha olvidado citar la cuestión fundamental, la de la "legitimidad" de la violencia. Pues al fin y al cabo ésta es la única pregunta importante: quién y por qué puede legítimamente usar la violencia. Separada la pregunta por la violencia de la pregunta por la legitimidad todo es "alma bella", actitud moral inane que no quiere tomar partido o, peor aún, que lo toma bajo una aparente distancia. Cierto, eso es lo que llamo "actitud moral" , distinta a la actitud participante de quien se siente concernido por la violencia y toma partido. La cuestión de la legitimidad nos debe llevar a la cuestión de las víctimas y de quién o qué instancia está autorizado para defenderlas. Y la respuesta es la del Estado cuando está sometido a los más claros controles democráticos. Es una respuesta que no admite dudas y que no es difícil de dar siempre que las circunstancias sean propicias. Más difícil es cuando no lo son. En la España de los años noventa estas circunstancias lo eran porque ETA no tenía ninguna opción de llevar a cabo lo que pretendía, hacer que su locura de asesinatos se convirtiese en una "guerra" entre estados, o entre sociedades, como deseaba. Por suerte para la sociedad española estas circunstancias fueron propicias. En otros lugares, como los Balcanes, por aquellos años, esas circunstancias no se dieron porque no había estados con tales garantías. Todo era estado de naturaleza. La violencia del siglo XXI nos ha devuelto a un estado de incertidumbre moral, donde la rabia por la suerte de las víctimas no siempre nos hace lúcidos con respecto a la legitimidad de las respuestas. La actual guerra en Siria es un ejemplo nítido de mi pesimismo acerca de qué nos ocurre en estas situaciones, cuando están mucho más claro cuáles son las víctimas pero no cuáles son las violencias legítimas.

Tomar las armas o tirarlas son opciones sometidas a un alto grado de contingencia y suerte moral. Quienes lo hacen, están respaldados por lo que llamaré culturas de violencia: climas que hacen sencillo lo que no tendría que serlo: comenzar o abandonar el combate. Las culturas de la violencia se encargan de facilitar estas decisiones. En situaciones de violencia, sorprendentemente, no es difícil ser traidor o héroe. Es mucho más difícil serlo cuando aún no se ha abierto la violencia, cuando es la cultura la encargada de crear los efectos irreversibles que van a dar origen a la habituación a la muerte.

La violencia aparece como contingencia cuando hay una cultura que la hace necesaria. Una compleja red de mitos, rituales, afinidades y lealtades emocionales sobre las que se construye con facilidad la imagen de un otro que ya no es sino un simulacro de humanidad, alguien prescindible que no produce efectos notorios su muerte. Cuando comienza la violencia, es difícil distinguir entre víctimas y victimarios. Son todos parte de una nebulosa moral que ensucia la humanidad.

Que la violencia puede ser anticipada es una de las esperanzas que nos quedan, Pero no como actitud moral distante sino como actitud participante en los procesos que conducen a la construcción cultural del otro como alguien prescindible. Quienes matan son un último eslabón de una cadena que ha comenzado mucho antes y por intereses muy espurios. Al encender las televisiones y leer las pantallas o las páginas de papel estamos escuchando los ruidos de cómo se construyen las fábricas de la muerte del mañana. Quizás, con la posible ilusión de que aún ningún cadáver ha creado irreversibilidad y necesidad en el proceso de destrucción, queda la esperanza de que hacer visible la violencia de las culturas de la violencia pudiera detener, al menos por un tiempo, lo que no será sino los anuncios de la próxima guerra.

