miércoles, 21 de septiembre de 2011

La naturaleza y la gracia





Cuán difícil es hacer un comentario de El árbol de la vida de Terrence Malick. Hay obras cuya lectura o visión implica adoptar un punto de vista y ciertos puntos de vista nos abisman sobre las grandes fracturas de la cultura contemporánea. Todas las grandes revistas de cine le han dedicado monográficos. Me referiré solamente a la edición española de septiembre de Cahiers de Cinema en la que se hace visible esta división. Una película pretenciosa, mística, enrevesada y de compromiso más o menos abierto con el pensamiento neocon,  (kitsch, ha juzgado un compañero). Una película fascinante llena de matices visuales e intelectuales tocada por una gracia especial que nos lleva hacia las profundidades de la experiencia.  ¿Tendría que unirme a una de las dos posturas? ¿tendría que callarme y dejar pasar la ocasión? El problema es que ciertos acontecimientos culturales no pueden, no deberían, dejarse a un lado. En una cierta lectura es una mezcla, suma más bien, de imágenes de deep ecology y de biografía de familia a la Capra, es decir, misticismo natural y trascendentalismo americano. En otra lectura, es una película sobre la no resolución de la angustia humana por un pasado irredento y por un destino trágico entre la naturaleza y la gracia. Ambas lecturas son coherentes, ambas posibles y defendibles, ambas plantean una cuestión sobre el lenguaje del arte en esta era post-postmoderna.
Hay un tipo de discurso sobre el arte y el cine contemporáneos al que me resisto y del que me quiero alejar. Es el discurso que se mueve en los territorios intermedios, que no concede los extremos. Por ejemplo: ni Goddard ni Malick , ni Bataille ni Simone Weil, ni contracultura ni cercanía a la mística. Es el discurso que se mueve en los límites de Sabina y Saramago, entre lo políticamente correcto y la crítica amable al sistema. No es un discurso del que podamos aprender mucho, precisamente por ser causa y efecto del mundo cultural que nos afixia. Las dos lecturas a las que me refiero (que deberían alejarse de este territorio, que no es el intermedio entre los dos extremos anteriores sino un erial de palabras vacías) pueden ser coherentes en su radicalidad.
Aceptaría una negación total o una entrega total de esta obra si viniesen acompañadas por una razón sobre cómo es posible encajar lo excesivo (en términos de Bataille) o la gracia (en términos de Simone Weil) en la experiencia humana sobre los pasados que nos atormentan: la muerte de un hermano, la violencia de un padre, la hermosura moral de una madre, la experiencia de la culpa, la vaciedad de la vida de éxito, la irrelevancia de la civilización. Malick quiere señalar esta dirección con un pensamiento particularmente visual y poco discursivo. Es una película de silencios. Las imágenes, sin embargo, se alejan también del brutalismo o feismo que está asociado a la contracultura y tienen un punto de documental.
No sabría cuál de las dos lecturas es la válida. Pero sí cuál no.
En una lectura, Malick estaría poniendo en imágenes la pseudomística neocon; en otra lectura, El árbol de la vida es una historia natural de la angustia humana.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Viento del futuro, viento del pasado