En la dinámica de la violencia, se entreven tres momentos: la cultura de la violencia, la violencia explícita y el fin y la transición. En cada uno de ellos, la actitud participante debería tener la lucidez suficiente de juicio para anticipar la fase siguiente: la cultura de la violencia es a la vez causa y efecto de los climas de enfrentamiento. Se produce cuando se establecen irreversibilidades psico-sociales y construcciones de un "ellos" y "nosotros" ciego y lleno de estereotipos que no admiten matices. Una vez que esa construcción funciona es ya muy difícil detener la escalada. En la siguiente fase, el día del reclutamiento, ya es muy difícil detener la alegría con la que se envía a la muerte y al asesinato a los hijos e hijas de una generación. No deberíamos olvidar las palabras de Ruyard Kipling, escritor maravilloso pero contribuyente colonialista al clima de guerra que produjo la I Guerra Mundial. Su hijo murió en una de aquellas matanzas. Más tarde reconocería: "nuestros hijos murieron porque sus padres les mintieron".

En esa etapa, nunca conviene olvidar los  versos de Bertolt Brecht que cantó Aguaviva;
"La guerra que vendrá, no es la primera,/hubo otras guerras/Al final de la última quedaron vencedores y vencidos./Entre los vencidos el pueblo llano pasaba hambre/Entre los vencedores, el pueblo llano la pasó también."

domingo, 16 de julio de 2017

Trabajar cansa, no hacerlo,...




Observo con pasmo que si uno escribe "filosofía del trabajo" en el buscador Google, las referencias que se encuentran nos llevan a "filosofía del trabajo en Japón" o a algún libro de la editorial del Opus sobre el trabajo como forma de acercamiento a Dios. No menos mala, aunque más previsible, es la experiencia de escribir simplemente "trabajo": la pantalla se llena de páginas de empresas de búsqueda de empleo. Es ilustrativo porque señala dos asociaciones estructurales del trabajo bajo las condiciones contemporáneas: el trabajo que agota el tiempo de vida o el trabajo asalariado como algo escaso. Y en nada consuela el que ocasionalmente aparezcan referencias al trabajo desde un punto de vista antropológico como característica esencial del ser humano.

Este final de curso me ha llevado a pensar sobre la necesidad de recuperar la tradición de la filosofía del trabajo que inició Marx. Tanto el cansancio personal como el estímulo de haber escuchado y conversado estos días con varios colegas sobre el horizonte contemporáneo del trabajo, me conduce a esta necesidad. He leído últimamente, además, varias obras donde el cansancio, no ya el trabajo, se convierte en el tema de la obra: La trabajadora, de Elvira Navarro,  Clavícula, de Marta Sanz,  Desde los escombros, de María Prado, Hijos de la noche, de Santiago López Petit, que traducen en literatura el devastador análisis del trabajo contemporáneo que había hecho el sociólogo Richard Sennett en La corrosión del carácter.

Escuchaba a la economista Lina Gálvez, especialista en trabajo desde una perspectiva de género, al periodista y sociólogo de la empresa Esteban Hernández, a Vicente Palop, un médico especialista en fibromialgias, tratadas desde una concepción humanista de la medicina, a Marina Garcés, filósofa, a César Rendueles, sociólogo. Desde perspectivas muy diferentes coincidíamos en describir el horizonte desolador en donde el trabajo o su falta están destruyendo nuestro sentido de futuro, nuestras esperanzas de planes de vida humanos.

Primero la sociología y economía, luego la antropología, más tarde la filosofía. No comenzar el mundo por los conceptos sino por las prácticas. Recordaba Lina que los cambios tecnológicos, a lo largo de la historia, han destruido trabajo pero han creado otro, que la amenaza del fin del trabajo no es sino una amenaza para lo que importa: tener una reserva estratégica de mano de obra que quiebre la solidaridad colectiva. Lo comprobaba en mi sector, el de la investigación y la enseñanza universitaria, donde la amenaza del paro no se corresponde con la necesidad de trabajos de investigación y enseñanza, pero sí con la transformación hacia una universidad de trabajo esclavo, precario, cada vez más jerárquica. Describía Esteban Hernández el terror que se impone en las empresas, el paradójico aumento de la carga de horas y, sobre todo, de la presión sistemática por los resultados, en una monitorización permanente, que nos devuelve a las estrategias de ordenación del trabajo fordistas. De hecho, comentaba yo, nunca salimos del capitalismo fordista, al contrario, estamos profundizando en él.

Marx tenía razón. No es posible separar el trabajo de la alienación, de la explotación del tiempo de vida del otro: en la familia patriarcal, en la industria, en las nuevas formas de explotación que se llaman emprendimiento, que no son sino vueltas al capitalismo pre-industrial, donde se explotaba a los trabajadores y trabajadoras sin permitir su reunión en un espacio común.  Tampoco, sin el orden jerárquico. Marx sostenía que el modelo de una empresa se había tomado del cuartel. No ha disminuido, sino aumentado la similitud. Las nuevas formas militares, de supuesto trabajo en equipo, de juegos de guerra que esconden una feroz competencia bajo una superficial colaboración, nos devuelven a su vieja reflexión. El trabajo por proyectos, que no es sino la vuelta del trabajo por obra frente al trabajo por tiempo. Que se presenta como avance en productividad, cuando no es sino retroceso que aprovecha la destrucción del poder de la asociación. Entre los siglos XIV y XV, gremios de numerosas ciudades europeas lucharon por conseguir un reloj en los ayuntamientos, para forzar los salarios por tiempo y no por obra. Ahora, el reloj, ya internalizado en el reloj del ordenador, sirve para destruir nuestro sentido del tiempo.

El tiempo de vida destruido: por el trabajo, por su falta. Las nuevas enfermedades, epidemias, asociadas al trabajo y al desempleo, no son menos dañinas que las que destruyeron los cuerpos de las trabajadoras y trabajadores del siglo XIX. Las fibromialgias, las depresiones, las fatigas crónicas, los trastornos obsesivo-compulsivos. Muchos médicos siguen biologizando enfermedades que podrían no haber surgido sin las nuevas presiones sociales asociadas al estrés de la explotación, que se manifiesta en las múltiples caras del trabajo: la conciliación, los planes de vida, la imposibilidad de tener futuro. Una mirada social y antropológica a las enfermedades nos permitiría escapar de las nuevas adiciones a la autoayuda, a las terapias de mero tratamiento de síntomas para recuperar formas de cuidarnos colectivamente. Convertir el sufrimiento en ira, la indignación en terapia.

La antropología: el trabajo como producción y reproducción de vida. Sometido a la depredación  de un sistema económico que no distingue entre los trabajos de cuidado, los trabajos para reproducir los bienes comunes, los trabajos de creación, los trabajos de reproducción, los trabajos del cuerpo y los trabajos de la mente. Todo cae bajo la única forma que es la mercancía, la "commodification" universal de lo diferente. Marx se equivocaba en dar tanta importancia a la división social del trabajo entre manual e intelectual. Olvidaba los trabajos de cuidado, los trabajos pro-común, los trabajos de creación. No podía imaginar el grado de colonización de las fuerzas de la vida que alcanzaría el capitalismo en sus fases ulteriores.

La filosofía: Simone Weil, que sólo había tenido experiencia de trabajo como investigadora y profesora, necesitó emplearse en una cadena de montaje para aprender cuál era el dolor y el daño que sufrían las trabajadoras. No sabía que cien años más tarde, los cuerpos de las becarias y becarios sufrirían daños similares. Pensar el trabajo con las categorías del daño: no tendría que ser así. No tendrían que colonizarse los tiempos de los otros en una loca carrera que está destruyendo el mundo. Tenemos recursos para hacerlo de otro modo. Trabajos de sostenimiento y cuidado del mundo y de los otros. Tenemos tecnologías de bajo impacto y de alto impacto que pueden revertir la destrucción y crear posibilidades de futuro: personal, colectivo. Que no asocien trabajo y sufrimiento constante, sino trabajo y reproducción de los vínculos afectivos que tendrían que sostener las comunidades.