Que la identidad es un resultado de las emociones es algo que estableció Heidegger en Ser y tiempo. El viejo sujeto de la metafísica moderna, el ser que dice “yo pienso” no es un algo que “sea” en el sentido en que un objeto que forma parte de la realidad “es”,  sino en cuanto deviene un proyecto, un existir bajo la condición de preocuparse, de cuidar de sí. “El Dasein es propiamente él mismo en el aislamiento originario de la callada resolución dispuesta a la angustia” .  Para Heidegger, la existencia adquiere sentido porque el sujeto se enlaza afectivamente con la  la realidad en la que habita. La forma esencial de este ligamento es la angustia, un estado de ánimo que surge del saberse un ser que ha de morir, y que produce que lo que concierne al sujeto importe, signifique y que el mundo se revele como un horizonte de posibilidades del que el sujeto se hace cargo. Sin una estructura básica afectiva no hay proyectos y por lo mismo no hay mismidad. Este devenir como proyecto liga la temporalidad con la afectividad, hace que la identidad sea una senda contingente armada por una estructura afectiva que no es un resultado de la conciencia, al contrario, es una precondición de todo significado.
El personaje Meursault de El extranjero de Camus parece escenificar esta relación afectiva con el mundo, en este caso bajo la luz oscura del sentimiento de absurdo. Meursault, un ser que en apariencia pasa por la vida como un ciego moral, ajeno a toda emoción de compasión o culpabilidad, pero que de hecho, sostiene Camus, es una persona que no se engaña y que no oculta su responsabilidad bajo una confesión de buenos sentimientos. En el momento culminante de la novela, cuando está en la celda esperando su ejecución y se niega al consuelo que pretende darle el capellán, y ante el reproche que le dirige de ser un “corazón ciego”, la rabia contra el autoengaño permanente de las buenas conciencias le hace expresarse con una sinceridad que nos ha ocultado toda la novela: “algo reventó en mí” –nos cuenta—y fuera de sí, agarrando por el cuello de la sotana a su acusador, reivindica su condición de ser como ser condenado a muerte en absoluto diferente a la de cualquier otra persona:
“Nada, nada tenía importancia y sabía perfectamente por qué. También él lo sabía. Desde el fondo del porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, un hálito oscuro subía hacia mí a través de los años que aún no habían llegado y ese viento igualaba a su paso todo lo que se me proponía ahora en los años no más reales que estaba viviendo. Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige puesto que un solo destino debía elegirme a mí y conmigo a miles de millones de privilegiados que, como él, se decían mis hermanos. ¿Lo comprendía, comprendía al cabo? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. A los otros también los condenarían un día. También el sería condenado. ¿Qué importaba si, acusado de asesinato, lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre?” 
Este viento oscuro que viene del saberse condenado condiciona toda la vida de Meursault. Su vida adquiere significado, por más que nos resulte un significado ajeno, extranjero, por esta sensación de absurdo que es su principal lazo emocional con el mundo. Nada importa porque todo lo que importa está oscurecido por este hálito oscuro del saberse absurdo. Para el existencialismo es la angustia la precondición afectiva de todo sentido y por tanto de la misma condición de sujeto. Puede que la angustia por lo absurdo a muchos les resulte algo distante, pero es un estado de ánimo afectivo que crea una suerte de vínculo con lo real que ninguna relación cognitiva podría crear.
La cita de Camus me remitió a la otra gran metáfora del viento como fuente de identidad en la que el viento negro del futuro se convierte en la melancolía por las posibilidades perdidas: es el viento que viene  del pasado y que empuja al ángel de  Klee (tal como fue interpretado por Benjamin, a quien se lo había regalado). El ángel, esa figura tan rilkeana del daimon, mira espantado al pasado que le empuja como un aullido interminable hacia el futuro. 
El tiempo de la modernidad es un tiempo de afectos oscuros que nos ligan a una realidad donde la esperanza es, será, un afecto que todavía tenemos que ganarnos.


lunes, 12 de septiembre de 2011

El abismo en perspectiva

Es una extraña sensación la que tengo: me parece entender lo que ocurre en la economía (sueño de una noche de verano): ¿qué ocurre en una comunidad en la que en un cierto momento todos piensan que el otro miente? Al final todo se sostenía sobre dos cosas: la confianza y el trabajo (los economistas "ortodoxos" dirían el interés y el beneficio). Ambos factores se realimentan en un sistema complejo de redes de intercambio en varios niveles de abstracción, desde el mercado de bienes al mercado financiero. Ambos factores se realimentan, también, negativamente cuando uno de ellos o ambos decaen. El capitalismo, sostenía el marxismo, se destruye a sí mismo, todo es cuestión de tiempo. Los economistas ortodoxos se han estado burlando de esta apreciación por varias décadas. No está tan claro que sea verdadera. No está tan claro que sea falsa. Pero estamos en un punto en el que deberíamos enpezar a sospechar si acaso los timoneles, los economistas, los predictores, los adivinos, los gestores, los orgullosos sabelotodo, no se habrán vuelto locos: primero Grecia, luego los PIIGS, luego el euro, luego el dólar,..., ¿y? cuando todo haya acabado, en sus paraísos fiscales de Ginebra, de las Bahamas, de ...., ¿qué? ¿ya lo habrán conseguido? The Economist lleva dos meses con una apuesta pública entre los lectores para que voten si acaso el euro va a caer. Bueno, el euro, la libra, el dólar, el oro, el franco suizo, ¿por qué no también?
Me explicaron un día los ingenieros del sistema de presas hidráulicas de la cuenca del Duero en España que esas tres o cuatro presas eran una especie de sistema final. Cuando toda la red europea se hubiese venido abajo por alguna catástrofe, de algún modo habría que reiniciar el sistema y para eso estaban esas viejas turbinas movidas por el peso del agua: podrían poner en marcha de nuevo los motores o al menos los básicos para reconstruir el sistema cuando las térmicas y las nucleares se hubiesen quedado a oscuras. ¿Hay algo parecido en la economía?
Sí, pero no son ellos. Somos nosotros. Cuando se hayan colgado de sus corbatas, tendremos que empezar a reconstruir los lazos que nos sostienen, que no son lazos de seda sino lazos de experiencia y confianza, de trabajo y solidaridad.
Cuando este ruido se haya reducido al silencio entonces se oirán nuestras voces.
En esto estaba soñando en un momento que me he quedado dormido con el The Economist en las manos.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Topografías de la ignorancia