Pensar el trabajo es pensar en un mundo sin capitalismo. Imaginarlo. Para olvidar el apocalipsis en el que se han instalado nuestras imaginaciones.

domingo, 9 de julio de 2017

Cultura es nombre de derrota




Cada revolución cultural ha sido la respuesta a la derrota de una revolución social. Lo fue la ilustración a un estado estamental violento, intolerante. Lo fue el romanticismo a una revolución francesa fracasada en sus ideales, al triunfo de una burguesía sin más objetivos que el enriquecimiento y la ostentación. Lo fue el modernismo como conciencia de los rincones oscuros de la modernidad. Lo fueron las vanguardias a la conversión del arte en mercancía. Lo fue la cultura crítica a la derrota de las revoluciones proletarias. Lo fueron las revoluciones autonomistas y sesentayochistas al triunfo del capitalismo postindustrial. Lo fue la posmodernidad al triunfo del neoliberalismo. Lo es el altermundismo al triunfo de la globalización y el capitalismo de casino.

En cada derrota, el pensamiento del afuera se ofrece como un territorio de resistencia contra la inundación de la realidad por las inmensas fuerzas del poder contra la vida. El trabajo en el imaginario; la habitación en las zonas menos colonizadas del lenguaje; la creación de objetos y formas que aún sueñan con no ser mercancía; la memoria de las fuerzas vitales de los afectos; la erotización de una cotidianeidad aplastada por la explotación; la preservación agonal, antagonista, del resentimiento por la derrota.

Ninguna revolución cultural produce por si misma transformaciones sociales suficientes. Pero ninguna transformación social emancipatoria es posible sin una revolución cultural. Se aprendió demasiado tarde que incluso si triunfa una revolución, la cultura del poder vuelve a ocupar y reproducir, a veces con más intensidad y control, las estructuras jerárquicas de la situación anterior. La cultura reproduce la sociedad con más eficacia que las normas e instituciones.

De todas las derrotas, la más dolorosa ha sido la conversión de la cultura en el gran motor del capitalismo de casino. Cuando Bourdieu pensó en la idea de capital cultural, aún creía en el sueño de una forma de poder que nacía del cultivo cuidadoso del arte, el pensamiento y el campo intelectual. El capital cultural del siglo XXI es la conversión de la cultura en capital: la transformación de las instituciones educativas en empresas de servicios, vendedoras de títulos que supuestamente habilitan para ocupar lugares de privilegio, pero que realmente son nuevos modos de explotación y depredación de los bienes y sueños de los de abajo.

La última de las conquistas fue la ciencia. Marx tenía una profunda ambigüedad ante la ciencia. Sabía que detrás de la revolución industrial había resultados científicos, ingeniería y ventajas competitivas en la composición del capital que producían modos de explotación más eficaces. Pero sabía también que la investigación generaba nuevas contradicciones, tensiones que pensaba cada vez más insoportables para una sociedad de clases. La investigación, como forma de cultura, sabía Marx, pertenece a la "superestructura", a la trascendencia de lo real que nace de la imaginación, la curiosidad, el deseo de salir de la ignorancia. En los años ochenta, cuando el capitalismo comenzó la colonización de la cultura científica, su conversión en mercancía, más allá de su uso instrumental, se comenzó por añadir un adjetivo: investigación y desarrollo. Allí donde había ciencia ahora se imponía una obligación, la de cuidar por las necesidades del mercado. En el siglo XXI se impuso un nuevo adjetivo, la innovación. La obligación de convertir la imaginación y la curiosidad en empresaria de sí misma, en transformar las ideas en mercancías.

También la cultura científica necesita una revolución cultural: crear un territorio de resistencia en el lenguaje, recuperar el sueño de una posibilidad que no sea la de la destrucción definitiva, de una humanidad sostenida por los ideales de la libertad, igualdad y fraternidad, de la lucha contra el reinado de la ignorancia. La gran paradoja es que cuanto más conocemos sobre el mundo la sociedad se vuelve más opaca a a sí misma, las conciencias sobreviven en el autoengaño. La medicina busca terapias a las depresiones, dolores y angustias que han sido producidas en parte por un sistema que las convierte en formas necesarias de vivir bajo el nuevo imperio del capital que coloniza los últimos restos de imaginación, afectos y vínculos.

En los años setenta y ochenta, la cultura se refugió en la metáfora y en los lenguajes abstrusos: rizomas, pliegues, aparatos, resignificaciones, heterotopías, jergas deleuzianas, lacanianas, foucaultianas, creadas para resistir la "commodification" de los sentidos. También esas formas de resistencia fueron derrotadas y convertidas en palabras vacías, en sonidos y gritos de la derrota que ya no significaban. Palabras incorporadas a la inmensa red de colonización de la atención.

Paula Rego, con su Blanca Nieves jugando con el trofeo de papá podría representar un nuevo afuera, una nueva promesa de revolución cultural sostenida por la fuerza de una ironía que nace del resentimiento. No va a producir revolución. No va a cambiar el mundo por sí misma. Pero papá se va a sentir molesto de que jueguen con sus trofeos.



domingo, 2 de julio de 2017

El conjuro de la suerte




La suerte es un concepto tan omnipresente en la vida cotidiana como poco definido en la filosofía y la ciencia. Fernando Broncano-Berrocal lo estudió en su tesis doctoral y explicado en varios artículos y esta entrada de la Enciclopedia de Filosofía en Internet. Es un término relacionado con una familia de palabras que usamos mucho en la vida cotidiana: "fortuna", "riesgo", "coincidencia",... En la ciencia se suele tratar como un concepto probabilístico, en la vida cotidiana se emplea más un concepto "modal" (es fácil que... no es fácil que...) que traduce las probabilidades en posibilidades más o menos cercanas. La hipótesis de Fernando es que el concepto más correcto es el que traduce "suerte" en términos de "falta de control". El control puede serlo del entorno externo o del entorno interno (de las dependencias del afuera o de las dependencias del adentro. En resumen, la suerte sería aquello que pretende superar la agencia.

Los griegos tenían diversos términos para referirse a la suerte: la ananké, relacionada con la necesidad, la tujé, que podía manifestarse como buena o mala suerte (quizás era el término más cercano a nuestro uso, la moira, que se relacionaba con lo que a cada uno le tocaba. Todos estos términos tenían mucha relación con la idea determinista de destino, hado o el fatum latino. La religión y mitología griegas les daba la suficiente importancia como para personalizarlas en diosas: Ananké o las Moiras. La primera más relacionada con lo cósmico, las segundas con los avatares del destino humano. En el Timeo, uno de sus últimos diálogos, Platón se tomó muy en serio el problema de la suerte. En su fantástico relato, el Demiurgo, el dios constructor (no creador) del mundo, trata de introducir orden en el caos, es decir, de arrinconar a la suerte. No lo consigue del todo, pues en el corazón de los últimos elementos del mundo hay siempre un componente de desorden, suerte o "necesidad".

Por mi parte, cuando he analizado las técnicas e ingenierías, he acudido también a la idea de que la agencia técnica consiste en "hacer posible", no por suerte sino por nuestros conocimientos y habilidades. Nunca me ha gustado la explicación formalista de la racionalidad técnica como racionalidad instrumental en forma de "medios para un fin", que oscurece más que ilumina las complejidades de la agencia humana, que habita en una perenne tensión y dialéctica entre las varias formas de posibilidades: las deseables, las alcanzables, las permitidas,... En todo caso, siempre he pensado la cultura material humana como una cobertura contra la amenaza de la suerte. Desde la cueva y el fuego, que comenzaron a crear un entorno a cubierto del frío exterior, a nuestro moderno mundo técnico, el conjuro del riesgo ha sido un vector fundamental en la creación tanto de la cultura como de los propios estados, cuya última justificación ha sido siempre la garantía de la seguridad contra el riesgo de una sociedad desorganizada.

Quienes se han ocupado de la técnica a gran escala han argumentado que el control local que consiguen las tecnologías modernas no está reñido, más bien lo contrario, con la génesis de nuevos y más peligrosos riesgos que afectarían a toda la humanidad. Ulrich Beck, incluso, definió a nuestras sociedades como sociedades del riesgo. Sociedades que ya no se construyen sobre la promesa de la seguridad sino sobre el temor al riesgo, que sería ya producido por la intervención a gran escala humana, más que por el externo en la forma del destino de los antiguos.