Me encuentro en Santa Marta (Colombia) en medio de una reunión nacional de facultades de ingeniería, debatiendo los problemas de la educación de un ingeniero (con cierta envidia porque en mi país las universidades esperen a que el ministro del ramo de turno elabore su reforma educativa de turno para ejercer el turno de oposición sin haberse tomado tiempos de discusión, sin que haya espacios de debate donde someter a inspección los modelos, y que al final todo se quede en intercambio de eslóganes, generalmente tomados de la prensa), y hablo de ingeniería y humanidades, de la ingeniería como una forma de cultura humanística, y (no) me asombra el que lo acepten con la tranquilidad de quien comparte claves y tensiones. Hace muchos años, muchos, en una reunión nacional de ética en España me atreví a imaginar las humanidades como una forma de cultura técnica y tuve que aguantarme todos los tópicos contra la racionalidad instrumental que ya había escuchado recocidos en todas, todas, las asignaturas de mi carrera de filosofía (¿cuántas veces tuve que leer la Dialéctica de la Ilustración y a sus mil epígonos? tengo la impresión de no haber hecho otra cosa en mi vida). Sólo quería proponer que el campo de las humanidades es el campo de las necesidades y posibilidades humanas, y que por eso estamos en el mismo territorio. Y descubro con ellos que los problemas  educativos más interesantes no son los de cuántos conocimientos tienen que aprender los estudiantes, sino cuántas ignorancias tenemos que aceptar, qué limites ponemos a los sistemas educativos ante la pretensión de la sociedad para que arreglen todo, qué fragilidad somos capaces de sobrellevar sabiendo a la vez que tantas cosas y responsabilidades dependen de nosotros. Pero si la sociedad  y sus tertulianos están día tras día con la cosa de que el problema es de educación (en valores, en circulación, en alimentación, en...), no es menos cierto que a veces los maestros (vengo de una familia de maestros de escuela y no quisiera ser más ni menos) sienten la angustia de los niveles, sin saber cuáles son los necesarios y cuáles son los posibles. Así que poco a poco me he ido convenciendo, y por lo que estoy viendo aquí somos muchos, que tal vez sea preciso cambiar las tornas y los turnos y comenzar pensar en que un sistema educativo decente es aquél que sabe levantar el alzado de la ruina, la ruta de los vientos en los océanos de carencias; que, como el buen dibujante, trabaja con las sombras para perfilar los volúmenes, y que empieza por mostrar al alumno lo que se ignora y lo que no se puede enseñar. Entre el mareo del pedagogo iluminado de turno y la tentación del autoritarismo de quienes se creen Maestros, me parece que el trabajo de los maestros es, modestamente, ayudar a elaborar la topografía de la ignorancia. Ayudaremos así a hacer crecer personas que sepan lo que hacen cuando asuman los riesgos que han de asumir, y habremos aprendido entre todos a no temer al riesgo pero sabernos en él, y quizá en las generaciones futuras habrá menos pilotos locos como los que dirigen el mundo dando volantazos en su absoluta ignorancia de su ignorancia.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Dos clases de silencio