La economía, por su lado, que es la norma para tratar del reparto de los bienes bajo condición de escasez, nació para conjurar el riesgo de la falta de bienes. Desde la casa al estado, la economía era la técnica para enfrentarse a los ciclos de abundancia y escasez. Era la ciencia del guardar lo que hoy sobra para disponer de ello cuando falte mañana. Era, por tanto, una manera de pensar el tiempo en términos de planificación contra el riesgo de la mala suerte. Como nos explica Marx en El Capital, y en otras obras (los Grundisse), el dinero, el capital y el mercado nacieron como instrumentos formales, que borraban las huellas de su origen en el trabajo humano, para la producción y el reparto de los bienes mediante las modalidades de producción de bienes que establece la industria.  Del mismo modo que los críticos pesimistas de la tecnología, Marx pensaba que el capitalismo era una forma de economía condenada a producir riesgo global en forma de crisis cada vez más aterradoras, aún si local y temporalmente pareciera que produce riqueza para todos.

Esta es la gran paradoja sobre la que se apoyan las filosofías de la historia que han sucedido a la modernidad. La idea de que más allá de lo local, donde hemos conjurado la suerte, acecha la ananké, el desorden y la destrucción. En las modalidades de milenarismos e imaginarios postapocalípticos que han inundado nuestra cultura resuenan los ecos del pasado. En un cierto sentido, la cultura moderna ha sustituido las postrimerías de la religión por las de la economía y la técnica. Se extiende la convicción de que el horizonte que nos rodea está lleno de oscuridad y caos. Estos imaginarios producen extrañas reacciones ideológicas que a veces parecen contradictorias: para mucha gente, el refugio en la fortaleza del estado y el apoyo a las políticas autoritarias sería un modo de conjurar la suerte. Para otra gente, la solución sería el abandono del estado y el refugio en las comunidades cercanas, donde parecería que uno está menos al pairo de la insolencia y la violencia del estado.

En cierta forma, la imaginación milenarista se ha extendido como una reacción producida por la percepción del riesgo.  Es, sin duda, una grave enfermedad de la imaginación que genera más violencia que la que trata de conjurar. Pienso en muchos mecanismos paradójicos que se han producido en la historia debido a la cultura del horror al riesgo (y no de su control). Jared Diamond ha estudiado en varios libros, pero sobre todo en Colapso, como la destrucción ecológica ha sido una constante en la historia humana. El miedo al futuro, que está en el origen de las formas de economía que genera la catástrofe, es una fuerza poderosa de destrucción. La economía de la avaricia como modo mágico de conjuro del riesgo produce efectos no queridos. Por ejemplo, las varias burbujas inmobiliarias que han afectado a España (no solo a España, pero especialmente a esta economía tan especulativa) son economías de la avaricia. Una generación se dedicó a invertir por miedo y avaricia en pisos sin reparar en que estaba gastando el futuro de sus hijos, que habrían de pagar la deuda que generaba su falsa sensación de ser ricos. Hoy esa generación se asombra de la fractura generacional, sin reparar que sus miedos y avaricias la han generado.

Habría muchísimo que hablar sobre las formas de controlar (no conjurar) el riesgo. Algunas implican el uso instrumental de la suerte. En política, por ejemplo, no están equivocados quienes acuden a los sorteos como un modo de control de la corrupción y el autoritarismo. Aquí el riesgo se controla con riesgo. Es una metaconciencia que no genera miedo sino prudencia. Hay otras formas: la idea de construir políticas de lo común y del cuidado, en las que los mercados sean solamente espacios locales de distribución, no señores de la economía. El conocimiento y la ingeniería pensados para el control del riesgo ecológico, para controlar la creciente escasez global a pesar de la abundancia y derroche locales. En todo caso, el peor de los horizontes es el milenarismo de "solo un dios puede salvarnos". Las religiones y los estados autoritarios nacieron de este terror incontrolado a la suerte.