En un banco del Paseo de Delicias, justo en la frontera donde la pequeñísima burguesía madrileña da paso a viejos pisos ahora ocupados por emigrantes, antes de llegar al nuevo Legazpi, tan vanguardista por El Matadero y sus ofertas alternativas, en un banco, una mujer, de espaldas, está mirando a su hijo en un carricoche, en un banco, ha dejado un cartón, como tantos que uno lee en estos tiempos de sintecho por las calles:
"Lo más malo de las cosas malas es el silencio de la gente buena" 
Ese banco, ese cartón, espejo oscuro del que escribe, refleja una imagen que no quiero mirar, pues uno quisiera reconocerse en el último adjetivo de gente buena pero ha tenido que pasar antes por el arco en que se ha escrito acerca del silencio. El silencio de la gente buena. Como uno.
Leía antes y después de haber leído este tratado de moral un agudo texto de Habermas en donde compara a Bataille con Heidegger: qué lejos de Delicias, qué cerca de este banco. Heidegger y Bataille son, sostiene Habermas, los autores más radicales en la superación de la modernidad. Ambos se instalan en el silencio. Heidegger en el silencio del lenguaje que se abre al Ser. 1933, el mismo año en que Heidegger hace campaña por Hitler, Bataille escribe un artículo sobre la psicología del fascismo, en donde huye de las explicaciones marxistas y se centra en la fascinación por la autoridad, por el jefe, en la fascinación por el espectáculo, en la adhesión mayoritaria a la contundencia de las nuevas maneras. Queda el silencio en el que se refugia el bibliotecario que un día sería el depositario en el que Walter Benjamin confiaría sus papeles con el trabajo de tantos años. En 1933 todo era más sencillo, luego se volvió más complicado. Hubo silencios y silencios. El peor de ellos fue el silencio de la gente buena. Un cartón mal escrito se me ha insertado en medio de un artículo de Habermas y ahora ya no me deja leerlo en paz.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Estramonio, rave, Getafe

Somos adictos a las experiencias. Cada generación se define por sus adicciones, sus drogas, sus aficiones y sus aflicciones. La generación que estadísticamente es hegemónica en los centros de poder mediático, económico y político contemporáneos se formó en la era minimalista posmoderna de los finales años ochenta y noventa: pop, coca, diseño, luces frías, cinismo y commodities. Eran los sucesores de una generación terriblemente fracturada (me refiero a la transición española), una generación que una parte llegó rápidamente al éxito y al poder y otra parte llegó rápidamente a las cloacas y cunetas de la historia. La Dama Blanca, la heroína de la historia, fue la otra cara de una historia de consensos y modernizaciones. Más tarde llegó la posmodernidad multiculti, multiviajes, multimedia, de festival en festival. Drogas de diseño, vidas de diseño, cuerpos de diseño.



Por muchas razones considero Getafe el centro del mundo: una ciudad tan rica en significados que abruma en su capacidad de mostrarnos qué tiempos vivimos.  Hay pocos lugares que puedan darnos tantas claves (Baltimore, de The wire, Treme de Nueva Orleans, (Treme) nos han enseñado a mirar las calles con los ojos de la otra generación USA). En Getafe están contenidos todos los signos del tiempo que vivimos. Porque no es una ciudad diferente, sino una ciudad que ejemplifica el nuevo espacio urbano, una ciudad más viva y efervescente (bastante más) que la vecina Madrid, e infinitamente más viva y potente que los extrarradios ricos donde habita la generación de diseño: Pozuelo, ..., La ciudad de la imagen, (estoy hablando en términos locales, pero en todas partes hay espacios similares).
Estos días, dos jóvenes mueren de calor en un páramo durante una fiesta rave, en un lugar abandonado y practicado ocasionalmente para fiestas convocadas en y por red,  tras ingerir una infusión de estramonio, una planta que crece en todas las veredas y que tiene efectos alucinógenos.



El espacio rave es el Guggenheim de una nueva generación que está en la fractura, su apariencia de nuevo templo no lo es menos que el Guggenheim y mucho más que La Almudena, la catedral madrileña igualemente llena de pintadas, sólo que aquéllas lo son de diseño, por un Kiko posmoderno, como los nuevos creyentes que hace unas semanas ocuparon Madrid. Me parece el espacio rave un nuevo espacio sagrado que deberíamos entender para entendernos. Se adelantarán las nuevas autoridades de Getafe en disimular esta nueva ermita de la pos-posmodernidad, pero yo sugeriría (les sugeriría), si fueran listos, que montasen una nueva forma de turismo masa, viajes del Imserso incluídos, para entender lo que nos pasa.






(Esto es un aviso para los cazadores de tendencias: perroflautas, estramonios, ermitas-rave. No son los márgenes, son el centro de una nueva cultura que, por suerte, aún tardará en ser convertida en objeto de consumo. Se acabó el diseño. Necesitaremos mucha policía para recoger el estramonio de la estepa castellana)